Madison durmió durante toda la noche. Era la primera vez desde hacía dos semanas y cuando se despertó a la mañana siguiente, se sentía como si fuera otra persona. Después de una larga ducha, se vistió y salió en busca de un café.
No la sorprendió descubrir que Tanner ya estaba levantado. Lo vio en la sala de control mientras se dirigía a la cocina. Estaba sentado frente al ordenador, tecleando algo. La camisa oscura del día anterior había sido sustituida por una camiseta negra en la que se marcaban sus impresionantes músculos.
– Buenos días -la saludó Tanner cuando se detuvo a unos metros de la puerta-. Se levanta temprano.
Madison alzó la mirada hacia el reloj de la pared.
– Supongo que estoy deseando empezar el día.
Aunque en realidad ni siquiera había planeado cómo iba a ocupar su tiempo. Aunque si tuviera el ordenador… Pero ésa era una conversación que tendrían después de que hubiera tomado el café, pensó mientras le sonreía educadamente y continuaba hacia la cocina. La cafetera ya estaba preparada.
Después de servirse un café, se sentó en una de las sillas de la cocina y hojeó el periódico. Pero no consiguió encontrar sentido a nada de lo que decía. Eran las circunstancias, se dijo. La tensión. Había pasado por un infierno durante las dos semanas anteriores y en aquel momento estaba viviendo con un hombre al que ni siquiera conocía en un lugar que nadie sabía dónde estaba. Y aunque no creía que Tanner fuera capaz de matarla y esconder el cadáver, no estaba acostumbrada a tener tan pocas certezas sobre su futuro inmediato.
Y después estaba el propio Tanner. Rara vez sabía lo que estaba pensando. Parecía despreciarla algo menos que al principio. Madison se preguntaba si sería una locura confiar en él, y la sorprendió advertir cuál era su inmediata respuesta.
No, no era una locura. En sus circunstancias, confiar en Tanner tenía sentido.
Todavía estaba intentando convencerse a sí misma cuando Tanner entró en la cocina para servirse un café. Madison observó la agilidad de sus movimientos y la flexibilidad de sus músculos. En otra situación, lo habría encontrado intrigante y atractivo. En aquélla, sólo era un misterio.
– ¿Por qué lo hace? -le preguntó.
Tanner alzó la mirada de la jarra del café.
– Me gusta el café.
– No, ¿por qué me está ayudando?
– Me contrataron para que la rescatara, no para que la entregara a un potencial asesino. Hasta que esté seguro de que se encuentra a salvo, la mantendré aquí.
– ¿Es una cuestión de honor? -le preguntó.
– Eso sería decir demasiado.
– Pero usted está haciendo lo que cree más correcto.
– Eso todavía tendremos que aclararlo.
– O sea, que todavía no me cree.
– Algunas cosas son ciertas. Tenía razón en lo de que Hilliard no paga sus deudas. Tiene una gran lista de acreedores furiosos. Algunos de ellos incluso lo denunciaron.
– Sí, ya se lo dije -le recordó Madison-, pero las denuncias fueron desestimadas.
– No todas, y no necesariamente por razones legales.
A Madison no le gustó cómo sonaba aquello.
– ¿Qué quiere decir?
– Algunas de las personas que pusieron las denuncias han desaparecido.
Madison sintió el sabor del miedo.
– A Christopher no le gustan las personas que se interponen en su camino -le dijo.
– Aparentemente, no.
– Sé que es una amenaza para mí. ¿Pero qué me dice de mi padre?
– Hilliard lo necesita.
– De momento.
Tanner se encogió de hombros.
– ¿Usted no puede protegerlo? ¿No puedo contratarlo para que se encargue de ello? Podría mandar un par de hombres de su compañía para vigilarlo.
Tanner dio un sorbo a su café.
– Estudiaré esa posibilidad.
– Puedo pagarle.
– En ningún momento lo he cuestionado.
Madison se tranquilizó ligeramente. Si Tanner vigilaba a su padre, no tendría que preocuparse por él. Era cierto que de momento Christopher necesitaba a Blaine pero, ¿durante cuánto tiempo?
– Odio todo esto -dijo Madison-. Odio que Christopher forme parte de mi vida. Me basta pensar en él para que se me pongan los pelos de punta.
– Por si le sirve de algo, de momento no se ha puesto en contacto con la policía para decirles que la estoy reteniendo.
