Jill se despertó en la oscuridad al oír el sonido del reloj de cuco. Contó diez campanadas y después apartó la manta y se incorporó. Al principio no supo cómo se había quedado dormida en un sofá, pero poco a poco, recordó que después de llegar a casa de su tía había ingerido una buena cantidad de coñac.
La quietud de la casa le indicó que su tía también se había acostado. No era de extrañar: aquéllos a los que les gustaba levantarse temprano para ver el amanecer tenían que acostarse temprano. Jill prefería la puesta de sol, aunque aquel día, se la había perdido al quedarse dormida por la borrachera.
– Habrá otra puesta de sol mañana -se dijo.
Se levantó, esperándose un buen dolor de cabeza o la visión doble. No ocurrió ninguna de las dos cosas. En realidad, se encontraba muy bien.
Fue a la habitación de invitados y sonrió al ver que su tía le había abierto la cama y le había dejado en la mesilla un vaso de agua y un paquete de Alka Seltzer.
– Una mujer asombrosa.
Jill no se acostó, sino que fue hacia su maleta y sacó sus cosméticos. Después de ducharse y lavarse el pelo, se sintió prácticamente normal. Bajó al porche trasero de la casa con un cepillo, y se sentó en los escalones que bajaban a la hierba del jardín. La brisa nocturna era fresca y agradable. En el cielo brillaban un millón de estrellas, que no había podido ver cuando estaba en la ciudad. Supuso que habría mucha gente que pensaría que la vida era perfecta en aquel pequeño pueblo en el que podían dejar las puertas de las casas abiertas y mirar las estrellas, pero se equivocaban de cabo a rabo.
Se quitó la toalla del pelo mojado y alzó el brazo para comenzar a cepillárselo. Sin embargo, se quedó petrificada en aquella posición. La puerta trasera de la casa de al lado se abrió, y alguien salió. Incluso a la débil luz del porche, reconoció a un hombre alto, de hombros anchos.
Mac.
Las posibilidades de que estuviera visitando a un vecino a aquellas horas eran escasas, lo cual significaba que probablemente fuera el vecino de la puerta de al lado de su tía. Aquello era otro síntoma más de lo mal que iba su vida en aquel momento. Sin duda, se habría mudado allí con su mujer y su…
Comenzó a recordar algo vagamente. Algo acerca de un hijo. ¿Una hija, quizá? Pero no acerca de una esposa. Al menos, no la madre de la niña. ¿O era sólo lo que ella quería? Al recordar que se había desmayado en su presencia, sintió horror.
Se movió para levantarse silenciosamente y entrar en la casa sin que la viera, pero la madera del porche crujió, y Mac se volvió hacia ella.
– ¿Qué tal estás? -le preguntó, acercándose.
Su voz resonó suavemente en la oscuridad.
Aquel sonido le rozó la piel a Jill como si fuera terciopelo sobre seda. Se le encogió el estómago, y su mente dejó de funcionar racionalmente.
– Ah, mejor. Lo necesitaba.
– ¿La siesta, el coñac o el desmayo?
– Quizá las tres cosas.
Él se detuvo frente a ella y se apoyó en la barandilla, con una media sonrisa.
– ¿Recuerdas algo de lo que ocurrió esta tarde?
Tuvo la sensación de que no estaba hablando del viaje desde San Francisco. Aquella pregunta hizo que se sintiera insegura.
– ¿Por qué? ¿Hice algo memorable antes… eh… de desmayarme? -¿habría vomitado, o algo por el estilo?
– No. Te quedaste muy callada, se te cayó la leche de las manos y después te desmayaste.
– Genial -dijo, y recordó el momento en el que se había despertado-. ¿Cómo llegué al sofá?
La media sonrisa de Mac se transformó en una sonrisa de oreja a oreja.
– Gracias.
¿La había llevado él? ¿Había estado realmente en brazos de Mac y no había estado consciente en ese momento? ¿Podría ser la vida aún más injusta?
– Ah, gracias. Ha sido muy amable por tu parte.
