Capítulo 4

Aquella tarde, Jill llegó a casa a las cinco y le dio un beso en la mejilla a su tía.

– ¿Qué tal tu día de trabajo, cariño?

Jill pensó en Tina, en los peces y en la disputa del muro de cien años de antigüedad.

– Pues… no querrás saberlo.

– ¿Tan mal ha ido?

– Técnicamente hay muy poco de lo que pueda quejarme, así que no lo haré.

– Bueno. La cena estará lista en media hora. Tienes tiempo para cambiarte.

Jill abrazó a la mujer que siempre había estado allí cuando la había necesitado.

– Me encanta que cuides de mí, pero no he venido a invadir tu vida. Mañana mismo voy a empezar a buscar una casa para quedarme.

Bev sacudió la cabeza fuertemente.

– No te atrevas a hacerlo. Sé que no te vas a quedar para siempre en Los Lobos, así que quiero estar contigo durante el tiempo que estés aquí.

– ¿Estás segura? ¿No estoy estropeando tu vida social?

Bev miró al cielo resignadamente.

– Oh, por favor. Sabes que no salgo con nadie. Tengo que preocuparme por el don.

Ah, sí. El don. La conexión psíquica de Bev con el mundo, que le permitía ver el futuro. Tal y como su tía le había explicado muchas veces, el don conllevaba unas responsabilidades, como la de mantenerse pura… sexualmente.

– ¿Y nunca te cansas de estar sola? -le preguntó Jill, porque creyera o no creyera en el don de su tía, su tía vivía como si ella sí creyera en él.

Había habido muy pocos hombres en su vida, y no había tenido ninguna relación larga.

Bev sonrió.

– Mi sacrificio ha tenido recompensas. A lo largo de los años he ayudado a muchas personas, y eso es un sentimiento magnífico.

– El sexo también puede ser un sentimiento magnífico -dijo, y recordó su patética vida sexual con Lyle-. O eso dicen.

– Nosotros tomamos decisiones en nuestra vida. Y el mantenerme pura por mi don fue una de las mías.

Jill arqueó las cejas.

– Querrás decir casi pura -dijo, bromeando.

– Bueno, ha habido una o dos ocasiones en las que las cosas se me fueron de las manos un poco, pero como no fueron culpa mía, no cuentan.

Jill sonrió.

– Me gustan tus normas. Siempre me han gustado.

– Me alegro. Y ahora ve a cambiarte para la cena. Ah, Gracie llamó por teléfono hace una hora. Le di tu número del despacho. ¿Dio contigo antes de que salieras de allí?

– No -respondió Jill, desilusionada por haberse perdido la llamada-. Voy a llamarla ahora.

Subió a su habitación, se quitó el traje y se puso unos pantalones cortos y una camiseta. Después llamó a Gracie, pero respondió el contestador automático de su amiga. Era una pena. Tenía ganas de hablar con Gracie. Ella siempre sabía cómo poner las cosas en la perspectiva adecuada.

– Mañana -susurró Jill, y comenzó a bajar las escaleras-. Mmm…, huele a lasaña, lo cual quiere decir que has trabajado mucho esta tarde.

– ¿No estaba Gracie en casa?

– No, pero la llamaré mañana. ¿Qué tal te ha ido hoy con Emily? ¿Cómo es?

– Una niña muy mona, aunque está un poco nerviosa por todos los cambios en su vida.

Jill se lavó las manos, se las secó con un trapo de cocina y comenzó a partir un pepino en dados.

– Mac está preocupado por si se llevarán bien.

Bev asintió.

– Ella ha estado viviendo con su madre durante estos dos últimos meses, así que estar con su padre debe de ser extraño para ella. Esa niña tiene mucho dolor dentro, lo siento en ella. Se viste monocromáticamente. Hoy llevaba la camiseta, los pantalones, los calcetines, todo, del mismo color: morado. Y sólo quiere comer cosas que sean del color que lleva puesto.

– ¿Cómo?

