Capítulo 17

Madison clavó la mirada en el mensaje, presa del pánico. Tomó un pedazo de papel y un bolígrafo y apuntó el número que Alison le indicaba. Inmediatamente, corrió a la sala de control y descolgó el teléfono.

– Por favor, introduzca su código.

– ¿Qué? -preguntó.

Recordó entonces que aquélla era la casa de seguridad de Tanner. Allí las cosas funcionaban de otra manera. Colgó el teléfono y miró a su alrededor buscando algo que pudiera ayudarla a averiguar la verdad. Sólo había varios ordenadores. ¿Cómo podría…? ¡El teléfono móvil de Tanner! Podía utilizar su teléfono o pedirle a él que llamara desde el teléfono normal.

Pensó en volver al dormitorio de Tanner, pero se quedó clavada en el suelo mientras el miedo batallaba contra la razón. Tanner le había dicho que su padre estaba bien y le había permitido oír su conversación con uno de sus hombres. Aquello tenía que ser un truco. Christopher estaba intentando engañarla. Pero no iba a hacerlo a través de Alison, pensó al instante.

Aquella mujer llevaba años con su padre. Era imposible que estuviera trabajando para Christopher. Nada tenía sentido. A no ser que su padre no hubiera estado enfermo hasta entonces y aquel ataque al corazón sí fuera cierto.

Corrió al dormitorio de Tanner. Continuaba dormido. Lo miró fijamente, sin estar muy segura de qué hacer y al final decidió no avisarlo. Alargó la mano hacia el móvil y en cuanto lo tuvo entre las manos, corrió hasta la parte más alejada de la casa y marcó el número de Alison.

– ¿Diga? -contestó la secretaria al cabo de unos timbrazos.

– ¿Alison? ¿Eres tú?

– Madison, por fin. ¿Dónde estás? Llevo días intentando localizarte. ¡Dios mío, Madison, tu padre está muy enfermo! Ha sufrido un ataque al corazón. Llevaba días sufriendo síntomas, pero los ignoraba. Ya sabes cómo es. Lo obligué a ir al médico, que le advirtió que se tomara las cosas con calma, pero no le ha hecho ningún caso.

Alison comenzó a llorar suavemente.

– Lo siento. He sido yo la que lo ha encontrado. Estaba preocupada porque no había salido a comer y cuando he ido a buscarlo al laboratorio lo he encontrado tumbado en el suelo -continuaba llorando-. Yo pensaba que estaba muerto.

A Madison se le llenaron los ojos de lágrimas. ¿Sería cierto?

– ¿Estás segura? ¿De verdad está muy enfermo?

– Ha estado a punto de morir. Los médicos han dicho que si lo hubiera encontrado una hora después, habría sido demasiado tarde. Tienes que ir a verlo ahora mismo. Está preguntando por ti.

– ¿En qué hospital está?

Alison le dio el nombre y la dirección.

– Ojalá le hubiera hecho caso al médico -se lamentó Alison.

– ¿Cuándo fue mi padre al médico? -preguntó Madison.

– Hace unos tres o cuatro días.

Después de que Madison hubiera escuchado el informe del hombre de Tanner. ¿Sería todo mentira?

– Gracias, Alison. Voy a llamar ahora mismo al hospital.

Madison terminó la llamada y marcó inmediatamente el otro número.

– Hospital General de Los Ángeles -contestaron.

– Hola, estoy intentando localizar a mi padre, se llama Blaine Adams.

– Espere un momento.

Un par de segundos después, se puso otra mujer al teléfono.

– Hola, soy Sandy. ¿Es usted la hija del doctor Adams?

– Sí, soy Madison.

– Magnífico. Han ingresado a su padre en estado crítico. Los médicos esperan que pueda superarlo, pero todavía no están seguros. Las próximas veinticuatro horas serán decisivas y no deja de preguntar por usted.

Madison no podía dejar de llorar. Su padre estaba enfermo. Podía morir. Christopher le estaba diciendo la verdad y ella no le había hecho caso.

