– Willow…
– No -lo interrumpió ella-. Olvídalo. Hay preguntas que no deben hacerse.
Por un momento, pensó que él iba a contestar. Pero Mike se encogió de hombros.
– ¿De qué color vas a pintar la cocina?
– De blanco -contestó ella, irritada por el repentino cambio de conversación. Que ciertas preguntas no debieran ser formuladas, no quería decir que no quisiera saber la respuesta.
– ¿Y las estanterías en rojo?
– O azul, o rosa o granate. Son tus estanterías. Decide tú.
Mike la miró, sorprendido.
– No te pongas así. Tu nivel de azúcar es un poco bajo. ¿Seguro que no puedo tentarte con un desayuno antes de ponerme a medir?
– Seguro.
Sus tripas empezaron a sonar cuando le llegó el olor a huevos fritos, pero Willow siguió cubriendo la pared, y a sí misma, de pintura azul.
– Vale, de acuerdo -dijo Mike media hora después-. Ahora para un poco y toma un café -ordenó, con simpatía. Willow tomó el vaso-. ¿Galletas de chocolate?
– Conoces todas mis debilidades.
– Íntimamente -asintió él.
Sus miradas se encontraron entonces.
– A veces se me olvida pensar antes de abrir la boca -murmuró Willow.
– No hagas eso. Di siempre lo que te salga del corazón… -empezó a decir Mike. Pero no terminó la frase, incómodo-. Me marcho. ¿De verdad no te importa quedarte sola?
– Por favor… No soy una niña.
Mike sonrió.
– Prefiero no contestar a eso. Nos veremos más tarde.
– ¡Mike! -lo llamó Willow entonces. Él se dio la vuelta-. Será mejor que te lleves una llave. Yo voy a bajar al pueblo a comprar champú, toallas y otras cosas.
En ese momento, recordó la pila de suaves toallas que su tía abuela le había enviado como regalo de boda. Estaban en su apartamento, junto con el resto de los regalos, esperando que la casa estuviera terminada. Todos debían ser devueltos con una nota dando una explicación. Algo que nadie más que ella podía hacer.
– Hay una llave en ese cajón. ¿Necesitas alguna otra cosa?
– Tampoco quiero contestar a eso -sonrió Mike.
Willow se quedó pensativa, preguntándose qué habría querido decir, mientras veía el jeep desaparecer hacia la carretera.
Hinton Marlowe tenía un buen supermercado y Willow estuvo un rato mirando las estanterías, buscando los artículos que necesitaba. Casi todo, en realidad, excepto el cepillo y la pasta de dientes que llevaba en el bolso. Gel y champú, definitivamente. Leche corporal, crema de manos y guantes de goma. ¿Se podía pintar con guantes de goma?, se preguntó. Willow se volvió hacia un joven que estaba colocando artículos.
– ¿Tienen toallas?
– Creo que unas pequeñas ahí, al lado de los detergentes -contestó él, con una deliciosa voz varonil. Cuando se dio la vuelta, a Willow le resultó imposible ignorar aquellos vaqueros que se ajustaban a su trasero como un guante. Estaba segura de que aquel hombre estaba en la lista de la compra de todas las mujeres del pueblo.
– Gracias.
Las toallas eran muy pequeñas, pero tendrían que valer. Después de meter en la cesta algo de comida y el resto de las cosas que necesitaba, Willow se acercó al mostrador. El chico de los vaqueros ajustados se colocó tras la caja registradora.
– ¿Acaba de mudarse al pueblo? -preguntó, mientras sacaba los artículos de la cesta.
Willow buscó su monedero en el bolso.
– No. ¿Por qué lo pregunta?
– Porque está pintando -contestó él. Aquello no era una pregunta y Willow se miró la camiseta. Pero se había cambiado antes de salir y no tenía manchas-. Lo digo por su pelo. Está manchado de azul -sonrió el joven, con la confianza de alguien que sabe que esa sonrisa vale millones-. Pero le queda muy bien.