– Sé que parece una forma muy tonta de expresar su dolor, pero sólo tiene ocho años. ¿Qué otra cosa puede hacer? Mac estaba muy agobiado cuando me explicó lo que ocurría, pero a mí no me importa que haga eso. Ha sido mucho más interesante hacer la comida.

– ¿Qué has hecho?

– La engañé mezclando el estofado de ternera con un poco de jugo de remolacha y poniéndolo en cuencos de colores para que no distinguiera bien el color. Al preguntarle si el color estaba bien, me dijo que sí. Después acordamos que el pan era neutral, e hicimos galletas con azúcar glaseada púrpura.

– Muy lista -dijo Jill, mientras seguía partiendo el pepino-. Y aparte de lo del color morado, ¿cómo es?

– Muy buena. Está un poco triste y confusa, pero tiene buen corazón. Y es lista. Estuvimos leyendo un poco esta tarde y está muy adelantada para su curso.

Jill puso el pepino en la ensaladera, y en aquel momento sonó el teléfono. Bev respondió y después la miró.

– Es para ti.

Ella se acercó y tomó el auricular que le tendía su tía.

– ¿Diga?

– ¿Jill? ¿A qué demonios crees que estás jugando?

Lyle. Jill arrugó la nariz.

– A ti nunca te ha parecido que la cortesía merezca la pena, ¿verdad, Lyle? -le preguntó, más resignada que molesta-. Eso siempre ha sido un error.

– No me hables de errores. No tenías ningún derecho a llevarte el coche.

– Por el contrario, tengo todo el derecho.

– Me has molestado mucho.

– Ah, gracias por compartir tus sentimientos conmigo. ¿Quieres que hablemos de las cosas por las que yo estoy enfadada? Porque tengo una lista muy larga, mucho más que un coche.

– Estás jugando a un juego que no vas a ganar, Jill. A propósito, el nuevo despacho es estupendo. Desde aquí veo el puente y la bahía.

Desgraciado. Se había quedado con su oficina y con su ascenso, mientras que ella sólo tenía un estúpido coche y un montón de peces.

– ¿Y cuál es el motivo de esta llamada? -le preguntó ella, sujetando su temperamento con ambas manos-. He pedido el divorcio. Te llegarán mañana los papeles. Salvo por el acuerdo económico, esto ha terminado. Terminó hace mucho tiempo.

– Quiero que me devuelvas mi coche.

– Lo siento, no. Tú lo has conducido durante un año, y ahora me ha llegado el turno. Es un bien ganancial, Lyle. Te acuerdas, ¿verdad?

– Lo recuperaré, y cuando lo consiga, no quiero que tenga ni un solo rasguño. Si lo tiene, te haré que lo pagues.

– Lo dudo. Yo siempre fui mejor abogada. Si quieres hablar de algo más conmigo, hazlo por correo electrónico. No quiero hablar más contigo -le dijo, y colgó sin despedirse.

Estaba un poco temblorosa por dentro, pero aparte de aquello, se sentía bien. No estaba estupendamente, pero tampoco estaba destrozada. Aun así, preferiría que él no hubiera llamado.

– Quiere que le devuelva su coche -dijo ella, al volverse para mirar a su tía.


– Ya lo he oído -dijo Bev, sacando del horno una lasaña que borboteaba-. No va a jugar limpio durante el divorcio. ¿Has tomado precauciones?

– Sí. Lo hice todo antes de salir de San Francisco. Transferí la mitad de nuestros ahorros a mi nueva cuenta, cancelé todas las tarjetas de crédito que estaban a nombre de los dos, y ese tipo de cosas.

– ¿Y realmente le van a entregar los papeles del divorcio?

– Por supuesto que sí. Se los van a llevar al trabajo. Casi me gustaría estar allí para ver toda la escena.

Su tía le sirvió un vaso de vino tinto y se lo tendió.

Jill lo aceptó.

– Después de lo que ocurrió ayer con el coñac, iba a dejar el alcohol durante una temporada, pero quizá no lo haga.