– Voy para allá -le prometió Madison-. Por favor, dígale que aguante, que iré a verlo.

Colgó el teléfono y corrió a su dormitorio. Sólo tardó dos minutos en vestirse. Se metió el móvil en el bolsillo de los vaqueros y corrió hacia la sala de control, donde Tanner guardaba las llaves de la furgoneta. Pero justo cuando las estaba alcanzando, la luz de la ventana se reflejó en el brazalete.

¡Maldita fuera! En cuanto saliera de la casa se activaría la alarma y Tanner correría a buscarla.

Estaba aterrada. Miró a su alrededor buscando el artilugio electrónico que Tanner había utilizado para ponerle el brazalete, pero ni siquiera podía recordar cómo era. Vio el armario de las medicinas. Las drogas, pensó, recordando lo que Tanner había hecho con ella. También podrían servirle para dormirlo a él… ¿Pero cómo iba a conseguir que se tomara una pastilla? Y justo entonces recordó la pistola que Tanner le había entregado: una pistola cargada con sedantes.

Abrió el armario y sacó las llaves de la furgoneta. Cuando las tuvo en el bolsillo, buscó entre las armas que había en la estantería hasta encontrar la única que reconocía y corrió con ella al dormitorio de Tanner. Continuaba en la cama, dormido, vulnerable. ¿Cómo podía haberle hecho algo así? ¿Cómo podía haberle mentido? Pensó en su padre enfermando lentamente y la furia y el miedo la ayudaron a apuntar a Tanner y a apretar el gatillo.

Tanner abrió los ojos un instante, pero los volvió a cerrar. Madison esperó cinco segundos antes de sacudirlo.

– Tanner -gritó-, ¿me oyes?

Pero Tanner no se movió.

Madison dejó la pistola en el suelo y corrió hacia el garaje. Y acababa de entrar cuando una voz le advirtió que había rebasado el perímetro de seguridad y si no regresaba, se activaría la alarma. Casi inmediatamente comenzó a sonar una estridente sirena. Pero Madison corrió hacia la furgoneta y salió disparada de allí.


Madison llegó en un tiempo récord al hospital. Aparcó en la parte de atrás y corrió hacia el edificio. Con el corazón latiéndole violentamente a cada paso, se preguntaba cuánto tiempo durarían los efectos del sedante. Imaginaba que por lo menos un par de horas, pero no mucho más. Y Tanner averiguaría dónde había ido inmediatamente. Al fin y al cabo, tenía acceso a su correo electrónico, lo que quería decir que también podía localizar a Alison. Debería advertir a la secretaria.

Pero antes tenía que ver a su padre, pensó mientras corría al interior del hospital. La planta de cardiología estaba en el tercer piso. Madison tomó el ascensor y siguió las flechas que indicaban la dirección del departamento.

– Soy Madison Hilliard -le dijo a la enfermera que estaba tras el mostrador-. Vengo a ver a mi padre, Blaine Adams. ¿Está bien?

La enfermera, una mujer de unos veinte años, sonrió.

– No se preocupe, señora Hilliard. Su padre se está recuperando. En cuanto le hemos dicho que venía hacia aquí, ha empezado a mejorar.

La enfermera la agarró del brazo para conducirla a través de unas dobles puertas. Había un letrero que indicaba que los familiares sólo podían quedarse diez minutos con el enfermo.

– ¿Podré quedarme algo más? -preguntó-. Hace mucho tiempo que no lo veo.

– Por supuesto. Todo el tiempo que necesite -la enfermera se detuvo y señaló hacia una zona oculta por una cortina-. Por aquí.

Madison descorrió inmediatamente la cortina y aún no había acabado de hacerlo cuando comprendió lo que estaba pasando. Pero ya era demasiado tarde.

En cuanto se corrió la cortina, apareció Christopher sentado en una silla con una pistola entre las manos.

– Hola, Madison.

Madison pensó que iba a vomitar. Miles de pensamientos poblaron su mente. Y lo último que pensó antes de inhalar un aroma dulce e intenso que le hizo perder la conciencia, fue que Christopher había ganado.

