Dos noches después, el espectáculo final fue un triunfo. Para entonces, Jane ya no tenía problemas para colocar los cohetes y se subía por el andamio como un chimpancé. Todo salió a la perfección, y cuando la última luz se apagó en el cielo, el público gritó y aplaudió.
El trabajo de recogerlo todo fue pesado; principalmente, por el tiempo. El cielo estaba encapotado y había mucha humedad en el ambiente. Jane llevaba pantalones cortos y una camiseta muy pequeña y escotada; tanto, que el sentido de la decencia no le permitía moverse más. Gil tenía más suerte, llevaba también pantalones cortos, pero él podía quedarse con el pecho desnudo sin problemas.
– Se está preparando una tormenta de las buenas -anunció Gil-, hemos tenido suerte de que no se haya puesto a llover aún. En fin, creo que ya hemos recogido todo.
– Estoy agotada -declaró Jane-. ¿No podríamos quedarnos aquí esta noche hasta que pase la tormenta?
– Me parece que no. Tenemos que salir de este campo antes de media noche, tiene que ver con el seguro del ayuntamiento. En fin; después de esto, tenemos un descanso. El espectáculo siguiente es en la costa, pero empezará el sábado, así que contamos con dos días de playa y mar.
– Maravilloso -dijo ella.
Ya estaba, pensó Jane. La luna, el mar, románticos paseos por la playa y nada de trabajo que pudiera distraer a Gil. La situación perfecta.
Cuando estaban casi listos para marcharse, volvieron a encontrarse con que Perry había desaparecido.
– Sabes lo que está haciendo, ¿verdad? -dijo Gil con un gruñido-. Está zampando los restos del puesto de salchichas mientras todo el mundo dice: «pobre perro, su dueño no debe darle de comer».
Gil se dirigió a los puestos a buscar a Perry Jane bostezó y cerró los ojos imaginando los días románticos y maravillosos que estaban por llegar.
– Perdone…
Jane abrió los ojos y se encontró con un hombre delgado de mediana edad y expresión angustiada.
– Me llamo David Shaw -dijo él-. Me ha gustado mucho su espectáculo, es uno de los mejores que he visto.
– Gracias. Se lo diré al señor Wakeman.
– ¿Es… muy caro?
– No. En el negocio de los fuegos artificiales, es un precio medio. ¿Quería una exhibición grande?
– Oh, no, nada de eso. Se trata del cumpleaños de mi hija, cumple diez años. Iba a venir un payaso, pero nos ha dejado en el último momento y la cría está muy desilusionada. Sin embargo, le encantan los fuegos artificiales y he pensado que quizás…
Sonriendo, Jane agarró la tarifa de los precios de Gil y se la enseñó al hombre. El rostro de él se iluminó,
– Esto sí que puedo permitírmelo -dijo él, señalando los más baratos-. Es estupendo.
Gil apareció con Perry en ese momento. El señor volvió a felicitarle y Jane le explicó lo que quería. Gil le explicó cómo eran los más baratos y el señor Shaw asintió encantado.
– Es justo lo que quería -declaró el hombre-. El único problema es que es mañana por la noche y no sé si ustedes podrán… Significa mucho para mi hija.
– Claro que podemos -le aseguró Gil-. Estamos libres hasta el sábado. ¿Dónde es?
El señor Shaw le dio su dirección.
– Es una granja a unos treinta kilómetros de aquí -al momento, le dibujó un mapa-. Pueden ir esta noche y aparcar junto a la casa. Iría con ustedes a enseñarles el camino, pero tengo que quedarme para ver a una persona.
El señor Shaw alzó la cabeza cuando le cayeron unas gotas de agua.
– Será mejor que se marchen pronto, parece que va a haber tormenta.
Cuando el hombre les dejó, Gil lanzó un grito de júbilo.
– Más trabajo. ¿No te parece maravilloso?
– Estupendo -dijo Jane mientras su visión de unos días perfectos en la playa se desvanecía.
– No pareces muy convencida.
– Claro que estoy contenta por ti, es sólo que tenía ganas de estar en la playa.
– Ya tendremos tiempo después. ¿Sabes qué es lo mejor de todo?
– No, dime qué es lo mejor de todo -contestó ella, tratando de parecer animada.
