Jill salió de la oficina un poco después de las tres. Tina ya se había marchado, por supuesto, y ella no tenía ganas de trabajar más. Cuando llegó a casa de su tía Bev, vio el coche de Mac aparcado enfrente, y al verlo, se sintió incómoda. Todavía no entendía qué había ocurrido entre ellos. No era posible que Mac creyera que le había contado sus secretos a Rudy, o que ella fuera capaz de traicionarlo.
Sin embargo, por mucho que se dijera a sí misma que el mal humor de Mac no era su problema, no le servía de nada. Sólo quería ir a hablar con él y arreglar las cosas entre ellos, y ni siquiera pensando en la emocionante entrevista que le esperaba al día siguiente conseguía sentirse mejor.
Subió los escalones del porche y entró en casa de su tía.
– Soy yo -dijo en voz alta.
Sabía que, si Mac estaba allí, Emily estaría con él.
– ¿Jill? -respondió Bev desde el piso de arriba-. Hoy llegas muy pronto. Estaba durmiendo una siestecita. Bajaré en un segundo.
– Muy bien.
Jill se quitó los zapatos y dejó el bolso en una silla. Entró en la cocina, vio un plato de galletas y tomó una. Después se sirvió un vaso de leche y se sentó a la mesa de la cocina. Detestaba sentirse de aquella manera tan rara. Nada estaba terriblemente mal, pero tampoco había nada que estuviera completamente bien.
– La culpa la tiene mi padre -dijo en voz alta.
– ¿Por qué? -dijo Bev, mientras entraba en la cocina-. Oh, bien. Ya has visto las galletas.
Jill tomó otra.
– Están buenísimas.
– Emily y yo las hemos hecho esta mañana. Esa niña tiene mano para la cocina. Me pregunto si no deberíamos decirle a Gracie que va a tener competencia.
Jill sonrió.
– Una observación interesante.
Bev se alisó la falda de su vestido y se colocó bien la trenza. Jill observó cómo acercaba una silla a la mesa y se sentaba.
– Estás muy guapa hoy.
– ¿De verdad? -preguntó su tía-. No he hecho nada especial. Ni siquiera me he maquillado demasiado.
Y, sin embargo, pensó Jill, tenía un precioso color en las mejillas y le brillaban los ojos.
– ¿Qué decías de tu padre? -le preguntó Bev-. ¿Por qué todo es culpa suya?
– ¿Qué? Oh, él es el que me convenció para que viniera a trabajar aquí temporalmente. Si me hubiera quedado en San Francisco…
¿Qué estaría haciendo, exactamente? ¿Viviendo en un hotel y lamiéndose las heridas? ¿Pensando en la venganza?
– Supuestamente, yo tenía un plan -dijo, y le dio un sorbo a su vaso de leche-. Se suponía que tenía que estar pensando en cómo convertir la vida de Lyle en un infierno. ¿Y qué ha pasado con eso?
– Comenzaste a ocuparte de cosas más importantes.
– Supongo que sí. Pero, ¿qué dice eso sobre mi matrimonio? Hace un mes que se rompió, y casi no me acuerdo del tipo con el que estaba casada -preguntó, y después levantó una mano-. No, no te sientas obligada a responder -tomó otra galleta-. No debería haberme casado con Lyle. Nunca lo quise.
– Él era lo que necesitabas en aquella época de tu vida.
Jill arrugó la nariz.
– No quiero pensar en lo que eso dice de mí. Puaj. Tengo otra entrevista mañana.
Su tía le apretó el brazo.
– Sé que es lo que quieres, aunque cuando pienso que te vas a marchar, me pongo triste. Me ha gustado mucho que hayas venido.
Jill se puso de pie y abrazó a su tía.
– Y tú has sido maravillosa. No sé cómo agradecerte que me hayas acogido este verano. Lo he pasado estupendamente.
– Me alegra oír eso.
Jill volvió a sentarse y suspiró.
– Las cosas no salen como uno cree, ¿eh? Quizá debiera dejar que me echaras las cartas y me dieras unas cuantas pistas sobre el futuro.
Bev se puso de pie y fue hacia el fregadero, donde empezó a lavar platos.
– No creo que sea buena idea. Al menos, hoy no. No estoy en sintonía con las cartas.
Antes de que Jill pudiera preguntar por qué, oyó pasos en el piso de arriba.
