Tanner se aseguró de que el sistema de alarma estuviera activado y se sentó a trabajar en su despacho. Cada media hora aproximadamente alzaba la mirada hacia el monitor, pero Madison no se había movido.
El sueño le sentaría bien. Aquella mujer había pasado por un auténtico infierno y Tanner tenía la sensación de que las cosas podrían empeorar, pero estaba perfectamente capacitado para enfrentarse a ello en el caso de que así fuera. De momento le bastaba con que Madison descansara. Más tarde podría proporcionarle más información sobre Hilliard.
Y hablando de Hilliard… Volvió a concentrarse en el archivo del ordenador que acababa de abrir para guardar toda la información sobre el pasado de aquel hombre.
Una hora después, sonó el timbre de la puerta. Tanner miró el monitor de la cámara de seguridad. Ángel llegaba a su hora.
– ¿Cómo ha ido todo? -le preguntó después de dejarle pasar.
Ángel, un hombre alto, moreno y de ojos grises, se encogió de hombros.
– Kelly ha sobrevivido a la operación. El médico dice que se pondrá bien, pero ha perdido mucha sangre.
– ¿Ha sufrido algún daño cerebral?
– Todavía no lo saben.
Tanner tomó el paquete que Ángel le llevaba y le preguntó:
– ¿Va todo bien con el trabajo de Calhoun?
– Claro que sí. Tenemos a tres equipos vigilando al niño. Su tío no podrá acercarse a él.
Jefferson Alexander Calhoun era un niño huérfano de siete años. Sus padres habían muerto en circunstancias que sólo podían ser consideradas como sospechosas, aunque la policía no se había encargado todavía del caso. A la abuela materna del niño le preocupaba que su hijo menor hubiera matado a los padres del niño para hacerse con su considerable fortuna y había contratado a la compañía de Tanner para proteger la vida de su único nieto.
Estuvieron hablando del trabajo durante algunos minutos más y después Ángel se marchó. Tanner agradeció que no le preguntara por su inesperada huésped ni por el contenido de aquel paquete. No estaba seguro de que pudiera explicárselo. Estaba trabajando basándose en muy pocos datos y guiándose por lo que le decían sus entrañas.
Era la peor forma de hacer negocios, pensó mientras dejaba el paquete en el mostrador de la cocina y volvía a su despacho para continuar la búsqueda.
Dos horas después, se tomó un descanso para ducharse y cambiarse de ropa. Cuando regresó a la sala de control, vio que Madison se había levantado. Se acercó entonces al dormitorio y encontró a Madison subida a la silla del escritorio, inspeccionando las molduras del techo.
– No son muy modernas, lo admito, pero no están mal, ¿no le parece?
Madison se sobresaltó al oírlo y se volvió hacia él.
– ¿Qué? Me ha asustado.
Tanner alzó la mirada hacia el techo.
– ¿Algún problema?
– Estaba buscando cámaras. ¿Hay algún lugar en la habitación en el que pueda estar sin ser observada?
Tanner tardó algunos segundos en encontrar sentido a sus palabras. Pero cuando lo descubrió, se puso furioso.
– ¿Cree que la estoy espiando?
– ¿Qué otra cosa podría pensar? -preguntó ella, sacudiendo el brazalete-. Este lugar es más seguro que la caja fuerte de un banco. Tiene un ordenador que me dice dónde puedo ir y dónde no. Hay pantallas especiales en las ventanas para que no pueda escaparme. Soy su prisionera, ¿por qué no iba a espiarme?
– Entre otras cosas porque no necesito excitarme viéndola pasearse en ropa interior.
Dejó caer el paquete sobre la cama, se acercó a ella y la agarró por la muñeca. Antes de que Madison hubiera podido reaccionar, la había bajado al suelo. Madison lo fulminó con la mirada.
– Podría haber bajado sola.
– Estoy seguro.
La arrastró fuera de la habitación a pesar de sus protestas. Cuando se acercaron a la sala de control, presionó el control remoto que guardaba en el bolsillo para desactivar la alarma. Después, la llevó hasta el panel de control, le soltó la mano y lo señaló.
Madison se frotó la mano.
– ¿Hay algún motivo por el que no haya podido pedirme que lo acompañara? Le aseguro que pretendo colaborar. No tiene por qué llevarme a rastras a todas partes.
– ¿Se está quejando del trato?
– Sí.
Lo miró con los ojos entrecerrados.
