Capítulo 3

Mike soltó el saco de dormir y alargó la mano para acariciar su mejilla. Cuando la apartó, estaba manchada de pintura azul.

– Este color te sienta muy bien. Pero, ¿no se supone que la pintura debe ir en las paredes? -preguntó, mirándola de arriba abajo-. Dime, cariño, ¿has pintado alguna vez?

Willow intentó volver a colocar el corazón en su sitio. No tenía por qué estar pegando saltos. Mike la habría dejado plantada ante el altar si ella no lo hubiera hecho, se recordó a sí misma. Willow intentó pensar en cómo se habría sentido para no enredar los brazos alrededor de su cuello.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Lo mismo que tú, supongo. Estoy perdido y quiero hacer algo por los demás.

– ¿Y has elegido el mismo sitio que yo para hacerlo?

– ¿Eso es un problema? -preguntó Mike con una expresión inocente que a Willow no la convenció en absoluto-. Han pedido voluntarios y yo me he presentado. Incluso me he traído mi saco de dormir…

– ¡Puedes meterte el saco de dormir por donde te quepa!

– Y una botella de vino blanco. No puedo garantizar que sea de buena calidad, pero el dueño del bar me ha dicho que no está mal…

– No tengo sacacorchos.

– Y un poco de comida china que podríamos calentar -siguió él, como si Willow no lo hubiera interrumpido-. Pensé que tendrías hambre.

– Pues no tengo -declaró ella. Pero cuando el olor de la comida que llevaba en una bolsa llegó a su nariz, sus tripas la traicionaron.

Tomando aquello como un cambio de opinión, Mike miró alrededor.

– ¿Podemos calentar esto en alguna parte?

– ¡Mike! -exclamó Willow. Habían cometido un error huyendo de sus problemas en lugar de enfrentarse con ellos, pero era demasiado tarde para cambiar las cosas. Y aquello no la estaba ayudando nada-. Los dos estábamos de acuerdo. Nos dijimos adiós. Por favor, no hagas esto más difícil…

Willow no terminó la frase. No debería ser difícil. Los dos habían elegido aquel camino.

– ¿Tú crees que yo quiero estar aquí? Esto me resulta muy difícil también, cariño. Pero vas a necesitar ayuda si quieres que este sitio esté listo a tiempo. Parece que no hay muchos voluntarios -dijo Mike, colocando las cajas de comida china sobre la repisa-. Que hayamos decidido no casarnos no significa que no podamos comportarnos como adultos civilizados. Podemos seguir siendo amigos.

– ¡Amigos! -exclamó ella, indignada. Willow no quería que fueran «amigos».

– ¿Por qué no? Me caes muy bien -dijo Mike. Ella lo miró, recelosa-. ¿Qué? ¿No pensarás que salía contigo solo porque en la cama eres estupenda? -preguntó. Aquella era una pregunta cargada de dinamita. Willow perdería dijera lo que dijera, así que decidió callarse-. Los dos queremos escondernos durante unos días. Vamos a ayudarnos el uno al otro. Por los viejos tiempos.

– No hay «viejos tiempos». Solo nos conocernos desde hace unos meses.

– Cinco meses, dos semanas y cuatro días. Que casi hubiéramos cometido el error de casarnos… -Willow lo hubiera estrangulado por repetir aquello constantemente- no significa que tengamos que cruzarnos de acera para evitarnos. ¿No te parece? -preguntó, ofreciendo su mano-. ¿Hacemos las paces?

– ¿Las paces? -repitió ella, sin estrechar la mano que le ofrecía. Tenía un aspecto demasiado inocente como para confiar en él. Aunque ella le confiaría su vida-. ¿Amigos?

– Buenos amigos, espero.

Aquello era un error. Estaba segura. La atracción magnética que sentían el uno por el otro había sido tan fiera, tan increíble desde que se conocieron… y no había disminuido tras esos cinco meses, dos semanas y cuatro días.

Pero Mike tenía razón sobre una cosa. Lo que ella sabía sobre pintura y decoración cabía en la cabeza de un alfiler. Un alfiler muy pequeño.

