Jill siguió a la directora de recursos humanos por el pasillo. Los despachos del bufete The Century City eran preciosos, grandes, desprendían un halo de autoridad. A Jill le había gustado todo lo que había visto: los enormes ventanales, la magnífica biblioteca de leyes, el hecho de que todo el mundo estuviera ocupado haciendo cosas y llevara traje.
Cuando llegaron a una puerta de madera labrada, Jill se cambió de mano el estupendo maletín de piel que se había comprado en su último ascenso e irguió los hombros.
– Nombres de pila -le dijo la directora de recursos humanos con una sonrisa-. Pero Donald, no Don, ni Donnie.
– Gracias -respondió Jill.
Después, entró en el despacho del socio mayoritario.
Donald Ericsson se levantó de su escritorio y le tendió la mano.
– Me alegro de que haya podido venir, pese a que la hayamos llamado con tan poca antelación, Jill. Todo el mundo ha quedado muy impresionado con usted.
– A mí me ha encantado conocer al equipo -dijo ella, con sinceridad.
Había tenido entrevistas con ocho empleados, y había sido muy estimulante. Se veía a sí misma trabajando y adaptándose con facilidad en aquel bufete.
– Siéntese, por favor. ¿Qué le ha parecido nuestra empresa?
– Estoy impresionada, sobre todo por el alto compromiso que tienen sus asociados y los socios. Estoy muy interesada en el trabajo que desarrollan con los clientes multinacionales. Trabajé con varias empresas japonesas cuando estaba en San Francisco.
– Lo he leído en su curriculum, y para ser sinceros, Jill, eso es lo que más nos atrajo de usted. Necesitamos especialistas en ese campo.
Mientras él hablaba, ella asentía para demostrar que estaba escuchando, y al mover la cabeza, algo le llamó la atención por el rabillo del ojo. ¿Qué demonios…? Cuidadosamente, lentamente, se giró en el asiento hasta que pudo mirar a su derecha.
Oh, Dios Santo. Aquello no era posible.
Él se rió.
– Lo ha visto. ¿No es una preciosidad?
– Es increíble.
– Verdaderamente. Yo mismo lo pesqué con arpón en la costa de México, hace unos quince años. Me apuesto algo a que nunca había visto uno igual.
Jill no sabía qué decir. El pez espada disecado ocupaba el lugar de honor de la oficina, justo encima de la puerta. Y, en cuanto a lo de que nunca había visto uno igual, estaba segura de que en su propio despacho había un hermano gemelo de aquel pez.
– ¿Es usted muy aficionado a la pesca? -le preguntó.
El sonrió.
– Es una pasión para mí. Algunos socios prefieren llevar los negocios en un curso de golf. A mí, denme un buen barco, un par de bidones de diesel y, digamos, el mundo es mío.
– Es muy emocionante -dijo ella, intentando no reírse.
Haber ido tan lejos para encontrarse en una versión a gran escala de Dixon & Son.
Emily estaba sentada en una de las sillas de la cocina, observando cómo su padre cortaba tomates y pimientos en la encimera, para hacer una ensalada.
– El sábado no trabajo -le dijo Mac, mientras ponía las hortalizas en una ensaladera-. He pensado que podríamos ir a navegar.
Emily había estado a punto de decirle que llevaba una camiseta naranja y no roja, pero aquel comentario le quitó la idea de la cabeza. Había visto los barcos aquel mismo día, mientras estaba con Bev en la playa. Barcos con enormes velas blancas.
– ¿En el mar? -le preguntó, demasiado emocionada como para fingir que no le importaba.
Él la miró por encima del hombro y sonrió.
– No creo que podamos meter un velero en una piscina, así que mejor será que naveguemos en el mar.
– ¿Y tú sabes conducir un barco?
– He llevado veleros alguna vez. Una señora de mi trabajo, Wilma, tiene uno, y me ha dicho que nos lo presta. ¿Te parece divertido?
– Sí -dijo, moviéndose con impaciencia en la silla-. ¿Y yo podré llevarlo?
