Capítulo 1

– Necesito una respuesta hoy mismo, señorita Blake, o no podré asegurarle…

– ¡Y la tendrá! -exclamó Willow.

Inmediatamente, se arrepintió. No era culpa del constructor que no pudiera tomar una decisión sobre los armarios de la nueva cocina. Y tampoco que no le importara un bledo su nueva cocina. Era una pesadilla en la que, supuestamente, tendría que cocinar tres veces al día. Como su madre…

¿Por qué le había dicho a Mike que se casaría con él? ¿Por qué no se había ido a vivir con él, como había hecho su prima Crysse? Crysse era feliz, ¿no? Planchar un par de camisas de Mike habría sido más sencillo que tener que llevar a cabo lo que su madre consideraba una boda perfecta y tener que vivir en la que el padre de Mike consideraba una casa perfecta.

Era como si los extraterrestres se hubieran apoderado de su vida.

Unos extraterrestres muy simpáticos, desde luego, pero extraterrestres al fin y al cabo. Y no tenían ni idea de lo que significaba la palabra «sencillo».

Para Willow, una boda sencilla significaba una ceremonia discreta en una pequeña ermita en el campo, un vestido sencillo de color claro, dos damas de honor que no se hicieran pipí en los pañales y un banquete para los amigos.

Pero la versión de su madre de una boda sencilla incluía una ceremonia en la catedral de Melchester, un coro de cincuenta niños cantores, pajes, damas de honor, testigos, invitados, flores como para cerrar una floristería…

Y luego estaba el banquete.

No. Willow se negaba a rendirse sobre el asunto del banquete, y a aceptar aquella tarta de boda que parecía un rascacielos. Era una pesadilla. A Willow le gustaban las cosas simples, pero aquella boda se estaba convirtiendo en un acontecimiento social.

Y la ceremonia era solo la punta del iceberg. Las auténticas complicaciones llegaron en un sobre pequeño. Un sobre blanco con el logo de un periódico de tirada nacional.

Si la vida fuera sencilla, llamaría al teléfono que aparecía en el sobre y diría que ya no estaba disponible. Habían tardado demasiado en ofrecerle el trabajo de sus sueños. Iba a casarse el sábado. Les diría eso. Pero no lo había hecho todavía.

Por eso todo era tan complicado y ella estaba tan angustiada.

– ¿Te encuentras bien, Willow?

– ¿Qué? -preguntó ella, sorprendida. Al volverse, se encontró con Emily Wootton, que la miraba con preocupación-. Ah, sí, no es nada. Es que me caso el sábado…

– ¿De verdad? -sonrió la mujer-. Qué alegría.

Willow tenía sus dudas.

– Seguro que todo el mundo lo pasará muy bien, pero yo estoy deseando que pase esta semana y encontrarme en las playas de Santa Lucía -dijo, intentando sonreír-. Me estabas hablando sobre el chalé que el fideicomiso ha recibido de los Kavanagh -añadió, mordiéndose la lengua para no contarle sus problemas a una persona a la que había conocido dos días atrás. Pero, ¿a quién podía contárselos si no? Nadie que conociera a Mike Armstrong y hubiera visto la casa en la que iba a vivir con él podría entenderlo. Ella misma no lo entendía. Si pudiera volver a la noche que le había pedido que se casara con él… Si pudiera convencerse a sí misma de que eso era lo que Mike realmente quería-. Hace falta dinero para convertirla en una residencia para huérfanos, ¿no?

– No, eso ya está hecho. Lo que falta es pintarla y necesitamos voluntarios -sonrió Emily-. Supongo que es imposible convencerte para que renuncies a tu luna de miel, ¿verdad? Las Antillas tampoco son tan interesantes…

En ese momento, una lágrima empezó a rodar por la mejilla de Willow.

– Willow, ¿qué te pasa?

– Nada -contestó ella, buscando un pañuelo-. Es que estoy nerviosa por la boda.

La boda y el esfuerzo que estaba haciendo para que nadie viera que odiaba la casa que el padre de Mike les había regalado. Un edificio enorme de ladrillo rojo con cinco dormitorios, tres cuartos de baño y un acre de jardín que tendría que cuidar cuando no estuviera planchando o cocinando.

Mike y ella no habían llegado a una decisión sobre dónde iban a vivir. Ni en su apartamento ni en el de él. Los dos eran convenientes, céntricos, perfectos para una pareja. Y entonces… ¡plaf! Una invitación de los padres de Mike para comer en el campo, al lado de aquella casa infernal. La clase de mansión digna de una perfecta ama de casa, no una mujer que acababa de conseguir el trabajo de sus sueños. Eso, si no se casaba el sábado.