– Gracias -murmuró Willow, intentando no recordar que Mike había dicho lo mismo cuando le limpió la mancha de la cara. De verdad tenía que dejar de pensar en Mike, en cómo la tocaba… de una forma que la hacía sentir querida, deseada.
– ¿Entonces? ¿Va a ser clienta de la tía Lucy? -preguntó el joven. Willow lo miró, sin entender-La propietaria de este supermercado es la tía Lucy.
– Ah, sí. Pues no.
– ¿No?
– No voy a ser cliente, quiero decir.
– ¿Siempre es usted tan indecisa? -sonrió él.
¡Por favor! Aquel coqueteo era lo último que necesitaba.
– No vivo aquí. Estoy ayudando a pintar la casa de Marlowe Park.
– Me habían dicho que buscaban voluntarios. Quizá vaya por allí a echarle una mano.
– Se necesita mucho tiempo para eso -dijo Willow, intentando no ser antipática. Necesitaban ayuda, pero no quería que aquel hombre pensara que lo estaba animando.
– Solo estoy ayudando a la tía Lucy durante unos días -sonrió él. Después se calló, como esperando que ella le preguntase a qué se dedicaba. Pero Willow no preguntó nada-. Normalmente, tiene un ayudante. ¿Le importaría que fuera a echarle una mano de vez en cuando?
– No. La verdad es que hace falta gente. Llame a Emily Wootton si quiere presentarse voluntario. Tengo su número por aquí…
Willow buscó un papel y anotó el número de teléfono.
– Gracias…
– Willow Blake.
– Gracias, Willow. Yo soy Jacob Hallam.
– Hola, Jacob -sonrió ella. Después, pagó apresuradamente y salió de la tienda.
Cuando volvió a la casa, sintió una angustia extraña. Ver a Mike y no poder tocarlo, abrazarlo, ser parte de él… era insoportable. Pero no verlo era más insoportable todavía.
Cuando aparcó el coche y vio que solo estaba la vieja furgoneta de Emily, se sintió desinflada y triste.
Emily levantó la cabeza cuando la vio entrar.
– Ya sé que tienes compañía -dijo, sonriendo-, Mike Armstrong me llamó esta mañana.
– Ah.
– ¿No te importa que esté aquí? Le diré que se vaya si quieres.
– No, no pasa nada.
– Me alegro. Se ha ofrecido a hacer unas estanterías que nos vienen muy bien.
– Espero que sepa lo que está haciendo -murmuró Willow. No podía imaginarse a Mike con una sierra en la mano, pero mentiría si dijera que la idea de verlo sin camiseta no le parecía apetecible-. Puede que tengas un nuevo recluta, Jacob Hallam. Le he dado tu teléfono.
– Ah, muy bien -sonrió Emily-. Ahora veo que he cometido un error. No debería haber esperado voluntarios, debería haber puesto una fotografía tuya en el periódico diciendo: Ven a pasar un buen rato con Willow Blake. Así habría voluntarios a patadas.
– Muy graciosa.
Emily sonrió.
– He traído bocadillos. Están en la nevera, si tienes hambre.
Willow se obligó a sí misma a tomar un bocadillo antes de ponerse a trabajar, siempre pendiente de que Mike volviera. Y cuando apareció, siguió trabajando, negándose a bajar corriendo para que él no viera cuánto lo había echado de menos. Y él tampoco subió corriendo a verla. Lo oyó hablar con Emily y después el sonido de una sierra eléctrica.
Intentó ignorarlo, pero después de un rato, solo porque tenía que estirarse un poco, miró por la ventana y lo observó durante un rato midiendo, cortando.
Lo hacía con la misma familiaridad con la que trataba un balance de cuentas. Parecía relajado, en su elemento, con su pelo color miel manchado de serrín. A Willow le hubiera gustado alargar la mano y rozarlo con los dedos.
