Capítulo 21

Jill estuvo refunfuñando durante todo el trayecto hasta el tribunal.

– Parece que estás de mal humor -le dijo su padre, perfectamente calmado, desde el asiento del copiloto.

– Lo estoy. Mac es un idiota. Me dan ganas de abofetearlo.

– Tiene muchas cosas en la cabeza.

Ella se detuvo en un semáforo y atravesó a su padre con la mirada.

– No se te ocurra ponerte de su lado.

– Tengo que defenderlo.

– Por pegar a Andy, no por lo que me hizo a mí.

– Todo esto iría mejor si me contaras qué es lo que te ha hecho.

Ella arqueó las cejas.

– ¿Realmente quieres tener una conversación sobre mi vida personal?

Su padre levantó ambas manos en señal de rendición.

– Buena observación. Tienes razón. Hiciera lo que hiciera, Mac es tonto y yo espero que los dos arregléis el problema.

Ella levantó la nariz sin responder. Hombres. ¿Serían todos idiotas? ¿Cómo era posible que Mac le dijera que la quería y la dejara? ¿Lo habría pensado bien? ¿Acaso no se había dado cuenta de que ella estaba dispuesta a comprometerse y a encontrar una solución que funcionara para los dos?

Pero no. Tenía que hacer el gran gesto y tomar la decisión sin consultarla. Era tan típico de un hombre, que cuando dejara de estar tan furiosa, se lo diría.

Entró en el aparcamiento del tribunal y aparcó el 545. Antes de abrir la puerta, miró a su padre.

– Tienes un plan, ¿verdad?

– ¿Acaso dudas de mí? -le preguntó él, sonriendo.

– Mmm…, normalmente no, pero en este caso es Mac. Puede que tenga ganas de estrangularlo en este momento, pero eso no significa que quiera que lo encierren.

– Lo tendré en cuenta.

Ella abrió la puerta del coche y salió al aire de la mañana.

Era un día claro y precioso, como había sido el de la celebración del centenario del muelle. Aunque ella no quería que se repitiera una mala experiencia, si…


Un sonido seco, como el de un disparo, la hizo dar un salto. Antes de que se le saliera el corazón del pecho, se dio cuenta de que era la puerta de otro coche del aparcamiento.

– Voy a necesitar ir a terapia de grupo para volverme normal otra vez -murmuró, antes de que alguien la tomara con fuerza del brazo.

– ¡Aquí estás!

Ella gritó y se dio la vuelta. Entonces, se encontró frente a frente con su ex marido.

– ¡Lyle! ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¿A ti qué te parece? -le preguntó, congestionado-. ¡Me has arruinado!

Ella sacudió la cabeza.

– Me parece que te has arruinado tú mismo. Yo llevo en Los Lobos varias semanas, intentando arreglar mi vida. Tú has estado en San Francisco. ¿Cómo he podido yo hacerte eso?

Parecía que él estaba a punto de llorar.

– Lo he perdido todo. El trabajo, mi carrera. Se habla de que me van a retirar la licencia para ejercer.

– Lo sé. Lo siento.

Sorprendentemente, ella sintió que lo decía de verdad.

– Quiero mi coche -dijo, tan petulante como un niño.

– Claro -dijo ella, y le tendió las llaves-. Aquí las tienes.

– ¿Así de fácil? ¿Por qué estás siendo tan amable?

Porque él no le importaba. Porque él no tenía nada e, incluso aunque Mac fuera idiota, con él tenía la oportunidad de conocer la felicidad perfecta.

– Yo ya había accedido a entregarte el coche. Aquí tienes las llaves. Llévatelo.

Él se apartó el pelo de la cara y tomó las llaves. Después se volvió hacia el coche y le acarició el capó.

– ¿Tiene algún rayón? ¿Alguna abolladura?

– No. Ni un rasguño. Que lo disfrutes -le dijo ella, y comenzó a andar hacia el tribunal.

– Nunca entenderé lo que viste en él.

Ella miró hacia atrás mientras Lyle entraba en el coche y encendía el motor.

– Yo tampoco. Me conformé con él, y puedo asegurarte que no voy a volver a hacer nada semejante.

