¿Qué había hecho? ¿Qué demonios había hecho? Mike conducía sin pensar, solo deseando salir de Melchester, sin ver siquiera los coches y los camiones, sin ver nada más que a Willow llegando a la iglesia con su padre, esperando verlo en la puerta, dispuesto a comprometer su vida con ella. Había estado dispuesta a rechazar el trabajo de su vida por él. Y él no estaba allí. Mike se pasó la mano por la cara, sintiéndose enfermo y dolido, sorprendido por la infelicidad que iba a causar porque no podía vivir la vida que se esperaba de él desde el día de su nacimiento.
Al menos, eso había dejado de ser un problema. Su padre probablemente lo habría criticado desde el pulpito. Lo habría deshonrado públicamente. Si volvía a Melchester antes de diez años, probablemente sería linchado.
Tendría que escribir a Willow para explicar… ¿Qué? ¿Que no era el hombre que ella creía que era? ¿Que su padre había aprovechado aquel matrimonio, usándolo para convertirlo en una imagen de sí mismo? ¿Cómo iba Willow a entender cómo esa idea le robaba la vida? Debería habérselo contado desde el principio, pero no había querido que un coqueteo se convirtiera en un compromiso de por vida. No había esperado enamorarse de esa forma.
Y ya era demasiado tarde para explicaciones. Lo mejor era escaparse. Que ella lo odiase, en lugar de intentar hacerla entender. Que no tuviera la más mínima duda de que la culpa de todo era suya.
Se había terminado y lo único que tenía que hacer; era desaparecer. Pero primero necesitaba comer algo o se desmayaría sobre el volante.
La autopista estaba atestada de coches, turistas rurales que volvían a Londres de sus vacaciones. Willow intentaba no pensar en su maleta para la luna de miel, esperando en el hotel donde Mike y ella debían celebrar el banquete y pasar la noche de bodas. Una maleta llena de biquinis, vestidos de noche y lencería de encaje que Crysse y ella habían comprado durante una visita a Londres después de que Mike le regalase un anillo de diamantes.
Justo después de que la fotografía de la pareja apareciese en la revista Country Chronicle, con el anuncio de su inminente boda.
Willow miró su mano, apoyada sobre el volante. Parecía desnuda sin el anillo.
Frente a ella, un cartel señalando un restaurante de carretera, su salvación.
Estaba a punto de empezar una brillante carrera y no era el momento de tener un accidente. Y si no lograba contener las lágrimas, lo tendría.
El aparcamiento estaba lleno de coches. Willow no quería pegarse con nadie para que la atendieran, pero tenía que comer. Solo había tomado un bol de cereales y en cuanto al almuerzo… en fin, el almuerzo debía haber sido un banquete con brindis y saludos de todo el mundo mientras los fotógrafos hacían fotografías que aparecerían al día siguiente en las revistas locales. Willow tuvo que sacar la caja de pañuelos de la guantera.
Había guardado vaqueros, camisetas y ropa interior de algodón en una bolsa de viaje para salir de Melchester. Nada parecido a lo que había pensado ponerse unas horas antes.
Los pañuelos que secaban sus lágrimas tampoco debían formar parte de su equipaje. Aquel día solo debía haber tenido en la mano un pañuelo de encaje, perfecto para secarse un par de lágrimas de felicidad.
Sin poder evitarlo, Willow dejó caer la cabeza sobre las manos que sujetaban el volante, pensando en lo que había hecho. Veía a Mike esperándola en el altar, volviéndose para ver entrar a su padre…
Solo.
¿Cómo podía haberle hecho eso al hombre que amaba? ¿Cómo podía haberlo humillado delante de todo el mundo?
¿Qué podría decir? ¿Qué podría hacer? Cal se lo llevaría de la iglesia…
La iglesia. Los invitados. Los comentarios en voz baja. Willow lanzó un gemido. Su padre no le había reprochado lo que había hecho, pero su madre no haría lo mismo.
¿Y qué pasaría con la cinta de raso que Mike y ella debían haber cortado durante el banquete?
– ¿Se encuentra bien, señorita?