Mike seguía atrayéndola, seguiría haciéndolo cuando tuvieran noventa años. Seguía haciendo que se le pusiera la piel de gallina, haciendo que se sintiera su mujer a su lado.
Pero era más que eso. Su relación había madurado, se había hecho más profunda que una simple relación física.
Deseaba amar a Mike, quererlo, cuidar de él, hacerse mayor con él, les llevase donde les llevase la vida. Entonces, ¿cómo podían haber sido tan descuidados con lo que les había sido ofrecido en bandeja?
Lo observó durante largo rato, pero Mike no levantó la mirada ni una sola vez.
Quizá por eso no supo reaccionar cuando, un rato después, lo escuchó entrar en la habitación. Estaba sentada en el suelo, pintando el rodapié.
Él no dijo nada y Willow se sobresaltó cuando le puso una mano en el hombro. Pero después se relajó cuando él empezó a darle un masaje en el cuello. Era delicioso. Mike parecía saber dónde le dolía exactamente y le gustaba tanto que no quería que parase. Nunca.
Él siguió masajeándola, deslizando los dedos por sus hombros, como sabía que le gustaba.
No era justo, no era justo.
– ¿Dónde has estado todo el día? -demandó Willow, apartándose-. No se tarda tanto en comprar unas planchas de madera.
– ¿Me has echado de menos?
– Como te eché de menos ante el altar.
– Ya -murmuró él, poniéndose en cuclillas-. Esto no es una prueba de resistencia. Déjalo y vamos a comer algo.
– Comeré cuando tenga ganas.
– Pues espero que las tengas pronto porque te estás poniendo muy gruñona -replicó Mike, molesto. Cuando Willow le lanzó una mirada que podría haberlo fulminado, él levantó las manos en señal de rendición-. Vale, vale. Solo era una sugerencia.
Willow lo observó salir de la habitación. Después, se levantó y se quitó los guantes de goma. No pensaba permitir que la llamara gruñona.
Lo siguió hasta la cocina, tomó la tetera y la llenó de agua.
– ¿Dónde está Emily?
– Tuvo que marcharse. Me dijo que intentará venir mañana por la tarde -contestó Mike-. ¿Te apetece que cenemos en el pueblo esta noche?
– ¿Con esta pinta?
Mike tuvo que morderse la lengua para no decirle que nunca la había visto más deseable. Si lo hiciera, ella lo golpearía con la tetera. Y seguramente, con razón.
– En serio, cariño, en cuanto la gente vea ese nuevo look de mechas azules, todo el mundo querrá teñírselo… -Mike dio un salto cuando ella le echó agua del grifo-. Vale, vale. El restaurante o bocadillos otra vez. Tú eliges. Pero te advierto que solo hay una sartén -añadió. Además, no creía que quedarse allí fuera buena idea. ¿Qué iban a hacer? Mejor no pensarlo. Se había regañado a sí mismo unas horas antes por lo de la ducha del día anterior y por lo del masaje-. Hace una noche estupenda. Podemos cenar fuera si quieres.
– Desde luego, sabes cómo hacer que una chica lo pase bien.
– Yo sugerí que fuéramos a las Antillas, ¿recuerdas? Fuiste tú quien pensó que esto sería más divertido.
Mike estuvo a punto de tomarla por los hombros, desesperado por sentir su calor. Pero no tenía excusa alguna.
– ¿A quién se le ocurre…?
– No tienes que castigarte a ti misma, cariño. No has hecho nada malo.
– Supongo que no podrías conseguir que mi madre pusiera eso por escrito, ¿verdad? -intentó sonreír Willow.
– Ella no es la única que entendió mal todo este asunto.
– Lo sé. Yo debería haberme puesto firme con lo de las damas de honor. Y con la tarta. Nadie necesita una tarta tan grande. ¿Qué habrán hecho con ella?
Mike no había pensado en el banquete. Solo había pensado en su padre y en la casa que les había regalado. Pero esa era su pesadilla, no la de Willow. Bueno, estaban de acuerdo en que los grifos eran espantosos…
– Supongo que se la regalarían a alguien.