Y la residencia estaba completamente vacía. Sería bueno saber que había alguien cerca si el suelo de madera empezaba a crujir en medio de la noche.

Willow estrechó su mano. Una mano fuerte, cálida. Por un momento, todo lo que ella había querido en el mundo.

– ¿Solo buenos amigos?

Debería haber sido una pregunta. Su voz debería haber sonado más firme.

Mike apretó su mano con fuerza y Willow estuvo segura de que lo de mantener la relación a un nivel platónico era imposible. Pero antes de que pudiera reiterar su determinación de que fuera así, Mike soltó su mano y empezó a mirar alrededor.

– Esta cocina es un poco espartana. Le vendrían bien algunas estanterías.

Willow se sintió culpable al recordar la hermosa casa que el padre de Mike les había regalado y que para ella era una pesadilla.

– ¿Conoces a algún carpintero?

– Sí -contestó él-. ¿Hay algún vaso por ahí?

– De plástico.

– Pues habrá que usar vasos de plástico -murmuró Mike, sacando una navaja multiusos del bolsillo-. ¿Platos?

– De papel.

– ¿Palillos?

– Solo hay tenedores de plástico.

– Estupendo. Así no tendremos que discutir sobre quién friega los platos.

– Los buenos amigos no discuten.

– ¿No? -sonrió él, sacando el pequeño sacacorchos de la navajita-. Bueno, la verdad es que tú y yo nunca hemos discutido -añadió, quitando el corcho de la botella y sirviendo dos vasos de vino-. Siempre teníamos mejores cosas que hacer.

Willow se dio la vuelta, sintiéndose como una idiota. Podrían estar en el apartamento de Mike en aquel momento. O en el suyo. Abrazados en la cama, sin nada mejor que hacer que… estar en la cama. Si no hubiera dicho nada aquel domingo por la noche, si le hubiera hecho caso y se hubiera quedado a dormir… Pero no, eso habría sido romper sus reglas.

Había creído ser tan lista… Pero no lo era. Era arrogante y tonta y estaba pagando el precio. En aquel momento y para siempre.

Mike nunca había querido casarse de verdad o no habría salido corriendo de la iglesia. Solo se había dejado llevar por su libido.

¿Y cuál era su excusa? ¿Aquellos ojos grises que le prometían un mundo? Y se lo daban…

– Vamos a calentar esto durante un par de minutos -intentó sonreír Willow, tomando el vaso de vino e intentando que no le temblara la mano cuando sus dedos se rozaron-. ¿Por qué brindamos, Mike? ¿Por la gran escapada?

Mike consiguió esbozar una sonrisa.

– ¿Por qué no me enseñas esto mientras esperamos?

– No hay mucho que ver.

El centro recreativo había sido antes una casa solariega y las habitaciones se abrían todas desde un pasillo, con una escalera de caracol a cada lado.

– Abajo está la cocina, el comedor, el cuarto de estar -empezó a explicar ella, abriendo puertas mientras hablaba y subiendo la escalera a gran velocidad para no rozarlo, para no sentir su aliento en el cuello-. Y arriba hay dos enormes habitaciones que tendrán literas para los niños. Los chicos aquí, las chicas aquí. Ahí están los cuartos de baño y las dos habitaciones para los profesores.

Mike iba abriendo puertas. En el suelo de una de las habitaciones vio el saco de dormir de Willow. Tenía un aspecto muy solitario. La otra habitación parecía aún más solitaria.

– Aquí hay mucho que pintar. ¿Vas a hacerlo tú sola?

– Hay más gente. Seguro que el teléfono de Emily no ha dejado de sonar en todo el día -dijo ella, desafiante-. No tienes que quedarte si no quieres.

– No tengo que hacer nada. Voy a quedarme porque quiero.

Mike miró el rostro de la única mujer que había querido tener cerca para siempre. Para ganarla, para conservarla, había comprometido su vida, aparentando ser lo que no era. Y, de alguna forma, ella lo había sabido. Quizá no con la cabeza, pero sí con el corazón, había sabido que algo fallaba.

