Capítulo 16

Jill acababa de terminar su breve conversación con Riley Whitefield cuando volvió a sonar el teléfono. Cuando descolgó, Wilma le explicó lo que acababa de suceder frente a la comisaría, y Jill salió apresuradamente hacia allá. Tenía el BMW aparcado junto al bufete, así que sólo tardó diez minutos en llegar.

Apagó el motor y salió del coche. Cuando entró a la comisaría, oyó las conversaciones de los ayudantes, que comentaban que Mac había hecho lo que tenía que hacer. Mac estaba sentado en una esquina, con la mano envuelta en un paquete de hielo. Wilma estaba con él, vacilando como una gallina sobre su polluelo, y en uno de los despachos acristalados vio a un hombre que hacía gestos salvajes mientras le sangraba la nariz.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó, mientras se abría paso entre los ayudantes para llegar hasta Mac-. ¿Estás bien?

Él la miró, y Jill sintió alivio cuando vio que no estaba herido, salvo en los nudillos.

Mac tenía los ojos azul oscuro llenos de dolor, pero no de dolor físico.

– Estoy completamente acabado -murmuró.

– No necesariamente. Él te golpeó primero, ¿verdad?

Wilma apartó a los ayudantes, mientras Mac se encogía de hombros y respondía.

– No estoy seguro de si ha conseguido golpearme.

La parte femenina de Jill se alegró de que su hombre fuera tan buen guerrero. La abogada se encogió.

– Dime lo que ha ocurrido, empezando por el principio.

Mac le explicó cómo Andy se había acercado a él y le había dicho que no se acercara a su mujer.

– Me dijo que era su esposa, que era lo mismo que decir que era su perro, y que podía hacerle lo que quisiera.

– Entonces, tú lo amenazaste -dijo Jill, intentando aclarar lo que había pasado.

– No, él me amenazó primero. Yo le di el primer puñetazo después del comentario del perro.

– Pero él te amenazó.

– Claro.

– Bueno, al menos eso es algo.

Mac miró hacia la oficina en la que estaba Andy, con un trapo en la nariz.

– Que alguien lo saque de aquí. Que lo lleven al hospital.

D.J. se acercó.

– ¿Cree que es una buena idea, jefe? ¿No deberíamos llevarlo a su casa y dejar que se calme un poco?

Jill sabía lo que estaba pensando el joven ayudante. Una visita al hospital significaba papeleo, lo cual podría usarse más tarde como prueba.

Mac entrecerró los ojos.

– Llevadlo al hospital ahora. Después, que alguien lo acerque a su casa. Más tarde le daremos su coche. Y mientras, enviad a alguien a su casa para que saque a Kim de allí durante unas horas. Es mejor que no esté cerca cuando él salga del hospital. El tipo querrá desahogarse del dolor con alguien, y no quiero que sea con ella.

– Yo me ocuparé de Kim -dijo Wilma-. Era amiga de su madre antes de que se fuera a vivir a Los Angeles. Iré a hacerle una visita.

– Intenta convencerla para que pase la noche en otro sitio -Mac se quitó el hielo de la mano y flexionó los nudillos-. Si no, el marido le va a dar una paliza.

Jill sabía que él tenía razón.

– No tuviste elección -le dijo.

Él la miró fijamente, con seriedad.

– Sí la tuve. Siempre se puede elegir. Pero he tenido una muy mala mañana, y este tipo apareció buscando pelea. Así que yo se la di.

– Se lo merecía.

– ¿Y crees que es eso lo que va a decir el fiscal del distrito el lunes, cuando Andy presente una acusación? Yo no lo creo.

Jill suspiró. Sabía que las cosas no eran tan simples como parecían.

– Lo siento -le dijo, y le puso una mano sobre el hombro-. ¿Puedo hacer algo?

– Dame el nombre de un buen abogado.

– ¿Crees que va a llegar tan lejos?

– No tengo ni idea. Pero sí sé que en cuanto Hollis Bass lo averigüe, voy a tener más problemas.

Jill abrió unos ojos como platos. El asistente social. Se le había olvidado.

– Él ya piensa que los policías sois muy malos padres y que tú tienes problemas para controlar tu ira.

– Gracias por recordármelo.

– Oh, Mac, esto puede ponerse muy feo.

– Lo sé -dijo él. Se dio la vuelta y miró por la ventana-. Lo cierto es que no puedo culpar a nadie excepto a mí mismo. Debería haberme largado. Ahora he puesto en riesgo la posibilidad de obtener la custodia compartida de Emily, ¿y de qué va a servir?

Ella notó un nudo en el estómago.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer?

– Creo que ya has hecho suficiente.