Madison recuperó la conciencia acompañada de un dolor de cabeza atroz. No quería abrir los ojos ni moverse, pero se obligó a tumbarse boca arriba y a mirar a su alrededor.

Estaba en una habitación pequeña, sobre una cama. Intentó estirar las piernas, pero sintió un terrible dolor. Apretó los dientes y movió los pies.

El dolor le hizo llorar y la asaltaron las náuseas. Lo único que le apetecía era acurrucarse y desaparecer en la inconsciencia, pero se negaba a permitírselo. Ella misma se había metido en aquel lío y tenía que encontrar la manera de salir de él.

El dolor de las piernas fue cediendo y mediante respiraciones hondas, consiguió controlar su estómago. Se sentó en la cama y miró a su alrededor. Estaba en una habitación de unos tres metros cuadrados, con una cama, un lavabo y una ventana. Parecía estar amaneciendo. No se oía nada, ni un coche, ni el ladrido ni un perro. Estuviera donde estuviera, se encontraba en medio de la nada.

Había una sola puerta. Nada de comida y tampoco ropa para cambiarse. En cierto modo, se parecía mucho a la habitación que le había proporcionado Tanner.

Tanner. No quería pensar en él, pero tenía que hacerlo ¿Cómo podía haber pensado que pretendía engañarla?

Todo había sido culpa de Christopher. De alguna manera, se las había arreglado para convencer a Alison de que lo ayudara. Madison habría sospechado de cualquier otra persona.

Bebió un poco de agua del lavabo y volvió a la cama. Estaba completamente sola. Y Christopher iba a matarla. Pensar en ello la aterraba, pero lo que realmente la desesperaba era que Tanner no fuera a enterarse nunca de lo mucho que lamentaba no haber confiado en él.

Intentó imaginarse qué pensaría Tanner cuando se despertara. Encontraría el ordenador y el correo electrónico. Empezaría llamando a Alison, pero, ¿y después qué? No se le ocurrió pensar que quizá no fuera a buscarla. A pesar de lo que le había hecho, iría tras ella.

Fue pasando el tiempo. Cuando el sol estuvo ya en lo alto y el calor comenzaba a resultar incómodo, se abrió la puerta y entró Christopher.

– Espero que hayas dormido bien.

Madison permaneció en la cama, apoyada contra la pared y con las piernas estiradas.

– Vas a ponerme las cosas difíciles, ¿verdad? -dijo Christopher al ver que no contestaba.

– No me apetece colaborar contigo.

– ¿Y si te amenazo con matarte?

– En cualquier caso vas a matarme.

– Probablemente, pero ¿no preferirías retrasar tu muerte?

– No, si eso significa tener que colaborar contigo.

Christopher pareció perder el buen humor.

– Podríamos haber estado muy bien juntos, pero tuviste que estropearlo todo.

– Tú no me querías. En realidad, nunca me quisiste. Lo único que querías era la empresa de mi padre.

– Y ahora la tengo. ¿Te has enterado? Estamos uniendo nuestras empresas.

– Sí, lo sé. ¿Qué quieres de mí?

– ¿Tantas ganas tienes de morir? Ten cuidado, Madison. Me bastaría con hacer una llamada de teléfono para que te encerraran.

La idea de terminar encerrada en un psiquiátrico siempre la había aterrorizado. Hizo todo lo que pudo para disimular su miedo. Christopher se acercó a la cama y se sentó a su lado.

– ¿Cómo conseguiste engañar a Keane? Debiste de contarle una historia increíble.

– Le dije que estábamos divorciados.

– Ese condenado divorcio. ¿Y eso bastó para convencerlo?

– Por lo menos para empezar a hacerlo.

– ¿Cuánto sabe Keane? -ante su pertinaz silencio, Christopher se inclinó hacia delante y la agarró del pelo-. ¿Estás protegiéndolo? -parecía incrédulo-. Zorra. ¿Te has acostado con él? ¿Y se ha aburrido contigo tanto como yo?