– Bueno, un poco -dijo él.
Acercó el cuenco de ensalada y lo puso sobre la mesa. Después abrió la nevera y sacó un plato de pollo que Bev les había preparado. Estaba cubierto de plástico, preparado para entrar al microondas. Emily se dio cuenta de que el pollo estaba cubierto de salsa de tomate.
Al verlo, se sintió mal. En casa de Bev, o cuando ellas salían, comía lo que quería, pero cuando estaba con su padre todavía hacía que la comida fuera del mismo color que su ropa. No creía que Bev se lo hubiera dicho a su padre, pero no estaba segura. ¿Se enfadaría mucho si se enteraba? ¿Se lo diría a su madre?
Emily no quería pensar en aquello. No le gustaba sentirse rara por dentro. Quizá debiera decirle algo. Quizá…
– Me gusta estar en Los Lobos -le dijo él, inesperadamente-. Me gusta mi nuevo trabajo. Es diferente de lo que hacía antes.
– ¿Te refieres a que antes eras policía y ahora eres el sheriff?
Él metió el plato en el microondas y lo puso en funcionamiento. Después se volvió a mirarla.
– En parte. El sitio donde trabajaba antes era muy diferente. Había más gente mala. No me gustaba tener que tratar con ellos. ¿Te acuerdas de que trabajaba muchas horas?
Emily sí se acordaba. Se acordaba de todas las veces que su madre y él habían discutido porque no estaba en casa. Asintió lentamente.
– Estabas muy cansado, y mamá me decía que no hiciera ruido para que tú pudieras dormir.
Él se apoyó contra la encimera.
– En mi trabajo ocurrió algo muy malo, Em. Un hombre con el que trabajaba murió.
Ella lo miró fijamente. Nadie se lo había dicho. Pensó en los amigos de su padre, los que llevaba a casa. Y en aquél al que hacía mucho tiempo que no veía.
– ¿El tío Mark?
Mac cerró los ojos brevemente.
– Sí.
– Oh.
Emily no supo qué decir. Había visto varias veces al tío Mark, y él siempre había sido muy bueno con ella.
– ¿Te pusiste muy triste? -le preguntó.
– Sí. Durante mucho tiempo. No podía dejar de pensar en lo que ocurrió. En cómo murió. Yo estaba allí.
Emily se estremeció. Ella no quería ver morir a nadie. Parecía demasiado horrible.
Su padre cruzó los brazos.
– Por dentro, dejé que una parte de mí se durmiera. Sabía que si despertaba a esa parte, pensaría en que Mark había muerto, y me pondría muy triste, y no quería. Así que dejé que siguiera durmiendo. Pero, al hacerlo, no me daba cuenta de que no podía ver lo que ocurría a mí alrededor. Entonces fue cuando mamá y tú os marchasteis.
Emily se recostó en el respaldo del asiento. No quería hablar de aquello. No quería sentirse tan mal por dentro.
– No pasa nada -susurró.
– Sí, Emily. Lo siento muchísimo. Cuando me di cuenta de lo que había pasado, de que te habías ido, quise recuperarte, pero aquella parte que tenía dormida me lo hizo muy difícil.
A ella le quemaban los ojos. Se mordió el labio inferior. No quería que él le dijera que lo sentía, sino lo mucho que la quería, y que deseaba estar con ella todos los días.
– Ahora las cosas son diferentes. Me he despertado -continuó su padre-, y estoy contento de que estemos juntos. Quiero que las cosas sean diferentes.
Ella sacudió la cabeza. No estaba segura de si decirle que no podrían ser diferentes si él no le decía que la había echado de menos más que a nadie en el mundo, y si no le decía cuánto la quería.
Sintió un dolor muy grande por dentro, como un gran agujero que se le abría en el pecho. Se sintió asustada y muy pequeña.