Mac llegó con Emily exactamente a las seis. Había cambiado el uniforme por unos pantalones y una camisa, pero estaba igualmente sexy. Aquel hombre no iba a ser más que un problema para ella, pensó mientras se concentraba en la niña que estaba detrás de él. Emily era pequeña y delgadita. Tenía los ojos grandes, azules, y el pelo rubio dorado. Toda una belleza, lo cual hizo que a Jill le cayera instantáneamente mal su madre. Sin duda, ella sería otra belleza. Pero, en realidad, ¿cuándo había salido Mac con una chica que no fuera despampanante?

– Hola -le dijo Jill, sonriendo-. Soy Jill, la sobrina de Bev. Me alegro de conocerte.

La niña le devolvió la sonrisa tímidamente.

– Hola. Bev me ha dicho que eres abogada. Que tú te encargas de que la gente cumpla la ley.

– Cuando tengo un buen día.

Mac le tocó el brazo a Bev.

– Gracias por hacerme este favor. Tardaré lo menos posible en la cita.

– No te preocupes. Emily y yo nos lo hemos pasado muy bien esta tarde, y esta noche también nos vamos a divertir, ¿verdad?

La niña asintió.

– Estupendo -dijo Mac, mirando su reloj-. Voy a llegar tarde. Volveré en cuanto pueda.

Jill lo acompañó hasta la puerta.

– ¿Vas a cenar?

– Quizá después. Típico masculino.

– Buena suerte con el trabajador social. Si piensas que necesitas asesoramiento legal, dímelo.

– Tú eres abogada de empresa. Ésta no es tu especialidad.


– Cierto, pero si yo no doy con la solución, seguro que conoceré a alguien que tenga respuestas.

– Lo tendré en cuenta.


Mac llegó al edificio de los servicios sociales del condado a las seis y veintiocho de la tarde. Entró, subió las escaleras del primer piso y comenzó a recorrer el pasillo. Se detuvo ante la puerta de uno de los despachos, cuyo rótulo decía Hollis Bass, que estaba medio abierta. Llamó suavemente.

– Pase -dijo un hombre.

La oficina de Hollis Bass era un lugar muy limpio y ordenado, como su ocupante. Hollis era un hombre alto, delgado, pulcro. Llevaba unos pantalones color caqui y una camisa de manga larga, abotonada hasta el cuello. Sus gafas, pequeñas y redondas, le empequeñecían los ojos marrones.

Dios, era un crío, pensó Mac mientras le estrechaba la mano. Quizá tuviera veinticuatro, veinticinco años. Estupendo. Justo lo que él necesitaba: un chaval recién salido de la universidad, idealista, con ganas de salvar el mundo, decidido a demostrarse a sí mismo lo que valía enfrentándose a un adulto malo y grande.

– Gracias por venir -le dijo Hollis, mientras se sentaba tras su escritorio-. Estoy seguro de que estás muy ocupado.

– No sabía que la visita fuera optativa.

– No lo es -dijo Hollis-. Mac, me gustaría comentarte cómo se va a llevar a cabo este proceso.

¿Aquello era un proceso?

– El tribunal ordena que tú y yo mantengamos reuniones todas las semanas durante el tiempo que estés con Emily. Yo puedo establecer citas más a menudo si me parece necesario. Aunque yo voy a hacer todo lo posible por adaptarme a tu horario, estas reuniones son obligatorias. Si te saltas una sola de ellas, se lo notificaré al juez y tu hija volverá con su madre en menos de veinticuatro horas.

– Sí, ya lo sabía.

– Bueno, entonces ese punto está claro. Y ahora, si te parece, podemos establecer un horario. Me imagino que, con tu trabajo, no siempre tienes todo el tiempo que quieres.

Mac llevaba en la policía más de una década, y había aprendido mucho de la gente. Una de las cosas que había sido más fácil para él era captar que una persona no aceptaba su profesión. Y, mala suerte, Hollis era uno de ellos.

– Te agradezco la flexibilidad -dijo él mientras se recostaba en el respaldo de la silla.

– Forma parte de mi trabajo -Hollis esbozó una media sonrisa que no tenía nada de amigable-. Aparte de nuestras reuniones, querré hablar con Emily de vez en cuando. No estableceré ninguna cita para eso. Simplemente, me dejaré caer.