– ¿Está Emily en casa? -le preguntó-. He visto el coche de Mac aparcado en la puerta, y creía que estaba con él.
– Y lo está. Mac ha llegado hace un par de horas.
– Entonces, ¿quién…? -Jill no terminó la pregunta.
No estaba muy segura de si quería oír la respuesta. Después de todo, no había muchas opciones, y a ella no le gustaba ninguna.
Un minuto después, Rudy apareció en la cocina, y para asombro de Jill, abrazó a su tía y le dio un beso. Un buen beso.
– ¿Habéis… habéis estado juntos? -preguntó Jill, antes de poder contenerse.
Rudy se incorporó y sonrió.
– Tu tía es una mujer muy sensual.
– No quería saber eso -dijo Jill. Dejó la galleta en el plato y miró a Bev, que estaba un poco ruborizada y muy contenta-. ¿Y lo de permanecer pura por tu don?
Bev suspiró.
– Nunca creí que diría esto, pero mis sentimientos hacia Rudy son más poderosos que mi necesidad de seguir pura por mi don.
– ¿Lo dices en serio?
Rudy le guiñó un ojo.
– Eh, soy italiano. Ya sabes lo que significa eso.
En realidad, no lo sabía, y tampoco quería saberlo.
– Por lo menos, dime que esperasteis hasta que Mac se llevó a Emily a casa.
– Por supuesto -dijo Bev, muy seria-. Sólo es una niña.
– Bien. Ojalá pudiéramos decir lo mismo de mí -respondió Jill, y se puso de pie-. Mirad, voy a quitarme de en medio.
– No es necesario. Voy a llevar a Bev a mi casa. Cenaremos fuera.
– Está bien. Entonces, ¿nos veremos… mañana?
Bev se apoyó contra Rudy y suspiró.
– Volveré a tiempo para recoger a Emily.
– Estupendo. Que os divirtáis.
Jill salió de la cocina y subió las escaleras. Cuando llegó a su habitación, cerró la puerta suavemente, se tiró en la cama y hundió la cara en la almohada. Sólo entonces se permitió gritar.
¿Rudy y Bev se estaban acostando? ¿Y por qué había tenido ella que enterarse? No era que no quisiera que fueran felices, pero… Bev había sido como su madre desde que Jill tenía la edad de Emily, y pensar en que la mujer que la había criado se acostaba con alguien le producía escalofríos. Los hijos no querían oír hablar de que sus padres eran también criaturas sexuales. No había duda de que aquello tenía una razón biológica, y ella no indagaría más.
Se levantó, se quitó el traje y se puso unos pantalones cortos y una camiseta. Después se quitó las horquillas del pelo y se lo cepilló. Finalmente, se puso crema protectora. Un buen paseo por la playa la ayudaría a aclararse la cabeza.
Cuando estuvo lista, se dejó caer en la cama para darles tiempo a Bev y a Rudy para que se prepararan y se fueran. Pensó en llamar a Gracie, pero no lo hizo. Por mucho que quisiera a su amiga, la persona con la que más quería hablar era Mac, y él había dejado claro que no tenía interés en hablar con ella.
Mac dejó la revista que estaba leyendo y observó a Emily mientras pasaba las páginas de un libro. Estaba leyendo en silencio, completamente absorta en la historia. Se le cayeron un par de mechones en los ojos y se los apartó sin quitar la mirada del libro.
Era tan preciosa, pensó él, con el corazón dolorido de tanto como la quería. Pese a los problemas que tenía con ella, las semanas anteriores habían sido estupendas.
Observó la forma de sus mejillas, sus hombros delgados, y después hizo un gesto de dolor al ver la camiseta morada que llevaba. Los días azules y morados eran los peores. Podía ser que Emily estuviera comiendo normalmente con los demás, pero con él seguía queriendo que la comida y la ropa tuvieran el mismo color. Mac suponía que era una forma de castigo, un castigo que él se había ganado.
Se recostó en el sofá y se frotó la nariz. Ella era muy pequeña y muy frágil. Demasiado joven para haber pasado por todo lo que había pasado. Y pensar que había sido él quien la había hecho daño…
Nunca había querido que aquello ocurriera, principalmente porque él sabía por experiencia propia lo horrible que era. Sólo tenía unos años más que Emily cuando su padre había desaparecido de su vida. Su madre había dicho que su padre era un desgraciado y que nadie debería sorprenderse de que finalmente se hubiera ido, pero él sí se había quedado sorprendido. ¿Acaso no se esperaban todos los niños que sus padres fueran perfectos?