Willow levantó la cabeza. Era un hombre de uniforme, seguramente el encargado del aparcamiento.
– Sí, gracias. Solo necesito un café.
– Coma algo. Y échese una siesta. No debería conducir si está cansada.
– Estoy bien, de verdad. Y no tengo ninguna prisa -dijo Willow. Y era cierto. No tenía prisa por llegar a ninguna parte porque nadie la estaba esperando-. Pero no se preocupe, comeré algo.
El hombre volvió a su garita y Willow entró en el abarrotado cuarto de baño. Después de lavarse la cara, se pasó la mano por los rizos oscuros, intentando destrozar el elaborado peinado que le habían hecho por la mañana. Intentando distanciarse de la novia que se suponía que era.
¿Cómo iba a poder soportar las siguientes cuatro semanas, antes de incorporarse al Globe? ¿Qué iba a hacer? No podía enfrentarse con su madre. Ni con Crysse, que jamás entendería lo que había hecho.
Había un puesto de periódicos cerca de la puerta y Willow tomó el Chronicle. Habían publicado su artículo sobre la residencia de verano para niños huérfanos y recordó entonces la invitación de Emily Wootton de unirse a los voluntarios para pintar la casa.
¿Por qué no? ¿Por qué no presentarse voluntaria, pasar un par de semanas alejada de todo y de todos mientras hacía algo por los demás? Algo que la dejase agotada cada día para no pasarse las noches en blanco preguntándose dónde estaría Mike, qué estaría pensando.
Prefería no saberlo.
Willow compró el periódico y la chocolatina más grande que encontró, por si acaso el trabajo duro no era suficiente para consolarla, y decidió llamar a Emily. Con el bolso en una mano y el periódico y la chocolatina en la otra, intentó buscar el móvil mientras se dirigía hacia el restaurante.
Mike vio la cola del autoservicio y cambió de opinión. Compraría una lata de refresco y un bocadillo y lo comería en el coche. Sin mirar, se volvió y se chocó contra alguien, enviando un móvil, un periódico y un bolso negro por los suelos. Por un momento, no pudo moverse, experimentando una dolorosa sensación de déjá vu. Y entonces se encontró con un par de ojos azul eléctrico.
Tratamiento de choque.
Mike, atónito, esperó que Willow le diera una bofetada, que empezara a gritarle y a vapulearle hasta que el servicio de seguridad los echara del restaurante.
Ella abrió la boca, como si fuera a decir algo. Y después la cerró, atónita. Mike sabía exactamente cómo debía sentirse.
Alguien lo empujó, murmurando una disculpa, y por fin Mike pudo agacharse para tomar las cosas del suelo. Cuando se incorporó, ella no se había movido.
– Willow…
– Mike…
Se quedaron mirándose el uno al otro, sin terminar la frase.
– Debería…
– Yo no quería…
– Tenemos que dejar de encontrarnos de esta forma -dijo entonces Mike.
– Sí -murmuró ella, poniéndose colorada. El corazón de Mike dio un vuelco. Aquellos ojos azules, sus mejillas coloradas, el pelo negro… El efecto no había disminuido con la familiaridad-. Yo… iba a comer algo.
– Hay una cola horrible.
– Sí.
Ella parecía dispuesta a marcharse y Mike alargó la mano para detenerla. Pero no se atrevió a tocarla.
Sabía que su piel sería como la seda bajo sus dedos y que después…
– Supongo que no tardarán mucho en servirnos -murmuró, abriendo la puerta. No quería que se fuera. Él había salido huyendo de la boda y todo lo que simbolizaba. No de Willow-. ¿Nos arriesgamos? Necesito…
Willow hubiera deseado salir corriendo. Hubiera querido morirse. Plantar a un hombre en la iglesia era una cosa, encontrarse con él en un restaurante de carretera cuando una intentaba escapar era otra muy diferente. Era una pesadilla, el castigo para su pecado. Pero Mike merecía una explicación. No una carta, sino una explicación cara a cara. Sería más difícil de esa forma, pero después, quizá, se sentiría mejor…
No, eso era imposible. Nada la haría sentirse mejor.
