Madison estuvo caminando por la habitación hasta que las piernas le dolieron y después se sentó en el borde de la cama. Continuaba sin tener ni idea del tiempo que había pasado desde que Keane se había marchado. Lo único que sabía era que la aterraba que la obligara a volver con Christopher. Si algo había aprendido durante los últimos años, era que no quería morir todavía.
Apoyó los codos en los muslos y dejó caer la cabeza entre las manos, pensando en todos los errores que la habían llevado a su situación. ¿Habría sido su primer error el comprometerse siendo todavía una jovencita egoísta y mimada?
Un sonido le llamó la atención. Se levantó, pero se hundió de nuevo en la cama cuando la habitación comenzó a girar a su alrededor. Cuando comenzaba a estabilizarse su cabeza, se abrió la puerta para dar paso a Tanner.
Se obligó a levantarse y a sostenerle la mirada. Quería hablar, preguntarle por su destino, pero tenía la boca seca. El miedo siempre presente creció hasta robarle todo el oxígeno del cuerpo.
– He tenido una conversación muy interesante con su marido -anunció Tanner, apoyándose en el marco de la puerta.
– Ex marido -susurró Madison.
– Es curioso que él no lo haya mencionado, aunque he descubierto que tiene razón, que están divorciados. Pero no la creo -añadió Tanner con rotundidad.
La sangre pareció abandonar el cuerpo de Madison, dejándola completamente fría.
– Y tampoco le creo a él. Hay algo que no encaja. Creo que usted es una actriz muy convincente, pero tampoco estoy convencido de que su ex esté diciendo la verdad. Hay secretos por ambas partes y me gustaría saber cuáles son.
Eran palabras destinadas a herirla, pero en aquel momento, a Madison no le importaba lo que pudiera pensar de ella.
– ¿Entonces no me va a obligar a volver con ellos?
– Todavía no.
Una vez desaparecido el miedo, ya nada la sostuvo en pie. Comenzó a tambalearse suavemente y Tanner la miró con el ceño fruncido.
– ¿Cuándo ha comido o dormido por última vez?
– Hace bastante tiempo.
– Ya sé que se lleva la delgadez, pero no creo que pasar hambre esté de moda.
– No, no es por eso. Allí no podía comer, ni dormir, no estoy a dieta. Es sólo que… -tomó aire-. ¿Lo han secuestrado alguna vez? No es una situación muy relajante.
Tanner no parecía muy convencido y Madison lo encontró reconfortante. Aquel hombre no quería nada excepto la verdad.
– Le pagaré por protegerme el doble de lo que Christopher le ha ofrecido.
– No estoy haciendo esto por dinero.
Madison quiso preguntarle por qué lo hacía entonces, pero comprendió que no tenía sentido presionarlo.
– Me resulta curioso desagradarle tanto cuando ni siquiera me conoce.
– Conozco a las mujeres de su tipo.
– ¿A qué tipo se refiere?
– A las mujeres ricas e inútiles -Tanner se enderezó-. Voy a llevarla a un lugar seguro en el que pueda comer y dormir. Mientras tanto, continuaré investigando a Hilliard. Si en el proceso encuentro alguna prueba que valide su versión, hablaremos y podrá contratarme para que la proteja. Pero si está mintiendo…
– Lo acepto -se precipitó a decir Madison.
– No creo que tenga otra opción.
– Quizá no, pero la acepto en cualquier caso.
– Tendré que vendarle los ojos. El lugar al que voy a llevarla sólo podrá seguir siendo una casa de seguridad mientras nadie sepa que está allí. Si la idea del ir con los ojos vendados la asusta, puedo sedarla.
La idea la aterrorizaba. Era como si estuvieran secuestrándola otra vez. Pero la asustaba todavía más que la drogaran.
– Prefiero ir con los ojos vendados. No me gusta perder el control.
– Ahora mismo vuelvo.
Tanner salió de la habitación, dejando la puerta abierta. Madison fijó la mirada en el pasillo de cemento y se preguntó si sería un gesto destinado a probarla. No importaba. No pensaba escaparse de allí. Tanner era lo único que se interponía entre Christopher y ella y ya sabía de lo que era capaz su ex marido.
Si le hubieran pedido que hiciera un cálculo aproximado, Madison habría dicho que el trayecto a la casa de seguridad había durado unos cuarenta y cinco minutos. La habían subido en la parte de atrás de una furgoneta, sobre un montón de mantas. Se había acurrucado sobre su lecho y había escuchado el sonido del motor. El agotamiento la había vencido en varias ocasiones y se había quedado dormida durante intervalos de dos o tres segundos.
Cuando la furgoneta se detuvo, se irguió. Oyó que se abría la puerta de un garaje. La furgoneta avanzó y la puerta se cerró tras ella. A continuación oyó el clic de la cerradura y el chirrido metálico de la puerta de la furgoneta al abrirse.
– Ya puede quitarse la venda -le dijo Tanner.
Madison se quitó la venda. La falta de comida y de sueño la hacían temblar. Se tambaleó al intentar incorporarse y Tanner la ayudó agarrándola del brazo.
– Ya ha pasado lo peor -le dijo malhumorado-. No se desmaye ahora.
– No lo haré -le prometió, aunque no estaba completamente segura.
– Vamos. Le enseñaré rápidamente la casa y después podrá dormir durante horas.
En aquel momento, dormir le parecía la gloria. Quizá allí, con Tanner vigilándola, se sintiera lo suficientemente tranquila como para conciliar el sueño.