– Si mi ex marido no lo ha denunciado, eso tiene que significar algo.
– Sí, admito que eso corrobora su punto de vista -admitió Tanner.
– Es usted un hombre muy obstinado.
– Soy un hombre cuidadoso.
Pero si iba a mantenerla viva, Madison no iba a quejarse de su necesidad de ser precavido.
– Voy a volverme loca si continúo aquí sin nada que hacer -dijo-. Creo que deberíamos volver a discutir sobre la posibilidad de que utilice mi ordenador.
Tanner la sorprendió con una sonrisa.
– ¿Quiere intentar convencerme?
Madison bebió un sorbo de café antes de contestar con un contundente:
– Por supuesto.
– ¿Y si acabo tan harto que al final decido no ayudarla?
Madison descartó aquella posibilidad encogiéndose de hombros.
– De momento me mantiene aquí segura y a salvo, aunque no le gusto. Dudo que enfadarlo por culpa del ordenador vaya a suponer alguna diferencia. Usted no funciona de esa manera.
– ¿Entonces cómo funciono?
– No estoy completamente segura, pero sé que no es una persona falsa.
Tanner la miró en silencio durante algunos minutos antes de hablar.
– Me reservo el derecho a revisar sus correos. Y también a analizar su disco duro.
Madison suspiró aliviada.
– Revíselo cuantas veces quiera, no me importa. Lo único que quiero es volver a trabajar. En mi casa tengo un ordenador portátil.
– Le diré a uno de mis hombres que vaya a buscarlo. Si quiere algo más de su casa, anótemelo.
Madison contuvo un grito de alegría. En cuanto Tanner salió de la cocina, buscó papel y bolígrafo y comenzó a escribir rápidamente una lista. Salió a la puerta y se la mostró.
– Aquí está -le dijo.
Tanner dejó el ordenador en suspensión, agarró las llaves y se acercó al pasillo. Tomó la lista, la leyó y asintió.
– Volveré dentro de un par de horas.
¿Se iba? Madison no sabía si alegrarse o todo lo contrario.
– No intente escapar, ni salir a la sala de control. Si lo hace, se activará la alarma y recibiré un aviso. ¿Ha quedado claro?
Como Madison no tenía ninguna intención de marcharse, no le resultó en absoluto difícil mostrarse de acuerdo. Cinco minutos después, Tanner se había ido y ella estaba sola.
Cuando oyó que la puerta del garaje se cerraba, se acercó directamente al teléfono y lo descolgó. Pero en vez del tono de línea, la voz de un contestador le preguntó por su código de acceso.
– ¿Por qué será que no me sorprende? -musitó Madison.
Se dirigió al cuarto de estar y tomó el mando a distancia de la televisión sabiéndose prisionera de Tanner.
Tanner tecleaba en el ordenador mientras Madison esperaba impaciente en el pasillo. No podía verla directamente, pero distinguía la mayor parte de sus movimientos por el rabillo del ojo.
– Está poniéndome nervioso -le dijo, sin alzar la mirada del ordenador.
– ¿No puede ir más deprisa? -le preguntó Madison con obvia impaciencia-. ¿Cuánto tiempo se necesita para revisar un ordenador?
– Si me distrae, necesitaré más del que pensaba.
Madison apretó los labios, pero continuó moviéndose nerviosa.
– Tendré acceso a Internet, ¿verdad? -preguntó.
– Sí, pero su correo estará controlado.
– Como quiera. Sólo lo quiero para trabajar. No me va a pillar practicando cibersexo con nadie.
– Me alegro de saberlo. Pero lo que me preocupaba era que pudiera decirle a alguien dónde está escondida. Tendrá que contar que está recuperándose de una gripe en casa de una amiga. O que está fuera de la ciudad.
– Sí, claro. Supongo que no quiere que localicen nuestra posición.
Tanner alzó los ojos para fulminarla con la mirada.
– Esto no es una película de guerra.
Madison le sonrió.
– Quizá no, pero tenemos una posición que defender. No se preocupe, capitán. Guardaré el secreto aunque me cueste la vida.
– ¿Cuánto café ha tomado?
– Creo que demasiado. Estaba aburrida. He tenido unos resultados pésimos en todos los concursos que he visto mientras estaba fuera, pero se me han ocurrido unas ideas magníficas para decorar la cocina. ¿Quiere oírlas?