– Sí -consiguió decir, mientras guardaba sus cosas en el bolso y tomaba una bandeja. Cualquier cosa para mantener las manos ocupadas, para no lanzarse sobre él rogándole que la perdonase, diciendo que había sido un terrible error. Que lo quería con todo su corazón.
– ¿Tienes mucho hambre? -preguntó Mike tontamente, mientras se acercaban al mostrador.
– No.
– Yo tampoco. Solo quería tomar un café y un bocadillo para no desmayarme en la autopista. No he desayunado nada.
– Yo tampoco -murmuró ella sin mirarlo-. ¿No te has quedado… al almuerzo, con los invitados?
– No. Yo… pensé que estarías en casa…
– ¿Con mi madre? Se me ocurren mil sitios mejores. Mongolia, por ejemplo -Willow daría cualquier cosa por poder cerrar la boca, pero estaba tan nerviosa que no podía dejar de hablar-. ¿Te apetece un poco de pasta?
– Cualquier cosa -contestó él, mirando a la camarera-. Dos platos de pasta, por favor.
Willow tomó dos platos de ensalada y se dirigió hacia las bebidas. Ella tomó una botella de agua mineral y él una lata de refresco.
– Luego vendré por el café -murmuró, buscando el monedero en el bolso. Pero Mike pagó antes de que lo encontrara.
Poco después encontraron una mesa, pero ninguno de los dos comió demasiado. Básicamente, se dedicaban a mover la pasta en el plato, sin mirarse.
– ¿Dónde ibas?
– Pues… no lo sé. ¿Y tú?
Mike se apoyó en el respaldo de la silla.
– Tan lejos de Melchester como pueda. Supongo que irás a Londres, ¿no?
– No lo sé. Por ahora, solo quería alejarme de mi familia.
– No quieres que te miren con cara de pena.
– No sé si iban a mirarme con pena precisamente…
– Los silencios cuando entras en una habitación… -murmuró Mike, cerrando los ojos-. Ha sido imperdonable.
– Lo siento mucho, Mike…
– Lo siento mucho, Willow…
Los dos habían hablado a la vez y ambos levantaron la cabeza, sorprendidos.
– Sé que no podrás entenderlo…
– No sé cómo explicarte… -dijo Mike.
Willow frunció el ceño.
– ¿Por qué te estás disculpando? Yo soy la que te ha dejado plantada. Era un exprimidor espantoso -empezó a decir, sin pensar. No quería que él le dijera cuánto le había dolido. Podía verlo en sus ojos-. Era como una pesadilla, imaginarme en esa cocina, con el mandil puesto todas las mañanas durante el resto de mi vida. Haciendo zumo de naranja. Sé que eso era lo que tú querías y pensé que yo también, pero no es así. Aún no…
– Willow…
– La verdad es que no creo que nunca esté dispuesta a hacerlo -siguió ella, levantando la mirada-. ¿Es eso tan horrible? ¿Es tan espantoso desear una carrera más que…?
– ¿Que a mí?
– ¡No es eso!
– ¿Entonces?
Willow sacudió la cabeza. ¿Cómo podía explicárselo?
– Me di cuenta cuando iba a la iglesia. Me di cuenta de que casarme sería el final de mi vida, no el principio. Y eso era un error, ¿no te parece? -preguntó. Sin pensar, tomó la mano de Mike, que la miraba, perplejo-. Lo siento mucho. Ahora me doy cuenta de que también fue culpa mía. No debería haber dicho que sí cuando me pediste que me casara contigo.
– ¿Y por qué dijiste que sí?
– Porque… porque en ese momento estaba segura.
En ese momento, sabía que lo quería. Pero no podía decirlo. Si lo quisiera de verdad, no estaría allí. Estaría tomando champán, feliz…
– Y entonces recibiste esa oferta de trabajo y te diste cuenta de que había cosas más interesantes.
Willow hubiera deseado apartar la mano, pero Mike la sujetó.
– Lo siento mucho, Mike. Sé que no puedes entenderlo y yo no sé qué decir. No quería hacerte daño por nada del mundo. Pero, ¿es que no lo ves? Casarme contigo cuando sentía que era una equivocación hubiera sido mucho peor.