– Quiero que las cosas sean igual que antes -dijo, antes de poder contenerse. Se puso de pie y lo miró fijamente-. Ojalá pudiera estar con mamá en vez de estar contigo -quería estar con su madre, que le decía todo el tiempo lo importante que era.
Su padre no dijo nada. Ella vio cómo le cambiaba el semblante y supo que le había hecho mucho daño. Tanto, que se asustó aún más, y el agujero que tenía por dentro se hizo tan grande que parecía que se la iba a tragar. Comenzó a llorar y, antes de que él se diera cuenta, salió corriendo de la cocina.
Ella también estaba muy triste porque, pese a lo que había dicho, sabía que le gustaba estar con su padre. Sin embargo, parecía que él ya no lo sabía. Y quizá por aquella razón iba a enviarla lejos de nuevo.
Después de la entrevista, Jill pasó el día de compras y cenó en un restaurante muy agradable. Cuando llegó a Los Lobos, aquella noche, eran alrededor de las diez.
Detuvo el coche frente a su casa y distinguió una sombra en el porche delantero. La sombra se estiró y se convirtió en un hombre al que reconoció instantáneamente. Sintió una inyección de adrenalina. Salió del coche y se dirigió hacia Mac. Él era exactamente lo que necesitaba para descansar después de un viaje tan largo.
Se había quitado las medias y los zapatos de tacón para conducir desde Los Angeles. Al caminar hacia el porche, sintió la hierba fresca en las plantas de los pies.
– ¿Te has perdido? -le preguntó-. Tú vives en la casa de al lado.
– Ya lo sé. Quería preguntarte qué tal había ido la entrevista.
– Bueno… ha sido interesante.
– ¿Te gustó el bufete?
– El socio mayoritario tenía un enorme pez espada disecado colgado sobre la puerta de su despacho. ¿Acaso el cielo me está castigando, o algo así?
Él sonrió.
– ¿En serio?
– En serio. El pez me estuvo mirando durante toda la entrevista. No tengo ni idea de lo que dije -le explicó, y se tiró del bajo de la falda para que no se le descolocara al sentarse a su lado en los escalones-. Pero no creo que te hayas quedado aquí sentado para escuchar todos los pormenores de mi viaje. ¿Qué ha ocurrido?
– Nada. Todo. Estoy intentando no emborracharme.
– Desde el punto de vista de alguien que ha pasado recientemente por esa situación, tengo que decir que suena mejor de lo que es en realidad -respondió Jill, y se inclinó suavemente hacia él-. ¿No quieres contarme lo que ha ocurrido?
– Emily. Me ha dicho que no quiere estar aquí, y que quiere estar con su madre.
Jill se estremeció al pensar en lo que aquello habría supuesto para él.
– Ella te quiere, Mac, pero es una niña. Su mundo no siempre tiene sentido para ella. Estoy segura de que se lo está pasando muy bien aquí, pero también es lógico que eche de menos a su madre.
– Estoy completamente de acuerdo. Había pensado que debería llamar a Carly y preguntarle si quiere ver a Emily algún fin de semana. Pero también estoy asustado. ¿Y si Emily no quiere volver conmigo? ¿Y si convence a su madre para que no me deje verla nunca más?
– Oh, Mac -susurró Jill, y le apretó la mano.
– La quiero muchísimo -dijo él, en voz baja-. Es lo mejor que me ha ocurrido en la vida.
– Lo sé.
Aquél era un buen hombre. No se parecía en nada a Lyle, que se negaba a asumir ninguna responsabilidad. A Mac le importaba el pueblo, su hija, hacer las cosas bien. Además, era guapísimo.
– ¿En qué estás pensando?
– En que tenía muy buen gusto cuando tenía dieciocho años e intenté que te acostaras conmigo.
Él se rió.
– Yo no estaría tan seguro. Quisiste acostarte con un tipo que estaba demasiado borracho como para darse cuenta de que estabas desnuda. No sé cómo decirte lo mucho que lo siento.
Ella también.
– Fue una oportunidad que nunca se repetirá.