Aquella vez lo haría bien. Si Willow quería alejarse de él, lo haría del hombre que era, no del hombre que aparentaba ser.

– Como tú quieras.

– Te prometo que a partir de hoy, viviré la vida en mis términos -dijo entonces Mike. Por un momento, le pareció ver un brillo de tristeza en los ojos azules, un brillo que delataba su corazón-. No más compromisos, no más engaños.

– ¿Eso es lo que nuestra relación ha sido para ti? -preguntó Willow, con expresión herida-. ¿Un compromiso, un engaño? Dime la verdad.

La verdad. Mike quería decirle que su relación era lo único que había sido de verdad. Pero eso no era lo que ella estaba preguntando.

– Sí -admitió por fin-. Yo me había comprometido, estaba haciendo cosas que no quería hacer. ¿Tú no?

– Sí, también -murmuró Willow, intentando disimular las lágrimas-. La comida ya estará caliente.

Después, se volvió y prácticamente se tiró escaleras abajo, intentando poner distancia entre ellos.


– Esto está buenísimo -estaba diciendo Willow, sentada en el suelo-. ¿Dónde lo has comprado?

– En Maybridge. Hay un restaurante chino muy especial.

Willow levantó la mirada. ¿Maybridge? ¿Qué hacía Mike en Maybridge? ¿Retomar la vida que había dejado atrás cuando su padre se puso enfermo?

– Maybridge es muy bonito.

– Siempre quise llevarte -murmuró Mike-, Pero cuando empieces a trabajar en el Globe tendrás todo Londres para elegir.

A Willow le daba igual Londres. Quería saber qué había estado haciendo Mike en Maybridge.

– Tú solías trabajar allí antes de que tu padre se pusiera enfermo, ¿no? -preguntó. Mike la miró, como intentando averiguar dónde quería llegar con aquella pregunta-. Nunca hablabas de ello -siguió Willow. Ella siempre se había mostrado interesada en la vida de Mike, pero su curiosidad se veía frenada por una barrera invisible. Mike solía cambiar de conversación, distraerla con algo-. Te peleaste con tu padre, ¿verdad?

– ¿Eso es lo que has oído en la oficina?

– Sí.

– No me peleé con él, Willow. Lo que pasa es que nunca me han gustado los libros de contabilidad ni los beneficios publicitarios. Yo necesitaba otra cosa. Mi padre no lo entendía y por eso era más fácil vivir en otro sitio.

– ¿Y encontraste lo que buscabas en Maybridge?

– Una parte -contestó él-. Y después encontré el resto cuando volví a casa.

Sus ojos parecían asegurar que ella era el resto. Pero no había sido suficiente. La asustaba haber sido tan egoísta como para no darse cuenta de lo que preocupaba a Mike durante las últimas semanas, lo que lo había hecho salir corriendo de la iglesia.

Mike, con la espalda apoyada en la pared y una rodilla levantada, volvió a prestarle atención a la comida.

– No te gusta hablar de ti mismo, ¿verdad?

– Es una costumbre muy poco elegante.

Willow estaba buscando respuestas y Mike lo sabía. En realidad, nunca le había contado lo que hacía antes, pero ella tampoco había insistido.

No, eso no era justo. Willow estaba interesada, había sido él quien siempre cambiaba de tema, inseguro sobre cuál sería su reacción. Tenía miedo de contarle la verdad y por eso no se había sincerado con ella.

– ¿Ya está? ¿Aquí se acaba el interrogatorio?

– Sí -contestó Willow.

Aquella respuesta lo dejó absurdamente desilusionado. Quería que ella demandara respuestas, que insistiera. Pero, ¿por qué iba a hacerlo? Willow tenía otra vida planeada. Una vida en la que él no estaba incluido.

No le había dicho nada. Como siempre, pensó Willow. Pero quizá era demasiado tarde para llenar los espacios en blanco. Deberían haber hecho eso meses antes, pero cuando estaban juntos, Mike no quería contarle nada.