Se levantó, le soltó el pelo y le dio una bofetada. Fue dolorosa, pero Madison se negó a reaccionar.

– Quiero que te cambies de ropa. Y también tendrás que comer. No quiero desmayos. De hecho, no quiero nada fuera de lo normal.

Madison esperó en silencio, sabiendo que al final terminaría confesándole a qué se debía todo aquello. Pero antes de que su ex marido hubiera dicho nada, lo comprendió.

– Necesitas más dinero -dijo en un susurro.

– Una chica lista. Sí, cerca de diez millones. Vamos a hablar con tu agente de bolsa y vas a firmarme un permiso de venta de tus acciones. Así de sencillo.

Antes de que pudiera responder, sacó un pequeño artilugio del bolsillo.

– Éste es un aparato interesante -le explicó mientras le enseñaba tres botones-. Lo inventé cuando estaba en la universidad. Es un aparato a control remoto que funciona vía satélite. Ahora mismo está conectado con los frenos del coche de tu padre.

Sonrió.

– ¡Oh! ¿No te lo había dicho? Ahora mismo Blaine está conduciendo hacia San Francisco, y ya sabes cómo son las carreteras de la costa. Podría ocurrir una tragedia si se quedara sin frenos. Así que tú decides, Madison. O colaboras o tu padre es hombre muerto.

Madison ni siquiera tuvo que pensárselo.

– No me importa el dinero. Puedes quedarte con todo.

– Hablas con la facilidad de una persona a la que nunca le ha faltado el dinero. Pero en cualquier caso, eso no debería preocuparte. Yo me ocuparé de ti -miró el reloj-. Te doy media hora para comer y cambiarte de ropa. Después iremos a la agencia y harás la transferencia.

Quince minutos después, Madison se obligaba a comer unos huevos revueltos y una tostada. Lo último que le apetecía era comer, pero estaba de acuerdo con Christopher en que no podía desmayarse. No podía culpar a nadie de sus circunstancias, salvo a sí misma, y era preferible conservar las fuerzas por si encontraba alguna oportunidad de escapar.

Mientras se tomaba el café, se puso los vaqueros y la blusa que Christopher le había llevado. Acababa de cepillarse el pelo y recogérselo en una coleta cuando volvió a aparecer su ex marido en el marco de la puerta.

– ¿Estás lista? -le preguntó.

– Sí, pero voy a necesitar una identificación.

Christopher le tendió un bolso. Madison buscó en su interior y encontró allí su cartera con el pasaporte y el carnet de conducir.

– ¿Me lo robaste cuando me secuestraste o después? -le preguntó.

Christopher se limitó a sonreír.

– Vamos -le dijo, señalando la puerta.

Christopher le hizo montarse en el asiento trasero de una limusina y después se montó él. Por la mampara que la separaba del asiento delantero, Madison no podía ver al conductor, pero ya debía de estar allí, puesto que en cuanto Christopher cerró la puerta de atrás, puso el motor en marcha.

– Sólo para que sepas que no bromeo -le dijo Christopher a Madison, y marcó un teléfono con el móvil-. ¿Blaine? ¿Cómo va ese viaje?

Escuchó un segundo y miró a Madison.

– Tengo una sorpresa para ti. Espera -le pasó el teléfono a Madison y sacó el dispositivo del bolsillo del traje.

– ¿Papá?

– ¡Madison! Cuánto me alegro de oírte. ¿Te encuentras bien?

– Sí, estoy bien, ¿y tú?

– Nunca he estado mejor. Ahora voy hacia San Francisco para dar una conferencia. Fue el propio Christopher el que me sugirió el viaje. Una idea estupenda. Esta zona es preciosa. Deberíamos ir los tres a pasar un fin de semana a Carmel.

A Madison se le llenaron los ojos de lágrimas, pero parpadeó para apartarlas. Su padre estaba bien. Siempre había estado bien. ¿Por qué no habría confiado en Tanner?

– Sí, sería estupendo -contestó.

– ¿Ya te ha hablado Christopher de la fusión? ¿No te parece una noticia maravillosa?