Mike la estaba mirando con una expresión extraña y Willow consiguió apartar la mano, avergonzada de algo que, unas horas antes, le habría parecido lo más natural del mundo.
– Mira, Willow…
– ¿Fue horrible? ¿A tu madre le dio un ataque de histeria?
– Probablemente -contestó él, con un brillo casi de humor en los ojos grises.
– ¿No te quedaste? No te culpo, claro. Tus padres… han sido tan generosos… Nunca lo entenderán, ¿verdad?
– Nunca.
– Deben odiarme.
– Yo no me preocuparía por eso. Serás el segundo objetivo en su odio. El primero soy yo.
– ¿Estás diciendo que te culparán a ti? ¿Por qué?
– Porque soy una desilusión para mis padres.
– Pero tú no has hecho nada…
Mike volvió a tomar su mano.
– Sí lo he hecho. No sé si mi madre o la tuya se pusieron histéricas, Willow. No tengo ni idea de lo que dijo mi padre, no lo sé porque yo no estaba allí -explicó, apretando su mano-. No estaba allí, Willow.
– No te entiendo.
– Ya me lo imagino. Perdóname. No sé cómo explicártelo. Me parecía que te esperaba durante una eternidad -empezó a decir Mike, sin mirarla-. Me diste demasiado tiempo para pensar. Si hubieras llegado a tiempo a la iglesia, seguramente ahora estaríamos bailando delante de todos los invitados. Pero cuanto más esperaba, más me convencía de que estaba cometiendo un error. Empecé a preguntarme cómo me sentiría si tú no aparecieras…
– Aliviado -dijo Willow.
– ¿Tú también?
Willow lo miró, perpleja. Acababa de entenderlo todo.
– Entonces… ¿tú tampoco fuiste a la iglesia? -preguntó, casi mareada de alivio-. Los dos salimos corriendo -murmuró, poniéndose la mano en la boca para no soltar una carcajada-. Yo estuve a punto de entrar, Mike, pero al final no pude hacerlo. Mi padre le pidió al conductor que diera una vuelta a la manzana…
– Gracias a Dios. Si hubieras parado la primera vez, seguramente yo estaría allí.
– ¿Y qué hubieras hecho?
– ¿Qué hubiera hecho? -repitió él, pensativo-. Una vez que hubieras aparecido en la iglesia, no habría podido hacer nada. Excepto decir «sí quiero» y vivir con las consecuencias.
– Estuvimos a punto…
Mike apretó su mano y Willow lo miró, lo miró de verdad en muchas semanas y estuvo a punto de no poder seguir.
– A punto de cometer un terrible error.
– Al menos, nuestras familias no podrán culpar a nadie. Tienen tantas cosas en común que supongo que ahora mismo lo estarán pasando bomba. Y no tendrán que soportar tediosos discursos.
Willow respiró profundamente. Tenía la impresión de que era la primera vez que lo hacía en muchos
– Entonces, todo está bien. ¿No crees?
– No sé.
– ¿Quieres volver y enfrentarte con ellos? Yo no, desde luego.
– Yo tampoco -dijo Mike-. Lo que podríamos hacer… es llamar a Cal y pedirle que nos traiga los billetes para las Antillas. Podríamos ir de viaje de todas formas.
Willow pensó en unas vacaciones, las playas de arena blanca y el mar de un azul casi transparente. Pensó en el sonido de los insectos nocturnos y en Mike haciéndole el amor…
– Sí, podríamos.
– ¿Pero?
– ¿Tienes que preguntar?
– Supongo que ir de viaje de novios sin habernos casado haría que mucha gente se enfadara.
– Desde luego -suspiró ella-. Hemos hecho daño a mucha gente, pero algún día lo entenderán, incluso aplaudirán el que hayamos tenido valor para hacer lo que hemos hecho. Aunque no creo que irnos de viaje de novios fuera visto con tanta tolerancia -añadió, encogiéndose de hombros-. Pero sería una pena perder los billetes. No hay razón para que tú no vayas.
– ¿Yo solo?