Claro. Para ver mejor si Mac estaba estropeando las cosas.

– Ella estará conmigo o con la persona que la va a cuidar durante el día. Ya remití la información a tu oficina.

– Sí, la tengo aquí -dijo Hollis, y abrió una carpeta-. Beverly Cooper, una residente del pueblo. Cincuenta y tres años, soltera. Un poco excéntrica, pero se la considera una buena persona. No tiene antecedentes penales.

Mac tuvo un ataque de ira. ¿Aquel niñato había investigado a Bev? Tuvo ganas de decir algo, pero se recordó que él era quien había tomado las decisiones que lo habían puesto en aquella situación. No podía culpar a nadie, salvo a sí mismo.

– ¿Conoces los términos del acuerdo de custodia? -le preguntó Hollis-. Debes mantener un empleo legal, tener reuniones regulares conmigo, mantener una casa adecuada para tu hija y preocuparte de que todas sus necesidades estén cubiertas. Además, no cometerás ningún delito, ni siquiera puedes ser acusado de ningún delito.

– No tengo ningún problema con eso.

– Me alegro -dijo Hollis, y cerró la carpeta-. Mac, voy a ser claro contigo. No creo que los policías sean buenos padres.

Aquélla era una de las ocasiones en las que Mac odiaba tener razón.

– ¿Y por qué lo piensas? -le preguntó, apretando los dientes para no dejarse llevar.

– Por observación personal. Los hombres que están en tensión día a día tienen problemas para relacionarse con sus familias, sobre todo con sus hijas. Demasiada presión, demasiada violencia… eso puede cambiar a una persona. Mira tu propia experiencia. De acuerdo con lo que he leído en el expediente, tu divorcio y tu separación de Emily se debieron al tiempo que estuviste en la policía.

Por mucho que lo detestara, Mac tuvo que reconocer que el chico tenía parte de razón.

– ¿Y cómo van las cosas con la niña? -le preguntó el trabajador social, con la voz suave y amable.

Mac pensó en Emily. Su hija apenas le hablaba, se vestía monocromáticamente, comía de la misma forma y mantenía una distancia emocional con su entorno.

– Muy bien -dijo él, con desenvoltura-. No podría ir mejor.

Hollis suspiró.

– Pienses lo que pienses de mí, en lo personal, de veras quiero ayudar.

– Lo tendré en cuenta.

– Está bien. Nos veremos la semana que viene.


Mac se sentó al borde de la cama de su hija. Habían sobrevivido las veinticuatro primeras horas. No podía considerar que todo había sido una victoria, pero al menos no había sido un desastre total. Emi no hablaba mucho cuando él estaba presente, pero tampoco había dicho nada de marcharse. Él no creía que pudiera soportar aquello.

– ¿Qué tal el día? -le preguntó, aunque sabía que era mejor no hacerlo.

– Bien.

– ¿Qué le ha parecido Beverly a Elvis?

Ella sonrió ligeramente.

– Le ha caído bien.

– Elvis siempre ha tenido muy buen gusto con las mujeres. A mí me parece que es muy divertida.

– Me cae bien Jill.

Él pensó en la belleza esbelta de la casa de al lado.

– Ya me imagino.

– Hemos jugado a disfrazarnos para la cena. Me ha dejado que yo fuera la princesa y ella ha sido mi doncella.

– Qué amable -dijo, y se acercó a su hija para acariciarle el pelo-. Estoy muy contento de que estés aquí, Em. Te he echado mucho de menos.

Ella abrió mucho los ojos, pero no dijo nada.

Él esperó, con la esperanza de que hablara. Sin embargo, después de unos segundos, se inclinó hacia ella y le besó la mejilla.

– Que duermas bien, hija.

– Buenas noches.

Mac apagó la luz y salió de la habitación. Suspirando, bajó las escaleras. ¿Cómo iba a arreglar las cosas con su hija? ¿Cómo iba a conseguir hacer su trabajo, mantener contento a Hollis, curarse la brecha emocional y averiguar qué debería hacer después?