– Pero tenía nuestros nombres… Estoy siendo una tonta, ¿verdad? Los habrán borrado y ya está -suspiró Willow-. Mejor. No me gusta que las cosas se echen a perder… -sin pensar, apoyó la cabeza sobre su hombro y Mike la rodeó con sus brazos. No significaba nada. Solo era un abrazo. Eran amigos, después de todo. Y los amigos se abrazan cuando están tristes.
Mike se repetía a sí mismo que no significaba nada. Era una reacción lógica. Willow estaba triste. Pero él la amaba, la deseaba. Si pudieran volver a la iglesia…
Pero no podía engañarse a sí mismo. Ella no había acudido a la iglesia. Podría haberla esperado durante años y Willow no habría aparecido. No lo quería cuando era Michael Armstrong, heredero de las publicaciones Armstrong, una editorial de mucho éxito. ¿Por qué iba a quererlo como Mike Armstrong, dueño de nada más importante que un pequeño taller que, aunque tenía una buena lista de clientes, no fabricaba más que un par de muebles al mes?
Mike no intentó sujetarla cuando ella se apartó, secándose las lágrimas con la mano.
– Voy a preparar el té -murmuró. Mike secó sus ojos con un trozo de papel de cocina-. Es la pintura. Me escuecen los ojos.
Él no la contradijo.
– Necesitas un poco de aire fresco. Podemos ir andando hasta el pueblo.
Willow se obligó a apartarse de aquel fuerte torso, de la tentación del consuelo que podía darle. Se obligó a sí misma a recordar que ya no eran novios. Mike tenía razón, debían salir de la casa. Sería más fácil recordar que solo eran amigos si estaban rodeados de gente.
– Debo parecer un bicho raro.
– Pues sí. Un bicho raro lleno de pintura azul -dijo Mike. Willow sonrió. Pero le costó un gran fuerzo-. Te doy veinte minutos. Ni uno más.
En el cuarto de baño había media docena de toallas. Grandes, suaves, toallas de color granate. Debía haberlas llevado Emily, pensó Willow mientras se llevaba una a la cara. Olía a… madera. Olía a madera fresca, como había olido Mike el día que llevó a casa aquella mesa tan bonita.
Había sido la última noche que pasaron juntos antes de la boda y ella estaba muy nerviosa, desesperada por hablarle de sus dudas, de la angustia que sentía. Pero no lo había hecho, segura de que solo eran los nervios de la boda, algo que sufrían todas las mujeres antes de dar lo que se suponía era el paso más importante de sus vidas.
No pasaba nada, se había dicho a sí misma.
Mike también parecía distraído y cuando dijo que tenía que marcharse, Willow se sintió aliviada. Entonces sus dedos se habían rozado y fue como un relámpago. Una colisión urgente, desesperada.
Después, su piel olía a madera fresca.
Willow sostuvo la toalla durante un momento, respirando su aroma, sintiendo un terrible deseo de que Mike la abrazase otra vez, que la amase de nuevo con aquella pasión desesperada que la hacía perder la cabeza, que la transportaba a un lugar donde la ambición, su carrera, la boda no existían. Cuando él la abrazaba, susurrando palabras de amor, nada podía tocarlos.
Willow soltó la toalla como si la quemara. Emily no las había llevado. Las toallas eran de Mike, pero no habían salido de su apartamento en Melchester. Allí, sus toallas eran de color azul.
Daba igual. No era asunto suyo. Pero mientras estaba bajo la ducha, no podía dejar de pensar en ello. Mike tenía una casa en Maybridge. ¿La había compartido con alguna otra mujer? ¿Sería por eso por lo que no quería hablar de su pasado, como si no fuera importante?
Pues a ella sí le importaba.
Furiosa, se negó a usar las toallas de Mike y se secó como pudo con las que había comprado en el pueblo. Después, en lugar de ponerse una camiseta, se puso una blusa sin mangas de seda azul que había guardado junto con la ropa interior.