Willow estaba empezando a ver que, como esposa de Mike, no podría seguir haciendo su vida.

Willow Blake desaparecería para convertirse en la esposa de Mike Armstrong, heredero del propietario de una editorial. Y, con el tiempo, se convertiría en la madre de los correspondientes 2,2 niños, con una vida dedicada a las causas benéficas. En diez años, se habría convertido en su gran pesadilla, una copia perfecta de su madre.

Seguiría trabajando durante un tiempo, por supuesto, pero el periódico solo le encargaría crónicas sociales, entrevistas con celebridades locales y cosas por el estilo. Hasta que llegaran los niños. Aquella casa tenía que estar llena de niños. El padre de Mike ya hablaba de uno de los dormitorios como de «la guardería». Como si la decoración infantil no les hubiera dado una pista.

Y en cuanto a Mike, Willow no sabía lo que pensaba. De repente, se había vuelto distante, raro.

Y por eso, la carta en la que le ofrecían el trabajo de sus sueños seguía en su bolso, sin ser contestada. Era su salvavidas.


– Es una casa… más bien grande, Mike. No es tu estilo. No se parece nada al taller de Maybridge -estaba diciendo Cal.

– Eso depende de lo que uno considere grande -replicó Michael Armstrong, intentando cortar cualquier discusión sobre su estilo de vida. Cal era su mejor amigo y se conocían demasiado bien-. Willow creció en una mansión de diez habitaciones.

La emoción de Willow al ver la casa que les había regalado su padre le había hecho darse cuenta de que no podía dar marcha atrás.

– Ya. Bueno, si a los dos os gusta, eso es todo lo que importa -dijo Cal-. ¿Cuándo vais a mudaros?

Mike miró la monstruosidad de casa que su padre le había regalado. Ni siquiera le había consultado antes de hacerlo porque sabía cuál sería la respuesta. El viejo zorro había dejado que Willow hiciera el trabajo sucio por él. Y como a ella le había encantado el regalo, Mike había tenido que tragarse un «no, gracias, papá». No podía rechazar aquel regalo.

Dándose cuenta de que Cal lo estaba mirando con cara de preocupación, Mike intentó sonreír.

– La casa estará lista cuando volvamos de la luna de miel.

– No pareces muy… -su amigo dudó, como buscando la palabra apropiada- optimista -dijo por fin. Pero Mike no aceptó la invitación para sincerarse-. Muy bien. Seguro que Willow y tú podéis vivir sin moqueta durante un mes. Y no hay prisa en amueblar la habitación de los niños -añadió, intentando aliviar la tensión- A menos que haya algo que no me has contado. Eso explicaría el retorno del hijo pródigo.

– Mi padre estuvo unos días en el hospital. Por eso volví -explicó Mike-. Nunca fue mi intención quedarme en Melchester.

– Hasta que conociste a Willow -asintió Cal-. ¿Sabe ella que no piensas seguir con el periódico? Solo lo pregunto porque cuando estuvimos tomando una copa la semana pasada, tuve la impresión de que te veía como el empresario del año -añadió-. No le has contado lo de Maybridge, ¿verdad?

– Ocúpate de tus asuntos, Cal.

– Voy a ser testigo de tu boda. Esto es asunto mío.

– Ya la conoces. Willow pertenece a una de las mejores familias del país. Solo estaba haciendo tiempo escribiendo artículos de sociedad en el periódico hasta que uno de los amigos de su padre le ofreciera convertirse en Lady Algo.

– ¿Perdona? ¿Has leído algo de lo que tu novia escribe en el periódico?

– Vivo con el Chronicle, Cal. Pero no estoy preparado para dormir con él -murmuró Mike-. Bueno, vale. Si dieran premios por escribir sobre la Asociación de Jardines locales, ella se los llevaría todos, pero supongo que entenderás por qué no le he pedido que se instalara en mi taller de Maybridge y viviera de lo que gano con mis propias manos.

– Lo que no estás dispuesto a hacer por tu padre ¿estás dispuesto a hacerlo por amor? Si yo estuviera en tu pellejo, admito que haría lo mismo -sonrió Cal-. Quizá la guardería debe ser una prioridad después de todo.

– Mi padre cree que ha sido sutil dándonos pistas.

– ¿El infarto no ha conseguido calmarlo?

– ¿Infarto? Estoy empezando a sospechar que no era más que una indigestión.