Maldijo en silencio y siguió mirando a Emily. Si él había excusado a su padre y lo había esperado una y otra vez, ¿no habría hecho ella lo mismo?
Ella bajó el libro.
– ¿Qué pasa? -le preguntó-. Tienes una cara muy rara.
– Estoy bien. Sólo estoy pensando algunas cosas.
– ¿Qué cosas?
Él se acercó a su silla y se agachó ante ella. Tenía unas manos tan pequeñitas, pensó él. Era tan pequeña y tan indefensa…
– Lo siento, Emily -le dijo, y le apretó los dedos-. Lo siento muchísimo.
– ¿Qué? -le preguntó ella, con el ceño fruncido.
– Lo que pasó. Cuando me fui.
Ella cerró el libro.
– Tú no te fuiste. Nos fuimos mamá y yo.
– Sí, pero yo no fui a buscarte. Y lo siento mucho. Debería haberlo hecho. Te quiero mucho. Eres mi chica preferida, y no fui a buscarte.
Ella se encogió en la silla.
– Lo sé. Yo quería que me encontraras.
– Sé que durante todo ese tiempo en el que yo estaba perdido, probablemente me estabas esperando y preguntándote dónde estaba. Y también si seguía queriéndote.
Ella abrió mucho los ojos, pero no dijo nada.
– Y te quiero, Emily. Eres lo mejor que tengo en la vida. Te he querido desde que supe que ibas a nacer, y pase lo que pase, siempre te querré.
A Emily se le cayó una lágrima por la mejilla. Él se la secó con un dedo.
– Si pudiera volver a aquellos días, te prometo que iría a buscarte. Tú me importas mucho. Eres especial, maravillosa, la hija más asombrosa que un padre podría tener. Estoy orgulloso de ti todo el tiempo.
Ella gimió suavemente y después se tiró hacia él. Él la tomó en brazos, la apretó contra su pecho y sintió que Emily le rodeaba el cuello con los bracitos, tan fuerte que estuvo a punto de ahogarlo. Pero no le importaba. Emily había estado guardando las distancias durante todo el verano, así que disfrutaría de aquel abrazo tanto como pudiera.
– Te quiero muchísimo -le dijo al oído-. Gracias por pasar este tiempo conmigo.
– Oh, papá… -susurró ella.
A Mac se le hizo un nudo en la garganta. Papá. Cuánto tiempo hacía que no oía aquella palabra… La abrazó con fuerza y la meció, besándole el pelo y acariciándole la espalda. Finalmente, ella levantó la cara mojada de lágrimas y lo miró.
– Te quiero, papá.
Él sintió que se le relajaba la tensión del pecho, y tomó aire profundamente.
– Yo también te quiero, hija.
– ¿Vas a perderte otra vez?
– No. Ya he encontrado el camino. Cuando vuelvas a casa con tu madre, vamos a hacer un plan para vernos mucho. Además, hablaremos por teléfono y nos enviaremos cartas y correos electrónicos. ¿Qué te parece?
– Me gustaría mucho.
Ella inclinó la cabeza sobre su hombro, y él pensó en lo vacía que se iba a quedar la casa cuando ella no estuviera. Le iba a dejar un gran agujero en el corazón.
– Debes de echar mucho de menos a mamá -le dijo-. Hace mucho que no la ves.
Ella lo miró.
– Pero estoy bien.
Emily nunca había sido una gran mentirosa, y no consiguió engañar a su padre. Mac le acarició el pelo y sonrió.
– ¿Sabes lo que podemos hacer? Creo que podrías ir con tu madre un sábado, o un fin de semana este verano. Yo sé que a ella le gustaría mucho.
– ¿De verdad?
– Claro. Pero tienes que prometerme que volverás.
Ella sonrió.
– Papá, tú eres el que te perdiste. Yo sé encontrar el camino muy bien.
Aquéllas eran palabras que tenía que recordar, pensó Mac.
– Entonces, me fiaré de ti completamente -le dijo él-. ¿Tienes hambre? ¿Quieres cenar?
