Capítulo 11

Tanner continuó investigando la vida de Hilliard después de pedirle a uno de los miembros de su equipo que estudiara los sistemas de seguridad de su casa: Necesitaba echarle un vistazo a ese ordenador. Fuera lo que fuera lo que ese hombre se proponía, estaba relacionado con el secuestro de Madison.

– Tanner -Madison apareció en la puerta de la sala de control-. He preparado el almuerzo. Sandwiches de ensalada de pollo y una ensalada de tomate y aguacate, ¿te apetece?

Tanner, acostumbrado a alimentarse a base de comida rápida, no se lo pensó dos veces.

– Claro, y gracias, no tenías por qué haber cocinado.

– Lo sé, pero me gusta cocinar, siempre y cuando no esté sometida a ninguna presión. Nunca pude soportar aquellas cenas de quince platos a las que Christopher era tan aficionado. Afortunadamente, yo sólo tenía que encargarme de buscar el catering. No quería que yo preparara nada.

Tanner la siguió a la cocina y se lavó las manos en el fregadero antes de sentarse.

– ¿Por qué?

– No me creía capaz de hacerlo. Me consideraba una inútil. Para él yo era como un mueble. Tenía que estar siempre guapa y permanecer a su lado. Pero uno no espera que un mueble exprese una opinión.

– Tú no eres un mueble.

– Para él no era otra cosa -hablaba como alguien que, durante mucho tiempo, había estado acostumbrada a una dolorosa realidad-. Por lo menos tuve la suerte de no depender económicamente de él. Además, no tenemos hijos, de modo que después del divorcio, no voy a tener que volver a saber nada de él. Ése era el plan: Una vida libre sin Christopher.

– Y yo voy a asegurarme de que eso sea posible.

– Te lo agradezco.

Madison le dio un bocado a su sandwich y masticó. Tanner la imitó. La luz del sol se filtraba por la ventana e iluminaba la parte derecha del rostro de Madison. Cuando no se veía la cicatriz, era perfecta. Pero, incluso con ella, era de una belleza espectacular.

– ¿Qué ocurrirá cuando te deshagas de tu ex? -le preguntó.

– Recuperaré mi vida. Me dedicaré a trabajar sobretodo. Tengo pocos amigos.

– ¿Y no quieres tener hijos?

– Me encantaría. Siempre pensé que sería madre. Christopher prefería esperar y ahora le agradezco que lo hiciera. No querría que ningún niño tuviera que pasar por esto.

– ¿Hay algún hombre en el horizonte?

– He renunciado a los hombres. Christopher ha sido suficiente para vacunarme contra ellos.

– No para siempre.

– Me temo que sí. Ahora tendría serios problemas para poder confiar en un hombre. Además -se inclinó hacia delante y sonrió-, no hace falta estar casada para tener un hijo.

– Lo sé. Pero me cuesta imaginarte viviendo sola.

– ¿Por qué?

– Eres una persona muy sociable.

Madison se echó a reír.

– A lo mejor comparada con alguien como tú, pero casi todo el mundo me considera una persona muy reservada.

– ¿A qué te refieres cuando dices «con alguien como yo»?

– Eres un solitario. Además, yo no he visto ninguna esposa por ninguna parte.

– Es incompatible con este trabajo. No quiero tener nada que me distraiga.

– Tonterías, Tanner. Tú tampoco confías en las mujeres. Aunque no creo que eso signifique que te falte compañía femenina.

– ¿No podemos hablar de otra cosa?

– Por supuesto que no. Supongo que eres de ésos a los que les gustan marcar bien las reglas.

Tanner se movió incómodo en su asiento.

– ¿Qué reglas?

– Sólo sexo, no esperes que te llame después y olvídate de mi nombre. Esas reglas.

– Yo no soy tan canalla.

– Pero me he acercado bastante, ¿eh? -le preguntó con una sonrisa.

– Sí, de acuerdo.

Comieron en silencio. Tanner disfrutaba de su compañía incluso cuando no hablaban. Madison era una mujer inquieta. E inteligente también. Si se hubiera tratado de una persona con menos que perder, habría considerado la posibilidad de sumarla a su equipo. Pero no creía que estuviera interesada; los niños eran su mundo. Pero, desde luego, no le importaría tenerla cerca.

Cuando Madison terminó de escribir sus correos, entró en una de sus páginas favoritas para comprar. Aunque no tenía intención alguna de comprarse unos zapatos, no le haría ningún daño mirar.

Estuvo consultando diferentes páginas de Internet antes de detenerse a contemplar unas sandalias de tiras a las que no estaba en absoluto acostumbrada.

– Pero son tan bonitas… -musitó.