Lo que ella quería saber era si él había disfrutado de aquella experiencia, si había pensado que era algo más que una tarea, si alguna vez ella se le había pasado por la mente en los diez años anteriores. El bajó los peldaños y se sentó. Su muslo estaba muy cerca de los dedos de los pies de Jill, que estaba descalza. Si movía el pie un centímetro, se estarían tocando. Jill comenzó a pasarse el cepillo por el pelo mojado y se tragó un suspiro de frustración. Uno pensaría que debía ser más madura que antes, pero podía equivocarse.
– Así que has vuelto al pueblo -dijo ella, al ver que no se le ocurría un tema de conversación más interesante.
– Justo a la puerta de al lado -dijo él, señalando su casa.
– ¿Con tu hija? -le preguntó Jill, con la esperanza de haber recordado bien.
El buen humor se borró de la expresión de la cara de Mac, y se transformó en tensión y dolor.
– Emily.
– Estoy segura de que se lo pasará muy bien en Los Lobos. Es un lugar estupendo para los niños, sobre todo, en verano -Jill no había comenzado a sufrir las restricciones de la vida en un pueblo pequeño hasta que había entrado en el instituto.
– Eso espero. Hacía tiempo que no la veía. Después del divorcio… -dijo, y se encogió de hombros, lo cual no explicaba demasiado.
– ¿Ha tenido su madre una actitud difícil? -le preguntó ella.
– No. Carly ha sido estupenda. Fue culpa mía. Me alejé durante un tiempo, y eso le hizo daño a Emily. Ella es sólo una niña, y yo debería haberme dado cuenta. Quiero la custodia compartida, pero tengo que ganarme ese privilegio. Eso es lo que voy a intentar este verano.
Cuando se quedó en silencio, Jill tenía más preguntas que respuestas en la cabeza, pero pensó que sería mejor no presionar.
– Espero que las cosas funcionen.
– Yo también. Emily es lo más importante de mi vida -dijo él, y volvió a sonreír-. Tu tía ha accedido a ayudarme a cuidarla durante la jornada de trabajo. ¿Debería pensármelo de nuevo?
– ¿Por lo que dije antes de que no le gustan los niños?
Él asintió.
Jill hizo un gesto negativo.
– No. A mi tía no le gustaba mucho dar clases, pero siempre fue maravillosa cuando yo era niña.
– Es bueno saberlo -dijo él.
– Tu hija ha llegado antes, ¿no? ¿Qué tal ha ido todo?
Mac miró hacia la casa.
– Bien. Carly la ha traído desde Los Angeles y se quedó hasta que fue la hora de acostarse. Yo sólo tuve que quedarme en un segundo plano. El examen de verdad llegará mañana por la mañana.
– La quieres -le dijo Jill-. Y eso cuenta mucho.
– Eso espero.
Jill iba a extenderse en aquel punto pero recordó que su experiencia con los niños era nula. No era porque ella no hubiera querido tenerlos. Pero la comadreja mentirosa pensaba que debían esperar y, por motivos que ella no tenía nada claros, habían esperado. Por supuesto, en aquel momento estaba contenta. Los niños habrían complicado el divorcio.
– ¿Y por qué has vuelto tú a Los Lobos? -le preguntó Mac-. ¿Estás de vacaciones? Lo último que supe de ti era que estabas ejerciendo como abogada en un bufete importante en San Francisco.
Jill notó que se le abrían los ojos como platos. ¿Él sabía algo de su vida? ¿Había estado preguntando? ¿Había pensado en ella? ¿Había…?
Rápidamente, se apartó aquellas preguntas de la cabeza. Lo único que ocurría era que Mac había oído los cotilleos de un pueblo. No había nada por lo que emocionarse.
– Lo estaba hasta hace poco tiempo -respondió-. Trabajaba para un bufete en San Francisco. Estaba a punto de convertirme en asociada -resumió, mientras seguía cepillándose el pelo.
– ¿En pasado?
– Sí. Mi marido, que será ex marido en poco tiempo, se las arregló para que me despidieran. Además, consiguió mi ascenso, mi despacho con un ventanal a la bahía y nuestro piso -dijo-. Aunque, por supuesto, no podrá quedarse con el piso. Es un bien ganancial. También me engañó con su secretaria. Lo vi todo, y deja que te diga que es una imagen que quiero borrarme de la mente lo antes posible.
– Eso es mucho para un día. ¿Cómo consiguió que te despidieran?