Y, en aquel momento, cuando ya no había nada entre ellos, sería una estupidez seguir haciendo preguntas que él no quería contestar.

– Lo siento mucho, Mike. Siento mucho haber estropeado tu entrada definitiva en la compañía. ¿Tu padre sigue con la intención de retirarse y dejártelo todo a ti?

– Me temo que sí. Las publicaciones Armstrong son más importantes que un pequeño escándalo. Necesitará un par de semanas para convencerse a sí mismo de que la culpa de lo que ha pasado es tuya pero acabará haciéndolo. Se le da bien engañarse a sí mismo.

– No seas cruel, Mike. Tu padre te quiere -protestó Willow-. ¿Un par de semanas? ¿Nada más?

– Mi padre tiene una capacidad infinita para engañarse a sí mismo.

Quizá era hereditario. Él había seguido a Willow, creyendo que sería posible volver a ganar su corazón. Pero no estaba consiguiendo nada, seguramente porque sabía bien cuál era la razón por la que ella lo había abandonado. Durante toda su vida, la gente había querido que hiciera lo que ellos querían. Y él no podía hacerle eso a Willow. Si de verdad quería vivir en Londres, trabajar en el Globe, eso era lo que debía hacer. Él quería vivir en Maybridge. De alguna forma, tendría que encontrar la manera de vivir una vida que ambos pudieran compartir.

– ¿Quieres más o lo termino yo?

A punto de disculparse de nuevo, a punto de volver a explicarle por qué no había acudido a la iglesia, Willow se contuvo. Mike tenía tanta culpa como ella. Mike le había pedido que se casara con él. Ella no le había obligado a hacerlo. Su único error había sido decir que sí. Todo el mundo sabe que no se debe decir que sí inmediatamente, aunque eso no habría cambiado nada. Si lo hubiera pensado durante un año, la respuesta habría sido la misma.

– ¿Willow?

– ¿Qué? Ah, no, no quiero más. Termínatelo tú. No tengo mucho hambre. De hecho, creo que voy a darme una ducha y después me voy a dormir.

– ¿No te da miedo dormir sola?

Desconfiada, convencida de que Mike quería cambiar eso de ser «solo buenos amigos» porque, al fin y al cabo, él era quien había sugerido que se fueran juntos de luna de miel a pesar de todo, Willow se volvió y lo miró directamente a los ojos. Pero él estaba tan serio que no se atrevió a decir lo que pensaba.

– ¿Por qué iba a tener miedo?

– Por nada -contestó Mike-. Si la araña que hay en el cuarto de baño te ataca, solo tienes que gritar.

– ¿Qué araña?

– Una araña negra con las patas peludas. La vi antes, en la ducha de las chicas.

– Entonces, me ducharé en la de los chicos.

– Willow…

– Y tu habitación es la última del pasillo.

Lo había dicho para aplastar cualquier esperanza que él tuviera de compartir habitación aquella noche.

– Willow…

– ¿Qué?

– Nada, cariño. Yo cerraré la puerta.

Willow subió la escalera convencida de que él se estaba riendo. Que se riera, pensó. No pensaba gritar pidiendo ayuda. Una araña no era para tanto.

Pero no entró en la ducha de las chicas, y después de comprobar que en la de los chicos no había ningún bicho peludo, abrió el grifo. Cuando se había quitado la ropa, se dio cuenta de que tenía un problema más grave que una araña.

No tenía jabón. Ni toalla.

Había metido ropa en la bolsa, pensando… Bueno, eso era una exageración. No estaba pensando. Llevaba semanas sin pensar.

Sacó una camiseta limpia de la bolsa y después de ponérsela, salió del cuarto de baño.

– ¡Mike! -lo llamó-. ¿Te importa tirarme el jabón que hay en el fregadero?

Él no se lo tiró, se lo subió. Por supuesto.

– No huele demasiado bien.

– Da igual. Necesito algo que me quite la pintura. No habrás traído una toalla, ¿verdad?

– Lo siento. Solo he metido algo de ropa y una cuchilla de afeitar. La verdad es que pensaba pasar la noche en el hostal.