Pero había conseguido lo que quería. Mike había vuelto a casa a toda prisa para dirigir el Chronicle y la revista Country Chronicle mientras su madre se llevaba al viejo Armstrong de vacaciones. Unas largas vacaciones. Debería haber salido corriendo cuando su padre, que odiaba ir de vacaciones, aceptó hacer un crucero de seis semanas.

– No sé. Quizá estoy siendo demasiado cínico. Fuera lo que fuera, le ha recordado que también él es mortal.

– ¿Eso es todo? ¿No hay ningún otro problema?

Mike se pasó la mano por la cara.

– Bueno, tengo que cortarme el pelo antes del sábado -contestó, intentando apartar de sí aquella sensación de angustia.

Amaba a Willow. Ella había sido la única luz en la oscuridad cuando se vio obligado a volver a casa y tomar las riendas del negocio familiar.

Había entrado en la oficina aquella mañana, con un ánimo tan negro como la tinta del periódico, cuando se chocó con ella. El móvil que Willow llevaba en la mano había caído al suelo y después de comprobar que no se había roto, ella lo miró con expresión furiosa.

– ¿Por qué no mira por dónde va?

Mike había estado a punto de replicar que era ella quien no miraba cuando, de repente, todo pareció pararse, incluido su corazón. Entonces Willow había sonreído, burlona.

– Ah, perdón. Qué mal educada soy. No se le debe gritar al jefe hasta, al menos, haber sido presentados. Porque tú eres Michael Armstrong, ¿verdad? Hay una fotografía tuya en el despacho de tu padre y…

– Mike -corrigió él, cuando consiguió despegar la lengua del paladar-. Y no soy el jefe. Solo voy a ocupar el puesto de mi padre durante unas semanas.

– Muy bien, Mike. Yo soy Willow Blake -sonrió ella, ofreciendo su mano-. Adiós. Llego tarde.

Mike se quedó mirándola con una sonrisa que hubiera hecho sentir complejo de inferioridad al gato de Alicia en el país de las maravillas.

Él solo había querido flirtear un poco. Y ella lo había mantenido a raya durante más tiempo del que esperaba. La caza había sido divertida y atraparla fue… como encontrar algo que hubiera perdido mucho tiempo atrás. Pero la había perseguido como Michael Armstrong, el jefe provisional del periódico para el que ella trabajaba. Willow era una chica difícil y Mike había tenido que echar mano de todas sus armas.

Cuando por fin la consiguió, no le pareció necesario explicar que solo estaba en Melchester provisionalmente.

Y entonces le había pedido que se casara con él.

Y lo había dicho de verdad.

El «sí» de Willow casi lo hizo gritar: «¡Que paren las máquinas… que cambien la primera página… tengo una gran noticia!». Y eso ahogó una vocecita en su interior que le decía que Willow creía estar a punto de casarse con el heredero de un imperio editorial. No un hombre que, en su vida real, vivía en lo que una vez había sido un establo. Un sitio en el que su vida era completamente diferente.

¿Tenía miedo de que ella no amara al verdadero Michael Armstrong? ¿Por eso no se lo había contado?

Una vez que su padre los había llevado a la casa, con el plano envuelto en papel de regalo, era demasiado tarde.

– Solo tienes una vida, Mike -dijo Cal, interrumpiendo sus negros pensamientos-. Tienes que vivir tu sueño. Se supone que es la novia la que debe estar nerviosa.

– Te aconsejo que esperes a que te pase a ti antes de decir esas cosas.

– A mí me parece que estás empezando a arrepentirte.

Mike se sintió tentado de confesarle su angustia, pero las cosas habían ido demasiado lejos.

– Pensaba que sería más fácil. Pensaba que casarse solo consistía en llegar a tiempo a la iglesia y no perder los anillos.

– Puedes dejarme esos detalles a mí. En cuanto al resto… -Cal miró su reloj-. Es casi la hora de comer. ¿Por qué no vas a buscar a Willow y os tomáis la tarde libre para dedicaros a… lo que más os guste?

– No tengo tiempo. Voy a estar alejado del negocio durante un mes -contestó Mike. Aunque no iba a seguir siendo «el negocio», sino «su negocio». Se conformaría y aceptaría dirigir el periódico. Y su padre firmaría los papeles de cesión en cuanto la tinta del registro civil se hubiera secado.


– ¿Mike?

Llevaba una hora esperándolo, terminando el artículo sobre la residencia para huérfanos, haciendo cosas de última hora… Intentando imaginar cómo iba a hablarle sobre el trabajo que le habían ofrecido.