Movió el cursor para seleccionar el número, pero antes de que pudiera hacer clic, apareció un mensaje en el centro de la pantalla. El mensaje contenía exactamente dos palabras: «Hola, Madison».

Madison se levantó bruscamente de la cama y salió de la habitación.

– ¡Tanner! -gritó-. ¡Tanner, me ha encontrado! ¡Me ha encontrado!

Tanner estaba ya a medio pasillo. Madison se precipitó hacia él.

– ¿De qué estás hablando? ¿Cómo es posible que te haya encontrado?

– No lo sé. Pero está ahí, en mi ordenador.

Tanner no cambió de expresión. La envolvió en sus brazos y la estrechó contra él.

– Tranquilízate. Encontrarte en Internet no es lo mismo que localizarte físicamente.

– Pero puede rastrear mi conexión.

– No, no puede -respondió Tanner con una sonrisa.

– ¿Me lo prometes?

Tanner se llevó la mano al corazón.

– Vamos. Veamos lo que tiene que decir.

Encontraron un segundo mensaje en el ordenador. Decía: «Madison, ¿estás ahí?»

Madison miró a Tanner.

– ¿Debería contestar?

– ¿Por qué no? Estás a salvo. A lo mejor podemos hacerle sufrir un poco. O podemos jugar con él.

A Madison le gustó la idea.

– ¿A qué clase de juego?

– Puedes hacerle creer que tiene alguna posibilidad de recuperarte. Eso podría funcionar a nuestro favor.

– De acuerdo. Me parece bien -se sentó en la cama y se colocó el portátil en el regazo-. ¿Qué debería contestarle?

– Que te sorprende haber tenido noticias suyas.

Madison tecleó la frase y esperó. Tanner se sentó a su lado. El colchón cedió ligeramente y Madison se descubrió deslizándose hacia él. Sus muslos y sus caderas se rozaron de una forma que la hizo ser consciente de su fortaleza física. Algo que en aquel momento le resultaba muy tranquilizador.

«Siento todo lo que ha pasado, debes de estar muy asustada», escribió Christopher.

– No lo sabe. No tiene la menor idea de que sé que ha sido él quien me ha secuestrado. El muy mentiroso…

Esperó un segundo y tecleó:

«Están pasando muchas cosas extrañas. No sé qué pensar de todo esto».

«Es lógico», respondió él. «Madison, estoy preocupado por ti. Por favor, vuelve a casa conmigo».

– Por nada del mundo -dijo Madison en voz alta.

Pero tecleó: «No confío en ti».

– Eso se lo creerá -le dijo a Tanner.

La respuesta llegó unos segundo después.

«Estoy dispuesto a hacer lo que quieras para recuperar tu confianza».

– Dile que tienes que pensártelo -le recomendó Tanner.

– De acuerdo -contestó ella, y lo tecleó.

– Ahora desconecta. Es preferible que esté pendiente de ti.

Madison estaba encantada de cortar la conexión. En cuanto lo hizo, dejó el ordenador en la mesilla y se volvió hacia Tanner.

– ¿Cómo pudo saber que estaba conectada? -le preguntó.

– Para él no es difícil seguir el rastro de un ordenador. Pero saber que estás utilizando un ordenador no es lo mismo que saber dónde vives.

Le acarició la mejilla mientras hablaba. Y al sentir el calor de su mano, Madison recordó que había corrido a buscarlo en cuanto se había sentido amenazada. Y comprendió que le gustaba que la acariciara.

El calor que emanaba de su cuerpo parecía extenderse por su piel, haciéndola desear inclinarse hacia él. Posó la mirada en su boca. ¿Cómo sería Tanner cuando estaba con una mujer? ¿Duro? ¿Tierno? ¿Intenso?

Tanner se levantó de pronto y hundió las manos en los bolsillos.

– Quiero entrar mañana por la noche en su casa.

– ¿Tienes toda la información que necesitas?

– Sí, los últimos detalles me los darán mañana por la mañana.

– Iré contigo.

– No.

– Conozco la casa y sé dónde está la caja fuerte. Además, es mi vida la que estamos intentando proteger.

– Eres una aficionada, además del objetivo de Hilliard. Tienes que permanecer a salvo, y eso significa que tendrás que quedarte aquí. Y estoy hablando en serio, Madison.

– Esa decisión no puedes tomarla tú. Pienso ir. Además, me lo debes.

Tanner no movió un solo músculo, pero Madison sintió el cambio sutil que se produjo en su interior. Y en ese momento supo que había ganado.

– No quiero que te maten -dijo Tanner con rotundidad.

– Y yo tampoco, pero sigo queriendo ir.

Tanner sacudió la cabeza como si estuviera lamentando su decisión al tiempo que la tomaba.

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