– El dinero. Aún debo dinero a mis proveedores y tengo que enviarles casi todo lo que he ganado esta noche; el resto, para gasolina. Pero con este trabajito extra, puedo pagarte parte del préstamo. ¿No es maravilloso?
– La verdad es que no me preocupa -declaró ella con una sonrisa plástica.
Por dentro, estaba diciendo: «¡Al demonio con el dinero! Dime que es una pena no poder estar a solas conmigo. Pero no te importa, ¿verdad?»
– Eres un encanto -dijo Gil-. Pero estaba preocupado por el dinero que te debo.
– Gil -dijo ella con una nota de desesperación-; en la vida, hay cosas más importantes que el dinero.
– ¡Eso lo dice la directora de una sucursal bancaria! -Jane se lo quedó mirando, se le había olvidado que era la directora de una sucursal bancaria.
– Lo que quiero decir es que… estaba tratando de decirte que… tenía ganas de que pasáramos unos días… juntos.
– Y yo. Y seguiremos teniendo esos días, menos uno.
– Sí, a menos que aparezca otro cliente -dijo ella enfadada.
– Cuantos más clientes, antes te devolveré el préstamo. Consigo mi trabajo así, cuando la gente ve lo que hago y me contrata en el sitio. Creí que lo habías entendido.
– Sí, claro que lo entiendo. Estoy empezando a entender muchas cosas.
– ¿Qué quieres decir?
– Nada, olvídalo.
– ¿Cómo voy a olvidar un comentario así, que no entiendo?
– No es nada -dijo ella con más calma-. Ha sido un día de mucho trabajo y los dos estamos cansados. Venga, vámonos ya. Cuanto antes lleguemos, antes comeremos algo.
– Es que no te comprendo.
– No, no me comprendes, ¿verdad? -dijo Jane, volviendo a irritarse.
– No. ¿Qué es lo que te pasa?
– Nada.
– ¿Qué he hecho?
– No has hecho nada -respondió ella con toda honestidad.
– Entonces, ¿por qué estás enfadada conmigo?
– Gil, ¿vamos a marcharnos o vamos a quedarnos aquí toda la noche discutiendo?
– Estoy dispuesto a quedarme aquí toda la noche discutiendo si hace falta.
– ¿Y lo del seguro del ayuntamiento?
– ¡Al demonio con el seguro del ayuntamiento! ¿Qué es lo que te he hecho?
– Oiga, ¿se van a marchar pronto? -un hombre se les acercó agitando unos papeles- Todos tienen que marcharse antes de la media noche.
– Sí, ahora mismo nos vamos -dijo Gil.
A continuación, lanzó una furibunda mirada a Jane y se metió en el coche. Unos minutos más tarde, estaban de camino.
– ¿Tienes el mapa que ha dibujado el señor Shaw? -preguntó Gil.
Jane miró el papel.
– Sí, pero sólo puedo ver lo que pone cuando pasamos por una farola.
– Pues lo siento -dijo él en tono irritado.
– No lo sientas.
– No es culpa mía que haya tanta distancia entre las farolas.
– Yo no he dicho que lo sea. Lo que estoy diciendo es que tengo problemas para ver lo que pone.
– Puedes decirme qué hago ahora, ¿por favor? ¿Para dónde giro?
– Si ésa es la calle Clayborn, tuerce a la izquierda.
– ¿Y sino es la calle Clayborn?
– No lo sé -respondió Jane, enfadada.
– Bueno, pues ya no me queda más remedio que tirar a la izquierda, así que esperemos que sea esa calle.
La situación fue deteriorándose rápidamente. Desde fuera, podía parecer que estaban discutiendo por una tontería, pero Jane sabía que tenía motivos para protestar. Estaba cansada, desilusionada, tenía hambre y todos los motivos del mundo para estar enfadada. También era claro que Gil se encontraba de un humor de perros.
– No sabia que podías comportarte así.
El no perdió el tiempo en preguntarle qué quería decir.
– Todo el mundo se comporta así -dijo Gil en tono razonable-. Todo el mundo lo hace de vez en cuando. Lo que pasa es que no nos habíamos encontrado en una situación semejante todavía. Pero ahora ya he visto este lado tuyo y tú el mío.
– ¿Que has visto este lado mío? Soy la razón personificada.
– ¡Ja, ja!
– ¡Nada de ja, ja! -exclamó ella encendida.
– ¿Dónde giro ahora?
– Y yo que sé.