– Bien -le dijo su padre, y le pasó el brazo por el hombro-. Ya sabes que hay muchas posibilidades de que Lyle tenga que vivir en ese coche.

– Ya me he enterado.

Llegaron a las escaleras del edificio y comenzaron a subirlas. Desde la calle les llegó el sonido de un derrape, el chirrido de unos frenos y un estruendo. Jill se volvió y vio que Lyle había empotrado el brillante BMW 545 negro contra el costado de una furgoneta de reparto. Salió del coche gritando, frenético. Ella se quedó allí durante un segundo, intentando que le importara, pero se dio cuenta de que no, y entró en el tribunal.


Mac había pensado que unos cuantos ciudadanos del pueblo irían a la vista, porque los eventos como aquél siempre eran de interés, pero no se había imaginado que la sala estaría abarrotada.

– Parece que eres muy conocido por aquí -le dijo William Strathern, mientras abría el maletín y sacaba algunos papeles.

– Dudo que vayan a apoyarme -respondió Mac.

Se estaba dando la vuelta cuando vio a Hollis saludándole ansiosamente. Él había estado evitando al trabajador social durante dos días. Y ni en sueños quería oírlo en aquel momento.

– Te sorprenderías de lo que la gente quiere y no quiere, algunas veces -le dijo Strathern-. ¿Has hablado últimamente con Jill?

No, desde que él le había dicho que la quería y ella había salido de su casa como si la hubiera insultado.

– Está enfadada -le dijo el juez-. Me preguntó por qué.

Mac tragó saliva, pero no respondió.

– Ya sabes que le han ofrecido un buen puesto en San Diego.

– Me lo ha contado.

– Y su antigua empresa también quiere que vuelva.

Mac no lo sabía.

– Estupendo. Debe de estar muy contenta.

– Pues en realidad, no lo está. Oh, supongo que se siente resarcida, pero parece ser que de todas formas quiere hacer otros planes para el futuro.

Mac sabía que el juez quería decirle algo más, pero no estaba seguro de lo que era.

– Yo no…

– ¿No se te ha ocurrido pensar que hay una razón para que Jill y tú hayáis vuelto a Los Lobos al mismo tiempo?

Antes de que Mac pudiera asimilar la pregunta, y responderla, apareció Carly. Él no la había visto en un mes, y no parecía que estuviera muy contenta.

– ¿Dónde está Emily? -le preguntó ella, a modo de saludo.

– Con su niñera. No quería que viera esto.

– Por lo menos, eso lo has hecho bien -dijo ella-. Maldita sea, Mac, ¿cómo has podido hacer esto? ¿Cómo puedes comportarte así y pretender que confíe en ti para que cuides de nuestra hija? ¿Qué ocurrirá si te acusan formalmente? ¿Qué ocurrirá si te meten en la cárcel?

– ¿Señora Kendrick?


Mac estuvo a punto de lanzar un gruñido cuando vio que Hollis se acercaba.

– Vete de aquí -le dijo Mac.

Hollis no le hizo caso.

– Señora Kendrick, soy el asistente social que está trabajando en su caso. ¿Tiene un momento?

Mac tuvo ganas de agarrarlo por la solapa y sacudirlo.

– Mantente al margen de esto, Hollis.

Hollis se encajó bien las gafas en la nariz.

– Me temo que no puedo hacer eso, Mac. Hay algunas cosas que la madre de Emily tiene que saber sobre ti.

Mac se hundió en la silla. Sabía que estaba totalmente acabado.

– ¿No es un admirador tuyo? -le preguntó Strathern.

– Creo que es más una persona a la que le gustaría verme hundido.

Aparecieron el alguacil y el juez, y aquél último se sentó en el estrado y llamó al orden a la sala. Mac miró hacia delante, sin querer ver lo que estaba sucediendo tras él, ni mirar al fiscal del distrito.

Se leyeron los cargos. Después, William Strathern se levantó y se presentó.

– Me alegro de verte, Bill -le dijo el juez-. Creía que te habías mudado a Florida.

