Capítulo 5

Jill terminó de archivar lo que Tina había dejado del día anterior. Tenía la sensación de que Tina nunca iba a encontrar tiempo para hacer su trabajo. En aquel momento se había ido a llevar a su hijo a jugar con unos amigos, y le había dicho a Jill que volvería más tarde. Aun así, Jill no se esperaba ningún milagro.

Si la situación fuera diferente, buscaría a otra persona, a alguien que estuviera interesada en trabajar, al menos, parte del día. Sin embargo, no tenía sentido tomarse aquel trabajo. Había enviado dieciséis curriculum vitae a diferentes bufetes de todo el país. También había hecho cuatro llamadas aquella mañana para ponerse en contacto con licenciados de la Stanford Law School y hacerles saber que buscaba trabajo. Ninguno de ellos se había quedado muy sorprendido al saber que Lyle era una comadreja. ¿Acaso había sido ella la única que no había sido capaz de ver la verdad?

No tenía importancia. Nada que tuviera que ver con Lyle podría estropearle el buen humor después de lo que había pasado la noche anterior. Sonrió al recordar el beso de Mac y su atracción por ella. Después de pasar por tantas cosas, saber que Mac la encontraba atractiva era más estimulante que dieciséis horas en un balneario.

– Está bien, ha llegado el momento de concentrarse -se dijo mientras sacaba su cuaderno de notas-. Tengo que pensar en el trabajo, y no en Mac ni en el sexo.

Miró el reloj y se dio cuenta de que casi había llegado la hora en la que tenía la cita con Pam Whitefield. Pam Whitefield, o Pam Baughman, su verdadero apellido antes de casarse y después de divorciarse, era tres años mayor que Jill y que su mejor amiga, Gracie. Tres años mayor y años luz por delante de ellas en experiencia; al menos, así había sido en el instituto.

Pam había sido una de aquellas chicas doradas: guapa, rica y famosa. Quería ir a sitios y hacer cosas, y estaba interesada en cualquier chico que pudiera ayudarla a conseguirlo.

Durante su último año de instituto había decidido que aquel chico era Riley Whitefield, el enfant terrible local con un tío muy rico. Pam había visto el potencial, no de Riley en sí, sino de su futura herencia. Ésa había sido la teoría de Jill y de Gracie. Gracie había querido a Riley más incluso de lo que Jill había querido a Mac.

Ah, aquellos tiempos habían sido agridulces, pensó Jill. Dos chicas de catorce años enamoradas de dos chicos mayores que no les hacían ni caso.

El sonido de la puerta de la entrada hizo que Jill volviera a la realidad, y al instante, Pam Whitefield entró al despacho.

Seguía siendo la chica dorada de siempre. Tenía el pelo rubio, perfectamente peinado, la piel bronceada y los mismos ojos verdes. Llevaba un traje tan caro como el de Jill, e iba cuidadosamente maquillada. Al verla, Jill tuvo ganas de vomitar, pero después pensó que quizá ya no fuera tan mala. Al fin y al cabo, todo el mundo se merecía una segunda oportunidad.

– ¡Jill! -exclamó Pam, encantada, mientras se acercaba a su escritorio y le tendía la mano-. ¡Qué alegría volver a verte! Y qué traje. Estás estupenda.

– Gracias, tú también -le dijo Jill. Le estrechó la mano y después se sentó de nuevo-. ¿Qué tal estás? ¿Cómo te va?

– Estupendamente. He hecho algunas inversiones que me han dado buenos beneficios.

– Enhorabuena.

Jill observó la mano de la mujer, en busca de una alianza. Riley y ella no habían durado ni un año, justo como Gracie había predicho. Él se había marchado de Los Lobos, y nunca se había vuelto a saber de él. Pam se había quedado.

– Bien, ¿y en qué puedo ayudarte?

Pam suspiró.

– Estoy teniendo algunas dificultades con un inmueble que compré hace poco, y quiero demandar a la propietaria y a su agencia inmobiliaria por tergiversar los hechos.

Jill tomó un bolígrafo.

– ¿Cuál es la situación?

– Compré la vieja casa de los Ángel. ¿Te acuerdas de ella?

– Claro. Es una casa enorme que está en lo alto del acantilado, con unas vistas magníficas. Ya estaba un poco decadente cuando yo era niña.

– Pues ahora está mucho peor. La conseguí por un buen precio, pero pagué más de lo que vale por su fama.

– ¿A qué te refieres?

Pam suspiró de nuevo.

– Supuestamente, es una pista de aterrizaje de alienígenas.

