Capítulo 15

Jill entró en su despacho un poco después de las diez de la mañana. Era sábado, y no había pensado en ir a trabajar, pero se sentía demasiado inquieta como para quedarse en casa y dejar pasar el tiempo. Su entusiasmo por la fantástica entrevista en San Diego ya se había desvanecido y tenía mucho en lo que trabajar. Para empezar, Tina no hacía mucho por clasificar documentos en los expedientes, así que Jill aprovecharía la mañana para hacerlo mientras esperaba la llamada de Mac. La madre de Emily iba a ir a buscar a la niña para pasar el día con ella, y Mac le había dicho a Jill que la avisaría cuando se marcharan para que fuera a su casa y pudieran disfrutar de unas horas a solas.

La parte lógica de Jill estaba feliz de que él se sintiera lo suficientemente cómodo y seguro como para dejar que Emily pasara el día con su madre, y la parte hormonal estaba encantada de tener otra oportunidad para estar con un hombre que tenía la capacidad de trasladarla a otra dimensión.

Un buen rato después, casi había terminado de clasificar documentación cuando sonó el teléfono. Jill pensó que sería Mac, diciendo que había llegado la hora, y respondió la llamada con la voz más sexy que pudo.

– Bufete de abogados Dixon $ Son. ¿Diga?

– Oh, bien. Me alegro de que haya alguien hoy sábado. Buenas, querría hablar con el señor Dixon.

La voz de la señora del otro lado de la línea telefónica no se parecía en nada a la de Mac.

– ¿Quiere hablar con él en referencia a un asunto legal, o es un asunto personal? -le preguntó Jill.

– Legal. Llamo en nombre de uno de sus clientes.

Bien. Al menos, no era un pariente lejano que estaba buscando a su tío favorito, o a un padrino.

– Me temo que el señor Dixon falleció hace unos tres meses. Yo soy Jill Strathern, y estoy encargándome de su bufete -por el momento… temporalmente-. Si quiere, yo puedo ayudarla, o puedo también recopilar información sobre su caso y enviársela a otro abogado.

– Oh -dijo la mujer, desconcertada-. No me imagino que se necesite otro abogado. Estoy segura de que usted podrá encargarse de los trámites de un testamento.

– Por supuesto.

– Bien. La llamo para decirle que Donovan Whitefield ha muerto esta mañana.

Jill se recostó en el asiento de Tina. ¿El viejo Whitefield? ¿El tío rico de Riley Whitefield?

– Lo siento. ¿Es usted miembro de la familia?

– No -respondió la mujer-. Soy el ama de llaves del señor Whitefield. Tendrá que notificárselo a la familia -dijo, y suspiró-. En realidad, sólo está el sobrino del señor Whitefield. Todos los demás han muerto.

– Me pondré en contacto con él inmediatamente. ¿Se han hecho los preparativos para el funeral?

– Están en el testamento. Necesito que me diga cuáles son para ocuparme de todo. No hay nadie más que pueda hacerlo.

¿Sólo había empleados? Jill hizo un gesto de pena.

– Me ocuparé de ello ahora mismo y volveré a llamarla en un par de horas.

– Muy bien. Gracias.

Jill tomó el nombre y el número de teléfono de la mujer y después colgó. El viejo Whitefield muerto. No le parecía posible. Era una institución en el pueblo, tanto como su banco. Y Riley era su único pariente vivo.

Aquello no tenía buen aspecto, se dijo mientras entraba al cuarto donde estaban archivados los expedientes más antiguos. Por lo que ella recordaba, Riley y su tío nunca habían tenido buena relación. Se habían distanciado hacía unos años, y ella no creía que se hubieran reconciliado nunca. ¿Qué habría hecho Donovan con sus bienes? ¿Se los habría dejado a su sobrino, o a una organización benéfica?

Jill buscó en los archivadores durante unos minutos y encontró las carpetas que necesitaba. Después se sentó en su escritorio y leyó cuidadosamente las cartas, las anotaciones de Dixon y el testamento en sí. Cuando terminó, se recostó en el respaldo de la silla y se quedó mirando fijamente a los peces que había en la pared de enfrente.