A Jill no le gustó cómo había sonado aquello.

– ¿Qué quieres decir?

– Que tu amigo, el que ha venido sólo a descansar, parece que ha empezado a trabajar un poco en lo suyo.

Oh, Dios. ¿Qué había hecho Rudy?

– ¿Qué ha pasado?

– Esta mañana he cerrado un casino en miniatura. Bar, mesas de cartas, ruleta… Por supuesto, nadie ha admitido que tuviera algo que ver con Rudy, pero tú y yo hemos hablado de esto más veces, y sabemos quién es el responsable. A menos que quieras convencerme de que me había equivocado y que Rudy ha cambiado.

Jill no sabía qué decir. No podía pensar, no podía hablar. Aquello no podía estar sucediendo.

– Además, me ha ofrecido una buena contribución para mi campaña electoral, que no he aceptado, por supuesto. Así que, como Rudy tiene al alcalde en el bolsillo, yo diría que las posibilidades de que me reelijan son nulas -dijo, y se puso de pie-. Me alegro mucho de saber que Rudy es otro hombre, porque no me gustaría encontrarme con él cuando estuviera realmente vulnerando la ley.

Y dicho aquello, se fue a su despacho. Jill observó cómo se alejaba, y se sintió triste y fría. Mac y ella iban a pasar la tarde juntos. Era difícil pensar que todo pudiera empeorar tanto en un período de tiempo tan corto.


El lunes siguiente, Jill llegó al despacho un poco después de las nueve. Se sentía como si la hubiera atropellado un camión. Le dolía todo por dentro, y no sabía por qué.

Era posible que la falta de sueño influyera, porque no había pegado ojo en toda la noche. Tampoco había sido capaz de comer desde el sábado, y además, no había visto a Mac. Había pasado todo el domingo espiando desde la ventana, pero no había visto su coche aparcado en la calle en todo el día. ¿Se habrían marchado del pueblo Emily y él? ¿Se habría enterado la ex mujer de Mac de la pelea, se habría llevado a la niña, y Mac se habría perdido por Dios sabía dónde?

Rudy también estaba desaparecido en combate. Cuando había vuelto a casa el sábado, Jill había encontrado una nota de su tía que decía que Rudy y ella se habían ido a pasar el resto del fin de semana a San Francisco, y que no se preocupara. Jill había llamado a Rudy al teléfono de su domicilio y había dejado un recado, pero él no se había molestado en devolverle la llamada.

Probablemente, sabía que ella estaba enfadada con él. ¿Cómo había podido decirle que sólo había ido a Los Lobos de vacaciones, y haber puesto en marcha una sala de juego ilegal? Era posible que ella no quisiera pasarse el resto de la vida en Los Lobos, pero tampoco iba a quedarse de brazos cruzados mientras Rudy destruía el pueblo.

Además, la había traicionado. Ella había pasado tres años trabajando para él, pensando que todos sus negocios eran limpios. Sin embargo, habiendo averiguado que pertenecía al crimen organizado, ya no quería saber nada más de él.

Salió del coche y caminó hacia la oficina. La puerta estaba abierta. Jill tuvo el pensamiento fugaz de que alguien había forzado la cerradura y había entrado a robar, pero entonces olió a café y oyó a alguien canturreando. ¿Acaso había decidido Tina comenzar a trabajar a una hora decente?

Jill entró. Realmente, su secretaria estaba en la recepción, trabajando duro. La impresora estaba imprimiendo, la fotocopiadora fotocopiando y la caja de asuntos pendientes sorprendentemente vacía.

– Buenos días -Tina la saludó alegremente cuando Jill entró casi de puntillas.

¿Sería posible que los alienígenas hubieran secuestrado a Tina y hubieran dejado a una replicante en su lugar?

– Buenos días. ¿A qué hora has venido?

– A las ocho. Mi marido se ha quedado en casa con los niños esta mañana, así que pensé que podía empezar pronto hoy.

Jill no supo qué decir. Mientras andaba hacia su despacho, vio varias cajas de cartón y se le cortó la respiración. Estaban llenas de peces disecados. Y aquéllos eran peces que ya no estaban por las paredes. Había una gran ausencia de pescado en la oficina.

– ¿Los estás quitando? -le preguntó, intentando no dejarse llevar por el entusiasmo.

– Sí. Ayer llamé a la señora Dixon y me dijo que podíamos quitarlos y llevárselos.

– Por mí, muy bien -dijo Jill, mientras entraba a su despacho.

Aunque de repente, se quedó inmóvil.

Allí tampoco había peces. Tenían que haber sido los alienígenas. Dejó el bolso en el escritorio y salió de nuevo a la recepción.