– Ah, claro. Cuando éramos pequeños decíamos que había marcianos, y jugábamos a ver quién era lo suficientemente valiente como para acercarse y llamar a la puerta -dijo Jill. Sin embargo, en aquel momento tuvo un pensamiento inverosímil-. Pero tú no creerías que verdaderamente había extraterrestres, ¿verdad?

– Yo creía que había algo. Todo el mundo habla de ello. La propietaria incluso lo mencionaba en el folleto de venta -dijo Pam, mientras sacaba un cigarrillo y lo encendía-. El caso es que esas cosas de los alienígenas atraen mucho a los turistas, y yo quería abrir una casa de huéspedes. Pero si verdaderamente no hay marcianos, la casa no es más que un edificio que necesita una buena reforma y muchos muebles.

– ¿Me estás diciendo que pagaste más de lo que vale en el mercado porque pensabas que estaba habitada por marcianos?

– Sí. Y ahora que he averiguado que no es cierto, quiero recuperar mi dinero.

– Está bien. No sé qué tipo de jurisprudencia habrá sobre este caso. Tengo que investigar. Mmm… ¿Tienes la documentación de la venta? Si la propietaria anterior afirmaba que la casa tenía marcianos, verdaderamente eso le daría más fuerza a nuestra demanda.

– Te pasaré esa información esta semana.

– Muy bien -dijo Jill-. Necesito un adelanto de cinco mil dólares.

Jill nunca pedía una cantidad tan alta, pero tenía la esperanza de que aquello asustara a Pam. Sin embargo, no resultó. Mientras sacaba la chequera del bolso, Pam echó la ceniza en un platillo, aunque Jill no estaba segura de si aquello era un cenicero.

– Esto debe de ser todo un cambio para ti -le dijo Pam.

Escribió la cantidad en el cheque, lo firmó y se lo entregó.

– Tengo que admitir que nunca me había ocupado de un caso de alienígenas.

– Me refería al hecho de que hayas vuelto a Los Lobos -dijo Pam, mientras se levantaba y miraba a su alrededor-. Qué pesadilla. Todo el mundo pensaba que ibas a conseguir algo más. Supongo que nos equivocamos.

Se encaminó hacia la puerta y le dijo adiós con la mano.

– Espero noticias tuyas.

Jill estaba demasiado estupefacta por el insulto como para articular palabra. Había sido una ingenua por esperar que Pam hubiera cambiado. Sin embargo, no pudo pensar en aquello mucho más, porque Tina había vuelto y se acercaba a ella con una planta.

– Te han enviado esto -le dijo, entusiasmada-. Es un ficus precioso, y Annie, la de la floristería, me dijo que era de Gracie Landon. ¿Es de nuestra Gracie?

– Eh… sí -respondió Jill, aunque no estaba muy segura-. Nosotras seguimos siendo amigas.

– Sé que yo era unos años mayor que vosotras, chicas, pero adoro a Gracie. Es una leyenda. La gente todavía habla de todo lo que hizo para conseguir al hombre al que quería.

Jill cerró los ojos. Gracie no se pondría muy contenta si supiera que sus hazañas de adolescente para que Riley se fijara en ella eran comentadas por todo el mundo.

– Es una planta preciosa. Tiene una tarjeta -le dijo Tina, y Jill se vio obligada a leer la cariñosa dedicatoria de su amiga en voz alta.

– Imagínate. Gracie Landon. ¿Te acuerdas de aquella vez que Riley y Pam fueron en coche hasta el acantilado y Gracie los siguió en bicicleta y les echó una bolsa de grillos por la ventanilla?

Jill recordaba muy bien todas las locuras que había cometido Gracie para evitar que Riley y Pam se vieran. Incluso había llegado a decirle a Riley que se mataría si él seguía saliendo con Pam. Gracie había dicho a los cuatro vientos que a Pam no le importaba Riley, y que lo único que le importaba realmente era la fortuna que él heredaría algún día de su tío. Sin embargo, nadie le había hecho caso. Jill suponía que su divorcio, menos de cinco meses después de haberse casado, sería una especie de victoria para su amiga. Pero para Gracie, aquellas noticias habían llegado demasiado tarde. Se había marchado de Los Lobos con el corazón roto por lo que había considerado la última traición de Riley y nunca más había vuelto.

– Gracie es asombrosa -le dijo Tina a Jill-. Nadie sabe lo que es querer a alguien hasta que no se ha querido como ella. Por favor, salúdala de mi parte cuando hables con ella.

– Está bien -dijo Jill, con un suspiro.

Entró en su despacho con el ficus, lo colocó junto a la ventana, se sentó ante su escritorio y marcó el número de su amiga.