Tanner la condujo hacia el interior de la casa.
Madison no estaba segura de lo que esperaba encontrar. Quizá un espacio moderno decorado en diferentes tonos de blanco, pero se encontró con una casa estilo ranchero en la que habían hecho algunas modificaciones.
Desde el garaje se pasaba a la habitación de la lavadora y desde allí a un pasillo que conducía al cuarto de estar. Había una enorme pantalla de televisión y algunos componentes electrónicos, además de dos sofás de cuero. La casa debía de tener unos cuarenta o cincuenta años, pero la pintura y los muebles parecían nuevos.
Madison alzó la mirada buscando cámaras o algún tipo de monitor, pero no vio nada, salvo un extraño material cubriendo las ventanas, que rápidamente señaló.
– De esa forma nadie puede vernos -dijo Tanner-. Y usted tampoco puede ver lo que hay fuera. Pero necesita aire fresco, las ventanas pueden abrirse.
– ¿Y si hay un incendio?
– No lo habrá.
Tanner la condujo hacia una enorme cocina y señaló los electrodomésticos básicos. La nevera estaba llena.
– Disponga de lo que le apetezca -le indicó.
Al lado de la cocina deberían haber estado el salón y el comedor, pero Madison se encontró con una habitación abarrotada de equipos electrónicos. Había pantallas, teclados y ordenadores de todo tipo. Tanner entró y agarró algo de una mesa casi vacía. Madison no supo lo que era hasta que volvió a su lado y se lo colocó en la muñeca.
– ¿Qué es esto? -le preguntó clavando la mirada en el brazalete de metal.
– Aquí yo pongo las normas. Si no las acepta, volverá con su ex.
– ¿Pero por qué…?
– No confío en usted.
Era bueno saber dónde estaba.
– Si quiere, puede dejarme marchar. Puedo arreglármelas sola.
– Si es cierto lo que me ha dicho sobre su marido, la encontrará en menos de veinticuatro horas, ¿es eso lo que quiere?
No, pero tampoco quería aquello, pensó Madison, frotándose el brazalete.
– ¿Para qué sirve esto?
– Para mantenerla a salvo y para obligarla a permanecer aquí.
Madison lo miró y dio un paso hacia delante.
– Acaba de entrar en una zona no autorizada -dijo una voz metálica de mujer-. Por favor, vuelva a la zona autorizada o se activará la alarma.
Madison retrocedió de un salto.
– Puede ir a cualquier parte de la casa, pero no puede acercarse ni a esta zona, la sala de control, ni a menos de dos metros de la puerta de la entrada. Hay un jardín al que se accede desde el cuarto de estar. Puede salir hasta el tejadillo. Ésas son mis reglas.
– Sí, ya lo he entendido.
Tenía elección. Podía aceptarlas o volver con Christopher.
Por primera vez desde que la habían secuestrado, le entraron unas ganas incontenibles de llorar. Quería tirarse al suelo y llorar hasta sentirse mejor. Pero tomó aire y se obligó a ser fuerte. Tanner era su única esperanza y necesitaba tenerlo de su lado.
– ¿Algo más? -preguntó agotada.
– No, su habitación está aquí.
La condujo por el pasillo hasta un dormitorio amueblado con una cama de matrimonio, una cómoda con televisión, dos mesillas de noche y un pequeño escritorio. Había una puerta que correspondía a un armario empotrado y otra que era la del cuarto de baño.
– ¿Por qué no descansa durante tres o cuatro horas? Después podrá comer algo.
– Estupendo.
Tanner se acercó a la puerta y se volvió de nuevo hacia ella.
– Nada de teléfonos ni de contactos con el mundo exterior.
– Así que podría matarme y nadie se enteraría de que he estado aquí ni podrían encontrar mi cadáver.
– Exacto.
– Me alegro de saberlo.
Aquella última muestra de valor la dejó sin fuerzas. En cuanto Tanner se marchó, se dejó caer en la cama. Quería gritar que aquello era injusto, ¿pero qué sentido tenía? Ya no había marcha atrás. Sólo podía mirar hacia delante. Se había metido en aquello porque la alternativa era la muerte y se negaba a dejar que ganara Christopher.
Se tumbó de espaldas y clavó la mirada en el techo. Tenía razón cuando había dicho que nadie sabría dónde estaba. Llevaba doce días secuestrada y al parecer nadie había llamado a la policía. Sin duda alguna, Christopher había inventado algo para justificar su ausencia.
Su padre sabría la verdad, por supuesto, pero habría dejado que su ex yerno se ocupara de todo. Y su padre creería todo lo que Christopher le dijera porque él prefería las cosas sencillas y nada de lo que pasaba fuera de su laboratorio le importaba de verdad.
Acarició el brazalete con el dedo. Aquel brazalete indicaba el lugar en el que estaba en el interior de la casa. Y quizá hiciera otras cosas. Tanner era un hombre que trabajaba a conciencia.
¿Quién sería aquel hombre al que obviamente no le gustaba y que, sin embargo, se había mostrado dispuesto a ayudarla? ¿Por qué le importaba que viviera o muriera?
O quizá no le importara, pensó, cerrando los ojos. Era un profesional, se recordó. Pero al menos, mientras estuviera bajo su protección, no podría ocurrirle nada malo. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se sentía segura. Y era extraño que un hombre que obviamente la despreciaba pudiera proporcionarle tal sensación de consuelo.