– Todavía puedes hacerlo.

– ¿Y tú?

– Yo estoy bien aquí…

– En ese caso, me secaré con la camiseta -sonrió Mike-. Puedes compartirla si quieres.

– Gracias, pero yo también tengo una camiseta.

– La mía es más grande.

– No presumas, Mike -replicó Willow, tomando el jabón-. ¿Qué estás haciendo? -preguntó cuando él se quitó la camiseta y empezó a desabrocharse los pantalones-. ¡Mike! ¡No puedes hacer eso! -gritó, cuando él se metió en una de las duchas. Willow solo podía ver su cabeza y sus hombros, pero era suficiente.

En ese momento, Mike tiró los calzoncillos al suelo.

– Esta es la ducha de los chicos, cariño -contestó él, abriendo el grifo-. Tú eliges. La araña o yo.

Willow sabía que se estaba portando como una cría. ¿Qué más daba?

Pues no daba igual.

– Mike, esto es absurdo. Tú me has plantado en la…

– Le dijo la sartén al cazo. Pero no me quejo. No tienes que mirar si no quieres.

– ¡No estoy mirando! -exclamó ella, dando un golpe en el suelo con el pie. Pero como iba descalza, el gesto de rabia no valió de nada.

– ¿Te importa pasarme el jabón? -pidió Mike, alargando la mano-. Y la próxima vez que des una patada, antes mira por si hay algún escarabajo. El pobre no te había hecho nada.

– ¿Un escarabajo? ¿No pensarás que voy a creérmelo?

En ese momento, una cosa con muchas patas rozó su pie y Willow se metió en la ducha de un salto.

– Hola, cariño -sonrió Mike.

– ¡Eres un cerdo!

– Nadie es perfecto -contestó él, pasándose el jabón por el pelo. Al hacerlo, rozó el brazo de Willow, poniendo en peligro su voluntad de mantener aquella relación a un nivel estrictamente platónico.

– Perdona -murmuró ella, intentando apartarse sin rozar más que lo estrictamente necesario-. En estas duchas no caben dos personas.

Mike la tomó entonces por la cintura.

– El escarabajo te estará esperando.

– Por favor, Mike…

Los ojos del hombre se oscurecieron.

– Se te ha mojado la camiseta. Deberías quitártela.

Willow tragó saliva, incapaz de apartarse.

– Nuestra relación ha terminado.

Lo había dicho solo con la boca, pero sabía que su cuerpo, que respondía por su cuenta, le estaba enviando un mensaje completamente diferente.

– ¿Tú crees? -preguntó Mike en voz baja.

Y entonces, sin esperar respuesta, acercó su boca a la de ella, suavemente, con ternura, ofreciéndole la oportunidad de apartarse.

Era irresistible. Y, por un momento, Willow no se resistió. Por un momento, con el agua caliente cayendo sobre ella, empapando su camiseta y su ropa interior, se dejó llevar por la caricia, quiso creer la dulce mentira de que aquella relación iba a alguna parte.

Pero unos segundos después, lo tomó por los hombros y se apartó. Mike no intentó impedírselo.

– ¿Ha terminado?

– Tiene que ser así. Yo deseo tener una carrera, Mike. No sé lo que tú quieres.

– A ti -dijo él.

Willow no lo dudaba. Conocía aquella mirada y tragó saliva, nerviosa.

– Entonces, ¿qué hacíamos tomando un plato de pasta en la autopista cuando deberíamos estar brindando con champán? -preguntó. Al intentar apartarse se golpeó el codo con el grifo y estuvo a punto de soltar un taco.

– Tienes razón. Estas duchas están hechas para uno solo -dijo Mike, pasando el dedo suavemente por su brazo.

– Son muy sencillas -dijo Willow-. Pero al menos no tienen grifería dorada.

Por un momento, ambos compartieron una visión de la enorme ducha con grifos dorados en la casa que deberían haber compartido.

– Creí que te gustaban los grifos. Pusiste cara de estar soñando cuando mi padre nos enseñó la casa.

– Acababa de regalárnosla. ¿Qué esperabas que hiciera?

