Capítulo 5

– ¿Mike y tú…? -empezó a decir Jacob.

– Somos amigos. Solo buenos amigos -dijo Willow rápidamente, para ver cómo sonaba. Y no le gustó nada-. ¿Vives con tu tía, Jacob? -preguntó, para cambiar de tema.

Se le daba bien charlar sobre cualquier cosa con la gente, hacer que se sintieran cómodos, descubrir cosas sobre sus vidas. Después de todo, se dedicaba a eso y él respondió enseguida, sin darse cuenta de que solo era una forma de pasar el tiempo, que no tenía verdadero interés en conocer la respuesta.

– Llámame Jake, por favor. La verdad es que no es mi tía. Todo el mundo la llama tía Lucy porque eso es lo que es, un poco la tía de todo el mundo. Ella me acogió en su casa cuando nadie me quería -explicó Jacob-. Era un chico muy malo.

– Seguro que sí -sonrió ella. Y seguro que seguía siéndolo cada vez que tenía oportunidad.

– Le debo mucho, por eso vengo a ayudarla cuando puedo. Es una forma de pagar todo lo que hizo por mí.

– Debe de ser un personaje.

– Es una señora encantadora. Lo sabe todo sobre todo el mundo, sabe quién necesita un trabajo, una conversación o simplemente un abrazo. El pueblo no sería lo mismo sin ella.

Willow se animó. Interés humano. Una comunidad peculiar. Podría ser un buen artículo para la revista Country Chronicle… No, eso era ridículo. El Globe. Tenía que empezar a pensar en artículos para el Globe. Ellos tenían un ángulo diferente, pero aún así…

– La conocerás si vuelves a la tienda. Porque vas a volver, ¿no?

– Claro -contestó Willow. Estaría bien conocer a la tía Lucy-. Cuando no estoy hasta el pelo de pintura, soy periodista. Me gustaría hablar con ella sobre su vida y sobre lo que el supermercado significa en un pueblo tan pequeño. ¿Tú crees que le gustaría hablar conmigo?

– La tía Lucy nació para charlar. Pásate por allí una tarde, seguro que estará encantada. ¿Mañana te parece bien? -preguntó Jacob, esperanzado. Willow no contestó y él sacó un papel y un bolígrafo de uno de los bolsillos de la cazadora-. Este es mi móvil. Llámame.

– Lo haré -dijo ella, guardando el papel en el bolso.

– Eso espero.

Willow levantó los ojos cuando Mike puso una cerveza frente a Jacob, con cara de querer echarle el contenido del vaso por la cabeza.

¿Celoso? ¿Estaría celoso? ¿Los buenos amigos se ponían celosos?

Willow miró a Jake. Desde luego, era muy guapo, pero Mike la conocía demasiado bien como para saber que no iba a lanzarse en los brazos del primer hombre que apareciera en su vida solo porque su relación se había roto.

Pero, claro, los celos siempre son irracionales.

Si hubiera entrado en un bar y se hubiera encontrado a Mike charlando con una rubia tonta, hubiera deseado sacarle los ojos. Y ella sabía que a Mike no le interesaban las tontas, tuvieran el pelo del color que fuera. Al menos, no durante los cinco meses, dos semanas y cuatro días que habían estado juntos.

Jake, aparentemente sin darse cuenta de la tensión que había, tomó un sorbo de cerveza.

– Mike, ¿tú también eres parte del equipo de pintores?

– Willow es la que pinta. Yo hago estanterías.

– Ah, bueno. Quizá vaya un día a echaros una mano -dijo Jake entonces, mirando a Willow. Era más una pregunta que una afirmación, como si esperase que ella lo aprobase.

– ¿Sabes algo de carpintería? -preguntó Mike.

– Me interesa más la pintura -contestó Jake. Mike sabía muy bien lo que le interesaba y apretó el vaso con tanta fuerza que fue un milagro que no se desintegrase-. No sé clavar un clavo.

– No es tan difícil.

– La verdad es que nos vendría bien tu ayuda -intervino Willow, con el corazón acelerado. Quizá era más frívola de lo que creía. Quería que Mike estuviera celoso. Enfermo de celos-. Así podré pintar la cocina. Cuanto antes lo haga, antes podrás marcharte.