– Todavía estoy intentando averiguarlo. Yo conseguí muchos clientes para el bufete. Más que ningún otro abogado asociado. Pero, cuando me despidieron, no me permitieron hablar con ninguno de los socios mayoritarios para averiguar qué había sucedido. He enviado un par de correos electrónicos y de cartas, así que ya veremos. Mientras, he vuelto temporalmente a Los Lobos a llevar el pequeño despacho de Dixon & Son.
– Y no estás muy contenta que digamos.
– Ni un poco -respondió.
Intentaba convencerse de que, al menos, estaría trabajando de abogada, pero no podía.
– Entiendo que el señor Dixon no tenía un hijo.
– Pues parece que no. También es posible que el hijo no esté interesado en llevar el despacho familiar. Así que aquí estoy yo -dijo. Bajó el cepillo y esbozó una sonrisa forzada-. Soy una letrada a tiempo parcial. El resto del tiempo estaré planeando la venganza contra Lyle.
– ¿Tu ex?
– Sí.
– Si la venganza implica que vas a vulnerar la ley, no quiero saberlo.
– Me parece justo. Sin embargo, probablemente no haré nada ilegal. No quiero que me inhabiliten para ejercer la abogacía -aquello reducía las posibilidades, pero no tenía importancia. Tendría que ser aún más creativa-, ¿Han empezado ya los campeonatos de béisbol de verano? -le preguntó.
Mac asintió.
– Claro. Hay partido todos los fines de semana.
– Magnífico. Empezaré a aparcar justo al lado del campo de entrenamiento. Se escaparán un montón de bolas.
Él hizo un gesto de desagrado.
– ¿Es ese 545 el coche de Lyle?
– Es un bien ganancial. Lo compró con el activo conjunto.
– Si yo fuera tú, tomaría nota de eso para decírselo al juez.
– Lo haré.
Él se rió.
Jill se acercó las rodillas al pecho y suspiró. Aquello era muy agradable. Divertido. Si ella hubiera tenido dieciséis años, hablar con Mac en la oscuridad habría sido la respuesta a todas sus plegarias. A los veintiocho, no estaba nada mal, tampoco.
– ¿Por qué has venido aquí? -le preguntó él-. Podrías haber conseguido un trabajo en cualquier sitio.
– Gracias por el voto de confianza. Es algo temporal. En realidad, fue idea de mi padre.
Mac se la quedó mirando fijamente.
– ¿Te lo sugirió él?
– Oh, sí. Cuando le conté lo que había pasado, me dijo que aquí había una plaza vacante. Uno podría pensar que al haberse cambiado al otro lado del país ya no se entrometía tanto en los asuntos del pueblo, pero no es así. Es como si todavía estuviera al otro lado de la esquina, en vez de en Florida.
– Pues sí -convino Mac-. Fue el juez Strathern el que me dijo que el puesto de sheriff de Los Lobos estaba vacante.
Jill no sabía qué la había sorprendido más, si que su padre se mantuviera en contacto con Mac o si que Mac todavía se refiriera a él de una manera tan formal. Se conocían desde hacía muchos años. Mac había crecido, prácticamente, en la casa de su padre. Por supuesto, el hecho de que Mac fuera el hijo del ama de llaves probablemente ponía su relación a un nivel diferente. Aunque a ella aquellas cosas no le importaban en absoluto. Cuando era una adolescente, sólo le importaba lo estupendo que era Mac y cómo su corazón aleteaba como un colibrí cuando él le sonreía.
– Así que mi padre tiene la culpa de que ambos estemos aquí -dijo-. Aunque tú estés a gusto.
– Quizá el pueblo comience a gustarte.
– No creo.
Jill comenzó a pasarse los dedos entre el pelo y se dio cuenta de que había comenzado a secársele. En cuestión de minutos se convertiría en una masa de rizos salvaje. Comenzó a hacerse una trenza.
– No recordaba que tuvieras el pelo tan rizado -dijo él, observándola.
– Tiene vida propia. Me lo aliso con una combinación de productos y de fuerza de voluntad, todos los días.
– ¿Y por qué te tomas tantas molestias?
Hombre tenía que ser.
– Para mantenerlo controlado y aparentemente normal.
– El pelo rizado es sexy.