– De acuerdo. Aun así, voy a marcharme. Tengo un par de entrevistas preparadas y ya he rechazado dos ofertas.

Tina sonrió.

– Lo sé. Es una pena que tengas que irte. Has hecho mucho por el pueblo.

Su sonrisa era sincera, no tenía las pupilas dilatadas y no había ningún signo extraterrestre en su físico que Jill detectara. Entonces, ¿qué ocurría?

– Ah, tienes un paquete sobre tu escritorio. Lo ha traído un mensajero.

– Gracias -Jill volvió a su despacho, pero no pudo aguantarlo y salió una vez más-. Está bien. No lo soporto. Estás siendo amable. ¿Qué te ocurre? ¿Quieres un aumento?

– Bueno, claro. No te diría que no -Tina sonrió, pero después, la sonrisa se le borró de la cara-. Pero ésa no es la razón. Me he enterado de lo que pasó. Tú hablaste con Mac y él le dio a Andy un poco de su propia medicina. Alguien debería haberlo hecho hace años.

Así que era aquello. El hecho de vengarse de un matón. Jill pensó en contarle que Mac tenía problemas graves por lo que había hecho. Podía perder su trabajo y a su hija.

– Todo el pueblo lo comenta -continuó Tina-. Y todo el mundo está contento.

– Pues es una pena que nadie haya intervenido antes -le dijo Jill-. Andy ha estado maltratando a su mujer durante años.

Tina suspiró.

– Lo sé. Pero…

– Claro. Nadie quería meterse.

Mac lo había hecho, pensó con tristeza. Pero de una forma equivocada.

– Estaré en mi despacho -dijo.

– Ah, tienes una cita a las nueve y media. Riley Whitefield vendrá a hablar del testamento de su tío.

Sí que había sido rápido, pensó Jill. Hacía mucho tiempo que no veía al chico malo de Los Lobos, y al muchacho que le había roto el corazón a su amiga Gracie. Se preguntó cómo lo habría tratado el paso de los años, y qué diría cuando conociera el contenido del testamento de su tío.


Riley Whitefield era uno de aquellos hombres que mejoraban con la edad. De adolescente había sido un muchacho que llevaba camisetas negras metidas por la cintura de los vaqueros, botas de motociclista y un aro de oro en la oreja. A los diecisiete años era lo suficientemente sexy como para conseguir a la chica que quisiera.

Entró en el despacho de Jill puntualmente. Los vaqueros y la camiseta habían sido sustituidos por unos pantalones de pinzas y una camisa blanca de manga larga, y en vez del aro, como pendiente llevaba un pequeño diamante. Lo que no había cambiado era la sensualidad ardiente que desprendía, y la promesa de diez clases de fabulosos pecados que había en su mirada.

– Siento lo de tu tío -le dijo Jill, mientras se ponía de pie y se acercaba a la silla que había frente a su escritorio.

Tina formó con los labios las palabras «estupendo trasero», se abanicó con una mano y cerró la puerta con la otra.

– Donovan y yo no teníamos precisamente una buena relación -le dijo Riley mientras se sentaba-. No había visto a ese desgraciado desde hacía diez años, así que no creas que siento que se haya muerto.

Riley se había hecho todo un hombre, pensó Jill, mientras observaba sus hombros anchos y el pecho musculoso. El paso del tiempo había sido más que amable con el amor de Gracie. ¿Qué iba a decir su amiga cuando Jill le dijera que había estado en su oficina?

El hombre arqueó las cejas.

– Sé que te va a sonar manida esta frase, pero, ¿no nos conocemos?

– Soy un fantasma de tu pasado -le dijo ella, con una sonrisa-. Soy la hija del juez, Jill Strathern.

Su expresión permaneció confusa.

– La mejor amiga de Gracie.

Aquello sí le llamó la atención. Se puso tenso.

– ¿Gracie Landon? ¿La conocías?

– Por desgracia, era su cómplice -dijo Jill, y puso cara de disculpa-. Déjame decirte cuánto siento todo lo que te hicimos.

– Gracie era creativa, tengo que concederle eso. Y persistente -dijo, y miró a su alrededor, como si esperara verla salir de un armario en cualquier momento-. ¿Y qué hace ahora?

– Se dedica a la repostería. Hace maravillosas tartas de boda, y la revista People le va a dedicar un artículo. Trabaja mucho para la gente rica y famosa.

– Me alegro por ella. ¿Vive en Los Lobos?

Jill tenía que admitir que le gustaba ver al inquietante y atractivo Riley Whitefield nervioso.

– No, en Los Ángeles.

– Ah.

– Nunca ha vuelto por aquí.