– Sí -dijo la niña-. ¿Qué vamos a tomar?
– Pues… tengo un par de sorpresas para ti -le dijo él, y le enseñó un bloque de gelatina morada con brécol dentro y una carne asada que les había preparado Bev, acompañada de una salsa morada.
La niña se rió y levantó las manos.
– No quiero…
– ¿Qué? ¿No quieres brécol morado? ¿No quieres salsa morada? -Mac dejó la fuente de gelatina sobre la encimera y comenzó a hacerle cosquillas a Emily.
Ella siguió riéndose y comenzó a retorcerse, pero no apartándose de él, sino acercándose.
– ¿Qué estás diciendo? ¿No quieres comer comida morada?
– ¡No! -dijo ella, entre carcajadas, y le agarró las manos-. No quiero comida morada -sonrió-. Sólo comida normal, ¿de acuerdo?
Él le tocó la punta de la nariz con el dedo índice. Sabía que las cosas irían bien a partir de aquel momento.
– Está bien.
Jill subió a casa desde la playa unas tres horas después de haberse marchado. Estaba segura de que el viento y la humedad le habrían dejado el pelo como si le hubieran hecho una permanente experimental y hubiera salido mal. Así se sentía por fuera. Por dentro… estaba confusa. Sobre su vida, su carrera, sobre Mac. Especialmente, sobre Mac.
Intentaba convencerse de que no le importaba, pero sabía que no era posible. Había estado enamorada de él cuando era adolescente y, durante el mes anterior, se habían hecho amigos. Más que amigos. Se habían acostado. Y ella no hacía aquello con cualquiera.
Jill estaba bastante segura de que no estaba enamorada de Mac, pero sentía algo. Y cuando él se había puesto rabioso con ella sin razón…
No quería pensarlo.
Mientras cruzaba la calle hacia la casa de su tía, ni siquiera miró a la casa de Mac. No le importaba lo que estuviera haciendo. Si él quería…
– ¿Jill?
Ella se quedó inmóvil en mitad de la calle, sin saber si caminar hacia él o salir corriendo. Por desgracia, había estado tres horas paseando y tenía las piernas doloridas, así que no podía correr. Siguió andando hacia la acera, intentando que pareciera que no tenía ningún interés en él.
– Hola -le dijo. Después se metió las manos en los bolsillos.
– ¿Cómo te va? -le preguntó él, mientras bajaba del porche.
Ella comenzó a responder, pero se dio cuenta de que no podía hablar, al menos racionalmente. Mac estaba descalzo. Aquello no era justo. Mac estaba sexy la mayor parte de las veces, pero con una camiseta vieja, pantalones cortos y descalzo, estaba ilegalmente atractivo.
Jill miró a la hierba.
– He dado un paseo por la playa -le dijo.
– ¿Has estado pensando en algunas cosas?
– En unas cuantas.
– ¿Y estaba yo en esa lista?
Ella levantó la cabeza y lo miró fijamente.
– No te lo mereces.
– Tienes razón -dijo Mac, y se acercó a ella-. He sido un completo idiota.
Ella miró hacia detrás y después se dio unos golpecitos en el pecho.
– ¿Eso me lo has dicho a mí?
– Sí -dijo, y se detuvo a unos centímetros de ella, lo suficiente para que las hormonas de Jill se revolucionaran-. Es toda la presión que estoy pasando -le dijo, clavándole los ojos azules en el rostro-. Tengo que enfrentarme a la situación con Emily, mi trabajo, el pueblo. Y entonces, aparece Rudy y todo se va al infierno -dijo, y levantó una mano antes de que ella pudiera responderle-. No estoy diciendo que haya hecho nada. Quizá tengas razón. Quizá no haya venido aquí a causar problemas.
– Tú no lo crees.
Él sonrió.
– Estoy intentando disculparme. Quizá debieras esperar a que terminara para discutir conmigo.
– Bueno, está bien. Continúa.
– Eso era lo que te quería decir. Lo siento mucho. Cuando me enteré de que habías hablado con él, me puse furioso. Reaccioné desmesuradamente.
– ¿Tú crees? -ella inclinó la cabeza y se encogió de hombros-. Yo no le conté nada a Rudy. No creo que haya traicionado tu confianza. Y que conste que no es mi cliente. Tal como van las cosas, lo más probable es que no vuelva a serlo.