– Sí, magnífica -susurró.

– Christopher está a cargo de todo, como siempre. No sé que haría sin él -suspiró-. Sé que tenéis vuestras diferencias, pero me gustaría que os reconciliarais. Madison, Christopher es un buen hombre y te quiere mucho. Durante estas semanas ha estado destrozado, primero con el secuestro y después porque no querías regresar.

Contener las lágrimas se estaba convirtiendo en una tarea imposible. Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, a Madison le habría extrañado que fuera tan fácil engañarla. Pero su padre era un hombre entregado a su trabajo. Para él, el resto del mundo no existía. Christopher le había ayudado a hacer su vida más fácil y él se lo agradecía.

– Te quiero, papá.

– Yo también te quiero, Madison.

Christopher la fulminó con la mirada y le arrebató el teléfono.

– No queremos distraerte mientras conduces, Blaine. Esas carreteras son terribles, ten mucho cuidado.

Madison sabía que Christopher sería capaz de matar a su padre sin pensárselo dos veces. Nada le importaba; él sólo quería dinero y poder.


Su agente de bolsa tenía el despacho en el quinto piso de un rascacielos. Madison subió en el ascensor en silencio, salió al elegante vestíbulo y preguntó por Jonathan Williams.

– Lo siento -le dijo la recepcionista-. El señor Williams está de vacaciones. ¿Tenía una cita?

Madison se volvió hacia Christopher.

– ¿Tenías una cita?

Éste asintió.

– Paul Nelson se está encargando de la transacción.

– Entonces nos atenderá el señor Nelson -dijo Madison.

– Por supuesto. Le diré que están aquí -esperó educadamente a que le dijeran sus nombres.

Christopher le pasó a Madison el brazo por los hombros y la estrechó contra él.

– Dígale que están aquí el señor y la señora Hilliard.

– Por supuesto.

En cuestión de minutos, se encontraron con un hombre alto y atractivo que los condujo a una sala de reuniones.

– Señora Hilliard -dijo el agente mientras le ofrecía asiento a Madison-. Tengo entendido que quiere hacer algunos cambios en su cuenta.

Madison se sentó y se obligó a sonreír.

– Sí, por favor. Quiero transferir algunos activos a la cuenta de mi marido.

El agente arqueó las cejas, pero no hizo ningún comentario.

– ¿Ya sabe lo que le quiere transferir? -preguntó educadamente.

Christopher le pasó entonces una lista que Madison ni siquiera se molestó en leer.

– Son unos diez millones de dólares -dijo Paul.

– Sí. Si hay algún problema, puedo identificarme.

– No, no, no hay ningún problema. Señor Hilliard, ¿quiere meter el dinero en la cuenta que tiene con nosotros?

– Sí.

Paul salió de la sala y cerró la puerta tras él. Madison se levantó y se acercó a la ventana.

– ¿Qué va a pasar después de esto? -preguntó.

Sabía que Christopher no la dejaría marchar.

– Nos volveremos a casar y de esa forma sellaremos la fusión. Dentro de unos meses podremos divorciarnos. Me quedaré con casi todo, pero te dejaré lo suficiente para vivir.

Mentiras, pensó Madison. Seguramente la obligaría a casarse otra vez, pero no habría un segundo divorcio. Sabía que moriría inesperadamente y que Christopher representaría a la perfección el papel de viudo desconsolado.

Recordaba lo que había dicho Tanner de la muerte de sus padres. Un accidente de coche. Algo sobre un fallo en los frenos. ¿A cuántas personas habría matado Christopher?

Christopher sacó un teléfono del bolsillo y dio media vuelta para comenzar a hablar. Justo en aquel momento, regresó Paul a la sala.

– Sólo un par de preguntas rápidas -dijo Paul mientras buscaba en el bolsillo de la chaqueta y sacaba una pistola.

Madison estaba demasiado atónita como para decir palabra y Christopher estaba de espaldas, de modo que no vio a los tres hombres, todos vestidos de negro, que entraron detrás de Paul. Madison fijó su incrédula mirada en uno de ellos: ¡Tanner!