¿O sí? Jill tuvo una repentina inspiración y supo que tenía que seguirla antes de echarse atrás. Se puso de pie, se subió la falda hasta la mitad de los muslos y se puso a horcajadas sobre las piernas de Mac.
Él se quedó muy asombrado, pero no se retiró.
– ¿Quieres explicarte? -le pidió, aunque le puso las manos sobre las caderas y la acercó hacia su entrepierna.
Estaban a la distancia justa para besarse. Jill apretó las piernas contra las de Mac, y sintió un deseo y un calor que hicieron que comenzara a derretirse.
– No puede ser que no hayas entendido mis intenciones -murmuró ella, poniéndole las manos en los hombros-. ¿No eras tú el que dijiste algo sobre dejar las cosas para otra ocasión?
Mientras hablaba, sintió que él se endurecía. Tardó tres segundos. Ella se frotó contra él, consiguiendo que a los dos se les acelerara la respiración.
– Ya hemos hablado de que esto no es una buena idea -le dijo él, con la voz ahogada.
Jill le mordisqueó la mandíbula.
– ¿De verdad? No me acuerdo.
Mac se rió.
– Aparte de otras muchas razones, no tengo una buena oferta que hacerte.
Ella le acarició los labios con la punta de los dedos.
– Mac, no estoy buscando una relación a largo plazo, ni tú tampoco. Sé que estás preocupado porque tu hija se entere, así que te prometo que estaré muy calladita y me marcharé antes de que amanezca. Quizá sea la noche, o quizá sean todos aquellos deseos de cuando era una adolescente, que nunca se cumplieron. Quizá sea la forma en que haces que me sienta cuando estamos juntos. Sea cual sea la razón, quiero hacerlo. Y creo que tú también. ¿Acaso un hombre listo no se limitaría a callarse y a besarme?
– Buena idea -respondió él, y la besó.
Fue un beso hambriento, profundo, tentador. Jill se dejó llevar por las sensaciones mientras él le acariciaba la espalda y las caderas. Entonces, Mac rompió el beso y comenzó a mordisquearle el cuello, consiguiendo que a ella se le tensara el cuerpo y la cabeza se le cayera hacia atrás. Jill se movió hacia él para facilitarle el acceso y al mismo tiempo dejó caer la chaqueta del traje hacia atrás, adelantando el pecho tan sugestivamente como pudo. Le encantó que él lo entendiera a la primera. Mac deslizó las manos desde sus caderas, por la cintura, por las costillas, más y más alto hasta que…
Oyeron la puerta de un coche cerrarse en la calle, cerca de ellos, y Mac bajó las manos hasta las piernas de Jill.
– ¿Puedo sugerir que cambiemos de sitio? ¿Qué te parece mi habitación?
– Perfecto.
Jill se puso de pie. Tomó su chaqueta, los zapatos, las medias y el bolso y los metió en casa. Después tomó a Mac de la mano y juntos entraron a su casa.
– Voy a comprobar que Emily esté bien -susurró-, ¿Nos vemos en mi cama?
– Claro -dijo ella, cuando él le señaló una puerta entreabierta al final del pasillo.
Jill entró en el cuarto y encendió la luz. Era una habitación bastante espartana, sencilla, pero agradable. Pensó en qué haría. ¿Debería desnudarse y meterse en la cama?
Sin embargo, Mac volvió antes de que pudiera decidirlo.
– Está profundamente dormida -le dijo en voz baja, y cerró la puerta tras él. Entonces, sonrió lentamente-. Y aquí es donde yo tengo esta fantasía de que me permitas redimirme.
– ¿Cómo?
Él se acercó y la atrajo con fuerza hacia sí.
– Si hubieras estado desnuda, te habría demostrado lo mucho que quiero compensarte por lo que ocurrió la última vez.
– Pensé en desnudarme, pero no sabía si habría sido un poco desvergonzado.
– La próxima vez -susurró él, y la besó.