– Creía que tenías muchas entrevistas.
– Y las tengo, incluyendo una mañana. Pero estoy empezando a pensar que alguien me ha echado mal de ojo. El socio mayoritario del bufete de Los Angeles tenía un pez espada disecado en el despacho. Quién sabe lo que me encontraré mañana. No sé lo que va a pasar, pero quiero que seamos siendo amigos.
– Yo también -dijo él, y le tendió los brazos-. ¿Me perdonas?
Ella asintió y se dejó abrazar. Él era cálido, fuerte, y todo lo que le hacía sentir era maravilloso. Jill se abandonó a la sensación de seguridad, de estar en casa. Cerró lentamente los ojos y…
¿Estar en casa? ¿De dónde había salido aquella idea?
Rápidamente, dio un paso atrás y sonrió.
– Claro que te perdono -le dijo, consciente de que estaba hablando muy deprisa-. Y tengo que contarte algo… No quiero que vuelvas a enfadarte conmigo, pero en mi casa están pasando cosas muy extrañas. Bev y Rudy están… durmiendo juntos.
Mac se estremeció.
– Podría haber pasado sin enterarme.
– Tú sólo has tenido que oírlo. Yo casi lo he visto. Bev es como mi madre… -se interrumpió y alzó ambas manos-. No te preocupes. Ya ha prometido que va a evitar a toda costa que Emily y Rudy se encuentren. No tienes que tener miedo por eso.
– No puedo evitarlo, en lo que respecta a ese hombre.
– Lo sé. ¿No crees que podrías esperar a que haga algo malo para enfadarte con él?
– Quizá -dijo, y la abrazó de nuevo-. ¿Quieres entrar y tomar una copa de vino, o algo?
Para ser sincera, el «algo» le parecía mucho más apetecible.
– Hola, Jill.
Miró hacia arriba y vio a Emily asomada a la puerta de la entrada.
– Hola, amiguita. ¿Qué tal?
– Bien. Me gusta tu pelo.
Jill se tomó uno de los rizos.
– He estado dando un paseo por la playa. Siempre me pasa esto.
– Es bonito.
– Gracias.
Emily miró a su padre.
– ¿Podemos ir a comer un helado, papá?
– Claro, cariño. Ponte los zapatos.
Jill sonrió cuando Emily salió corriendo.
– Así que vosotros dos ya os lleváis mucho mejor, ¿eh?
– Sí, mucho mejor. Hemos hablado de varias cosas hoy. Y ha comido brécol.
Jill estaba encantada.
– Así que lo de la ropa y la comida se ha terminado.
– Gracias a Dios. Se me estaban acabando las ideas -Mac le puso el brazo sobre los hombros a Jill-. ¿Quieres venir con nosotros a comer un helado?
¿Estar con Mac y su hija o pasar la noche sola en casa? No necesitaba pensarlo.
– Claro.
– Bien. Tengo una idea que te va a poner muy contenta.
– ¿Sí? -ella se acercó un poco más-. ¿Y qué será eso?
Él soltó un gruñido.
– Por desgracia, no es eso -dijo él, y le dio un rápido beso en los labios-. Sabes que estar cerca de ti me mata, ¿verdad?
Ella sintió el calor y la necesidad que había entre los dos.
– Tengo una ligera idea.
Emily salió de la casa como un rayo antes de que Jill pudiera decir nada más.
– ¿Cuál era tu idea?
– Podemos llevar tu coche al aparcamiento del instituto.
– ¿Y por qué es eso tan emocionante?
Él sonrió.
– Mañana empiezan a dar clases de conducción. Podrías aparcar el coche justo en mitad del camino.
Jill se inclinó hacia Emily y le dio un abrazo.
– Tu padre es un hombre muy listo.
– Ya lo sé -dijo la niña, y le tomó la mano-. ¿Qué helado vas a querer?
Emily agarró a su padre por el brazo y los tres comenzaron a andar. Jill siguió el ritmo de Emily e hizo todo lo que pudo para no mirar a Mac. Aquello era muy raro, se dijo. No eran una familia.
¿Acaso quería que lo fueran?
– Jill -dijo Emily, tirándola de los dedos-. ¿Qué helado vas a querer?
– Mmm, no sé. Quizá uno de cada uno.