La había metido en la bolsa de viaje sin pensar, pero se alegraba. Porque, aunque le daba igual su aspecto, una chica siempre necesita ponerse algo con lo que se encuentre a gusto.
Mike, con el pelo húmedo de la ducha, los antebrazos bronceados por el sol, nunca había parecido más relajado, más tranquilo. Más deseable. Pero Willow mantuvo las distancias.
– ¿Cuánto tiempo se tarda en llegar atravesando el parque?
– Lo suficiente como para que se te abra el apetito.
– Ya tengo apetito. Llevo todo el día trabajando.
Con un poco de suerte, Mike pensaría que seguía estando gruñona e insoportable porque tenía hambre. No por él.
Willow sintió que él la miraba, supo sin mirar que Mike había fruncido el ceño, sorprendido por su contestación. Lo sabía todo sobre él. Conocía todos los rasgos de su cara, su sonrisa, sus ojos grises, cómo respondía cuando ella tocaba sus manos, sus hombros, su cara…
Pero esas eran cosas superficiales. ¿Qué había dentro de su cabeza? Willow se dio cuenta de que no sabía lo que estaba pensando. Ella había tenido una razón para no acudir a la iglesia. ¿Qué demonios, qué miedos lo habían hecho a él salir corriendo?
¿Y qué lo había llevado corriendo tras ella después?
Willow miraba fijamente el camino, caminando a buena velocidad para no tener que llenar el silencio con palabras.
Mike tampoco decía nada. Sabía que los dos habían hecho lo que debían, pero su corazón, que saltaba de alegría al verla, lo había metido en aquel lío del que no podía salir. Del que no quería salir.
Volvió a colocarse a su lado cuando llegaban a la verja que salía al camino.
– ¿Dónde vas tan deprisa? Se supone que íbamos a dar un paseo.
Willow se colocó al otro lado y cerró la verja, bloqueando el camino.
– ¿Por qué has venido, Mike?
– Pensé que íbamos a cenar -contestó él-. Si me dejas pasar… ¡Willow! -la llamó cuando ella salió corriendo-. No sé -contestó por fin unos segundos después, colocándose a su lado. Pero no era cierto. Sí lo sabía. Sabía que no podía casarse con ella y vivir la vida para la que estaba destinado. Pero tampoco podía vivir sin ella-. Muy bien. No quería que estuvieras sola.
Al menos, eso era cierto. No quería que Willow estuviera sola.
– Pues voy a tener que acostumbrarme -dijo ella, apartándose-. Y no creo que tú seas la persona más adecuada para eso. De hecho, creo que sería mucho más fácil si te marcharas.
– ¿Quieres que me vaya ahora mismo? ¿Esta noche? -preguntó él. Willow siguió caminando sin decir nada. No sabía qué contestar-. Debería al menos terminar las estanterías.
– ¿Cuánto tardarás en hacerlo?
– No puedo colocarlas hasta que la cocina esté pintada -contestó Mike, intentando disimular su alivio-. Y Emily me ha preguntado si podría construir unos bancos de madera para el cuarto de estar -añadió. En realidad, lo había sugerido él, pero sería mejor no aclarar eso de momento. Cuando llegaron al restaurante, Mike la llevó hasta una mesa en la terraza, cerca de la carretera-. Pero si quieres que me vaya, supongo que Emily lo entenderá.
– Ojalá lo entendiera yo.
Mike tampoco entendía nada. Le hubiera gustado tener una respuesta, pero no podía ser el hombre que Willow quería. Lo había intentado, pero era una pérdida de tiempo. Debería haber intentado hacerla desear al hombre que era en realidad… Aunque tenía una semana para hacerlo.
– ¿Qué quieres tomar?
Willow apoyó los codos en la mesa.
– Un gin tonic. Y para comer, cualquier cosa que tenga muchas calorías -contestó, intentando sonreír-. Estoy hablando de mucho colesterol, así que ya puedes pedirme una doble ración de patatas fritas.