¿La próxima vez? Jill asimiló la dulce promesa mientras se abandonaba a la seducción de aquel beso. Mientras él jugueteaba con su boca y su lengua, Jill sintió cómo le desabrochaba el botón de la falda y le bajaba la cremallera. Entonces, la falda cayó al suelo. Después, Mac tiró de la cinturilla de sus bragas y se las quitó también. Jill quedó sólo con el sujetador y la blusa.
Suavemente, él la atrajo hacia sí hasta que ella dio un paso atrás y otro, hasta que los dos estuvieron en el colchón, ella sentada sobre las rodillas de Mac. Sentía su entrepierna en las nalgas desnudas, pero por desgracia, él todavía llevaba puestos los vaqueros. Aun así, el contacto era muy agradable.
– Eres tan preciosa -murmuró Mac, mientras la abrazaba y comenzaba a desabotonarle la blusa-. Delicada, femenina. Sexy.
– Esa última palabra es mi favorita -le dijo ella, mientras él le abría la blusa, aunque sin quitársela.
– Me vuelves loco. Lo sabes, ¿verdad?
«Ni en mis mejores sueños», pensó Jill, pero estaba dispuesta a dejarse convencer. Él juntó las manos entre sus pechos para desabrocharle el sujetador. A ella nunca le había hecho aquello un hombre, desde detrás, con el pecho apretado contra su espalda, los dos mirando. Jill notó su barbilla en el hombro, su respiración en la mejilla. Las copas del sujetador se retiraron hacia atrás y dejaron expuestas sus modestas curvas.
Jill estaba a punto de disculparse por ello cuando él dejó escapar un suave gruñido y le cubrió los pechos con las manos.
Y hubo algo en su forma de acariciarla, algo que fue sensual, casi reverencial. Parecía que el hecho de verla así desnuda hubiera sido especial para él. Lo cual, a Jill le habría parecido una locura si no hubiera oído su respiración ligeramente acelerada y hubiera sentido su erección contra el cuerpo.
Él le frotó los pezones con las palmas de las manos, algo tan delicioso que Jill se olvidó de pensar. Pero entonces, él deslizó una mano y la llevó hasta sus muslos.
Aquello fue demasiado, pensó ella vagamente, mientras Mac recorría el camino hasta sus rizos y hasta el calor pegajoso y hambriento de entre sus piernas. Demasiadas sensaciones, demasiadas cosas que observar. Él le acarició los pechos alternativamente con la mano izquierda, mientras que los dedos de la derecha la exploraban, entraban y salían en ella y después se concentraban exactamente en el punto que había sobre su abertura.
Jill notó que se le tensaban todos los músculos. Mac le apartó el pelo del cuello y comenzó a mordisqueárselo, mientras seguía jugueteando con sus pezones sensibles y duros. Entre sus piernas, seguía acariciándola en círculos. Las sensaciones crecían, giraban, explotaban, hasta que Jill sintió que todo su cuerpo estaba excitado, ardiente, y que apenas podía respirar entre tanto placer. Más y más rápido, y más y más, hasta que cerró los ojos y se abandonó…
– Oh, Mac -jadeó, mientras su cuerpo sentía las convulsiones del orgasmo.
Se colgó de él, agarrándose a sus caderas, y abrió más las piernas, empujando contra sus caricias, deseando más.
Las contracciones volvieron a desatarse por su cuerpo. Se estremeció, intentando respirar, y se perdió en lo que él le hacía a su cuerpo. Cuando las últimas oleadas se hubieron desvanecido, ella volvió a la realidad y notó que él estaba besándola suavemente en el cuello y acariciándola entre las piernas.
– Guau -murmuró Jill.
Él se rió.
– Guau me gusta.
Mientras hablaba, él se tumbó sobre la cama llevándola consigo. Ella se estiró sobre él, y su melena cayó acariciándolos a los dos. Él estaba muy excitado, y a pesar de todo lo que acababa de ocurrir, Jill se vio frotándose contra su cuerpo.
Los ojos azules de Mac se oscurecieron de pasión.
– Me gustaría hacer eso dentro de ti.