Aquellas sencillas palabras consiguieron que a Jill se le encogiera el estómago y se le secara la boca. Tuvo ganas de soltarse la trenza y sacudir la cabeza hasta que todos los rizos estuvieran en su lugar. Tuvo ganas de bailar por el césped y anunciarle al mundo entero que Mac pensaba que ella tenía un pelo sexy.
– Sobre todo cuando es largo, como el tuyo.
Aquello iba mejor y mejor.
– Gracias.
Oh, su voz sonaba tan despreocupada… Afortunadamente, él no podía ver el coro de hormonas que estaban acompañándola.
Mac se puso de pie.
– Ha sido muy agradable hablar contigo, Jill. Pero ahora tengo que volver a casa y ver si Emily está bien. No quiero que se despierte y se vea sola en la casa.
– Claro, por supuesto.
Ella contuvo un suspiro de tristeza y se las arregló para no decir lo mucho que deseaba seguir hablando de su pelo un ratito más. Quizá otro día.
Le dijo adiós mientras Mac entraba en su casa, y después ella se levantó para entrar también. Sin embargo, se quedó helada con la mano sobre el pomo de la puerta.
¿Quizá otro día? ¿Era posible que ella hubiera pensado aquello? No, no, no, y no. No habría otro día, ni nada por el estilo. Mac era el sheriff de un pequeño pueblo, con una niña, y ella era un tiburón de bufete de abogados de una gran ciudad, y estaba nadando hacia la libertad. No quería quedarse atrapada allí en Los Lobos. Quería ganar dinero y tomarse una gran venganza contra la comadreja mentirosa. El chico impresionante de la casa de al lado no formaba parte de su plan.
Y, en caso de que cayera en la tentación, sólo tenía que acordarse de lo que había ocurrido la última vez que se había lanzado a aquel chico en cuestión.
Le había echado un vistazo a su cuerpo desnudo y había vomitado. Allí tenía una buena lección, una que no podía olvidar.
Emily Kendrick se frotó los ojos cerrados tanto como pudo. No iba a llorar. No. A pesar de que tuviera que pasarse el verano con su padre y su madre no estuviera allí, y nada hubiera estado bien desde hacía mucho tiempo, no iba a llorar.
Oía ruido abajo. Alguien estaba en la cocina. Antes se hubiera reído al pensar que su padre estaba cocinando. Algunas veces lo hacía, algún domingo por la mañana, o cuando ella estaba enferma y él se quedaba en casa con ella. Entonces, hacía cosas divertidas para comer, como sándwiches de queso calientes en forma de barco, o palomitas de maíz caramelizadas en una sartén. Siempre la dejaba que ayudara. Siempre…
Notó un nudo en la garganta, pero tomó aire para calmarse. No iba a pensar en aquello de nuevo. No quería pensar en el tiempo en que las cosas eran fantásticas, y su padre la lanzaba por el aire y la quería, y su madre y él se reían todo el tiempo. No iba a pensar en aquello ni tampoco en el día en que su madre se la había llevado lejos y su padre no había vuelto a encontrarlas.
Se acercó a la cama que acababa de hacer y tomó a Elvis. El rinoceronte se dejó abrazar como siempre, e hizo que Emily se sintiera mejor.
– Mamá nos ha dejado -le dijo al oído, como siempre que le contaba un secreto-. Se marchó anoche. Me dejó en la cama, y yo estoy enfadada con ella.
Emily no quería estar enfadada con su madre, pero era más seguro. Le gustaba estar enfadada porque cuando lo estaba no la quería tanto.
– Tenemos que estar aquí todo el verano, con una señora, porque mi padre tiene que trabajar. Es el sheriff.
Ella no sabía qué significaba ser el sheriff. Antes, su padre era policía, y a ella le gustaba su aspecto con el uniforme, porque parecía muy valiente y muy grande, y ella sabía que siempre haría que estuviera segura. Sin embargo, él la había abandonado, y se suponía que los padres no hacían aquello. Se suponía que siempre estaban con sus hijas.
Ojalá su madre la hubiera dejado quedarse con ella en casa. Emily le había prometido que sería muy buena, que limpiaría su habitación y que no vería mucho la televisión, pero no había importado. Su madre la había llevado allí y se había marchado.
A Emily le rugió el estómago. Tenía hambre porque no había comido demasiado la noche anterior.