En aquel momento, oyó pasos en el porche de la casa y se dirigió a abrir la puerta principal. Jill le sonrió.

– Sé que no has cenado, así que te he traído lasaña -le dijo, mientras le tendía un plato cubierto con papel de plata.

– Nunca he sido capaz de resistirme a una mujer con comida -dijo él, y abrió de par en par para dejarle paso-. ¿Quieres hacerme compañía?

– Claro. ¿Ya está Emily acostada?

– Sí.

Ella le dio el plato y lo siguió a la cocina. Aquella casa era muy parecida a la de su tía, pero tenía más metros y un jardín más grande.

– ¿Te apetece tomar algo? -le preguntó él-. Cerveza, vino, cereales morados…

Jill se rió.

– ¿Qué tal una copa de vino? Sólo me he tomado una copa hace tres horas, así que no creo que esté en peligro.

– ¿No quieres repetir lo de ayer?

– Creo que no. Prefiero limitar mi número de desmayos al mínimo.

– Buena política.

Él sirvió dos vasos de vino y los dos se sentaron a la mesa. Cuando él retiró el papel de plata que cubría la lasaña, el delicioso olor que desprendía hizo que le rugiera el estómago.

– Mmm -dijo, al probarla-. Tu tía cocina maravillosamente.

– Estoy de acuerdo. Yo he repetido en la cena -le dijo ella-. Y tu hija también. ¿Quieres saber cómo hemos conseguidlo que Emily comiera lasaña?

Él miró la salsa de tomate que cubría la lasaña y recordó que su hija iba vestida de morado.

– ¿No protestó?

– Jugamos a disfrazarnos, y casualmente, el vestido de princesa que se puso Emily era de color rojo. No se cambió hasta después de cenar.

– Muy astuto.

– Fue cosa de mi tía, no mía. La idea se le ocurrió a ella.

– Siento que sea tan difícil.

– ¿Emily? No lo es. Es muy mona.

– Pero está pasando por una temporada difícil. El divorcio. El hecho de tener que estar aquí durante el verano.

– Claro. Todo eso será extraño para ella, pero si su peor reacción es intentar manipular un poco a los adultos que la rodean siendo caprichosa con la comida, creo que todo va a salir bien. Es una forma muy tranquila de desahogarse.

Él no lo había pensado de aquella manera. En algún momento del día, Jill se había soltado el pelo, y le caía como una cascada hasta la espalda. Tenía los rasgos delicados, la nariz recta y los ojos marrones y grandes. Había sido una niña muy mona, y se había convertido en una mujer muy bella. Recordaba vagamente que ella había estado enamorada de él cuando tenía quince o dieciséis años. Si estuviera mirándolo en aquel momento con los mismos ojos de cachorrito que cuando era adolescente, Mac no sabía si habría podido resistirse.

– ¿Qué tal te fue la reunión con el asistente social?

– No preguntes.

– ¿Tan mal?

– Peor. Es un idealista rígido y recién licenciado que piensa que los policías no son buenos padres. Tengo que ir a verlo todas las semanas, cuidar a Emily y no tener roces con la ley.

– A mí no me parece demasiado difícil, a no ser que estés pensando en cometer un par de delitos.

– Esta semana no -dijo él, y le dio un sorbo a su vino-. Sé que su trabajo es hacer que Emily esté segura. Yo también quiero lo mismo. Quiero que sea feliz. Lo que no quiero es tener que tratar con Hollis -terminó, encogiéndose de hombros-. Supongo que sobreviviré.

– Quizá puedas pillarle pasándose el límite de velocidad, y ponerle una multa. Eso sería divertido.

– Buena idea. Pondré en alerta a mis ayudantes.

– ¿Realmente te gusta estar aquí? ¿Eres feliz?

– Estoy contento de haber vuelto. Este es un gran lugar para crecer, como tú dijiste. Siempre me ha gustado el pueblo. Incluso cuando era un adolescente, y era tan rebelde.

– Entonces, ¿vas a quedarte para siempre?

– Me presento a sheriff en noviembre.

Jill se quedó sorprendida.