– Eso depende de ti. No pienso quejarme si quieres…
– ¡No! Quiero decir… Bueno, no estaba pensando en llamar a ninguna amiga. ¿Por qué no vas tú? Llévate a Crysse. No vas a empezar en el Globe inmediatamente, ¿verdad?
Ella negó con la cabeza.
– Empiezo el mes que viene. Aunque todavía tengo que hablar con Toby. Y aún no he dimitido del Chronicle, por cierto. Espero que avisar con quince días de antelación sea suficiente -dijo Willow. Mike no contestó-. Acabo de dejar atrás todo lo que Crysse ha soñado para ella. Pedirle que venga conmigo a un viaje de novios sería como echar sal en sus heridas.
– Imagino que Sean no quiso tomar ejemplo de nuestra boda.
– No. Al contrario, le parecía un rollo espantoso. Otra razón por la que mi prima no debe estar muy contenta conmigo.
Mike se encogió de hombros.
– Supongo que el seguro cubrirá los gastos.
– ¿Tú crees? ¿Sin que hayamos aparecido ninguno de los dos? -preguntó Willow, intentando disimular su angustia. ¿Por qué estaba angustiada y a punto de llorar si debería sentirse feliz? Ella había dejado al novio plantado en el altar, pero Mike había hecho lo mismo, de modo que debía sentirse alegre. ¿O no?-. A lo mejor hay que pagar más.
Mike se levantó.
– Voy por el café.
– No hace falta. Yo tengo que irme.
Willow se puso de pie y se quedaron uno frente al otro, incómodos, sin saber qué hacer. Un beso parecía algo inapropiado, un apretón de manos, ridículo.
– Buscaré tu columna en el Globe, Willow.
Aquello sonaba como una despedida para siempre. Y ella no quería que fuera para siempre. Si pudiera dar marcha atrás al reloj, si pudiera volver a la noche en que Mike le había pedido que vivieran juntos. Si hubiera dicho que sí…
– Me da mucha pena, Mike.
– Hemos tomado una decisión. Siempre hay que perseguir los sueños. Mi error fue olvidar eso.
– No hablamos mucho sobre nuestros sueños, ¿verdad? -preguntó ella, con tristeza. Mike dejó caer los hombros en un gesto de derrota-. Si no hubiéramos tenido tanta prisa por casarnos… ¿Dónde vas a ir?
– A alguna parte. No lo sé. Voy a perderme unos días. ¿Y tú?
– Voy a ayudar a una amiga que necesita una decoradora.
Un beso, pensó, haría que se pusiera a llorar y Willow le ofreció su mano. Mike la apretó, pero ella la apartó inmediatamente.
– Adiós, Mike. Que seas feliz.
Después, se dio la vuelta y caminó rápidamente hacia la puerta. Era demasiado tarde para tener remordimientos. «Hay que perseguir los sueños», había dicho él. Y tenía razón. Pero era una pena que en la vida solo hubiera sitio para un sueño. Willow esperaba que el suyo fuera tan satisfactorio como para llenar el hueco que le había quedado en el corazón.
Mike la observó salir del restaurante y supo que nada en su vida volvería a ser tan difícil. Hubiera deseado gritar su nombre. Ir tras ella. Decirle cuánto la quería, cuánto la necesitaba. Pero… ¿después qué? Le había dicho a Cal que ella solo estaba haciendo tiempo en el Chronicle hasta que encontrara un marido.
Se había equivocado. Se había equivocado sobre muchas cosas. Willow deseaba trabajar en el Globe en Londres. Y lo había conseguido.
En cuanto a él… la amaba, pero aparentemente no tanto como para comprometer su vida.
O quizá estaba siendo demasiado duro consigo mismo. Quizá la amaba lo suficiente como para saber que, con el tiempo, la odiaría por obligarlo a casarse, por obligarlo a vivir una vida que no quería vivir. Y que ella lo odiaría por obligarla a elegir.
Mike volvió a sentarse, dándole tiempo para salir del aparcamiento. No podría soportar las torpes sonrisas si se encontraban mientras entraban cada uno en su coche. Los bobos gestos de dos personas que se habían despedido, pero que no parecían poder apartarse el uno del otro. Decir adiós una vez había sido suficientemente duro.