Sigilosamente, abrió la puerta de su cuarto y salió al pasillo. La casa era vieja, pero bonita. Grande, con dos pisos y muchos árboles grandes. Su madre le había dicho que el mar estaba muy cerca y que su padre la llevaría a jugar a la playa. A Emily le había gustado aquello, pero no había dicho nada.
Bajó las escaleras lentamente. Olía a beicon y a tortitas, y comenzó a hacérsele la boca agua. Agarró a Elvis con fuerza y, finalmente, llegó a la puerta de la cocina.
La cocina era muy grande y tenía muchas ventanas. Su padre estaba junto al fuego, tan alto y fuerte como ella lo recordaba. Durante un segundo, casi echó a correr para que la tomara en brazos. Quería que la abrazara y le dijera que era su niña preferida.
Notó una opresión en la garganta y comenzó a darle vueltas el estómago. Y cuando él se dio la vuelta y la sonrió, fue como si se le hubieran quedado los pies pegados al suelo.
– Hola, hija. ¿Qué tal has dormido?
– Bien -susurró ella.
Se quedó esperando el abrazo, o un guiño, o algo que le dijera que seguía siendo su niña preferida. Se inclinó un poco hacia él para oírle decir que la quería y que estaba muy contento de que estuvieran juntos. Que la había echado de menos y que la había buscado todos los días pero que no había podido encontrarla.
Pero él no lo hizo. En vez de eso, separó una silla de la mesa y le indicó que se sentara.
– Siéntate. He hecho tortitas, porque sé que te gustan. Ah, y beicon.
Emily sintió algo muy frío por dentro. No quería tortitas, quería a su padre.
Él esperó hasta que ella se hubo sentado y después acercó la silla a la mesa. Emily dejó a Elvis en la mesa, junto a su sitio, y esperó hasta que él puso tres tortitas en su plato. Después puso el beicon. Ella miró la comida y el zumo de naranja que tenía en el vaso. Era raro que ya no sintiera hambre en absoluto. No sentía nada.
– Aquí tienes fresas -le dijo él, poniéndole un cuenco de fruta junto al vaso de zumo.
Emily se irguió y apartó cuidadosamente el plato.
– No, gracias -dijo, en voz muy baja.
– ¿Qué? ¿No tienes hambre?
Ella quiso agarrar a Elvis y abrazarlo, pero entonces su padre se daría cuenta de que estaba asustada y triste. En vez de eso, se apretó tanto las manos que se le hundieron las uñas en la piel.
– El color está mal -dijo Emily, intentando hablar un poco más fuerte-. Voy vestida de morado.
Él le miró la camiseta y los pantalones cortos.
– ¿Y?
– Si voy vestida de morado, sólo puedo comer cosas moradas.
Su padre tenía los labios apretados y los ojos entrecerrados, y no tenía pinta de estar muy contento. Pero ella no se rendiría. No podía.
– ¿Desde cuándo? -le preguntó él-. ¿Desde hace cuánto tiempo coordinas la comida con el vestuario?
– Desde hace un tiempo.
– Ah.
Todavía no eran las ocho de la mañana y Mac ya estaba cansado. Demonios, no quería dejar que Emily ganara aquella batalla. Sentaría un precedente y lo acorralaría.
– Espera aquí -le dijo a su hija.
Salió de la cocina y entró en el pequeño despacho que había junto al vestíbulo de la casa para llamar a Carly. ¿Por qué no le habría advertido lo que estaba ocurriendo con Emily? Habían estado juntos la noche anterior.
Completamente irritado, casi no se dio cuenta de que era un hombre el que respondía la llamada.
– ¿Diga?
– ¿Eh? -Mac iba a empezar a decir que se había confundido de número, cuando se dio cuenta de que quizá no fuera así-. ¿Está Carly?
– Sí, ahora se pone.
– Soy Mac -añadió él, sin estar seguro de por qué.
– Un momento.
Mac oyó el sonido del auricular sobre la mesa, y después unas voces suaves, aunque no distinguió lo que decían. Era evidente que Carly estaba saliendo con alguien y que el hombre en cuestión había pasado la noche allí. Mac asimiló la idea y después sacudió la cabeza. No le importaba si ella se acostaba con toda la Liga Nacional de Fútbol siempre y cuando no lo hiciera delante de su hija.
– ¿Mac? ¿Qué ocurre?