– Llamo para darte las gracias -le dijo a Gracie cuando su amiga contestó el teléfono.

– Sé que eres mortífera con las plantas -respondió Gracie, riéndose-, pero me parece que ni siquiera tú serás capaz de matar a un ficus.

– Eso espero. Has sido muy buena por pensar en mí.

– ¿Estás de broma? Has vuelto a Los Lobos. Tienes toda mi solidaridad.

– ¿Y qué te parece si, en vez de ser solidaria, vienes a hacerme una visita? Podría llorar en tu hombro.

– ¿Van tan mal las cosas?

Jill miró a los peces y suspiró.

– Bueno, podría ser peor.

– Sí, yo podría estar ahí contigo. Aunque eso es algo que nunca va a suceder. He jurado que nunca volvería allí por nada del mundo.

– Yo también lo había jurado, y mírame.

– Buena observación. En serio, ¿qué tal van las cosas?

– Estoy bien. Tengo algunos casos interesantes. Adivina quién ha venido esta mañana.

– ¿Quién?

– Pam Whitefield.

Gracie se rió.

– Mi primer impulso ha sido insultarla, así que creo que tengo algunos asuntos sin resolver.

– Probablemente. Pam sigue siendo una bruja.

– Pero está soltera, ¿verdad? Me late el corazón con más fuerza cuando pienso que nadie quiere casarse con ella.

Jill soltó una carcajada.

– Sí, está soltera. Pero hay algo más. Parece que tu reputación no ha muerto, como a ti te habría gustado que sucediera.

– No. No me digas eso. Ésa es una de las razones por las que nunca he vuelto y he conseguido convencer a toda mi familia de que vengan a visitarme a Los Angeles durante las vacaciones.

– Pues sí. Tina, mi secretaria, me ha hablado hace menos de cinco minutos de la leyenda de Gracie, y acerca de cómo amabas…

– Por favor. No puedes estar hablando en serio.

– Creo que sí. Esto nos ha sobrepasado a las dos.

– No puedo creerlo. Cuando pienso en todo lo que le hice a aquel pobre hombre. Riley debe de tener calambres cada vez que se acuerda de mí.

– Seguro que ya se ha recuperado.

Jill no sabía si debía contarle a Gracie lo que había ocurrido con Mac. Ellas dos no tenían secretos, pero Jill no estaba segura de si debía explicarle algo tan íntimo a Gracie con Tina en la sala de al lado.

– Te llamaré en un par de días -le dijo, en vez de contárselo.

– De acuerdo. Yo estoy en plena temporada de bodas, desbordada de trabajo. Tengo tartas por todas partes.

Gracie había estudiado gastronomía y repostería. En Los Ángeles se había especializado en tartas de bodas, y tenía una gran reputación y demanda entre los ricos y los famosos.

Después de despedirse de Gracie, Jill se quedó con una sonrisa en los labios. Aunque Gracie se hubiera marchado de Los Lobos a los quince años, habían seguido siendo grandes amigas.

Miró el reloj y se puso a trabajar. Después iría a ver el coche de Lyle. Había planeado darse una vuelta con él y posiblemente aparcarlo en la zona de carga y descarga del supermercado del pueblo.


Mac estaba en la sala de juntas con todo el personal de la comisaría. Tenía a su cargo diez ayudantes a tiempo completo, tres a jornada parcial, un detective, cinco auxiliares administrativos y cuatro administrativos, incluida Wilma, y aquella tarde los había reunido para organizar el trabajo del día de la fiesta nacional, el Cuatro de Julio.

Todo el mundo trabajaba bien, aunque algunos mejor que otros. Sin embargo, el único que había provocado algunos problemas durante las tres semanas que Mac llevaba trabajando allí había sido el nuevo ayudante, D.J. Webb. D.J. tenía mucho entusiasmo y disposición, pero ninguna experiencia para contenerlos. Y aquella combinación no satisfacía en absoluto a Mac.

– Este verano tenemos más turistas de lo normal, pero nos las estamos arreglando muy bien -les dijo-. Sin embargo, la próxima semana, como todos sabéis, se celebra el Cuatro de Julio y tenemos que estar más atentos que nunca. El pueblo y las playas estarán abarrotados. Así que lo mejor será que recojamos a todos los borrachos y los tipos difíciles y los metamos en el calabozo directamente. Hay sitio reservado, ¿verdad, Wilma?

– Claro.

– Bien. También tendremos que ser lo más amables posible, para no causar problemas añadidos.

– ¿Y si hay algún atentado terrorista? -preguntó D.J.

Los demás se miraron con sorna, y Mac comenzó a notar cierto dolor de cabeza.