Dejar el periódico sería como una patada para Mike y su padre. Tendría que ir a Londres todos los días y no siempre podría volver a casa por la noche. Aunque cuando el director del Globe se enterase de que estaba punto de casarse, quizá no seguiría interesado en ella…

– ¿Qué pasa, Willow? -preguntó Mike entonces, levantando la cabeza de la calculadora.

– Nada. No pasa nada.

Willow no esperó respuesta. Lo que hizo fue salir del edificio. Su coche estaba en el taller y Mike se había ofrecido a llevarla a casa de Crysse. Obviamente, lo había olvidado y ella prefería caminar antes de interrumpir su historia de amor con la calculadora. Eso era lo que pasaba cuando una se enamora de un contable.

Willow apretó la correa del bolso. Daría un paseo para olvidarse del constructor y de las incesantes preguntas de su madre sobre los detalles de la boda. Le daba igual el color de las cintas en los bancos de la iglesia o si habría rosas suficientes. En un mundo en el que hay niños que nunca han tenido vacaciones y nunca las tendrían a menos que alguien como Emily Wootton lo hiciera posible, ese tipo de cosas no eran más que tonterías.

Pero ir andando fue un error. Llevaba zapatos nuevos y después de caminar un kilómetro tenía una ampolla en el talón. Si cojeaba en la iglesia, su madre la mataría. Aunque eso resolvería todos sus problemas de un tirón. La otra opción era tomar el autobús. Cuando llegó a la parada, apoyó su peso sobre el otro pie y esperó.

– ¿Puedo llevarla a alguna parte, señorita?

Willow no pudo evitar que le diera un vuelco el corazón al escuchar la voz de Mike. Cuando se volvió, lo vio con su flequillo color miel cayéndole sobre la frente mientras le abría la puerta del jeep negro.

– Mi madre me ha dicho que no suba nunca al coche de un extraño -contestó, consciente de las miradas de envidia de las mujeres que había en la cola del autobús-. Creí que estabas demasiado ocupado.

– Y lo estoy. Y tengo un dolor de cabeza espantoso. Por eso se me había olvidado que tenía que llevarte a casa de Crysse.

– Espero que la despedida de soltero mereciera la pena.

– No estoy seguro.

La despedida de soltero no había sido divertida. Ni todo el alcohol del mundo, ni las bromas de Cal y sus amigos habían conseguido hacerle olvidar el lío en el que se había metido.

– Por favor sube, Willow -insistió, observando los rostros expectantes que observaban el pequeño drama.

– ¿Cómo sabías que no había pedido un taxi?

– Estabas enfadada -contestó Mike. Y no podía culparla-. Si yo hubiera estado enfadado, también habría ido andando.

– Pues habrías cometido un error -murmuró Willow, entrando en el coche. Estaban llamando demasiado la atención y no le hacía gracia-. Me ha salido una ampolla en el pie.

– Oh, pobrecita. Ven aquí -murmuró Mike, olvidando a los espectadores. Cuando la tomó en sus brazos, ella apoyó la cabeza en su hombro como un gatito-. Lo siento mucho.

Cuando se apartó un poco para mirarla, los ojos azules de Willow lo hicieron desear haber escuchado a Cal y haberse tomado la tarde libre para estar con ella en la cama. Hasta el día siguiente.

– ¿Tienes que ir a casa de tu prima?

– Me temo que sí. Tenemos que ensayar la entrada y a una de las damas de honor se le ha descosido el vestido. Además, quedan tarjetas por escribir…

– ¿Sabes una cosa? -la interrumpió él.

– ¿Qué?

– Si hubiera sabido antes en la que nos estábamos metiendo, no te habría pedido que te casaras conmigo.

– Créeme, si yo lo hubiera sabido te habría dicho que no -replicó ella. Por un segundo, Mike vio un brillo extraño en sus ojos azules. Casi como si deseara que hubiera sido así-. Estoy intentando tomarme esto como una visita al dentista. Es angustioso, pero después…

No terminó la frase, como si esperase que Mike lo hiciera por ella: «Pero después todo es maravilloso» o algo así.

– Ponte el cinturón -dijo él, sin embargo, antes de arrancar y perderse entre el tráfico.

Cualquier cosa mejor que pensar en aquel «después» tras un escritorio, en una oficina, llevando la contabilidad de un periódico.


– Me han ofrecido un trabajo, Crysse.