– Pero no está mirando -le advirtió Tanner, señalando hacia el monitor.
– ¿Adónde? -se volvió lentamente y miró la pantalla.
En la imagen aparecía un plano de la casa con el nombre de cada una de las habitaciones y justamente en el centro, había un punto rojo.
– ¿Yo soy ese punto?
– Ande un poco para que pueda comprobarlo usted misma.
Madison se acercó a la ventana y después a la puerta. El punto de la pantalla se movía con ella.
– Ni siquiera tenemos una cámara -le explicó Tanner.
– ¿Entonces la imagen se transmite desde este brazalete?
Tanner asintió.
– Oh, sí, supongo que es lo más lógico -añadió ella.
Tenía los ojos azules. Tanner lo había visto antes, pero no les había prestado atención. En aquel momento, advirtió que eran de un color intenso, auténtico. Por alguna razón extraña, la cicatriz le pareció entonces más pronunciada. Y volvió a preguntarse cómo se la habría hecho.
Tenía la melena con la que los adolescentes soñaban despiertos, una melena rubia lisa y larga. Incluso con la cicatriz era hermosa. Pero, por supuesto, él no tenía el menor interés en ella.
– Sí, lógico. Pero además no soy la clase de hombre al que le gusta mirar.
Madison arqueó sus delicadas cejas.
– Yo pensaba que en eso todos los hombres eran iguales.
– Quizá en otras circunstancias.
– Es bueno saberlo -miró a su alrededor-. ¿Puedo preguntar para qué sirve todo este equipo?
– Son ordenadores principalmente. Algunos son localizadores. Tengo toda la casa monitorizada.
– Así que nadie puede salir ni entrar de esta casa.
– No, sin mi permiso.
– ¿Ésta es su casa? -preguntó sin dejar de mirar a su alrededor.
– No, ya le he dicho que es una casa de seguridad.
– ¿A quién más ha traído aquí?
– Lo siento, pero ésa es información clasificada.
– Por supuesto. Pero no puedo dejar de preguntármelo. Exactamente, ¿a qué se dedica para tener una casa como ésta?
– Tengo esta casa por si alguno de mis clientes puede necesitarla.
– Y en este momento, ¿quién es su cliente? ¿Christopher o yo?
– En este momento estoy improvisando.
– No me parece la clase de hombre que improvise a menudo.
Tanner se encogió de hombros.
– Intento ser flexible.
Se miraron a los ojos. Tanner leyó muchas preguntas en los de Madison. Pero no había miedo en ellos. Madison no era como él pensaba. Quizá no fuera tan inútil como todas las mujeres como ella. Tenía fuerza y más que un ligero…
Lo sintió entonces. Sutilmente al principio, pero fue creciendo poco a poco. Llenaba la habitación, lo presionaba, le robaba el aire, caldeaba su aliento…
Una nueva conciencia… De Madison. Del irresistible olor de su piel, de su forma de moverse. En un abrir y cerrar de ojos, pasó de ser alguien a quien tenía que proteger a convertirse en una mujer.
¡Maldita fuera!, pensó malhumorado. Aquello no estaba permitido. No podía involucrarse sentimentalmente con sus clientes. Jamás.
– Le he traído algo de ropa -le dijo, y se dirigió hacia la cocina.
La oyó seguirlo y en cuanto estuvo fuera de la sala de control, reactivó el sistema de seguridad y se detuvo en la cocina a buscar el paquete.
– Lo ha traído uno de mis hombres -le explicó.
– No lo comprendo…
– ¿Qué es lo que le parece tan complicado? Uno de mis hombres ha ido a su casa y ha traído este paquete.
– ¿Ha entrado uno de sus hombres en mi casa? -parecía más sorprendida que indignada.
– No creo que se haya pasando mucho tiempo removiendo los cajones de la ropa interior. Lleva días con la misma ropa y he imaginado que le gustaría cambiarse.
– Sí, es cierto, gracias. Pero no estoy segura… ¿cómo ha conseguido entrar?¿Christopher no tiene vigilada mi casa?
– Sí, supongo que su ex tiene a alguien allí, pero no se preocupe, nadie ha visto a Ángel. Adelante -señaló la puerta-. Dúchese y cámbiese de ropa. Después comeremos. Necesito hacerle muchas preguntas sobre su marido.
– De acuerdo -tomó el paquete y sonrió-. Gracias.