– Ni siquiera sé qué pensar -admitió en voz alta-. Es mucho dinero, y muchos hilos que mover. Un hombre podría estrangularse con ellos fácilmente.

Ella pensó en lo que recordaba de Riley. Gracie había estado enamorada de él durante años. Él era muy amigo de Mac, hasta que se habían enfadado. Juntos habían sido los dueños del instituto. Eran dos jóvenes dioses, uno oscuro, el otro dorado, los dos malos hasta el tuétano.

Mac había cambiado, pensó Jill. Quizá Riley también. Quizá ya no fuera el solitario inquietante que podía hacer que una mujer ardiera de deseo con sólo una mirada. Quizá se hubiera hecho respetable, incluso aburrido. A lo mejor estaba casado y tenía tres niños, un perro y una furgoneta.

Miró el número de teléfono que figuraba en el expediente y sacudió la cabeza. Parecía que estaba a punto de averiguarlo.


Mac se dirigió en coche hacia el despacho de Jill. Ella le había dicho que lo esperaría allí, trabajando un poco, hasta que estuviera listo. Mac había pasado un rato agradable charlando con Carly hasta que su ex mujer y su hija se habían ido a pasar el día juntas, y después había pasado por la comisaría para terminar algunos papeleos pendientes. Y ya estaba listo. Más que listo, pensó con una sonrisa, estaba impaciente por ver a Jill.

Miró la hora. Carly le había dicho que llevaría a Emily a casa sobre las siete y media, así que Jill y él tenían unas ocho horas para estar juntos. Aunque casi no le parecía tiempo suficiente para hacer todo lo que había planeado, al menos era un comienzo. Con un poco de suerte, al día siguiente a la misma hora los dos estarían sonriendo como tontos.

Se detuvo en la esquina y miró hacia ambos lados antes de pasar por un cruce. Un coche torció hacia la izquierda justo delante de él, hacia el aparcamiento de la barbería. Mac siguió recto unos cuantos metros más, y después se acercó a la acera.

El sexto sentido que mantenía alertas a los policías le estaba mandando un aviso. Al pasar había visto que el aparcamiento de la barbería estaba lleno, y era sábado. Artie, el peluquero, no trabajaba los fines de semana. Para permitirse aquel lujo abría hasta tarde dos días de la semana.

Mac dejó escapar un juramento entre dientes. Miró por los espejos retrovisores e hizo un giro para volver sobre sus pasos. Entró en el aparcamiento abarrotado que había tras el edificio de la barbería y observó cómo dos hombres subían por las escaleras de la parte trasera hacia el segundo piso.

Mac sabía que allí había unos locales muy grandes, que estaban vacíos, y que se alquilaban para fiestas y funciones de la comunidad.

Se dijo que probablemente no había ningún problema. Sólo sería una reunión de la que no le habían avisado. Jill estaba esperando, y él estaba más que impaciente. No era momento de hacer investigaciones. Sin embargo, no pudo evitar aparcar y salir del coche. Subió las escaleras, abrió las puertas del local y notó que le invadía la rabia.

Había mesas en las que hombres y mujeres jugaban a las cartas. En el centro del local habían montado una ruleta, y a un lado, una barra donde había varios camareros.

Mac no quería que aquello estuviera sucediendo. Maldición, odiaba tener razón.

– Buenos días -dijo en voz alta, para que lo oyera todo el mundo.

Unos cuantos miraron hacia arriba y lo vieron. Varios emitieron imprecaciones, y en tres segundos, Mac tuvo la atención de toda la sala.

Caminó hacia el bar y saludó a uno de los hombres que había tras la barra.

– Supongo que no podrá enseñarme la licencia para expender bebidas alcohólicas.

– Eh… en este momento no la tengo aquí.

– Claro que no.

Mac miró a su alrededor y no vio a Rudy. ¿Habría llamado a unos cuantos de sus empleados para que llevaran las cosas? Una pequeña operación como aquélla no era lo suficientemente importante para un hombre del talento de Rudy Casaccio.