– Y me he mudado. Éste es un caso especial -Strathern se puso las gafas-. Estoy seguro de que el fiscal del distrito le ha dicho, señoría, que Andrew Murphy ha muerto.

– Ya me había enterado, pero eso no cambia lo que ocurrió.

Lo que Mac había pensado.

– ¿Y también sabe que mi cliente tiene la custodia temporal de su hija menor de edad, y que hay ciertas limitaciones en esa custodia?

– Sí. El señor Bass, del departamento de Servicios Sociales, me ha puesto al corriente de los detalles. Si hay cargos contra el señor Kendrick, informaré al tribunal de Los Angeles.

– Eh… ¿señoría?

Mac se volvió y vio que Hollis se había levantado.

– ¿Sí?

– Soy Hollis Bass. Querría decirle que, en cuanto al informe para el tribunal de Los Ángeles, no es realmente necesario.

El juez frunció el ceño.

– ¿Qué quiere decir?

– Sólo que, pase lo que pase aquí, o lo que hiciera el señor Kendrick, él quiere mucho a su hija.

– Pero hay ciertas reglas, señor Bass.

– Claro, por supuesto -Hollis se ajustó las gafas de nuevo y carraspeó-. Pero en los últimos días me he dado cuenta de que el señor Kendrick es un extraordinario padre. Lo que le hizo al difunto estuvo mal, pero lo hizo por buenas razones. Él estaba intentando proteger la vida de una mujer joven y embarazada. Se involucró en el problema cuando mi departamento no estaba haciendo nada. Él le salvó la vida a la señora Murphy.

Mac se sintió como si estuviera en un universo paralelo. ¿Hollis defendiéndolo a él? ¿Cómo era posible?

La gente comenzó a murmurar. El juez volvió a llamar al orden, golpeando el mazo.

– Señor Bass, ¿está usted pidiendo que el señor Kendrick mantenga la custodia de su hija o que el fiscal del distrito retire los cargos?

– En realidad, las dos cosas.

– ¿Y con qué autoridad?

– Bien… con ninguna, pero he llegado a conocer al señor Kendrick y, cuando vi cómo manejaba la situación de la playa, me pareció asombroso. Podría haber resultado muerta mucha gente, y hubo muchas oportunidades para que…

– Gracias, señor Bass. Estoy seguro de que, si alguna de las partes lo necesita como testigo, lo llamarán. Por favor, siéntese.

Hollis asintió con vehemencia y se sentó.

Mac sacudió la cabeza. ¿Por eso había estado llamándole Hollis? ¿Para decirle que estaba de su parte?

– ¿Señoría?

El juez volvió a mirar al público.

– ¿Sí? ¿Quién es usted?

– Carly Kendrick. Soy la ex mujer de Mac y la madre de su hija.

«Oh, no», pensó Mac.

– ¿De qué parte está usted? -le preguntó el juez.

– De parte de Mac. Cuando llegué aquí estaba furiosa por lo que había sucedido, pero desde que he llegado al pueblo, no he oído más que alabanzas sobre cómo Mac se enfrentó a una situación muy complicada. Además, si tiene en cuenta que Andy Murphy intentó asesinar a su mujer, yo diría que alguien le iba a pegar una paliza. No es que quiera hablar mal de los muertos…

Mac se volvió y se la quedó mirando atónito.

– Por supuesto que no -dijo el juez-. ¿Algo más?

– Sólo que Mac y Emily, nuestra hija, tienen una estupenda relación y yo no querría que ninguno de los dos la perdiera. Ella sólo tiene ocho años, y necesita a su padre.

El juez entrecerró los ojos.

– ¿Podemos aclarar una cosa? No es la custodia de su hija lo que está en juego, sino el hecho de que se le acuse formalmente de agresión.

– Él no lo hizo -gritó un hombre desde el fondo de la sala-. No puede ser. Estaba conmigo en ese momento.

– ¿Y quién es usted? -le preguntó el juez.

– Marly Cobson. Tengo un par de barcos de excursiones. Mac y yo estábamos tomando una cerveza cuando alguien le dio la paliza a Murphy. Él se la había ganado. Murphy, no Mac.