– Está bien, sigo adelante.
– Lo siento.
– Podía haber sido el cruce que teníamos que tomar.
– He dicho que lo siento -le espetó ella.
La lluvia se había convertido casi en diluvio. Gil se esforzó por ver algo de la carretera mientras Jane intentaba leer el mapa.
– Deberíamos encontrarnos pronto con un cruce, en Corydale -dijo Gil-. A menos, por supuesto, que lo hayamos pasado.
– Ahí delante hay una señal, no vayas de prisa.
– No voy de prisa. ¿Cómo voy a ir de prisa con esta lluvia?
– No he dicho que fueras de prisa-respondió Jane con la paciencia de un santo-, lo único que digo es que no pases la señal de prisa para que podamos verla. Ya casi hemos llegado a la señal.
Gil se paró.
– ¿Puedes verla bien así? -preguntó apretando los dientes.
– Muy bien, muchas gracias -respondió ella secamente pero la lluvia oscureció las letras y Jane tuvo que salir del coche para poder leer la señal. Cuando volvió a subirse, estaba empapada.
– Hay que torcer a la derecha para ir a Corydale. Lo ves, no habíamos pasado el cruce.
– ¡Una chica muy lista! -dijo Gil desacertadamente.
– Como sigas así te juro que me salgo del coche y me vuelvo a Wellhampton.
– ¡Por el amor de Dios! ¿Es que no tienes sentido del humor?
– Este viaje me está desgastando la salud.
– Sí, ya lo he notado. No sé por qué, pero pareces otra persona de repente.
– Lo mismo digo.
– ¿Te refieres a mí? -dijo Gil en tono inocente-. Te aseguro que no he hecho más que esforzarme para aguantar tus malos humores, y permíteme que te diga que no ha sido nada fácil.
La injusticia de aquellas palabras la dejó muda momentáneamente.
– He sido todo dulzura -contestó ella en tono peligroso-. Lo he aguantado todo: los cohetes, cortar la hierba, los agujeros… «así no, más grande. No, no, así no, más profundo»… He aguantado a ese perro rascándose cada vez que iba a quedarme dormida. Incluso he aguantado que por poco nos arrastrase la caravana cuando anoche pasó un gato por su lado.
– Eso te lo has inventado.
– No me lo he inventado, fue anoche.
– Entonces, ¿por qué no me acuerdo?
– Porque ni un terremoto habría conseguido que dejaras de roncar.
– Yo no ronco -aquello le dolió.
– ¡Vaya que no! He oído truenos menos ruidosos.
– ¡No ronco!
– ¡Ja!
– ¿Qué quieres decir con eso de «ja»?
– Quiero decir «ja».
Se hizo un volátil silencio que duró unos cuantos kilómetros. La lluvia caía con más fuerza si eso era posible y Gil estaba concentrado en la carretera.
– No hay luces por ninguna parte.
– Eso es porque estamos en medio del campo. La granja tiene que estar ya cerca.
– Será mejor que vaya más despacio, esta carretera no es nada buena.
– Allí está la granja -dijo Jane al cabo de unos minutos al ver una señal que los faros iluminaron anunciando la granja-. Vamos, gira rápido.
Gil giró y, en la distancia, vieron las luces de la casa.
– ¿Ahora, adónde? -preguntó él-. La carretera ha desaparecido.
– Espera que salga a buscarla -le informó Jane en tono gélido mientras abría la puerta del coche.
Metió el pie en un charco, pero decidió tomárselo con filosofía; además, ya estaba completamente mojada y se iba a mojar más. Volvió a meterse en otro charco y en otro. Vio rastro de lo que podía ser un camino de tierra. Hizo un gesto con las manos para que Gil la siguiera despacio, la caravana se balanceaba.
De repente, Jane se paró al darse cuenta de que ya no se veían las luces de la casa. En ese momento, un relámpago iluminó el cielo, mostrando que estaban en medio de un campo.
– ,Qué pasa? -gritó Gil saliendo del coche-. ¿Por qué te has parado?
Los truenos ahogaron la respuesta de ella. Cuando acabaron, Jane gritó.
– No sé dónde estamos.
– Has dicho que por aquí llegaríamos a la granja.
– Y creo que hemos llegado, pero la carretera se ha acabado. Estamos en mitad de… no sé dónde estamos.
Gil sacó una linterna e iluminó el suelo.