– ¿Quién es el encargado? -preguntó Mac, mientras unos cuantos ciudadanos comenzaban a reunir sus ganancias silenciosamente y a ponerse en pie.

– Yo -dijo un hombre bajito, con un traje oscuro, que se acercó-. Buenas, sheriff. Me alegro de verlo. ¿Quiere tomar algo?

Mac tomó su radio.

– Wilma, tenemos una incidencia.

El hombre palideció.

– Sheriff, esto no es necesario, ¿no cree? Ésta es buena gente, y sólo se están divirtiendo un poco.

Mac sabía que podía arrestarlos a todos, ¿pero qué sentido tenía aquello? Ellos no habían sido los que habían causado el problema. Ese honor le pertenecía a otro.

– ¿Dónde está Rudy?-preguntó.

– El señor Casaccio no me cuenta sus planes.

– Bien. Sus empleados y usted van a quedarse aquí. Los demás -continuó, alzando la voz- vayan saliendo despacio. No quiero empujones por las escaleras.

Cuando la gente se marchó, él pidió refuerzos, y D.J. llegó con más ayudantes. Arrestaron a los empleados de Rudy y Mac dejó a D.J. a cargo de todo.

Los Lobos no era muy grande, se dijo mientras se alejaba en su coche. No le costaría mucho encontrar una limusina negra y tener una charla con su propietario.

Dos calles más allá, vio el vehículo aparcado, junto al Bill's Mexican Grill. Mac aparcó justo detrás, lo suficientemente cerca como para que la limusina no pudiera salir, y después salió hacia el restaurante.

Todavía era bastante temprano como para que hubiera mucha gente comiendo, sobre todo un sábado. No tuvo problemas para ver a Rudy en una mesa, y la compañía del gángster no le hizo ninguna gracia.

El alcalde Franklin Yardley estaba sentado con él.

Cuando Mac se acercó, los dos hombres lo miraron, y Rudy se deslizó en el asiento para hacerle sitio.

– Sheriff Kendrick, siéntese con nosotros.

– No, gracias.

No apartó la mirada de Rudy, esperando percibir algún tipo de reacción. Sin embargo, Rudy tenía demasiada experiencia como para eso. Arqueó las cejas, expectante.

– ¿Qué ocurre, Mac? -le preguntó el alcalde.

– Pregúntale a tu amigo.

Rudy agitó suavemente su vaso de té helado y puso cara de desconcierto.

– No tengo ni la más mínima idea de por qué ha venido.

– Los locales que hay sobre la barbería se han convertido en una sala de juego. Me parece que usted debe de saber algo.

– Nada en absoluto -dijo Rudy, relajadamente.

– Mac, ¿estás acusando al señor Casaccio de algo? -le preguntó el alcalde.

Mac lo atravesó con la mirada.

– Exacto. Tu amigo está trayendo sus negocios sucios al pueblo. ¿No lo entiendes? Sólo le interesa el dinero, y no le importa lo que destroce mientras lo gane.

Franklin frunció el ceño.

– Ésas son unas acusaciones muy graves. ¿Tienes pruebas?

– Sus empleados son los que dirigen el local de juego.

Rudy le dio un sorbito a su té.

– Interesante. Aparte del señor Smith -dijo Rudy, y señaló con la cabeza a una mesa cercana, en la que el guardaespaldas estaba sentado ante un plato de enchiladas-, y mi chofer, no tengo ningún empleado en el pueblo. Estoy aquí de vacaciones.

Mac se volvió hacia el alcalde.

– No puedes estar ciego ante esto. A tu pueblo lo está invadiendo el crimen organizado. Eso de la barbería no era más que un pequeño local sin importancia, claro, pero después, ¿qué vendrá? ¿No te das cuenta de que esto irá a más, hasta que se haga incontrolable?

– Estás acusando a uno de nuestros ciudadanos más prominentes de algo muy grave. ¿Tienes pruebas?

Mac se los quedó mirando a los dos. ¿Acaso Rudy habría comprado a Franklin hasta el punto de que el alcalde no quisiera ver la verdad? ¿O aquel hombre pensaba en serio que Rudy no destruiría Los Lobos?