Desgraciadamente, justo en aquel momento Christopher se volvió y vio a Paul sosteniendo la pistola. Tiró el teléfono al suelo y sacó su propia arma. Mientras apuntaba a los hombres, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

– ¡No! -gritó Madison y se abalanzó hacia él.

Si presionaba el dispositivo, mataría a su padre.

Christopher sacó el dispositivo, pero Tanner lo agarró por la muñeca y se la retorció de forma brutal. El dispositivo cayó al suelo. Madison corrió hacia él, a pesar de que Christopher la había agarrado. En alguna parte, detrás de ella, Madison oyó el sonido de la recámara de una pistola. Un segundo después, disparaban una bala detrás de su cabeza y mientras ella protegía el dispositivo con las manos, oyó a los hombres de Tanner reduciendo a Christopher. Cerró la caja del dispositivo y suspiró aliviada.

Sólo entonces se volvió y vio a Christopher esposado. Paul Nelson enfundó la pistola y le palmeó a Tanner el hombro.

– Buen trabajo.

– Sí, el tuyo también.

Madison miró a los dos hombres.

– ¿Es ese amigo tuyo que trabajaba para el gobierno?

– Sí -se acercó a ella y se agachó a su lado-. ¿Estás bien?

Madison asintió, se levantó y le tendió el dispositivo.

– Está conectado al coche de mi padre -le dijo-. Si presionas un botón, se quedará sin frenos.

– ¿Tienes el número de teléfono de tu padre?

– Sí.

Tanner sacó el móvil de Christopher y se lo tendió.

– Llámalo y dile que baje del coche inmediatamente. Yo me pondré en contacto con la policía para que vayan a buscarlo.

No había nada en la expresión de Tanner que reflejara lo que estaba pensando. La trataba como si fuera un cliente más. En cualquier caso, lo más importante en aquel momento era salvar a su padre. Los dedos le temblaban mientras lo llamaba.

– ¿Papá? Soy Madison.

– Hola, cariño. ¿Cómo te encuentras?

– Estoy bien, papá. Escucha, tienes que parar el coche inmediatamente, por favor. Tienes un problema en el motor.

Esperó conteniendo la respiración, deseando que la creyera.

– Madison, ¿estás tomándote la medicación? Es muy importante que hagas caso a los médicos. Hemos sufrido mucho. Todos queremos que te pongas bien, pero tienes que seguir el tratamiento.

– ¡Papá, no estoy loca! ¡Tienes que hacerme caso!

– ¿Qué es todo ese ruido, Madison? ¿Dónde estás?

– En el despacho de mi agente de bolsa. Christopher me ha traído aquí para que le transfiriera acciones por valor de diez millones de dólares. Necesita ese dinero para…

¿Qué importaba? Su padre nunca la creería.

Se volvió mientras los hombres de Tanner sacaban a Christopher de la habitación.

– ¡Te atraparé! -le gritó Christopher a Madison mientras salía-. Todo esto es culpa tuya. Te atraparé y me aseguraré de que desees estar muerta, ¿me has oído?

En aquel momento la abandonaron las fuerzas. Incapaz de seguir soportando la situación, Madison le tendió a Tanner el teléfono.

– Mi padre no me hará ningún caso. A lo mejor tú puedes convencerlo.

Y se aferró a una silla antes de que le fallaran las piernas.


Tanner permanecía en la pista esperando a que llegara el helicóptero. Tenía un coche preparado para llevar a Blaine Adams a su casa, donde por fin podría ver a su hija y ser interrogado por la policía.

Había sido un día infernal, pensó Tanner. Hilliard había sido arrestado y había una orden de busca y captura contra sus amigos de la mafia rusa, pero imaginaba que eran escasas las posibilidades de atraparlos.