La respuesta de Mike fue un ejemplo perfecto del dicho «si las miradas matasen». Si las miradas matasen, Jake estaría en el suelo, necesitado de urgente respiración artificial.

– No tengo prisa -dijo, con los dientes apretados. Era una faceta de Mike que Willow nunca había visto. Pero nunca antes había tenido que luchar por su atención-. No pienso ir a ninguna parte esta semana -añadió, mirándola como si quisiera retarla a contradecirlo. Pero Willow no tenía intención de hacerlo.

– Bueno, espero que volvamos a vernos -dijo Jake levantándose-. Gracias por la cerveza. Ya nos veremos, Willow.

Después de ponerse el casco, arrancó a la moto y desapareció por la carretera.

Mike observaba la moto con un presentimiento. Moreno, guapo, con aspecto de chico malo con aquella cazadora de cuero, Jake Hallam era la clase de hombre que solo tenía que mirar a una chica para tenerla a sus pies. Y con Willow se portaba como si todo lo que tuviera que hacer fuera sonreír y chasquear los dedos y ella sería suya.

– La cena, menos mal -dijo Willow cuando apareció el camarero. Para entonces, el silencio se había alargado tanto que se sentía incómoda-. ¡Pollo asado! Qué bien. Me encanta…

– Me equivoqué.

– ¿Qué? ¿Cómo que te has equivocado?

– Ayer -dijo Mike entonces. Willow contuvo el aliento. ¿Se había equivocado al marcharse de la iglesia? ¿Se había equivocado al dejarla?-. No son cinco meses, dos semanas y cuatro días. Son cinco días. Es un año bisiesto. Se me había olvidado.

Willow se sintió tontamente decepcionada. Cuatro días, cinco días, a ella le daba exactamente igual. Lo único que importaba era que lo amaba y lo había dejado escapar.

– No puedo creer que olvidases el artículo que escribí sobre el año bisiesto, cuando conseguí que media docena de chicas pidieran en matrimonio a sus novios delante del periódico.

– Puede que esto sea un golpe terrible para ti, Willow, pero no suelo leer el Chronicle de principio a fin.

Mike siempre cambiaba de tema cuando ella hablaba del periódico fuera de la oficina. Pero que no leyera sus artículos… Eso era una herida demasiado grande. Ella habría leído un libro de contabilidad solo para darle gusto.

– Aunque no leyeras el artículo, deberías haber notado el aumento de ingresos por publicidad. Tuvimos anuncios de floristerías, peluquerías y tiendas de trajes de novia durante una semana.

Mike sonrió.

– Lo siento, Willow. Si hubiera leído tus artículos, quizá habría descubierto lo buena que eres haciendo tu trabajo -dijo, intentando quitarle hierro al asunto-. ¿Y cuántos de esos caballeros aceptaron lo inevitable y dijeron que sí por esa bromita tuya, destinada a aumentar la circulación del periódico?

– Todos. ¿Qué hombre quiere hacer el ridículo en público? -sonrió Willow. Mike podía tomarse aquello como quisiera-. Aunque todas las parejas habían sido elegidas con buen ojo. Debía ser un artículo divertido, sin problemas. Uno de ellos llevaba quince años viviendo con su novia. Tenían tres hijos, así que nadie puede decir que los obligué a nada.

– ¿Y por qué no se habían casado antes? Esa mujer no debía saber que, si no se casaba, no tendría derecho a una pensión…

– Un contable siempre es un contable -lo interrumpió Willow-. Un contable que me pidió que me fuera a vivir con él, si no recuerdo mal.

– Eso no es verdad.

– ¿Qué no es verdad?

– Cuando te pedí que fueras a vivir conmigo nunca pretendí que el arreglo fuera permanente.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿qué querías? Algo así como: «hasta que el aburrimiento nos separe».

– ¡No! En realidad, no había pensado en el futuro

– Quizá esa pareja tampoco había pensado nunca en el futuro -sugirió ella-. Quizá se convirtió en una costumbre. No lo sé. Pero a lo mejor tienen razón. Quizá lo de la boda solo es para los invitados. Quizá la licencia no es más que un papel sin importancia.