– Mmm, suena muy bien.
Jill se incorporó y se sentó a horcajadas sobre él, y después se quitó la blusa y el sujetador. Mientras, él intentaba quitarse el cinturón.
– A lo mejor podría desnudarme -dijo, mientras se desabrochaba los pantalones.
– Sí, por favor.
Él sonrió.
– Vas a tener que moverte.
A ella le gustaba mirarlo desde arriba y sentir sus manos en los muslos mientras él tiraba de los vaqueros.
– Quizá no quiera.
– Si no lo haces, no podré estar dentro de ti.
Para demostrarle lo mucho que podían mejorar las cosas si entraba de verdad, le deslizó un dedo dentro y comenzó a girarlo delicadamente.
Ella se puso a temblar.
– Está bien -dijo, y se incorporó-. Tienes razón. Date prisa.
Él se quitó los zapatos, los vaqueros, los calcetines y los calzoncillos rápidamente.
– En el cajón de arriba están los preservativos.
Era cierto. Protección. Aquello no era sexo seguro en el matrimonio.
Y gracias a Dios, pensó ella mientras sacaba la caja y rompía el precinto, antes de sacar uno de los preservativos. El sexo de su matrimonio no había sido ni por asomo tan excitante, y con Lyle y su colección de adolescente, no tan seguro.
Jill se volvió y se encontró a Mac completamente desnudo, tirando de ella. La tomó por la cintura y la tumbó suavemente sobre la cama. Ella aterrizó riéndose y le dio el preservativo. Él bajó los brazos y la besó, sin mirar hacia abajo mientras se lo colocaba, y a ella le pareció que aquello era de mucha habilidad. Al segundo, él estaba entre sus piernas, y las cosas pasaron de ser divertidas a fabulosas cuando a la primera embestida él la llenó hasta que Jill pensó que iba a gritar de placer. La sensación que le producía su cuerpo, lo posesivo de sus besos, la fricción pegajosa mientras él se deslizaba dentro y fuera rítmicamente iban a conseguir que se desmayara. Era muy bueno. Era mejor que bueno, pensó Jill, mientras lo agarraba de las caderas y lo atraía para que entrara hasta lo más profundo. Entonces, se perdió en un clímax tan inesperado y poderoso que casi perdió la consciencia. Sin embargo, consiguió mantener aquel orgasmo hasta que él se quedó rígido y se estremeció, y después rompió el beso lo suficiente como para susurrar su nombre.
Mac la abrazó mientras ella se estiraba a su lado y apoyaba la cabeza en su pecho. Mac se sentía muy bien con ella. Realmente bien.
– No dejes que me duerma -le dijo, mientras le acariciaba el torso-. Eso nos obligaría a darles muchas explicaciones a Emily y a Bev.
– No creo que a Bev le importara.
– Seguramente. En todo caso, querría conocer los detalles.
Él sonrió.
– Si se lo cuentas, no quiero saberlo.
Ella se movió para poder apoyar la barbilla en su pecho y le sonrió.
– ¿Tímido?
– Asustado, como lo estaría cualquier hombre racional. Los chicos nunca quieren enterarse demasiado de lo que se cuentan las mujeres. Nos parece que es raro y un poco amenazador.
– ¿Tenéis miedo de que comparemos?
Mac se rió de nuevo.
– Pues claro.
Ella suspiró y la expresión de su rostro se suavizó.
– Bueno, cariño, no tienes por qué preocuparte. Tú eres el primero de mi lista.
– ¿De verdad?
Jill asintió.
Él comenzó a juguetear con un mechón de su pelo.
– ¿Y es muy larga esa lista?
Ella abrió unos ojos como platos, y después los cerró de golpe.
– No toquemos ese tema.
– ¿Por qué no? Vamos, Jill. No puedes haber tenido tantas relaciones. Resulta que sé que soy el chico de recuperación después de lo de Lyle, pero antes, ¿qué pasó?
Jill volvió a abrir los ojos.