– ¿De verdad no te gustaban los grifos?

Willow se encogió de hombros.

– Eran un poco… exagerados para mi gusto. ¿A ti te gustaban?

_Yo prefiero las cosas sencillas y funcionales.

– Pues entonces, esto te gustará. Pero si has terminado te agradecería que salieras y me dejaras ducharme en paz.

Cuando Willow terminó de ducharse, Mike se había secado y estaba respetablemente cubierto con los vaqueros. Ella se secó como pudo, pero después se sintió desnuda solo con unas braguitas y una camiseta húmeda que se pegaba a sus pechos.

– Hace frío, ¿no?

– Yo no tengo frío.

Se separaron en la puerta de su dormitorio.

– Hasta mañana -murmuró Willow. Parecía absurdo dormir en habitaciones separadas. Hubiera sido tan consolador dormir en sus brazos… Él le habría dado la seguridad de no haber saltado de su vida sin paracaídas.

– Mañana es domingo y no pienso levantarme antes de las nueve y media -le advirtió Mike-. Y me gusta tomar tres cucharadas de azúcar con el té -añadió, inclinándose para besarla en la mejilla-. Pero eso ya lo sabes.

Willow le dio con la puerta en las narices. Pero solo para no tomarlo por la cinturilla de los vaqueros y meterlo en la habitación con ella.


Willow siempre había creído que el campo era tranquilo. No había ruido de tráfico, era cierto, pero la casa estaba llena de ruidos extraños y la madera crujía. Sobre ella, en el ático, pequeñas criaturas se movían sin parar. Murciélagos. O ratones.

Pero no eran los murciélagos ni los ratones lo que la mantenía despierta, envuelta en su saco de dormir como si fuera un capullo.

Le dolía todo el cuerpo por los esfuerzos con la brocha, pero era su cabeza la que no dejaba de dar vueltas, recordando todo lo que había pasado aquel día.

Menudo lío.

Willow alargó la mano para encender el móvil. La señal de mensajes estaba encendida. Su madre, como había imaginado, exigiendo que la llamase hora tras hora. Su padre pidiéndole que lo llamara para hacerle saber que estaba bien. Crysse, pidiendo que le explicara qué había pasado.

Willow no había creído poder sentirse peor. Llamó a su prima, pero Crysse no contestó. Ni siquiera tenía el contestador encendido.

Su padre contestó inmediatamente, como si hubiera estado sentado al lado del teléfono. Ni siquiera le preguntó dónde estaba, solo si se encontraba bien.

– Estoy bien, papá. De verdad. Estoy ayudando a una amiga a pintar la residencia de vacaciones para niños huérfanos de la que hablaba en mi último artículo. Pero necesito estar sola durante un tiempo.

Y hacer algo por otra persona después de lo que, en retrospectiva, le parecían semanas de egoísmo absurdo.

– ¿Necesitas alguna cosa? ¿Puedo llevarte algo?

A Willow se le ocurrieron un montón de cosas, pero podría vivir sin ellas. Ni siquiera su padre entendería que Mike estuviera con ella. Ni ella misma lo entendía. Especialmente, el hecho de que le alegrase que él estuviera durmiendo al otro lado del pasillo. Suficientemente cerca como para llamarlo si…

– No. Me las arreglaré. Y preferiría que no se lo dijeras a mamá.

– No lo haré. Willow, en cuanto a Mike…

– Papá…

– No te preocupes por él, ¿de acuerdo? Se lo tomó como un hombre.

– Papá…

– Viene tu madre. A menos que desees soportar una charla, te sugiero que cuelgues.

Los ojos de Willow se llenaron de lágrimas. Su padre no había querido decirle que Mike se había marchado antes de que ella llegara. A pesar de lo que le había hecho pasar aquel día, el pobre no quería herir sus sentimientos. Pero eso no hizo que se sintiera mejor. Todo lo contrario. Solo una persona podía consolarla, pero estaba al otro lado del pasillo. Willow miró alrededor, buscando una araña que le diera una excusa para salir corriendo y colocar su saco de dormir al lado del de Mike.