– Es importante, Willow. Tú sabes que lo es.

– ¿Ah, sí? Yo lo que sé es que si hubiera aceptado tu propuesta estaríamos viviendo muy felices y yo podría haber aceptado el trabajo en el Globe sin que pasara nada.

Mike frunció el ceño.

– ¿Porque no habrías tenido necesidad de hablarlo conmigo?

– No. Porque solo sería tu novia, no la esposa del jefazo de Publicaciones Armstrong, de servicio veinticuatro horas al día, siete días a la semana, con una casa llena de grifos dorados. Porque no habría sido tan importante.

¿Ella no quería eso? Era la vida que sus padres le habían enseñado a desear…

– ¿Estás segura? Habrías estado en Londres cinco días a la semana. ¿Qué clase de relación sería la nuestra?

– La clase de relación en la que tú habrías dicho: «Acepta el trabajo si eso te hace feliz, Willow. Yo haré que el tiempo que pasemos juntos sea especial».

Mike dejó caer los hombros, como si se le hubiera quitado un gran peso de encima.

– Tienes razón. Tenías derecho a aceptar ese trabajo y yo fui demasiado egoísta como para darme cuenta hasta que era demasiado tarde.

– ¿Por eso te fuiste de la iglesia?

Mike la miró a los ojos.

– Sería estupendo pensar que mis motivos eran tan altruistas. Pero no soy el hombre que tú crees que soy, Willow. No soy el hombre que mi padre quiere que sea. Lo intenté, de verdad. Pensé que tenerte a mi lado sería suficiente para olvidar que debía estar sentado frente a un escritorio todo el día, haciendo números cuando tenía otros sueños. Y entonces vi que tú también tenías tus sueños. En serio, uno de los dos debía estar convencido del todo, ¿no te parece?

– Yo creo que el matrimonio es suficientemente difícil aunque los dos estén convencidos -asintió ella, con tristeza.

– ¿Sabes cuántas de las parejas de tu artículo llegaron finalmente a casarse?

Willow tardó unos segundos en deshacer el nudo que tenía en la garganta. Por un momento, había creído que iba a saber cuáles eran sus sueños, pero Mike había vuelto a levantar la barrera. Final de la conversación. Cambio de tema. No quería hablarle de sus problemas, de sus preocupaciones. Nunca había querido hacerlo.

– Dos de ellas. Las otras todavía no. Y hay una que no creo que llegue a la iglesia.

– Espero que no sea la pareja con tres niños.

– No, esos se casaron a la semana siguiente. Solo necesitaban que alguien les diera un empujón.

En ese momento, Willow tomó una decisión. Si Mike no quería contarle cuáles eran sus sueños, se enteraría de alguna forma.

Al final, podría dolerle más de lo que esperaba, pero haber tomado una decisión la hizo sentir mejor.

Entonces se dio cuenta de que Mike seguía mirándola.

– Come, Mike. Se te va a enfriar el pollo.

Comieron en silencio, pensativos.

– ¿Te encuentras mejor?

– Mucho mejor -sonrió ella-. Pero creo que voy a necesitar un postre tremendo para estar bien del todo. No me importaría nada morir de una sobredosis de chocolate.

– Eso no suena mal.

Willow se levantó.

– ¿Café? ¿Algo de beber?

– Solo café. No querrás que nos perdamos en el camino de vuelta…

– Oh, yo creo que nos perdimos hace tiempo, Mike. Pero estábamos demasiado ocupados eligiendo el papel pintado como para darnos cuenta -dijo Willow entonces, sentándose de nuevo-. ¿Qué vamos a hacer con la casa? No es algo que se pueda devolver en una caja con una nota de agradecimiento. Está a nombre de los dos, ¿verdad?

– No te preocupes. Solo habrá que firmar ante notario para que vuelva a ser propiedad de mi padre.

– Se habrá llevado un disgusto enorme. A él le encantaba esa casa.

– Sí. Pero era un poco grande, ¿no crees?

– Supongo que pensó que nosotros creceríamos una vez dentro.