Riley se relajó visiblemente y se recostó en la silla.

– Bien, ¿qué dice el testamento?

– Sí. El testamento -dijo Jill, y se sentó. Tomó una carpeta del escritorio y se la tendió-. Tu tío te deja la mayor parte de sus bienes. He hecho esta copia del testamento para que la leas tranquilamente. Es bastante largo, con muchas opiniones y anotaciones. También hay unas cuantas donaciones a organizaciones benéficas.

Riley no se molestó en abrir la carpeta.

– Me sorprende -dijo-. No creía que el viejo tuviera nada de bueno.

– Sé que estabais distanciados, pero tu tío ha hecho mucho por este pueblo. La gente lo va a echar de menos.

Los ojos oscuros de Riley se llenaron de odio.

– Aunque pueda parecerte un desgraciado, no me importa. En mi opinión, mi tío era un viejo miserable que vivía para despreciar a aquéllos que eran menos ricos que él. Dejó a su propia hermana morir de cáncer. Cuando yo supe que estaba enferma, era demasiado tarde. Después de que muriera, encontré una carta que le había escrito a su hermano pidiéndole dinero para una operación que podría haberle salvado la vida. Él se la devolvió junto con una nota que decía que le pidiera caridad al gobierno.

Jill no sabía qué decir.

– Lo siento -murmuró.

– Y yo también. Tenía diecinueve años entonces. Acababa de divorciarme. Me había marchado del pueblo para encontrar mi camino en el mundo, y mi madre sabía que yo no tenía dinero. Si me hubiera dicho lo que ocurría, yo habría ido a sacárselo a su hermano de cualquier forma. Así que no me lo dijo. La primera noticia que tuve del asunto fue cuando me llamaron del hospital para decirme que se estaba muriendo -dijo, y se inclinó hacia delante-. Así que no me importa lo que mi tío donara a organizaciones benéficas. Quiero llevarme lo que me haya dejado y gastármelo todo de una manera que haga que se revuelva en su tumba. Lo considero una misión personal.

Al oír todo aquello, Jill entendió su necesidad de vengarse. Riley no le parecía una persona que olvidara y perdonara, y su tío había cometido un imperdonable acto de abandono. Le había dado la espalda a su propia hermana. Ella se estremeció.

– Me sorprende que no intentaras vengarte de él mientras estaba vivo -dijo ella.

– ¿Y quién dice que no lo intenté? Que yo sepa, lo único que le importaba era su banco. Pero durante estos últimos tiempos, las cosas han estado difíciles para las entidades bancarias, y se vio obligado a asociarse con otro.

Jill había oído hablar de aquello.

– ¿Contigo?

Riley asintió.

– En cuanto sepa a quién le va a dejar su parte, se la compraré y cerraré el banco.

– Eh… bueno, hay ciertas complicaciones.

– Claro que las habrá -dijo él, y cruzó una pierna sobre la otra-. Cuéntamelas.

Jill supo que no iba a gustarle lo que le iba a contar.

– Aunque eres el único heredero de tu tío, no recibirás la herencia directamente. Su parte del banco, junto con los otros bienes, los recibirás si cumples ciertas condiciones.

El arqueó una ceja.

– ¿Cuáles son?

– Tienes que convertirte en alguien respetable. Parece que tu tío estaba preocupado por lo que él llamaba tu comportamiento salvaje. Por lo tanto, para heredar lo que te ha dejado, tendrás que presentarte a las elecciones de alcalde de Los Lobos y ganar. Las elecciones son en junio. Así que tienes exactamente diez meses para prepararte.

Riley se puso de pie y recorrió la habitación. A pesar de la tensión del momento, Jill no pudo evitar admirar el trasero que Tina le había mencionado. Era bastante asombroso.

– Era listo -dijo Riley, despreciativamente-. No puedo largarme sin más, ¿verdad?

– Claro que sí, si quieres. Entonces, los bienes irán a parar a organizaciones benéficas y el banco se venderá.

– Magnífico. Podré comprarlo y…

Ella sacudió la cabeza.

– No puedes. Él deja claro que no podrás hacer una oferta por el banco si no cumples las condiciones del testamento -además, había otra cosa. Jill no sabía si a Riley le parecería bien o mal-. Los bienes de tu tío eran considerables. Si no te quieres presentar a alcalde, no sólo le estás dando la espalda al banco, sino también a una considerable fortuna.

– ¿Cuánto? -preguntó Riley.

– ¿Después del pago de los impuestos? -ella sacó una calculadora del primer cajón, apretó unas cuantas teclas y lo miró-. Calculando por lo bajo, unos noventa y siete millones de dólares.

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