– Estamos en medio de un campo de labranza -gruñó él-, y la lluvia lo ha transformado en un barrizal. Vamos, tenemos que salir rápidamente de aquí antes de que sea demasiado tarde.
Se subieron al coche corriendo y Gil pisó el acelerador, pero era demasiado tarde. La caravana se había hundido en el barro y las ruedas no conseguían más que patinar.
– ¡Maldita sea! Ven aquí, conduce tú mientras yo empujo.
– No puedes empujar tú solo, es mucho peso -protestó Jane.
– Gracias por insinuar que soy un escuchimizado.
– Yo no he…
– Jane, ponte al volante.
– Pero…
– Haz lo que te digo.
Gil salió y se fue a la parte de atrás de la caravana. Jane se colocó al volante e intentó avanzar, pero nada se movió. Después de diez minutos de frustración, Jane salió y se unió a él.
– Vamos a empujar los dos -gritó ella para que se la oyera por encima del ruido de la lluvia.
– ¿Y quién va a conducir el coche, Perry?
– Nadie -le informó ella con peligrosa paciencia-, porque no es necesario. El coche no se mueve. Venga, vamos a empujar.
Después de grandes esfuerzos y de que Perry brincase a su alrededor, acabaron en el barro, agotados y sin haber conseguido nada.
– Bueno, ¿y ahora qué hacemos? -preguntó Jane, jadeando.
Estaba empapada, cubierta de barro y le dolía todo el cuerpo.
– No lo sé -contestó Gil después de ponerse en pie y ofrecerle la mano para ayudarla a levantarse-. No podemos ir ni hacia delante ni para atrás. Has hecho que acabemos en medio de un campo.
– ¿Que yo qué?
– Eras tú la que daba las direcciones, yo me he limitado a seguirte. Escucha, déjalo, da igual.
– Oh, estupendo. Primero me echas la culpa y luego dices que da igual.
– Yo no te he echado la culpa de nada. Los dos estamos cansados y…
– Pero he sido yo quien ha hecho que nos metamos aquí, ¿verdad? -preguntó ella furiosa.
– Pues ya que lo preguntas, sí -contestó él razonablemente.
– Pero no he sido yo quien ha aceptado un trabajo estúpido en el último momento que suponía tener que encontrar una granja en mitad de la noche y en medio de una tormenta de mil demonios.
Otros relámpagos le permitieron ver a Gil allí de pie con el pecho desnudo, mirándola con incredulidad.
– Así que ahora es culpa mía por aceptar un trabajo, ¿verdad?
– Lo que yo quería era que tuviéramos unos días libres…, para pasarlos juntos. Creí que tú también lo querías. No sabía que me habías invitado a hacer este viaje contigo para que hiciera de mula de carga.
– ¿Mula de carga?
– Me tienes trabajando como una esclava todo el día. Creía que querías estar conmigo…
– Y quiero…
– No, no quieres. Lo único que quieres es darme órdenes y mangonearme todo el tiempo. Para eso, te habría valido cualquiera.
Gil se retiró un mechón de pelo de la frente.
– Eso no es verdad, te quería a ti.
– ¡Sí, ya! le prestas más atención al perro que a mí. Con un par de besos paternalistas, se supone que tengo que darme por satisfecha.
– ¿Qué quieres decir con eso de paternalistas?
– Sabes perfectamente lo que quiero decir.
Gil apretó los dientes.
– Mis besos no son paternalistas.
– Lo son porque son lo único que me das. He venido a este viaje porque estoy enamorada de ti y creía que iba a ser un viaje romántico. Y creía que yo también te gustaba. Pero si hubiera sabido que ibas a mantener las distancias, me habría quedado en casa.
– ¿Así que soy un sinvergüenza por tratarte como a una dama? -preguntó Gil, indignado-. Sólo porque no me he echado encima de ti la primera noche…
– Ni la segunda, ni la tercera…
– ¡Sólo porque no me he tirado a ti como un adolescente en celo! En mi opinión, te merecías algo mejor que eso. Te estaba dando tiempo para que todo fuese gradual, y por respeto a ti. He estado esperando a que me insinuases algo, pero lo único que he recibido de ti son tus ácidas críticas.
– ¿Y de quién es la culpa?
– Supongo que mía -Gil se tiró de los pelos-. Qué mujer más tonta. Yo también estoy enamorado de ti, desde el principio.