Ese era el problema con las arañas. Que nunca aparecían cuando se las necesitaba.

Willow respiró profundamente. No necesitaba una araña. Estaba bien. Tenía su vida planeada y en esa vida no entraba Mike. Suspirando, buscó un pañuelo para secarse las lágrimas. No tenía tiempo de llorar.


Mike escuchó el pitido del móvil de Willow, anunciando que tenía mensajes. Seguramente estaría llamando a Crysse. O a su madre. Ninguna llamada agradable, de eso estaba seguro. Debería habérsele ocurrido alguna forma de hacer que ella durmiera a su lado. No debería estar sola en una casa solitaria.

En fin. Quizá no era demasiado tarde. Mike buscó su móvil y le envió un mensaje.

El móvil de Willow empezó a sonar. Un mensaje ¿Crysse?

¿Estás bien?

No era Crysse. Era Mike.

Perfectamente, contestó ella.

Otro pitido.

¿Ni arañas, ni escarabajos, ni tijeretas?

¿Tijeretas? Qué asco. Aquel era un golpe bajo. Mike sabía que le daban asco los bichos y también sabía que estaba durmiendo en el suelo, con la luz del móvil como única compañía. Era demasiado fácil creer que la tela que rozaba su tobillo era algo mucho más asqueroso.

Willow se mordió los labios, diciéndose a sí misma que no debía ser tan cobarde.

Solo murciélagos. ¿Qué hago?

Cierra la ventana.

Prefiero arriesgarme a que entren los murciélagos. Buenas noches.

Mike sonrió.

¿No has oído un ruido en la escalera? Por cierto, ¿esta casa no estaba embrujada?

Willow deseó no haber leído aquel último mensaje. Con el calor, las maderas de la escalera crujían y el sonido era como un quejido fantasmal. No haría falta mucha imaginación para pensar que el ruido eran pasos…

El móvil volvió a sonar. Willow trató de ignorarlo, pero no podía.

Grita si me necesitas.

Muy gracioso. Allí no había nada que la molesse excepto el hombre que dormía al otro lado del

Por otro lado, ¿por qué sufrir sola?

Willow lanzó un grito.

Un segundo después, Mike apareció en la habitación, una tentación en calzoncillos iluminada por la luz de la luna.

– ¿Qué ha pasado?

Por un momento, Willow pensó en decirle que había un bicho en su saco de dormir. Que tendría que meterse dentro y… ponerse a explorar. Pero entonces se dio cuenta de dónde estaba y por qué.

– Solo estaba probando.

Mike no se movió.

– Pues funciona.

– Muy bien.

– Buenas noches.

– Buenas noches -se despidió ella con una sonrisa, sacando los deditos por encima del saco.

Cuando Mike cerró la puerta, Willow sacó del bolso la chocolatina que había comprado en el restaurante. Estaba triste y era el momento de comérsela.


– Té, con tres cucharadas de azúcar.

La mano de Mike emergió del arrugado saco de dormir.

– Son las siete de la mañana, mujer. Eres inhumana.

– Nadie te dijo que te presentaras voluntario -replicó ella. La vida, pensó Willow, sería más sencilla si él se marchara. Más triste, pero más sencilla-. Pero brilla el sol y tengo que pintar -añadió, dejando el vaso de té en el suelo.

– ¿No hay desayuno?

– Si querías desayunar, deberías haber dormido en el hostal.

– No puedo trabajar todo el día solo con una taza de té en el estómago -se quejó Mike, sentándose sobre el saco y pasándose la mano por el pelo-. Un par de huevos. ¿Eso es mucho pedir?

– En absoluto. Hay una docena de huevos en la nevera. Y también hay una sartén.

– ¿Y tú? -preguntó Mike, mirándola con lo que algún desinformado habría creído preocupación-. No quiero preocuparme por si vas a caerte de la escalera. El desayuno es la comida más importante del día y…

– Lo sé -lo interrumpió Willow. Intentaba aparentar irritación, pero le resultaba difícil. Mike tenía unos hombros que la hacían olvidar cualquier irritación y pensar en… cosas que no debería pensar. Su decisión de no casarse con aquel hombre no había disminuido en absoluto la atracción física que sentía por él-. Di la verdad, Mike. Mi madre te ha enviado.