– Encontraré la forma de cazarlo por esto -le dijo Mac a Rudy.

Rudy suspiró.

– Y yo que quería hacer una buena contribución para su campaña. ¿No va a presentarse en noviembre?

– No necesito su dinero.

– Algunas veces, no sabemos lo que necesitamos, sheriff. Recuerde que yo estoy dispuesto a ser su amigo.

– No, gracias -Mac miró a Franklin-. Estás cometiendo un gran error. Este hombre te va a llevar a lugares a los que no quieres ir, y si no te das cuenta, es que eres más idiota de lo que yo pensaba.

Una vez dicho aquello, Mac se dio la vuelta y salió del restaurante. Tenía tanta rabia dentro que quería darle un puñetazo a algo. A cualquier cosa. Aquello no podía estar sucediendo.

Estaba demasiado enfadado como para conducir, así que dejó el coche frente al restaurante. Que Rudy llamara a la comisaría para que movieran su coche, si quería sacar la limusina.


Dos manzanas más allá, Mac todavía no se había calmado. ¿Por qué era él el único que veía la verdad sobre Rudy? Todos pensaban que era un regalo de Dios para Los Lobos. Jill era su amiga, el alcalde era su esclavo y Bev salía con él. No tenía sentido. ¿Era él el único que…?

– Eh, sheriff…

Mac se dio la vuelta y vio a un hombre en una esquina. Estaba en la calle de enfrente de la comisaría. Era de mediana estatura, tenía el pelo rubio y aspecto de ser un canalla. Mac apretó los puños. Estaba más que dispuesto para una pelea.

– ¿Hay algún problema? -le preguntó, en un tono amenazante.

Cualquiera con dos dedos de frente se habría dado cuenta y se habría retirado, pero el hombre se acercó a él.

– Sí, hay un problema. Usted es el problema. ¿Por qué ha ido a mi casa, a molestar a mi mujer?

Mac lo entendió todo.

– Tú eres el marido de Kim Murphy. Andy.

– Exacto.

Mac se dio la vuelta y siguió caminando hacia la comisaría.

– No estoy de humor para tus idioteces.

Oyó cómo Andy corría tras él.

– ¡Vamos, cerdo cobarde! -le gritó Andy-. No huyas de mí.

Entonces, Mac se dio la vuelta y lo encaró.

– No querrás que suceda esto.

– Claro que sí. ¿Por qué demonios ha ido a hablar con mi mujer? Es mía, ¿me oye?

– Es tu mujer, no tu posesión, y no tienes derecho a tratarla como lo haces. Si estás buscando pelea, ve a buscar a alguien de tu tamaño.

– ¿Se ofrece voluntario? Porque estoy dispuesto a desahogarme con usted.

Mac sacudió la cabeza.

– Tú no eres más que un matón y un cobarde. No te atreverías a pelear con alguien que pueda defenderse. Tú sólo te ensañas con las mujeres indefensas. Eres asqueroso.

Andy palideció de ira.

– Ella es mi mujer, lo cual es igual que decir que es mi perro. Puedo hacer lo que quiera con ella, y usted no podrá impedírmelo. Inténtelo, desgraciado.

Mac notó que se le escapaba el control. Quiso mantenerlo, pero entonces pensó que qué demonios, y le dio un puñetazo a Andy en la mandíbula. El hombre se tambaleó e intentó darle un golpe, pero Mac lo evitó con facilidad. Dio dos puñetazos más y todo había terminado. Andy cayó de rodillas en el asfalto, sujetándose la nariz y gruñendo de dolor. Mac se quedó de pie a su lado, sin un solo rasguño, sabiendo que acababa de cometer un gran error.

Unos segundos más tarde, las puertas de la comisaría se abrieron y todo el mundo que estaba de servicio salió a la calle.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Wilma-. ¿Te has metido en una pelea?

Mac se miró los nudillos ensangrentados y después miró la cara de Andy. Se le hizo un gran nudo en el estómago.

Andy se puso de pie como pudo.

– Me ha asaltado. No puede hacer eso, aunque sea el sheriff. Me acaba de dar una paliza, y quiero que lo arresten.

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