– Sí, cuéntame otro chiste.
Al instante, Gil la tomó en sus brazos y le dio el beso más ardiente que le había dado hasta el momento.
– Llevo toda la semana esperando esto -le dijo Gil junto a los labios-, pero estabas tan distante…
– Creía que ibas a darme una señal…
– Y yo creía que no me deseabas…
– Pues ahora ya has salido de dudas.
Gil la estrechó contra sí y ella, echándole los brazos al cuello, lo besó con todo su corazón. No era así como lo había planeado, pero ahora que era más sabia, sabía que el amor surgía cuando surgía. A pesar del barro y de la lluvia, ardía de deseo. Le recorrió el pecho con las manos y sus mojados cuerpos se tocaron con pasión.
– ¿Me crees ahora? -preguntó él con voz ahogada.
– Sí… sí… bésame…
Gil así lo hizo. Mientras la besaba, la acarició con las manos. Se olvidaron de los elementos naturales, sólo eran conscientes de la tormenta en sus corazones.
De repente, una luz hizo estallar el mundo. A pesar del ruido de la lluvia, oyeron una voz.
– ¡Eh, hola!
A pesar suyo, Jane abandonó el paraíso y se dio cuenta de que un coche se les había acercado y los faros les iluminaban. Una mujer salió del coche y se acercó a ellos.
– Soy Celia Shaw -gritó la mujer-. Mi marido me ha llamado para decirme que venían, y se me ha ocurrido que podrían necesitar ayuda. ¡Dios mío, desde luego que la necesitan!
La mujer observó la caravana hundida en el barro.
– Recojan algo de ropa, voy a llevarles a casa. Mañana mandaremos un tractor aquí para que saquen el vehículo.
Gil y Jane buscaron ropa limpia y se metieron en el coche de Celia. Tras recorrer una breve distancia, volvieron a ver las luces de la casa de Celia.
– Dejé de ver la luz de repente -dijo Jane-, por eso nos perdimos.
– Son esos árboles los que tapan la luz -explicó Celia-. Pobrecillos, deben estar helados.
Deberían haberlo estado, pero Jane no lo sentía. Cuando lo miró a los ojos, el brillo que vio la calentó por dentro. Lo deseaba con todo su corazón y pronto sería suyo.
Al cabo de unos minutos llegaron a la casa, una construcción grande. Celia Shaw les llevó por la parte de atrás y entraron en una cocina grande y tradicional llena de alfombras por el suelo. Un delicioso calor les recibió, y Perry no perdió el tiempo en echar al perro pastor de la casa y acomodarse él.
– Hay dos cuartos de baño, uno en el piso de arriba y otro aquí, en el de abajo -dijo Celia-. Pueden meterse cada uno en uno mientras yo sirvo la cena.
Jane tampoco perdió el tiempo en meterse en la ducha. Cuando terminó, se miró en el espejo. Tenía los ojos brillantes de felicidad.
Encontró a Gil en la cocina ya cenando, y también a Perry. Celia le ofreció una silla y comenzó a servirle comida en el plato. Era un guiso maravilloso y Jane comió con satisfacción. Cuando terminaron, David Shaw llegó a la casa y ofreció disculpas profusamente.
– Todo está perfecto -le dijo Gil a David, pero mirando a Jane.
– No puedo comer nada más -declaró Jane por fin.
– ¡No va a terminarse lo que tiene en el plato? -preguntó Celia-. Bueno, no importa, ya sé quien se lo va a comer. A propósito, espero que no les moleste lo que voy a preguntar, pero… ¿le dan de comer lo suficiente a este animal?
Celia les condujo a una habitación en el piso superior al final de un largo pasillo. Tenía los techos bajos y vigas de madera vista, y una enorme cama de matrimonio.
– Bueno, buenas noches -dijo Celia.
– Buenas noches -repitió David detrás de su esposa.
Celia cerró la puerta, y ella y su marido se alejaron.
– Eh -dijo David a su esposa-. Sólo hay una cama en esa habitación. Supón que quieran dos camas…
– No.
– ¿Cómo lo sabes?
Celia lanzó una queda carcajada.
– Porque cuando he ido a recogerlos, los vi antes de que ellos me vieran a mí.
– Sí, pero… ¿estás segura de que…?
– Sí, completamente segura.