Invocar el nombre de su madre debería haber sido suficiente para romper el hechizo. Desgraciadamente, la sonrisa de Mike siempre conseguía que le temblaran las piernas.

– Ya veo que no se puede hablar contigo. Tú pintas, yo cocino.

Cuando Mike empezó a moverse, Willow salió corriendo de la habitación. Los calzoncillos grises estaban tirados encima de los vaqueros y un hombre que no lleva toalla, no habría pensado en llevar pijama.

Willow frunció el ceño. ¿A qué hotel iba nadie con un saco de dormir?

En mitad de la escalera, se paró y miró hacia atrás. Mike debía haber visto el periódico en el restaurante y había adivinado dónde estaba. No era tan difícil. Pero aquel saco de dormir era viejo. ¿De dónde lo habría sacado?

Maybridge.

¿Tendría cosas allí? ¿Seguiría teniendo un apartamento? ¿Qué había en Maybridge que era tan secreto?

Willow entró en la habitación que se disponía a pintar. Había dejado la brocha abandonada cuando Mike apareció y esperaba encontrarla dura como una piedra. Pero estaba al lado del bote de pintura, limpia y dispuesta para ser usada. Willow pasó los dedos por las suaves cerdas, sonriendo.

– A partir de ahora tendrás que hacerlo tú misma.

Cuando se dio la vuelta vio a Mike, solo con los vaqueros, apoyado en el quicio de la puerta. Debería ponerse algo más de ropa, pensó. Pero quizá su camiseta seguía húmeda. Ella había colgado la suya en la ventana para que se secase, junto con la ropa interior.

– Gracias -dijo por fin. Mike no se movió-. ¿Qué vas a hacer?

– Unos huevos fritos. ¿Te apetece?

– No, gracias. ¿Por dónde vas a empezar a pintar?

– No voy a pintar, voy a la tienda. ¿Quieres venir?

Willow se quedó boquiabierta.

– ¿Y que me vean en público contigo después de lo que pasó ayer? -preguntó, incrédula-. ¿Que nos vea algún conocido? Menudo cotilleo para el Evening Post.

– En eso tienes razón, pero voy a ir a la tienda de bricolaje que está cerca del parque.

– ¿En Maybridge?

Mike sonrió.

– Esa. ¿Seguro que no quieres venir? -preguntó, sabiendo que la curiosidad se la estaba comiendo-. Podríamos dar un paseo a la orilla del río. Y darle de comer a los patos. Comer en algún sitio tranquilo.

– No, gracias -contestó Willow, metiendo la brocha en el bote de pintura y aplicándola después a la pared. Pero la curiosidad era demasiado fuerte-. ¿Para qué vas a una tienda de bricolaje? Tenemos pintura y brochas suficientes.

– Voy a comprar madera. He pensado hacer unas estanterías para la cocina.

– ¿Tú?

– Yo.

– ¿No crees que deberías preguntarle a Emily antes de hacerlo?

– ¿Emily?

– Es la coordinadora de este proyecto. Creí que habías leído mi artículo. ¿No es así como me encontraste?

– Yo creí que lo habías dejado en la mesa para que lo leyera -replicó Mike. Ella hizo un gesto con la mano-. No te preocupes. No voy a cobrarle nada.

– No quería decir eso. Quería decir…

– Querías saber si sé usar un martillo y una sierra.

– Pues sí.

– Que tú no me hayas visto nunca usar nada más peligroso que una pluma no significa que no sepa hacer nada, Willow.

– Hay muchas cosas de ti que no sé… considerando que he estado a punto de casarme contigo -replicó ella. Y era cierto. No sabía nada de él. Por ejemplo, sabía por qué ella lo había dejado plantado, pero, ¿por qué la había dejado plantada él?-. ¿En qué pensabas mientras me esperabas en la iglesia, Mike?

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