– No.
Se levantó y le llevó el portátil. Madison lo agarró con fuerza, estrechándolo contra su pecho.
– Gracias, gracias -le dijo feliz-. Prometo que le daré un buen uso -pero su buen humor desapareció un instante-. Christopher no podrá localizarme aquí, ¿verdad? Es un genio de los ordenadores.
– No, es imposible localizarla. Aunque encuentre la manera de saber que está conectada a Internet, cualquier pista que encuentre le remitirá a una dirección falsa. Por lo que a él y al resto del mundo concierne, este lugar ni siquiera existe.
– Me alegro de saberlo. Y en serio, muchas gracias por esto.
Dio media vuelta y corrió a su habitación. Tanner la observó marcharse. Su larga melena flotaba tras ella y los vaqueros marcaban la curva de sus caderas.
Necesitaba engordar unos diez kilos, pero tenía potencial. Aunque no era algo que a él le importara en absoluto. En primer lugar, porque no era su tipo. En segundo lugar, porque mientras fuera responsabilidad suya, no podía intentar nada con ella. Y en tercer lugar, porque dudaba de que ella estuviera interesada en lo que tenía en mente.
Mejor así, se dijo a sí mismo. Las mujeres como Madison sólo servían para complicarle a uno la vida.
Volvió a la sala de control y se sentó frente a su ordenador. Aunque jamás lo habría admitido, tenía que reconocer que Madison estaba empezando a gustarle. No era como la había imaginado y no tenía nada que ver con otras mujeres ricas que había conocido. Madison parecía tener valores y ser capaz de pensar en otros, además de en ella misma.
Aunque todo eso podía ser una actuación, se dijo mientras empezaba a teclear. Pero pronto lo sabría. Un vistazo rápido a su ordenador le diría si su trabajo era tan importante para ella como decía.
Stanislav no era un hombre corpulento. Apenas medía un metro setenta. Parecía un hombre del que uno podría deshacerse con un empujón. Pero Christopher había visto a aquel ruso cortándole la mano a un hombre. Primero los dedos y al final la muñeca. Y lo único que había hecho aquel tipo había sido robar unos cientos de dólares de uno de sus casinos.
En aquel momento, mientras Stanislav paseaba por el despacho de Christopher, acariciando sus esculturas y admirando sus cuadros, Christopher sentía un sudor frío descendiendo por su espalda.
– Muy bonito -dijo Stanislav con un ligero acento-. Me gusta su despacho. Es un lugar muy creativo, ¿verdad?
– Eh, sí, claro. Es magnífico. Pero sobre todo lo utilizo para recibir visitas. El verdadero trabajo lo hago en el laboratorio.
Stanislav se volvió para mirarlo. Sus ojos azul claro parecían estar hechos de hielo.
– Por «verdadero trabajo» supongo que se refiere a tomar lo que nosotros le damos, a utilizar nuestra tecnología y a fingir que la ha desarrollado usted.
Christopher tragó saliva. No sabía qué decir.
– Yo… eh…
Stanislav hizo un gesto, exigiéndole silencio.
– Ustedes los americanos -comenzó a decir mientras se acercaba a la ventana-, se creen superiores. Creen que somos un país atrasado al que le falta creatividad. Un país sin chispa. ¿Pero de dónde sale su tecnología? ¿A quién está intentando comprar su gran invento? -se volvió y fulminó a Christopher con la mirada-. A los rusos. Han sido nuestros científicos los que han desarrollado ese dispositivo que tanto le interesa. Y lo han hecho en sus pobres laboratorios. Hemos sido nosotros los que lo hemos diseñado y los que deberíamos llevarlo al mercado -frunció el ceño-. O quizá podríamos haberlo utilizado contra su país. Podríamos haber venido volando hasta aquí una noche y destrozarlo mientras dormían.
– Sí, claro que podrían -dijo Christopher, haciendo un gran esfuerzo para que no le temblara la voz.
Stanislav se acercó a él.
– Pero no lo hemos hecho -dijo, a menos de treinta centímetros de distancia de su rostro-. Y nos hemos convertido en lo que somos. En un país destrozado. Pero, para algunas cosas, es incluso mejor. Para mí es mejor, por ejemplo. En este nuevo estado de cosas, soy un hombre rico y poderoso.