– Nosotros no somos objetivo terrorista, D.J.

– No, hasta el momento. Pero tendríamos que entrar en las bases de datos federales y averiguar lo que deberíamos hacer por si acaso.

– Gracias por la sugerencia -respondió Mac, y miró a su alrededor en la sala-. Y ahora, si nadie tiene nada más que decir, mirad mañana en el tablón de anuncios. Pondré el horario de todo el mundo durante la semana de las fiestas.

La gente se levantó y comenzó a salir de la sala de juntas. Wilma se esperó hasta que estuvieron solos y le dio a Mac unos golpecitos en el brazo.

– D.J. es un poco exaltado, pero madurará.

– No sé si podré esperar.

La mujer sonrió.

– Yo sé de primera mano que tú también fuiste un jovencito bastante salvaje.

– Eso sí tengo que admitirlo.

– ¿Tienes alguna historia interesante que contar?

– Sí -respondió Mac, riéndose-. Cuando tenía diecisiete años, le robé el Cadillac al juez Strathern por una apuesta.

Wilma abrió unos ojos como platos.

– ¿Y qué ocurrió?

– Por supuesto, la policía me pilló conduciendo a toda velocidad sin carné y me metieron en el calabozo. A la mañana siguiente, el juez vino a la comisaría, me sacó de la celda y me metió en el coche. Me llevó a la cárcel de Lompoc y me dejó allí a pasar el día. A las tres y media de la tarde ya me había dado cuenta de adónde podía llegar si continuaba comportándome de aquella forma. De vuelta a Los Lobos, el buen juez me habló de que había que respetar la ley, y me sugirió que me enrolara en el ejército cuando terminara el instituto. Se puede decir que me salvó el pellejo.

– Es un buen hombre -dijo Wilma-. Y tú también. Ten paciencia con D.J.

– Lo intentaré.

– Eso es lo que hacemos todos con las cosas difíciles -le dijo ella, mientras caminaba hacia la puerta. Después hizo una pausa y se volvió a mirarlo-. Jill se parece mucho a su padre en el carácter, aunque no físicamente.

Mac pensó instantáneamente en los besos que se habían dado. Se había pasado casi toda la noche sin dormir cuando ella se había marchado a su casa.

– Tienen muchas cosas en común, pero ella tiene su propia personalidad.

– Y además, es muy guapa.

– No me había dado cuenta.

Wilma se rió.

– No eres muy bueno mintiendo, Mac. No intentes ganarte la vida jugando al póquer.

– Nunca se me había pasado por la cabeza semejante cosa.


Jill volvió a las cinco y media a casa, después de comprobar, un poco desanimada, que el coche no tenía un solo rasguño y de dejarlo aparcado en la zona de aparcamiento del supermercado. Esperaba que con aquella medida solucionaría el problema. Cuando entró por la puerta, saludó a su tía.

– ¡Hola! Soy yo -dijo.

Bev respondió desde la cocina, y ella entró y le dio un beso en la mejilla.

– ¿Qué tal el día?

– Bastante bien, salvo por el detalle de que Pam Whitefield me ha insultado.

– Bueno, no le cae bien a nadie, así que su opinión no cuenta. Por cierto, cariño, lee esto -le dijo su tía, y le tendió una nota.

Jill la leyó.

– Oh, Dios mío. ¿Y es obligatorio?

– El alcalde te ha invitado amablemente a que te unas al comité de preparativos del centenario del muelle. Van a celebrar una reunión esta noche. ¿No crees que deberías ir?

– No. No voy a estar aquí tanto tiempo. No quiero involucrarme en algo que luego voy a tener que dejar a medias. Además, nunca me ha gustado el muelle, y el alcalde no me cae bien. Creo que les mira a las mujeres debajo de la falda.

Bev abrió la nevera y sacó una fuente de pollo marinado. La dejó sobre la encimera y miró a Jill muy seriamente.

– ¿Le has visto alguna vez hacer eso?

– No, pero parece del tipo de hombres que lo hace -respondió su sobrina, y dio una patada en el suelo como si tuviera siete años-. Oh, Dios, odio esto. Sólo iré si puedo repetir el postre.

– Puedes. Incluso te echaré las cartas, si quieres.

– No. No estoy preparada para conocer mi futuro, pero gracias por ofrecérmelo -dijo, y se miró el traje-. Tengo que cambiarme. No quiero hacer nada de esto -dijo quejumbrosamente.

– Lo sé, cariño, pero es por tu bien.

– Eso decías siempre que tenía que ir al dentista.

– ¿Y no tenía razón?

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