– ¿Qué clase de trabajo? -preguntó su prima, sin levantar la mirada de un dobladillo descosido-. ¿No será en el Evening Post? Aunque, la verdad es que trabajar con tu marido no es muy buena idea. Veinticuatro horas al día de felicidad es más de lo que cualquier mujer puede soportar. Aunque yo no esté en posición de juzgar eso.

– La verdad es que casi nunca veo a Mike en la oficina. Además, no es el Evening Post. No podría trabajar para un periódico rival. ¿Recuerdas que envié mi curriculum al Globe?

– ¿El Globe? Pero eso fue hace meses. El año pasado, antes de conocer a Mike. Creí que te habían dicho que no estaban interesados.

– No. Me dijeron que se pondrían en contacto conmigo y acaban de hacerlo. Tienen un nuevo editor y un suplemento en la edición de los viernes y quieren que me una al equipo.

Crysse clavó la aguja en la tela de raso.

– A ti todo te sale bien.

– ¿Cómo?

– Nada -murmuró su prima-. Felicidades.

– ¿Qué te pasa?

– Nada -contestó Crysse, encogiéndose de hombros-. Todo. Estoy celosa de tí.

– ¿Celosa?

– Lo sé. Es horrible, pero no puedo evitarlo -se disculpó su prima, poniéndose colorada-. Tú lo tienes todo. Un novio por el que se moriría cualquier mujer, un hombre que cree en el matrimonio, una boda que va a salir en los periódicos, una casa fabulosa cortesía de tu suegro… y sin embargo no dejas de quejarte. Cualquiera diría que no quieres casarte con Mike.

– No… -empezó a decir Willow. Quizá se había quejado para que Crysse le hiciera reír, para que le diera la vuelta a las cosas y le hiciera ver lo feliz que debería sentirse-. No estaba quejándome tanto, ¿no?

– Mucho. Y encima te ofrecen el trabajo con el que siempre habías soñado -siguió Crysse. Willow observó con horror que los ojos de su prima se llenaban de lágrimas-. Y yo qué tengo, ¿eh? Llevo cinco años con Sean, cinco años. Y sigue sin querer casarse. Estoy a punto de cumplir los treinta y quiero un hogar, Willow. Una casa con jardín, niños…

– ¡Oh, Crysse! -exclamó Willow, abrazando a la joven-. ¿Has hablado con Sean? No puedes seguir así. Tienes que decirle lo que sientes.

Parecía la columna sentimental del Chronicle: «Habla con tu pareja». «Explícale tus preocupaciones sobre vuestra relación».

– ¿Para qué? ¿Para qué va a casarse cuando ahora tiene todo lo que quiere? Debería haber sido como tú, Willow. Tú sabías lo que querías y lo has buscado. Tú siempre has sido más inteligente. Nunca te conformarías con menos de lo que quieres.

Willow pensó que llevaba dos semanas deseando haber aceptado irse a vivir con Mike. Pero en el estado de Crysse, seguramente creería que no era verdad, que solo lo decía para consolarla.

– Muy bien. Pues si no te gusta lo que tienes, es hora de que te preguntes qué es lo que quieres de verdad.

Crysse se secó las lágrimas con la mano.

– Yo creí que esto era lo que quería. Pero no es suficiente.

– Entonces, deja a ese desagradecido. Has perdido demasiado tiempo lavando los calcetines de un hombre que cree que un compromiso es apoyar a los Melchester Rovers cuando juegan en casa. Haz lo que quieras con tu vida antes de que sea demasiado tarde.

– Hace falta mucho valor para dejar atrás una relación de cinco años, Willow. Es como un divorcio. Sin papeleos, sin abogados, pero da igual. Hay que empezar otra vez, cinco años después y mucho menos fresca -dijo su prima, sonándose la nariz-. ¿Y tú? ¿Qué piensa Mike del trabajo que te han ofrecido?

Crysse había cambiado de tema, dispuesta a no seguir hablando sobre su vida. No quería dejar a Sean, solo quería que él cambiase de forma de pensar.

– Aún no se lo he dicho -contestó Willow-. No se lo he contado a nadie más que a ti.

Crysse levantó las cejas.

– ¿Y no crees que deberías hacerlo?

– Estaba esperando que mi prima favorita me ofreciera unas sabias palabras.

– Estabas esperando que te dijera que puedes tenerlo todo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que Mike vive aquí, en Melchester. Y espera que te dediques a él y a vuestra futura familia. Te recuerdo que vas a casarte el sábado. ¿O lo has olvidado? -preguntó Crysse, tomando su mano-. Eso es lo que quieres, ¿no es así, Willow?