Mike sonrió.

– Podríamos haberlo pasado bien intentándolo.

A ella no se le ocurría nada que decir, de modo que se levantó y entró en el restaurante.

Volvieron a casa despacio. Era noche cerrada y Willow no tenía intención de adelantarse. Pero cuando iban a cruzar la verja, él tomó su mano.

– Espera, Willow. Espérame.

Y ella lo esperó.

No quería caminar sola. Estaba demasiado oscuro. Quizá por eso no soltó su mano. Por eso la apretó con fuerza cuando en medio de la oscuridad escucharon una especie de grito de agonía.

– ¿Qué ha sido eso?

– Un conejo. Se lo habrá comido alguna comadreja.

Willow se llevó la mano a la boca.

– Oh, no…

– La cadena alimenticia -murmuró Mike cuando ella escondió la cara en su pecho. Un conejo, un escarabajo, cualquier cosa valía.

Mike la abrazó con fuerza. Sería tan fácil seguir abrazándola así, besarla, olvidar la pesadilla de los últimos días. Y sabía que, lo reconociera o no, Willow sentía lo mismo. Estaban cerca de la casa. Solo haría falta un beso y saldrían corriendo, se quitarían la ropa… Y entonces, ¿qué?

Bajo su mano, notaba el pulso femenino, acelerado como el suyo. Podía oler su pelo, respirar su aroma y eso era suficiente para acrecentar su deseo. Para desear tenerla en sus brazos, poseerla. Willow se agarraba a su cuello como si fuera un salvavidas y algo dentro de él le decía que siguiera adelante.

Pero Willow nunca lo perdonaría. Y él nunca se perdonaría a sí mismo. Tenía que luchar contra la tentación. Aquella vez, se prometió a sí mismo, lo haría bien. Aquella vez sería diferente.

¿Aquella vez? ¿A quién quería engañar? No iba a haber otra oportunidad.

Pero, de alguna forma, tenía que conseguir que la hubiera.

Cómo, no tenía ni idea. De modo que, simplemente, la abrazó, esperando que ella recuperase la tranquilidad, que su corazón empezara a latir más despacio.

– Lo siento -se disculpó Willow, apartándose-. En mi mundo, los conejos son animales dulces, preciosos, no la cena de una criatura de dientes afilados… -añadió, secándose una lágrima que no tenía nada que ver con el conejo-. Estoy siendo patética, ¿verdad?

– Patética, no. Compasiva -sonrió Mike, tomándola por los hombros para dirigirse de nuevo hacia la casa. Una vez allí, abrió la puerta y encendió la luz-. Entra tú -dijo entonces-. Yo voy a comprobar que está todo bien cerrado.

Willow se quedó en la puerta, su rostro iluminado por la luz de la cocina.

– Mike… -su voz era tan insegura como su propio corazón.

Habían sido novios hasta el día anterior. ¿Qué había cambiado? Si pudieran volver atrás, cuando le había pedido que se casara con él… De repente, Mike entendió lo que ella había dicho, que si vivieran juntos el asunto del trabajo en Londres no sería tan importante. Solo había un problema con eso; él no quería volver al punto en el que el estar separados unos días no era tan importante.

Su proposición había sido provocada por la negativa de Willow a vivir con él, pero los sentimientos que había experimentado aquella noche eran tan fuertes como siempre. Quería despertar con ella a su lado cada mañana, durante el resto de su vida. Eso era lo único importante.

– Hasta mañana, Willow.


Mike sabía que ella lo deseaba. Willow se cubrió la cara con las manos. Se había tirado sobre él como una desesperada. Y él la había rechazado.

Lo único que hacía soportable su vergüenza era la seguridad de que tampoco para él había sido fácil apartarse. ¿Por qué si no había decidido alejarse de la tentación?

Aquello no tenía nada que ver con la falta de deseo porque el deseo era tan fuerte como siempre. Era un problema fundamental del que nunca habían hablado.

Willow encendió el móvil para ver si le había enviado un mensaje. Nada. Escribió la palabra Socorro.

Y después la borró.