Y sin más, se dirigió al pasillo. Tanner esperó a que desapareciera antes de dirigirse a la habitación de control. Observó el pequeño punto rojo moverse en la pantalla. Cuando abandonó el dormitorio para meterse en el cuarto de baño, tuvo que obligarse a mantener la atención en el trabajo y olvidarse de que había una mujer desnuda en la ducha.
Una ducha y una siesta de tres horas bastaron para animar a Madison. El tipo al que Tanner había enviado a su casa le había llevado las prendas básicas: vaqueros, camisetas, un par de camisones y algunos artículos de tocador. Intentó no asustarse ante la idea de que un desconocido hubiera estado hurgando en sus cajones y se recordó a sí misma que, al fin y al cabo, el que un extraño hubiera tocado sus sujetadores y sus bragas era el menor de sus problemas.
Después de lavar las bragas y el sujetador que había llevado puestos durante los últimos diez días, se secó el pelo. Y mientras estaba guardando el secador, advirtió que olía a comida. El delicioso aroma de la salsa de tomate y ajo le hizo la boca agua. Mientras se dirigía a la cocina guiada por aquel olor, se sentía como un muñeco de los dibujos animados siguiendo la estela de un manjar delicioso.
Tanner estaba frente a la cocina. Cuando entró Madison, se volvió hacia ella y sonrió. Madison no estaba segura de qué fue lo que más la sorprendió, si el hecho de que estuviera cocinando o la sonrisa.
Le sonó el estómago. Estaba tan hambrienta que se creyó a punto de desmayarse.
– Creo que debería comer algo…
Tanner señaló la mesa con un gesto de cabeza.
– Entonces, siéntese.
La mesa ya estaba puesta. Madison se sentó justo en el momento en el que Tanner estaba llevando una fuente de pasta y un cuenco de ensalada a la mesa.
– ¿Qué le apetece beber?
– Agua.
– Al ataque -la animó Tanner.
Madison decidió tomarle la palabra. Se sirvió una generosa ración de pasta con carne. La ensalada podía esperar. De momento necesitaba algo más sustancial.
El primero bocado le pareció exquisito. Las especias perfectas y el punto de cocción, exacto.
Tanner regresó con una botella de agua a la mesa y se la dejó al lado del plato. Madison asintió para darle las gracias, pero no dejó de comer. Y hasta que terminó la pasta y se sirvió la ensalada, no volvió a mirarlo.
– Siento estar comiendo de esta manera.
– No sufra -se sentó frente a ella y se sirvió pasta-. ¿Por qué no comía cuando estaba secuestrada?
Madison se encogió de hombros.
– No era algo planeado. Durante el primer par de días, estaba demasiado asustada. Cada vez que intentaba comer, vomitaba. Sólo podía comer una tostada por la mañana o un plato de sopa por la tarde. Hay personas que comen más cuando están estresadas. Yo tiendo a comer menos. Los secuestradores no me creían y me amenazaban con alimentarme a la fuerza, pero nunca lo hicieron.
Tanner la estudió en silencio mientras hablaba. A Madison le habría encantado saber lo que estaba pensando; o quizá no, decidió. Aquel hombre ya le había dejado muy claro que le tenía una especial antipatía. ¿Por qué arriesgarse a oírselo decir otra vez?
Comieron en silencio. Madison se sirvió dos platos de pasta y tres de ensalada. Cuando terminó, se reclinó en la silla y suspiró.
– ¿Se encuentra mejor? -preguntó Tanner.
– Sí, mucho mejor. Gracias por hacer la comida. Ha hecho un excelente trabajo.
– Sí, soy capaz de cocer la pasta mejor que nadie -respondió Tanner con una sonrisa.
Su humor la intrigaba. Hasta ese momento, su anfitrión había sido estrictamente profesional. La sonrisa le suavizaba la expresión y añadía luz a sus ojos. Era casi como si lo hiciera accesible. Continuaba siendo peligroso, pero era agradable saber que se escondía una persona tras aquel duro perfil.
– Tengo algunas preguntas que hacerle -dijo Tanner-. Quiero conseguir toda la información posible sobre su ex marido. Cuanto más me cuente, más me ayudará en la investigación.
– Le diré todo lo que sé.
La sonrisa de Tanner desapareció como si nunca hubiera existido y reapareció el guerrero. Agarró una libreta del mostrador.
– Empezaremos por el principio. ¿Cómo se conocieron Hilliard y usted?