¿Eso era lo que quería? Una casa, hijos… Amaba a Mike, pero la idea de escribir «ama de casa y madre» en la casilla de «ocupación» no estaba en su proyecto de futuro. Ni en sus sueños. Willow había soñado tener su propia columna en un periódico nacional antes de cumplir los treinta.

La carta del Globe le ofrecía exactamente eso. Tardaría algún tiempo en tener su propia columna, pero allí podría hacerse un nombre.

Mike lo entendería.

Claro que sí.

Mike levantó la cabeza cuando Willow se sentó frente a su escritorio.

– ¿Puedo invitarlo a comer, jefe? -preguntó, apoyando los codos sobre la mesa.

– ¿De verdad quieres comer? -sonrió él.

– Tú eliges. Tengo una hora antes de tener que soportar una sesión infernal con mi peluquero, así que una de dos: un bocadillo en el bar o podemos cerrar la puerta, bajar las persianas…

– No he visto la calle en una semana.

– Entonces, ¿eliges el bocadillo?

Mike se levantó y tomó su mano.

– Llámame patético, pero hacer el amor sabiendo que los empleados están echando risitas al otro lado de la puerta no me apetece nada.

– No eres nada divertido cuando te pones en plan jefe.

– Lo sé, lo sé -murmuró él, mientras se dirigían al bar-. Pero el cargo no es oficial hasta que volvamos de Santa Lucía. Quizá debería dimitir hoy mismo.

– De eso iba a hablarte precisamente -dijo entonces Willow-. He recibido una oferta de trabajo y si no empiezas a encargarme artículos interesantes, es posible que la acepte.

Le había salido aquello de un tirón, casi sin pensar. Lo había dicho. No había sido tan difícil.

– ¿Qué trabajo?

– Dos bocadillos de pollo, George. Y dos zumos de tomate -le dijo Willow al camarero. Después de pedir, pagó la consumición y se sentaron frente a una mesa cerca de la ventana.

– ¿Qué trabajo? -insistió Mike.

Tenía que contestar. No había salida.

– El Globe me ha ofrecido un trabajo.

– ¿Te refieres al Globe, en Londres?

Willow asintió con la cabeza.

– Es un periódico nacional, con una tirada diaria de millones de ejemplares -contestó Willow. Mike no dijo nada-. Creí que te quedarías impresionado.

– Estoy impresionado -dijo él después de una pausa. Una breve pausa durante la cual el mundo se había puesto del revés-. ¿Lo habrías aceptado?

«¿Habrías?». Mike ni siquiera pensaba que pudiera aceptar, ni siquiera había pensado discutir el asunto.

– ¿No crees que debo hacerlo?

– No a menos que pienses mudarte a Londres y hacer vida de casada solo durante los fines de semana. ¿Es eso lo que quieres?

– Podría ir y volver todos los días -dijo Willow. Mike permanecía hermético- ¿No te parece? -preguntó. Él no movió un músculo-. Muy bien. Llamaré a Toby Townsend esta tarde.

– ¿Cuándo solicitaste ese trabajo?

– Hace meses. Tuve una entrevista, pero no me dijeron nada. Hasta el lunes, cuando recibí la carta.

En ese momento, George les llevó el almuerzo y empezó a lanzar una diatriba contra los problemas de aparcamiento que estaban cargándose su negocio. Después de aquello, el tema del nuevo trabajo no volvió a surgir.

Más tarde, de vuelta en la oficina, Willow se dijo a sí misma que Mike tenía razón. Era una idea imposible. No podía hacerlo. Llamaría al Globe y les diría que no podía aceptar. No pasaba nada. Estaba enamorada de Mike e iba a casarse con él. Pero una vocecita le decía que si Mike no le hubiera pedido que se casara con él, podría haberlo tenido todo. Una carrera durante la semana, Mike los fines de semana. Una novia podía hacer eso, pero estar casada significaba un compromiso. Estar casada era un trabajo a tiempo completo.

Antes de que pudiera cambiar de opinión, Willow marcó el número del periódico. Toby Townsend no estaba en su oficina, le dijeron. Debía llamar el lunes. Le escribiría, se dijo. Redactó la carta mentalmente mientras el peluquero la torturaba para colocarle la corona de flores. Y la pasó al ordenador en cuanto volvió a la oficina, guardándola en su bolso para echarla al correo. Después fue a buscar a Mike porque necesitaba que la abrazara y le asegurase que estaba haciendo lo que debía hacer.

Pero Mike había salido de la oficina después de comer y su secretaria no sabía dónde estaba.