– Está bien. Pero no hay mucho que decir. Tú vomitaste la primera vez que me viste desnuda.
– Preferiría que dejaras de sacarlo a relucir. Me siento como un completo idiota.
– Bien. Eso me resarce un poco.
Él le acarició el hombro.
– De verdad, Jill. Lo siento. Si hubiera estado lo suficientemente sobrio como para aprovecharme de ti…
¿Qué? ¿Habrían sido diferentes sus vidas? Él pensó que quizá sí lo hubieran sido.
– No pasa nada -dijo ella-. Pero el que acabó de consolidar las cosas para mí fue Evan.
A él no le gustó cómo sonó aquello.
– ¿Quién es Evan?
– Mi primer novio de la Universidad. Era dulce, sensible y muy divertido.
– Lo odio -refunfuñó Mac.
– No deberías, al menos no deberías odiarlo por eso. La primera vez que él me vio desnuda, me anunció que era gay. Parece que mi cuerpo le proporcionó la revelación que necesitaba para averiguarlo.
Mac se la quedó mirando atónito. Parecía que estaba dolida, avergonzada de que él supiera aquello.
– No es posible.
– Sorprendente, ¿eh? El primer chico que me ve desnuda vomita. El segundo se vuelve gay. ¿Te parece raro que pensara que estaba enamorada del único chico que no reaccionó mal ante la idea de acostarse conmigo?
Él la hizo tumbarse de espaldas y la miró a los ojos. Ella no podía estarle diciendo… no era posible que…
– ¿Lyle es el único tipo con el que te has acostado?
– Y contigo.
Él no sabía qué decir.
– Pero eres increíble. Eso es una locura.
– Sé que parece increíble, pero es cierto. Mi vida -dijo, y tomó el borde de la sábana-. Creo que es por mis pechos. Apenas tengo.
– Tienes unos pechos preciosos -le dijo él.
Le encantaba su forma perfecta y la forma en la que se le endurecían los pezones. La piel suave, el color. Sólo con pensarlo se excitaba.
– Son demasiado pequeños.
– Los pechos grandes están sobrevalorados.
Ella sonrió.
– No mientes mal del todo. Me gusta.
Él se acercó más y se frotó contra ella.
– ¿Eso te parece una mentira?
Jill arqueó las cejas.
– En realidad, no. ¿Es todo para mí?
– Para ti y para tus pechos perfectos -dijo Mac, y tiró de la sábana-. Y ahora, ¿qué tiene que hacer un tipo para demostrar la veracidad de lo que está diciendo?
Ella le pasó los brazos por el cuello y lo atrajo hacia sí.
– Lo que quiera.
Jill llegó a la oficina un poco después de las nueve. A pesar de la falta de sueño y de haber llegado a casa a las cuatro de la madrugada, se sentía viva, alerta y totalmente realizada.
La noche anterior había sido espectacular. Mac era mejor en la cama de lo que ella había imaginado, incluso. Le había hecho sentir cosas que seguramente serían ilegales, pero no iba a quejarse.
Mientras abría la puerta de la oficina y pasaba a la recepción, se dio cuenta de que ni siquiera le importaban los peces.
– Buenos días -se acercó a uno de ellos y le dio unos golpecitos en la espalda escamosa-. ¿Todo el mundo ha dormido bien?
Sonriente y feliz, entró en el despacho y se dirigió hacia el contestador para escuchar los mensajes, mientras se recordaba a sí misma que tenía que estar atenta a las once de la mañana. Bev iba a ir a verla y juntas iban a llevar el 545 a un aparcamiento que había junto a una obra. Estaba segura de que el polvo y la gravilla le harían algo a la pintura negra y brillante de la carrocería.
Treinta segundos después no sabía si quería reír, bailar, o dejarse llevar… ¿No estaba mejorando su vida?
Donald, el abogado pescador socio mayoritario, había llamado para ofrecerle el puesto de trabajo, y otra empresa de Los Angeles quería tener una entrevista con ella.