– Yo también estaba con ellos -dijo otro hombre.

Aquello no tenía sentido, pensó Mac, aunque todo aquel apoyo le estaba dando ánimos y se sentía muy agradecido.

– ¿Todo esto lo has planeado tú? -le preguntó a William.

El padre de Jill sacudió la cabeza.

– Yo había preparado un brillante discurso legal. Me parece que he perdido el tiempo.

– Fred y yo, señoría, también estábamos con ellos -dijo otro hombre.

– Yo les llevé galletas a todos -dijo Tina, poniéndose de pie-. Había muchísima gente.

El juez dio con el mazo en la mesa y miró a los asistentes seriamente.

– Les recordaré que tienen que permanecer en silencio. Si todos se callan, no tendré que darles un discurso sobre los peligros que conlleva el perjurio.

John Goodwin, el fiscal del distrito, se puso en pie.

– Señoría, a la luz de todas estas nuevas pruebas, tengo que rogarle que me conceda los cargos hasta que mi departamento lleve a cabo una investigación más minuciosa…

El público vitoreó de alegría. Mac miró a su abogado y sacudió la cabeza.

– Los dos sabemos que esto no puede ser.

– Tienes razón -dijo Strathern, y se levantó-. Señoría, a mi cliente le gustaría hablar.

– Pues a mí me parece que éste es un buen momento para que se quede callado -refunfuñó el juez-. Está bien, adelante.

Mac se puso en pie.

– Señoría, no quiero que nadie se meta en problemas por lo que digan hoy aquí. Están siendo muy buena gente, y se lo agradezco, pero la verdad de todo esto es que perdí los nervios y golpeé a Andy Murphy. Estuvo mal. Él pegaba a su mujer y al final intentó asesinarla, pero eso no me daba derecho a golpearlo. Tenemos leyes, y como sheriff de este pueblo, mi responsabilidad es que se respeten. Tengo que dar ejemplo para que todo el mundo las respete. No quiero ir a la cárcel y no quiero perder la custodia de mi hija, pero no voy a hacer algo mal de nuevo aunque sea por una buena razón.

El juez lo miró, y después miró al fiscal del distrito.

– ¿Alguna otra sorpresa?

– No, señoría.

El juez volvió a mirar a Mac.

– ¿Tiene intención de volver a tomarse la justicia por su mano?

– No, pero eso no cambia lo que hice.

El juez se inclinó hacia delante.

– Bill, ¿te importaría decirle a tu cliente que se limite a contestar la pregunta que le he hecho, y que no añada nada más?

Mac sintió que el padre de Jill le daba un codazo en las costillas.

– No volveré a tomarme la justicia por mi mano -dijo.

– Bien. No quiero volver a verlo en este tribunal. Al menos, no en el lado equivocado del banquillo -el juez golpeó de nuevo el mazo contra la mesa-. Caso desestimado. Todo el mundo fuera de mi sala.

Jill observó a todo el mundo alrededor de Mac. Parecía que todo el pueblo de Los Lobos quería felicitarlo y tomar parte en la celebración. Sin embargo, por alguna razón, ella no se sentía cómoda entre aquella multitud de gente.

Así que salió del edificio, y entonces se dio cuenta de que le había dado a Lyle el coche, y de que no tenía cómo volver a casa. El BMW ya no estaba, ni la furgoneta de reparto tampoco. Había una caminata de catorce kilómetros hasta casa de su tía, así que tendría que llamar y pedir que fueran a buscarla. Marcó el número en el teléfono móvil, y cuando Bev respondió, le contó todo lo que había pasado.

– Tenemos galletas en el horno -dijo su tía-. Espéranos un cuarto de hora, y enseguida estaremos allí. Dile a Mac que estoy muy contenta por él.

Jill no tenía intención de hablar con Mac, así que Bev tendría que darle el mensaje antes de hacer las maletas y marcharse a Las Vegas.

Jill se quedó en la parte de arriba de la escalinata del tribunal. No pasó mucho tiempo hasta que la gente comenzó a salir. Todos tomaron sus coches y se marcharon. Supuso que podría haberle pedido a cualquiera que la llevara a casa, pero no estaba de humor para conversar.