Christopher asintió mientras el miedo crecía en su interior.
– Vine a verlo por su reputación -dijo Stanislav en voz baja-. Porque sabía quién era, conocía su negocio y pensaba que podríamos trabajar juntos. Confié en usted.
– Y yo se lo agradezco -contestó Christopher rápidamente-. Y haré todo lo que esté en mi mano para ser merecedor de esa confianza.
– ¿Entonces dónde está ese maldito dinero? -rugió Stanislav.
Christopher se encogió y retrocedió un paso. Al instante, dos de los tres socios de Stanislav estaban a su lado, agarrándolo.
– ¿Cree que no sé lo que vale esa tecnología? -preguntó Stanislav, dominando de nuevo su furia-. Cuando su empresa termine de producir el primer prototipo, podrá eludir todos los radares del mundo. Eso es poder. Eso es el futuro. Sólo durante el primer año su empresa ganará billones. Y a pesar de todo, está intentando engañarme.
¡Oh, no! El miedo se transformó en pánico.
– No, no es eso -dijo Christopher, imaginándose al hombre al que le habían cortado la mano-. No estoy intentando engañarlo. Jamás, se lo juro. Conseguiré el dinero. Tenía un plan. Un buen plan. Pero alguien se interpuso en mi camino.
– ¿Cuál era su plan?
Christopher vaciló.
– Secuestré a mi ex esposa y convencí a su padre de que pagara los quince millones que pedían de rescate.
No tenía sentido mencionar los otros cinco millones que había pedido para saldar sus deudas de juego.
El ruso no cambió de expresión. Christopher se preparó para lo peor cuando oyó que empezaba a reír a carcajadas. Pero sus socios lo soltaron. Y el alivio fue tan grande que le temblaron las piernas. Stanislav le palmeó la espalda.
– ¿A su propia esposa? Bien por usted. Parece uno de los nuestros. ¿Y qué ocurrió?
– El tipo que contraté para localizarla resultó ser demasiado bueno. Sus hombres interceptaron el dinero del rescate antes de que hubiera podido recibirlo.
La expresión de diversión desapareció inmediatamente del semblante del ruso.
– Para ser un hombre inteligente, comete muchos errores -le reprochó-. Eso no me gusta.
– Lo sé, lo siento.
Si le ponía las manos encima a Tanner, lo mataría, se prometió Christopher.
Stanislav miró a sus hombres, que volvieron a agarrar a Christopher.
– Una semana, amigo mío. Y sólo porque hemos llegado muy lejos y nos llevaría mucho tiempo encontrar otro comprador. Pero se lo advierto, no habrá más excusas. Si no tiene el dinero dentro de una semana, lo mataré. Pero antes me aseguraré de que desee estar muerto.
– Tendré el dinero -le prometió Christopher.
Stanislav se encogió de hombros, como si quisiera darle a entender que no le importaba, y se marchó.
Christopher se desplomó en la silla que tenía frente al escritorio e intentó respirar con calma. Una semana. ¿Qué podía hacer en una semana?
Lo primero que se le ocurrió fue robar un banco, y si hubiera sabido que podía encontrar en el banco la cantidad que necesitaba, habría comenzado a planear la manera de hacerlo. Pero era dudoso, así que era preferible ir hacia algo seguro. Y eso significaba Blaine Adams.
Habían estado hablando de fundir las empresas. Evidentemente, había llegado el momento de retomar aquellas conversaciones y filtrarle algo a la prensa. Eso bastaría para hacer subir el precio de sus acciones. Con las acciones que tenía de ambas compañías y sus opciones, podría acercarse a los quince millones.
Si hubiera podido quedarse con el rescate, nada de eso habría ocurrido. Y le haría pagar a Tanner Keane por lo que había pasado. ¡Y por retener a Madison, maldita fuera! Si aquella bruja estuviera allí, podría obligarla a cederle sus acciones. Y así tendría por lo menos diez millones.
Pero no estaba allí. Había conseguido convencer a Keane de que ella era la parte inocente, de que no podía confiar en Christopher.
¿Y de qué manera podría convencerla él de que no correría ningún peligro volviendo a casa? Y en el caso de que no lo consiguiera, ¿cómo podía conseguir que saliera de su escondite? Tenía que encontrar la forma de hacerlo.