– ¿No quieres una ensalada?
– No, gracias. Quiero que se me endurezcan las arterias.
– Podrías haberlo dicho antes: Nos hubiéramos quedado en la casa y te habría preparado un bocadillo de beicon.
– Se me había ocurrido. Pero después pensé que no sabríamos qué hacer el resto de la noche.
– Ya.
Willow lo miró con sus preciosos ojos azules y aquella vez, la confrontación fue más profunda, más peligrosa. Era un reto para que admitiera que la transición de «hasta que la muerte nos separe» a «buenos amigos» no iba a ocurrir de la noche a la mañana.
No iba a ocurrir si Mike podía evitarlo.
– Dime, Mike, ¿qué hacen dos buenos amigos cuando solo pueden hablar de cosas impersonales y no se tiene ni siquiera una baraja para pasar el rato?
Mike tuvo que hacer un esfuerzo para respirar.
– Tengo que admitir que no hay respuesta para eso -contestó por fin-. ¿Seguro que quieres cenar aquí?
– No hay elección. Llevas los vaqueros manchados de pintura.
– No es de hoy -murmuró Mike-. Vuelvo enseguida.
Willow se apoyó en el respaldo del asiento, mirando los coches en la carretera, la gente paseando a sus perros, buscando algo que la distrajera del dolor que se había infligido a sí misma. ¿Cómo podía Mike comportarse de forma tan normal?
Una moto pasó por delante de ella a gran velocidad y dio la vuelta a la rotonda de Hinton Marlowe. El conductor llevaba una cazadora de cuero negro y un casco. Unos segundos después, volvía hacia el restaurante y paraba frente a ella. El conductor se quitó el casco.
Oh, cielos.
– Hola, Willow. Me había parecido que eras tú. ¿Descansando después de un duro día de trabajo?
– Hola, Jacob -sonrió ella-. ¿Has terminado de trabajar?
– Ahora mismo. La tienda cerró hace horas, pero estaba haciendo caja.
– ¿Eso es lo que haces cuando no estás colocando estanterías?
– Más o menos -sonrió él. Willow intentó aparentar que estaba encantada de verlo. Y debió hacerlo bien, porque Jacob se acercó a ella-. ¿Puedo invitarte a una copa?
– Gracias, pero no está sola -Mike apareció en ese momento con dos copas en la mano-. La cena llegará enseguida -añadió, mirando al desconocido y después a Willow, esperando que se lo presentara.
– Mike, te presento a Jacob Hallam. Su tía es la propietaria del supermercado. Él también es contable.
– Pues déjelo -aconsejó Mike-. Dedíquese a otra cosa.
Willow lo miró, sorprendida.
– Jacob, Mike es…
– Mike es el que trae la bebida -la interrumpió él, que no parecía querer dar explicaciones-. ¿Quiere tomar algo? Si va a quedarse, claro.
– Ah, pues, una cerveza, gracias. Me da sed llevar la contabilidad del supermercado.
A Mike no pareció hacerle ninguna gracia.
– Vamos a cenar, Jacob. ¿Te apetece cenar con nosotros?
Quizá a Mike no le haría gracia, pero ella prefería que alguien los acompañara para aliviar la tensión. No había sido tan difícil mientras estaban pintando cada uno una habitación, pero en aquel momento era insoportable.
– Solo quiero una cerveza, gracias. La tía Lucy habrá preparado algo y se enfadaría si no voy a cenar.
Cuando Jacob se sentó al lado de Willow, Mike tuvo que morderse la lengua para no decirle a aquel intruso vestido de cuero que aquel era su sitio. No lo era. Había perdido el derecho de sentarse al lado de Willow cuando se fue de la iglesia. De modo que, en lugar de darle un puñetazo, fue a buscarle una cerveza.
Pero si Jacob hubiera podido leer sus pensamientos, se habría subido a su moto a la carrera.