¿Y qué iba a hacer? Si no continuaba enfadada con Mac por ser un idiota, iba a tener que sentirse fatal porque él no estuviera dispuesto a luchar por ella. ¿Cómo podía estar tan enamorada de un hombre que a su vez estaba tan dispuesto a dejarla marchar?

Le ardían los ojos. Parpadeó varias veces, porque no quería llorar por él de ningún modo. No valía la pena. Oh, sí valía la pena, y ella lo quería, ¿por qué él no se daba cuenta?

Sintió que alguien se acercaba y volvió la cabeza para que, fuera quien fuera, no notara que tenía lágrimas en los ojos. Y entonces, antes de que se diera cuenta de lo que pasaba, Mac le había puesto un par de esposas en las muñecas. Ella las miró, y después lo miró a él.

– ¿Qué te crees que estás haciendo? -le preguntó, furiosa.

– Atraer tu atención.

– Esto no tiene gracia.

– Lo sé -dijo él, y se sentó a su lado, mirando al horizonte-. Me encanta estar aquí, Jill. Los Lobos siempre ha sido mi hogar. Quiero presentarme a las elecciones el próximo noviembre y quiero trabajar aquí durante los próximos treinta años.

– Me alegro de saber que tienes el futuro tan bien planificado. Y ahora, quítame las esposas.

– No creo. Mira, he estado intentando averiguar por qué te enfadaste tanto conmigo ayer, y creo que sé lo que ocurrió.

– Vaya, voy a tener que marcar el día de hoy en el calendario.

Mac se inclinó hacia ella y la besó. Ella se mantuvo todo lo rígida que pudo, sin devolverle el beso, ni siquiera cuando él el mordisqueó el labio inferior.

– Me quieres -murmuró él.

– No.

– Sí. Me quieres mucho, y no quieres irte a ningún sitio, pero no querías decirlo. Querías que yo te lo pidiera -dijo él, y la besó de nuevo-. Querías que te demostrara que eras más que una diversión y que pensaba que merecía la pena luchar por ti.

A ella comenzaron a arderle los ojos de nuevo, y supo que estaba a punto de llorar, pero por motivos diferentes a los anteriores.

– Quizá -admitió ella.

– Entonces, si no te lo hubiera pedido, ¿te habrías marchado?

– No -dijo ella, en voz baja-. Ya había rechazado los dos trabajos. Iba a quedarme en Los Lobos y conseguir que vieras las cosas como son.

– ¿De verdad?

Ella asintió.

– Pero tengo que decirte que le devolví el BMW a Lyle.

– Está bien, no me importa. Quizá podamos comprar un monovolumen. Ya sabes, para todos los niños que vamos a tener.

Ella lo miró asombrada.

– ¿Qué?

Él sonrió.

– Te quiero, Jill. Por favor, quédate en Los Lobos y cásate conmigo. Aunque, si es realmente importante, podemos ir a cualquier sitio en el que tú puedas trabajar con el Derecho de las grandes empresas.

A ella se le cayeron las lágrimas por las mejillas. Le pasó las manos esposadas por encima de la cabeza y lo abrazó.

– Preferiría quedarme aquí -dijo, lloriqueando-. Contigo. Podemos comprarle la casa a Bev y tener bebés, pero no sé si estoy preparada para el monovolumen.

– Creía que odiabas Los Lobos.

– Ha empezado a gustarme poco a poco. Además, a ti te encanta, y yo puedo vivir en cualquier sitio contigo.

Él la besó, y desde algún lugar en la distancia, oyeron el sonido de unos aplausos.

– Tenemos público -le susurró ella contra los labios.

– Lo sé.

– Creo que deberías dejar de besarme y quitarme las esposas.

– Sí, lo haré -dijo, y volvió a besarla-. En un segundo.

Ella se retiró ligeramente y sonrió.

– Sin embargo, creo que deberíamos quedarnos con ellas. Para después.

Él soltó una carcajada.

– Jill, tengo que decirte que siempre he admirado tu estilo.

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