Maybridge. Allí encontraría respuestas a las preguntas que la habían mantenido despierta toda la noche. Willow se echó hacia atrás para comprobar cómo había quedado la pared que estaba pintando. Pero estaba pensando en Maybridge.

– Has hecho un buen trabajo -escuchó la voz de Mike tras ella-. ¿Te apetece un café?

– Sí, gracias.

Después, se volvió de nuevo hacia la pared. El torso desnudo del hombre era demasiado excitante un lunes por la mañana. Demasiado excitante para una relación que había terminado.

– Podrías pintar algo para que la pared no fuera tan azul. Unas nubes, por ejemplo.

Había algo en su voz que la hizo mirarlo.

– En la vida de todo el mundo siempre hay alguna nube, ¿es eso lo que quieres decir?

– Parece que sí, aunque creo que los chicos que vengan a pasar aquí las vacaciones ya habrán tenido que aguantar muchas nubes. Quizá sería mejor dibujar un sol.

– Con nubes y sol, podríamos tener un arco iris.

– ¿Un símbolo de esperanza?

– Todos necesitamos eso. Una colina verde con margaritas también estaría bien -dijo Willow rápidamente, antes de que su cuerpo traidor la obligase a lanzarse a los brazos del hombre para decirle que había cometido un error y no era su carrera lo que la importaba, sino él. Desgraciadamente, ella no había sido la única que había decidido salir huyendo.

– ¿Solo para asegurarnos de que mantenemos los pies en el suelo? -preguntó Mike entonces, con cierta ironía.

– Yo creo que somos los más sensatos en diez kilómetros a la redonda -contestó Willow. ¿Por qué si no estaba manteniendo una conversación tan natural con el hombre que la había dejado plantada ante el altar? ¿Al que ella había dejado plantado ante el altar?-. Quizá podríamos dibujar un globo sobre la colina.

– ¿Por qué no pintas a Jacob dentro del globo? Seguro que le encantaría viajar.

Willow disimuló una sonrisa. Los celos eran buenos. Los celos significaban que a él le importaba. Y no podía creer cuánto deseaba importarle…

– Será mejor que hable con Emily antes de hacer nada. Además, tengo que pintar la cocina para que puedas marcharte.

– Primero tienes que tomarte el café. Ven a tomarlo fuera para respirar un poco de aire fresco -dijo Mike, tomándola del brazo-. Puedes decirme qué te parecen las estanterías.

Willow las miró, sorprendida.

– Pensé que solo ibas a colocar unas baldas, pero esto es estupendo. Son muy bonitas -murmuró, pasando la mano por la pulida superficie-. Me encanta que hayas lijado los bordes.

– Para que los niños no se den golpes.

– Están tan bien hechas… No sabía que podías hacer estas cosas.

– Y yo no sabía que habías solicitado un puesto en el Globe.

Willow lo miró a los ojos.

– Lo hice antes de conocerte.

– Lo mismo digo -murmuró Mike-. Necesitaré más madera para hacer los bancos.

– Y yo tengo que hacer unas llamadas. La secretaria de Toby Townsend me dijo que llamara hoy.

– ¿Desde Santa Lucía?

– No, claro que no…

– No te pongas a la defensiva, Willow. Una profesional tiene que hacer sacrificios, incluso en su luna de miel -dijo Mike, sarcástico-. ¿O es que la semana pasada ya tenías dudas? -preguntó. Después, sacudió la cabeza-. Perdona. La verdad es que yo tampoco respondí como un hombre moderno cuando me hablaste de tu gran oportunidad.

– Pues no. Y tampoco creo que tú salieras corriendo de la iglesia porque de repente te golpeó un rayo.

– No.

– La única razón por la que Toby espera mi llamada hoy es porque no estaba en la oficina la semana pasada. Le escribí una carta… -empezó a decir Willow. Pero no terminó la frase. Se sentía fatal. No tenía razón para ello, pero así era.

– Y ahora tienes que llamarle por teléfono para explicar que todo fue un error. Que no lo decías en serio.

– La verdad es que nunca envié esa carta.

– Ah, ya veo.

– Además, ya no puedo volver a trabajar en el Chronicle. ¿No te parece?

– Puedes hacer lo que quieras, Willow. Yo no voy a estar allí.