Vio el helicóptero en la distancia y se recordó a sí mismo que no era una buena idea darle un puñetazo al padre de Madison. Pero era precisamente eso lo que le apetecía. Sacudirlo por haber puesto a su hija en peligro. Tanner sabía que Adams había actuado movido por la ignorancia, pero eso no justificaba lo que había pasado. Madison había estado a punto de morir porque su padre no era capaz de abandonar su trabajo el tiempo suficiente como para enterarse de lo que estaba pasando a su alrededor.

Esperó a que aterrizara el helicóptero y se acercó a él para ayudar a bajar a su único pasajero.

– ¿Señor Keane? -le preguntó Blaine Adams en cuanto bajó del helicóptero-. Me dijeron que se reuniría conmigo. Quizá usted pueda explicarme lo que está pasando. No le encuentro sentido a nada de lo que me han contado.

– No me sorprende. ¿Sabe quién soy?

– Por supuesto. Usted es el hombre al que contrató mi yerno para rescatar a mi hija.

– Christopher Hilliard, que ya no está casado con su hija, ha sido detenido. Está acusado de varios delitos, entre ellos secuestro, extorsión e intento de asesinato. Es posible que lo juzguen también por la muerte de sus padres. Siempre ha habido algunas sospechas por la forma en la que les fallaron los frenos. Con el dispositivo que la policía ha encontrado en los frenos de su coche, señor Adams, tendrán todas las pruebas que necesitan.

Blaine palideció y se apoyó en la limusina que lo estaba esperando.

– No lo entiendo. ¿Qué está usted diciendo? Christopher nunca…

– Hilliard es capaz de hacer muchas cosas y las ha hecho. Esos inventos de los que está tan orgulloso y en los que ha trabajado durante meses, se los ha comprado a la mafia rusa. Lo único que ha hecho Hilliard ha sido convencer a todo el mundo de que los había inventado él. Organizó ese secuestro para conseguir los quince millones que necesitaba para pagar su invento. Los otros cinco eran para deudas de juego.

– No, es imposible. Christopher es como un hijo para mí, como un hermano.

– Christopher es un mentiroso que ha intentado matar a su hija. Su hija estaba conmigo y no en un psiquiátrico. Engañó a su hija intentando convencerla de que usted había sufrido un ataque al corazón y ella puso en riesgo su vida para venir a verlo. -Tanner lo fulminó con la mirada-. En lo que a Madison concierne, está usted completamente ciego. No sé nada de su esposa, pero el único problema mental de Madison es lo mucho que lo quiere a pesar de que le ha dado la espalda. Madison es una mujer inteligente y decidida. Es mucho más de lo que usted se merece.

– No lo comprendo -susurró Blaine-. ¿Christopher ha intentado matar a Madison?

– ¿Cómo cree que se hizo esa cicatriz que tiene en la cara?

– Ella me dijo que se había caído.

– La empujó Christopher. Y también la amenazó, la secuestró y le dijo que si no le entregaba diez millones de dólares, pondría en funcionamiento el dispositivo para destrozarle los frenos del coche y lo mataría.

– ¡Oh, Dios mío!

Temiendo que el padre de Madison pudiera desmayarse, Tanner le abrió la puerta de atrás de la limusina y lo ayudó a subir.

– Este coche lo llevará a su casa. Allí lo está esperando la policía para interrogarlo. Madison llegará más tarde. Y le sugiero que intente que sea muy, muy feliz. Si me entero de que ha intentado defender a Christopher delante de ella, lo perseguiré hasta hacerle desear la muerte. ¿Ha quedado claro?

– Señor Keane, no necesito que me diga cómo tengo que cuidar de mi hija.

– ¿Ah, no? Ha estado ignorándola y minusvalorándola durante años. Alguien tendrá que cuidarla.

– Y supongo que cree que esa persona es usted.

– No creo que haya nadie mejor.

Tanner retrocedió y cerró la puerta. Cuando la limusina se alejó, regresó a su coche y se dispuso a conducir hacia la casa de seguridad. Madison ya habría terminado la primera ronda de interrogatorios. Tanner le había pedido a Ángel que la llevara a la casa de seguridad para que recogiera sus cosas y aunque quizá fuera una tontería, Tanner quería verla por última vez.

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