Willow sacó el móvil del bolso y escribió un mensaje con el siguiente texto:


¿Dónde estás? ¿Podemos vernos?


Solían enviarse mensajes cuando empezaron a salir. Sobre todo Mike, cuando ella tenía que cubrir alguna noticia fuera de la ciudad. Y ella solía contestar: Si me encuentras, puedes invitarme a cenar. Lo único que Mike tenía que hacer era llamar al departamento de personal para comprobar dónde estaba… y siempre aparecía a tiempo.

Pero eso había sido siglos antes. O eso le parecía.

Willow miró el móvil. No tenía ni idea de dónde estaba Mike.

Y decidió borrar el mensaje.


Mike abrió las puertas de su taller para que entrase la luz. Había planchas de madera apoyadas en las paredes y en las estanterías. Una mesita a la que solo faltaba el barniz estaba colocada en el banco de trabajo, abandonada desde que recibió la llamada para informarle de que su padre estaba en el hospital.

Se había levantado con aquello en mente. Las cosas que había dejado sin terminar. Era algo que tenía que acabar antes de cerrar las puertas definitivamente a esa parte de su vida. Antes de llamar a su administrador para decirle que podía buscar un inquilino.

Mike se quitó la chaqueta, la corbata y la camisa y se puso una camiseta que colgaba de un gancho. Al hacerlo, se sintió como en casa.

Mientras miraba la mesita, recordó cómo había imaginado terminarla, la satisfacción de pasar la idea del papel a la realidad.

Se la regalaría a Willow. No le diría que la había hecho él, pero cada vez que la viera sabría que una vez había sido un hombre que hacía algo más que sumar números en un libro de contabilidad.


Mike estaba en la puerta de su apartamento cuando Willow llegó a casa.

– ¿Más regalos?

– ¿Dónde has estado? -preguntó ella, abriendo el maletero del coche-. Hueles como si hubieras estado abrazado a un árbol.

– Más o menos -suspiró Mike-. Te he traído un regalo. Un mueble -añadió, abriendo el maletero del jeep y sacando un objeto envuelto en una sábana. Una vez en el apartamento, lo dejó en el suelo-. Venga, ábrelo.

Willow apartó la sábana y contuvo el aliento. Era una mesita de madera, increíblemente moderna y elegante.

– ¡Oh, Mike! Es preciosa -murmuró, pasando los dedos por la sedosa superficie-. ¿De qué madera está hecha?

– Cerezo.

– Es… no sé cómo explicarlo. Debería estar en un museo. Es una bobada, pero esa es la impresión que me da.

Mike deslizó los dedos por la pulida superficie. Algunos de sus trabajos se habían convertido en piezas de colección. Él odiaba eso.

– Está hecha para usarla, no para que la miren.

Mike quería que sus muebles fueran usados, que absorbieran la historia.

– ¿Dónde la has comprado?

– Pues… la diseñó una persona que conozco.

– ¿De verdad? ¿Va a venir a la boda? Quizá podríamos escribir un artículo sobre…

– No, Willow. Esta es su última pieza. Ha cerrado el taller. Ya no puede dedicarse a este oficio.

– Qué pena…

– Así es la vida -la interrumpió él-. ¿Qué tienes ahí? ¿Un exprimidor? ¿Significa eso que voy a tener zumo de naranja todas las mañanas?

Willow tragó saliva. ¿Sería así? ¿Sería esa su vida a partir de entonces?

– Es un regalo de Josie, una compañera de colegio -contestó, sin mirarlo-. Es una chica muy sana, solo come cosas naturales, zanahorias, tomates, pepinos…

– Estupendo -murmuró Mike.


¿Era estupendo de verdad o era más fácil seguir adelante con los planes de boda que salir corriendo, más fácil guardar el exprimidor que decir, «lo siento, esto no es para mí»? ¿Seguía adelante como Crysse porque la alternativa era demasiado complicada y dolorosa?

A Willow se le daba bien dar consejos a los demás, pero ¿y ella? ¿Y Mike?

El cristal de la ventanilla le devolvía una imagen fantasmal de sí misma. Por fuera, todo era perfecto. El vestido, el pelo, el maquillaje…

– Estamos llegando. ¿Preparada?

Willow se volvió hacia su padre, muy distinguido con su frac y el sombrero de copa sobre las rodillas mientras el coche se acercaba a una iglesia llena de parientes y amigos, todos reunidos para el gran día. ¿Qué harían, se preguntó Willow, si ella no apareciera?

– Papá, ¿no te preguntaste antes de casarte con mamá si estabas cometiendo un terrible error?