– ¿Son elecciones de verdad?

– No realmente. Nadie más está interesado en el puesto.

– Guau. Así que dices en serio lo de quedarte por aquí.

– Tan en serio como tú dices lo de marcharte.

– Creía que te gustaban las aventuras. ¿No eres tú el chico que se alistó en el ejército para ver mundo?

– Era una forma de escapar. Sabía que si me quedaba aquí no llegaría a ninguna parte. Tu padre me lo enseñó.

– A él le gusta salvar a la gente, a su manera entrometida. Cuando supo que había dejado a Lyle y que me habían despedido, me habló del puesto libre que había en el pueblo.

– Podías haberle dicho que no.

Jill se rió.

– Sí, supongo que sí. En teoría. Pero él es muy persuasivo. Además, no tenía ningún otro sitio al que ir. Me las arreglaré hasta que consiga un trabajo en otro sitio.

– Quieres volver a ser una abogada de la gran ciudad.

– Oh, sí.

Él terminó el último trozo de lasaña y apartó el plato.

– Vamos a ponernos cómodos -dijo él, y tomó la botella de vino y su vaso.

– De acuerdo.

Jill lo siguió hasta el salón, y allí se sentaron en el sofá. A Jill le encantaban el suelo de tarima maciza, la enorme chimenea y las altísimas ventanas. Durante el día, aquella estancia sería muy luminosa.

– Es una casa muy bonita.

– Es alquilada. Después de las elecciones compraré algo.

– Parece que estamos destinados a vivir puerta con puerta -dijo ella, bromeando-. Al menos, por el momento.

– Eso parece. Aunque, por supuesto, ahora es mucho más interesante.

Jill estuvo a punto de desmayarse de la impresión. ¿Estaba coqueteando con ella? Guau. Se le aceleró el pulso.

De pura diversión, a él le brillaron los ojos.

– ¿Acaso no estás de acuerdo?

– ¿Qué? Sí, claro que sí.

– Eres muy diferente de la adolescente que yo recordaba -dijo Mac-. Eras muy mona entonces, pero ahora eres espectacular.

¿Espectacular? Aquello estaba bien. Tuvo que hacer un esfuerzo para no pedirle que continuara, y en vez de aquello, se concentró en la desagradable verdad.

– A ti no te parecía mona. Al menos, no te lo parecía desnuda.

Él estuvo a punto de atragantarse con el vino.

– ¿Qué? Yo nunca te he visto desnuda.

Entonces fue Jill la que se quedó asombrada.

– Claro que sí. El día de mi decimoctavo cumpleaños. Habías venido a casa de permiso y yo me escondí en tu habitación. Quería que tú fueras el primero, pero tú no estabas muy interesado. O eso me pareció cuando te vi vomitar.

– Espera un segundo. ¿De qué estás hablando?

¿Era posible que no se acordara de aquello? Tenía que acordarse. Ella apartó la mirada para no sentirse más azorada aún por aquello que había sucedido una década atrás.

– ¿Te acuerdas de los permisos?

– Claro. Cuando venía, salía todas las noches con mis amigos, y un par de veces se nos fue totalmente de las manos y la borrachera fue tremenda. Era un chaval estúpido. Pero seguramente, me acordaría de haberte visto desnuda.

– Pues parece que no. No sé si debería echarme a reír o a llorar.

– ¿Por qué no me cuentas lo que pasó y yo te ayudo a decidirlo?

Él estaba sentado tan cerca que Jill sentía el calor de su cuerpo. Si se moviera un poco, se rozarían. Aquel pensamiento hizo que se le encogiera el estómago. Dejó el vaso de vino sobre la mesa y comenzó a explicarse.

– Como ya te he dicho, fue el día de mi cumpleaños. Salí a cenar con mi padre, y cuando él se acostó, yo me colé en tu casa. Tu madre ya estaba dormida, así que fui de puntillas a tu habitación y esperé a que llegaras a casa.

Recordó aquella noche, lo asustada y emocionada que estaba, y cómo pensaba que todo cambiaría. Y había cambiado, pero no del modo que se imaginaba.