– ¿Por qué no me dijiste que sólo come cosas del color de la ropa que lleva?
Desde trescientos kilómetros de distancia, Mac oyó el suspiro de su ex mujer.
– ¿Está haciendo eso? Lo siento muchísimo. Esperaba que lo hubiera dejado. Hablamos del tema.
– Ella y tú hablasteis del tema. Pero a mí no me lo dijiste.
– Debería haberlo hecho.
– ¿Cuánto tiempo lleva haciendo esto?
– Unas seis semanas. He hablado con la pediatra. Ella piensa que Emily lo hace para sentir que tiene algo de control en su vida, y quizá una forma de que nosotros hagamos lo que ella quiere. No pudo decir nada respecto a nuestro divorcio, o a que tú te marcharas. Nos está castigando.
– ¿Y no podría tener una rabieta y ya está?
– Dímelo a mí.
Él se sentó en el escritorio.
– ¿Y cómo funciona esto? Anoche sí cenó.
– Claro. Iba vestida de rojo. Llevé espaguetis con tomate, ensalada de lechuga roja y tarta de fresa de postre. ¿Qué lleva ahora?
– Unos pantalones cortos y una camiseta morados. He hecho tortitas y beicon, pero no les ha hecho ni caso.
– Los arándanos están bien en los días morados. Aunque… cuando estuve con la pediatra, la semana pasada, también me dijo que si queríamos resistirnos ante ella y no darle lo que quería, finalmente el hambre la haría comer.
¿Matar de hambre a su hija? No podría hacerlo.
– ¿Y funcionó?
– Fui demasiado gallina como para intentarlo.
– Estupendo. Así que, ¿tengo que ser yo el malo?
– Era sólo una sugerencia. Tú tendrás que hacer lo que creas que es más conveniente.
El instinto le dijo que esa pediatra tenía razón, que Emily tendría hambre al final y comería. Pero, ¿quería él empezar el verano así? Y también estaba el asunto del trabajador social. No podía pensar en una entrevista con él en la que Emily se quejara de que su padre llevaba dos días sin darle de comer.
– ¿Y cómo demonios voy a saber lo que es mejor?
– Siempre fuiste un buen padre, Mac.
– Claro. Hasta que desaparecí de su vida. Un héroe, ¿no?
Carly se quedó en silencio durante un par de segundos, y después le dijo:
– Emily no sabe que estoy saliendo con alguien. Brian y yo llevamos viéndonos dos meses, pero no los he presentado todavía.
A él no le importaba que su ex mujer saliera con otro hombre, pero detestaba pensar que su hija tuviera otro padre en su vida.
– No se lo diré -dijo.
– Gracias. Ojalá pudiera ayudarte más con el asunto de la comida.
– Me las arreglaré. Supongo que en algunos tribunales, el juez diría que me lo he ganado.
– Los dos tenéis que daros tiempo -le dijo Carly-. De eso trata este verano.
– Lo sé. Te enviaré un correo electrónico en un par de días y te contaré qué tal van las cosas.
– Te lo agradezco. Cuídate, Mac.
– Tú también.
Colgó el teléfono y volvió a la cocina. Emily continuaba sentada en el mismo sitio. El único cambio era que había tomado al rinoceronte en brazos.
– ¿Elvis tiene algún consejo para mí?
Ella sacudió la cabeza y lo miró con cautela.
– Rinoceronte tenía que ser. No consigo que se calle cuando voy conduciendo, siempre me está diciendo por qué carril tengo que ir y dónde tengo que torcer. Sin embargo, ahora que necesito algunas instrucciones, no es capaz de decirme una palabra.
Emily se mordió el labio inferior. Mac tuvo la esperanza de que fuera para no sonreír. Entonces, dejó escapar un suspiro exagerado.
– Morado, ¿eh?
Ella asintió.
– Está bien, hija. Vamos al supermercado, y compraremos algo para que desayunes.
– ¿Puedes comprarme cereales Pop-Tarts? -le preguntó, mientras se deslizaba de la silla-. Son morados.
– A menos que encuentre beicon de color morado, es posible que sí -dijo, y tomó nota de que tenía que comprar vitaminas para niños en la farmacia. De las de colores.
También se preguntó qué demonios iba a cocinar en los días en que ella se vistiera de azul.