– ¿Por qué no?

– Da igual. Pero quizá sería buena idea llamar para decir que te marchas. Tendrán que buscar a alguien que haga tu trabajo.

– ¿Y tú?

– También tendrán que buscar a alguien que haga mi trabajo.

– Reemplazar a un heredero no es lo mismo que reemplazar a una redactora, Mike.

– No se puede dimitir de ser hijo, Willow. Pero al menos he intentado dimitir del cargo de heredero. Y creo que esta vez he logrado convencer a mi padre. Solo lamento que tú te hayas visto mezclada en todo el asunto -murmuró Mike, tomando una plancha de madera-. ¿No tenías que hacer una llamada?

– Sí -contestó ella. Tenía muchas preguntas que hacer, pero él no parecía dispuesto a seguir hablando-. Voy a llamar a Toby.

¿Y luego qué? Si pensaba ir a Londres necesitaría cambiarse de ropa. Ropa adecuada. La clase de ropa que llevaría una periodista en un periódico de tirada nacional. Elegante y moderna. Pero Willow no podía soportar la idea de volver a su apartamento, evitando a los vecinos para que no hicieran preguntas. Evitando a su madre, que seguramente habría puesto el edificio bajo vigilancia.

Quizá Crysse se habría calmado y podría llevarle algo de ropa. Pero cuando la llamó, no obtuvo respuesta. Y el contestador seguía apagado.

Hablar con Toby Townsend, aunque él estaba encantado de hablar con ella y deseando verla, no consiguió levantar su espíritu y Willow tuvo que consolarse a sí misma pintando vigorosamente la cocina.

– Estás empezando a hacerlo bien -dijo Mike, mientras se lavaba las manos en el fregadero. Subida a la escalera, recordándose a sí misma que estaba allí por elección propia, Willow se limitó a asentir-. Es una pena que no hayas empezado por la otra pared. Podría haber colocado las estanterías.

– Ah, vaya. No me he dado cuenta. Lo haré esta tarde.

Mike negó con la cabeza.

– No hace falta. Puedo seguir haciendo los bancos. Por cierto, te recuerdo que hoy te toca hacer la comida.

– ¿Quién lo dice? -preguntó Willow. Mike levantó una ceja. Tenía razón, era su turno-. Vale, abriré unas latas. ¿Sopa o judías?

Mike se apoyó en el fregadero, con los brazos cruzados.

– Lo de la cocina no se te da muy bien, ¿verdad?

– Depende.

– Admítelo, no te gusta cocinar.

– Te equivocas. No es que no me guste, es que no sé -dijo ella. En ese momento, una gota de pintura le manchó la cara y aprovechó la oportunidad para ocultarse bajo la manga de la camiseta-. ¡Ah, ya lo entiendo! Por eso saliste corriendo de la iglesia. Porque te olías que tendrías que hacerte la comida todos los días. ¡Admítelo! -exclamó. Willow era una experta cambiando de tema y Mike lo sabía-. ¿Dónde vas?

– Me has convencido. Voy a hacer la comida.

– Siempre funciona -sonrió ella. Pero, ¿por qué Mike no quería hablar de las razones que lo habían hecho salir corriendo de la iglesia? Ella lo había hecho-. Muy bien. Quiero sopa.

– De acuerdo. Cinco minutos.

Willow bajó de la escalera y se quitó los guantes de goma.

– Voy a lavarme un poco.

Arriba, con la puerta del baño cerrada, sacó el móvil del bolso.

– Información.

– Necesito un número de teléfono. Maybridge, Michael Armstrong.

– ¿Tiene la dirección?

– No. Esperaba que me la diera usted.

– Lo siento, no podemos dar direcciones.

– Bueno, me conformaré con el teléfono.

Unos segundos después, Willow anotaba el número. No habría nadie en casa, por supuesto. Pero lo marcó de todas formas. Era un contestador automático.

– Diseños Michael Armstrong. El taller está cerrado por el momento, pero si deja su nombre y número de teléfono, me pondré en contacto con usted en cuanto sea posible.

Willow colgó, como si el teléfono la quemara.

Загрузка...