De modo que Mike tomó el periódico que Willow había dejado sobre la mesa. Frente a él, un artículo sobre una residencia de verano para niños huérfanos. Niños que no tenían nada. Y eso ponía su problema, el tener mucho, en perspectiva.
Willow encendió el móvil, sin prestar atención a la señal de mensajes urgentes… y entonces se dio cuenta de que había olvidado el periódico. Podría comprar otro, pero si volvía a entrar en el restaurante se encontraría con Mike. Alejarse de él tres veces en un día sería imposible.
No había sido fácil decir que no a la luna de miel. No era de Mike de quien había escapado, sino de la vida que tendría que vivir siendo su esposa. Había empezado a darse cuenta de eso antes de que llegara la oferta del Globe. Ese había sido su escape, no la razón para dejar a Mike ante el altar. Seguía enamorada de él. Siempre lo estaría.
Y por eso, en lugar de volver a buscar el periódico, buscó en su agenda el número de Emily Wootton.
– ¿Willow? Creí que hoy era el día de tu boda.
– Ha habido un cambio de planes -dijo ella-. Ha sido una decisión mutua, pero necesito esconderme durante unos días. ¿Tienes sitio para una aprendiza de pintora?
– ¿En la residencia? Claro que sí. Es muy mala época para encontrar voluntarios.
– Pues me tienes a mí, si quieres. ¿Hay una habitación libre?
– En la residencia no hay muebles, pero sí hay agua y luz. Aunque por la noche estarás sola. No sé, quizá estarías mejor en el hostal del pueblo. ¿Quieres que los llame?
– Gracias, pero prefiero pasar desapercibida.
– Muy bien. Entonces, nos encontraremos en la residencia. Llevaré un saco de dormir y algunas provisiones para el fin de semana.
Mike seguía mirando el periódico, pero en lugar de palabras, solo veía la espalda de Willow mientras salía del restaurante… y de su vida. Y recordó lo que le había dicho cuando le pidió que se casara con él. Recordó lo que había dicho sobre verla cada mañana al despertar.
Eso no había cambiado. Una oportunidad. Dos sueños. Tenía que haber alguna forma de hacerlo funcionar y… la mesa se tambaleó cuando se levantó de golpe. Mike salió del restaurante a la carrera, pero el coche amarillo no estaba en el aparcamiento y su corazón se encogió. Entonces, el brillo de un parabrisas por el rabillo del ojo hizo que se diera la vuelta.
Era Willow. No se dirigía hacia Londres, sino de vuelta a Melchester. ¿Volvía a casa? No podía ser… De repente, el artículo que había estado leyendo en el periódico apareció en su mente. Era lo más lógico. Decorar, ayudar a alguien, había dicho.
Mike volvió al restaurante y tomó el periódico de la mesa, aquella vez memorizando cada palabra. Y eso lo hizo sonreír. Era la oportunidad perfecta para empezar de nuevo. Y aquella vez le mostraría quién era en realidad.
En cuanto Emily se marchó, Willow se puso a trabajar. No tenía otra cosa que hacer. No tenía hambre y, a pesar del cansancio, sabía que no iba a poder dormir.
Abrió un bote de pintura de color azul cielo y miró la pared del cuarto de estar. Un lugar para que los niños jugaran cuando hacía mal tiempo, un sitio para contar historias y leer cuentos.
Willow movió la pintura con una vieja cuchara de madera, tomó la brocha y se puso manos a la obra.
Llevaba una hora pintando cuando escuchó el ruido de un coche en la puerta. Emily se había marchado tan preocupada que Willow no se sorprendió de que volviera.
Mientras dejaba la brocha dentro del bote y flexionaba los dedos, que se le habían quedado rígidos, rezó para que Emily hubiera llevado una botella de vino con ella. Y algo de comer.
Willow bajó de la escalera, se apartó los rizos de la cara y fue a abrir la puerta. Pero no era Emily.
Era Mike.
Mike, con vaqueros y una camiseta que, una vez, debía haber sido de color negro. Mike, con un saco de dormir bajo el brazo.