– Tú siempre me decías que tener relaciones con una menor era un delito.

Él alargó el brazo y tomó un mechón de su pelo.

– Eso era para recordármelo a mí mismo tanto como a ti -le dijo él.

– ¿De verdad? -ella tuvo ganas de sonreír de oreja a oreja al oír aquello-. Si estás mintiendo, no me importa, aun así es muy agradable oírlo.

– Es la verdad. Así que allí estabas, esperando en mi habitación, lo cual me resulta bastante increíble. ¿Qué ocurrió?

– Lo único que no había imaginado que pudiera suceder. Entraste en la habitación, encendiste la luz y yo dejé caer mi vestido al suelo. No llevaba nada debajo. Tú me echaste un vistazo, echaste a correr hacia el baño y vomitaste.

Él se la quedó mirando sin dar crédito a lo que oía.

– No es verdad. Me acordaría de algo así.

– ¿Crees que me inventaría algo tan vergonzoso como eso? Eras el primer hombre que me veía desnuda. Me quedé emocionalmente marcada desde entonces.

Él le tomó la mano.

– Lo siento, Jill. No tenía nada que ver contigo. Como ya te he dicho, en aquella época salía muchísimo con mis amigos. Pero, ¿es cierto que te dejó realmente marcada? ¿Estás bien?

– Lo superé. No te preocupes, no pasa nada.

A Jill le gustaba sentir su mano entre las de él, y también la expresión de arrepentimiento que tenía en el semblante. Y, sobre todo, le gustaba la mirada cálida de sus ojos y que pareciera que él se estaba acercando lentamente. Ella también se inclinó hacia él.

– ¿Te gustaría que te compensara de algún modo? -le preguntó Mac, con la voz baja y tentadora, justo antes de besarla.

Jill no respondió nada, porque en el momento en que sus labios se rozaron, el cerebro dejó de funcionarle. Sólo era capaz de sentir a aquel hombre y la magia que obraba en ella.

Olía deliciosamente e irradiaba el suficiente calor como para que quisiera lanzarse a sus brazos. Instintivamente, inclinó la cabeza y, cuando sintió que él le rozaba los labios con la lengua para hacer que aquel beso se convirtiera en algo más íntimo, abrió la boca. Entonces, sintió el deseo, que le aceleró el pulso e hizo que le dolieran los pechos. Le apretó los hombros con las manos y notó sus músculos fuertes y tensos.

Entonces, Mac se apartó suavemente de ella y apoyó la frente en la de Jill.

– Besas con toda el alma -murmuró-. Eres el tipo de mujer del que mi madre me advirtió que me alejara. Sexy y peligrosa.

– Tú también eres bastante seductor.

– Entonces, ¿qué habría ocurrido hace diez años, si yo hubiera tenido sentido común y no hubiera pasado las noches de fiesta en fiesta?

– Tú eres el que tiene que decírmelo. Yo era la que hacía la oferta. ¿La habrías aceptado?

Él se rió.

– Sin dudarlo. Aunque tu padre nos habría matado a los dos.

– Bueno, supongo que nunca podremos saber si aquella noche habría cambiado nuestras vidas -dijo, pensando en que todo habría sido diferente si Mac hubiera hecho el amor con ella.

Nunca habría salido con Evan, y sin él, nunca se habría interesado en Lyle.

Mac la besó de nuevo, y después hizo que los dos se pusieran de pie.

– Y ahora deberíamos ser sensatos -le dijo, con sus manos agarradas-. Tengo una hija de ocho años durmiendo arriba.

– Exacto. Y yo acabo de pasar por una horrible ruptura, por no mencionar que sólo estoy de paso en el pueblo. Y además, tú tienes una relación personal con mi padre. Supongo que debería irme a casa.

– Gracias por traerme la cena.

– De nada.

Él la acompañó a la puerta. Entonces, le tomó la cara entre las manos y la besó exquisitamente, tanto que Jill notó que se le encogían los dedos de los pies.

– Nos veremos pronto -murmuró Mac.

Ella flotó hasta casa, transportada por la promesa de sus palabras.

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