– Es un gran paso y es normal estar nervioso -contestó el hombre-. ¿O hay algo más?

– No lo sé. Quizá -murmuró Willow-. Si no me hubieran ofrecido ese maldito trabajo…

La carta para Toby Townsend seguía sobre la mesa del pasillo. No la había echado al correo. Había querido hacerlo la noche anterior, después de enviar las cartas agradeciendo regalos como el exprimidor o el reloj que contaría las horas que se pasaría limpiando una casa que aborrecía.

Pero no podía decirlo para no herir los sentimientos del padre de Mike. Ni los de Mike, que se quedó sin palabras, abrumado por la generosidad de su progenitor. Y, sin saber cómo, la carta se había quedado sobre la mesa.

– Dime, Willow, si Mike te hubiera llamado anoche para decir que os olvidarais de la boda, ¿cómo te habrías sentido?

– Aliviada -contestó ella, sin pensar. Y era cierto. No porque no quisiera a Mike, sino porque no deseba aquella vida. Cuando el coche se acercaba a la puerta de la iglesia, el corazón de Willow dio un vuelco-. ¡No pare!

El conductor sonrió.

– ¿Una vuelta más?

– Sí, una vuelta más. Papá, no puedo hacerle esto a Mike, ¿verdad? Él está en la iglesia, esperándome…

– Si estás tan insegura, hija… haz lo que debas hacer.

– Mamá no me lo perdonaría nunca.

– Esto no tiene nada que ver con tu madre. Estamos hablando de tu vida.

– Pero el banquete…

– No pasa nada. La gente tiene que comer de todas formas.

¿Era esa la única razón por la que seguía adelante? ¿La preocupación por el dinero del banquete, el enfado de su madre?

– Dile a Mike… -Willow no terminó la frase. ¿Qué? ¿Que lo quería pero no podía casarse con él? Sería mejor no decir nada.

– No te preocupes, cariño -murmuró su padre-. Déjeme en la esquina y llévese a mi hija a casa -añadió, dirigiéndose al conductor. Unos segundos después, Willow salía del coche-. En cuanto a tu madre… quizá sería buena idea desaparecer durante unos días.


¿Por qué seguía adelante? ¿Por qué iba a casarse? ¿Por qué iba a dirigir el Chronicle? ¿Para no defraudar a su padre? Solo tenía una vida, como Cal le había recordado. Solo tenía una oportunidad de hacer las cosas bien. No tenía tiempo para vivir los sueños de los demás.

¿Y Willow? Mike la quería. Ella era lo mejor que le había pasado nunca, pero quería tener una carrera. Mike no era tonto. Willow estaba deseando que le dijera que debía aceptar el trabajo en el Globe.

Se había dado cuenta y una parte de él hubiera querido decir «adelante, no pierdas un minuto de tu vida». Pero había otro lado, uno más oscuro. Si él no podía tenerlo todo, tampoco podía ella.

¿Qué clase de pensamiento era ese? ¿Cuánto tardarían en desear no haberse casado?

En alguna parte alguien estaba tocando el órgano, como música de fondo para los invitados que ocupaban sus sitios en la iglesia.

El sol entraba por los cristales emplomados, iluminando el suelo de mármol con brillos azules, rojos y verdes. Pero Mike tenía frío y el olor de las flores empezaba a marearlo.

¿Cuánto tiempo faltaba? Mike miró su reloj. Willow llegaba tarde. ¿Nervios de última hora? ¿Y si no aparecía? ¿Cómo se sentiría? ¿Desolado o aliviado?

– No te preocupes tanto, Mike. No he perdido los anillos.

Aliviado.

– Cal, ¿qué pensarías si te dijera que no quiero hacer esto?

Su amigo lo miró, perplejo.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó. El rostro de Mike debía ser la respuesta-. Durante la última semana parecías un hombre condenado a la horca. Creí que era por el periódico…

– Y lo era. Y por el exprimidor de Josie.

– ¿Qué tiene que ver el exprimidor? -preguntó Cal, que no salía de su asombro-. Será mejor que te decidas, Mike. En cuanto Willow aparezca por esa puerta, estás comprometido.

– Ya estoy comprometido. No puedo…

– Si tienes dudas de verdad, debes marcharte. Ahora mismo.

– Dile que… -empezó a decir Mike. ¿Qué? ¿Qué podía decirle? ¿Que la quería, pero que aquella no era la vida que siempre había querido vivir?-. Dile a su padre que yo pagaré por todo esto…

– Lo haré. Ahora, vete. Tengo cosas que hacer.

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