Jill intentó no fijarse en la escayola del brazo de Kim tanto tiempo como pudo, pero al ver que la mujer casi no podía firmar los papeles de su herencia, no pudo callarse más.
– ¿Qué ha ocurrido?
– ¿Qué? -Kim se miró la escayola, que iba desde el codo hasta la base de los dedos, y como si nunca la hubiera visto-. Ah. Eh… me caí y me di un golpe en la muñeca contra una silla -dijo. Mientras hablaba, se metía un mechón de pelo detrás de la oreja nerviosamente. Después movió los papeles-. ¿Dónde tengo que firmar?
– Aquí -Jill le señaló el lugar.
Kim se puso el bolígrafo entre el pulgar y la escayola y garabateó su nombre.
– ¿Está bien el bebé?
– ¿Qué?
– Has dicho que te has caído. ¿Está bien el bebé?
– Oh -dijo Kim, y se puso la mano sobre la barriga-. Sí. La niña está muy bien.
– ¿Va a ser niña?
Por primera vez desde que había entrado en el despacho, parecía que Kim no estaba asustada. Se le relajó la expresión de la cara y sonrió.
– Sí, me lo dijeron cuando me hice la ecografía.
– ¿Y tu marido está contento? -Jill miró sus papeles-. La mayoría de los hombres quieren un niño. ¿Y Andy?
El miedo volvió y sacudió a Kim con la fuerza de un rayo. Se encogió en el asiento y tragó saliva.
– Él… no lo sabe. Me dijo que quería que fuera una sorpresa. Se suponía que yo no tenía que preguntar. No vas a decírselo, ¿verdad?
Jill tuvo una incómoda sensación de furia y dolor. Se acercó a Kim y se arrodilló a su lado.
– No tienes por qué hacer esto -le dijo suavemente-. Kim, él no tiene derecho a hacerte daño ni a atemorizarte. Es tu marido, y se supone que tiene que quererte, no aterrorizarte. No tienes por qué meter este dinero en la cuenta conjunta que tengáis. Puedes llevártelo en un cheque e irte directamente a una casa de acogida para mujeres. Eso será suficiente para que tú y tu hija podáis comenzar de nuevo. Puedo llevarte yo misma, en coche, ahora mismo. Nadie sabrá que estás allí.
Kim empujó su silla con los pies, tanto como pudo, para alejarse de ella. Sacudió la cabeza y levantó la mano para protegerse.
– No sé de qué estás hablando. Andy es un marido maravilloso. Me quiere.
Jill se puso de pie.
– Te quiere tanto que te rompe los huesos. ¿Y qué va a ocurrir cuando nazca el bebé? No quiere una niña, ¿verdad? ¿Va a echarte a ti la culpa? Los maridos maravillosos no pegan a sus mujeres, Kim. No las asustan.
Kim apartó la mirada. Una lágrima se le cayó por la mejilla.
– Tú no lo entiendes. Andy me necesita.
Sí, claro, porque de otro modo, ¿con quién se iba a comportar como un matón?
– ¿Y qué pasa con tus necesidades? ¿Vas a pasarte el resto de tu vida teniendo miedo?
Kim la miró.
– Yo no tengo miedo.
Pero el miedo sí estaba allí, era algo tangible que se interponía entre ellas dos. Jill conocía las teorías psicológicas por las que una mujer maltratada se quedaba con su marido, pero nunca había sido capaz de comprender el porqué. Para ella, sólo era algo muy triste.
– Por favor, Kim -le dijo más suavemente aún-. Si no es por ti, hazlo por la niña. ¿Y si comienza a pegarla a ella?
Kim se dio la vuelta, agarrándose la barriga con una mano.
– Él quiere al bebé tanto como yo.
– Ya entiendo. ¿Y crees que le demostrará ese amor igual que a ti? ¿Con los puños?
Kim se puso de pie.
– Tengo que irme. ¿Hemos terminado? ¿Cuándo puedo disponer del dinero?
Jill no sabía qué decir. Aparte de secuestrar a aquella mujer, no se le ocurría otra solución.
– Te lo transferirán a tu cuenta a principios de la semana que viene. Te llamaré para decirte cuándo.
Kim tomó su bolso.
– Entonces, ¿no tengo que volver más por aquí?
Jill titubeó, intentando dar con una excusa para que Kim tuviera que volver al despacho. Sin embargo, sabía que no tenía sentido. Hasta que aquella mujer no quisiera marcharse, nadie podría ayudarla.
– Aquí tienes mi tarjeta -le dijo, sacando una tarjeta de Dixon & Son. Escribió el número de teléfono de casa de su tía en el reverso y se la tendió-. Si cambias de opinión en lo que sea, llámame. No importa la hora. Iré a buscarte, sin preguntas.
Kim no tomó la tarjeta. Finalmente, Jill se la metió en el bolso, y la chica se quedó mirándola fijamente.
– Él me quiere -le dijo, por fin-. Yo soy todo su mundo. ¿Por qué no te das cuenta de eso?
– Eres su saco de entrenamiento de boxeo, Kim. ¿Por qué no te das tú cuenta de eso?
Kim se dio la vuelta y salió corriendo del despacho. Jill la miró hasta que desapareció, y se dio cuenta de que lo había estropeado todo. «Maldito sea todo», pensó. Tomó el libro de Derecho que tenía más cerca y lo tiró al otro lado de la sala. Después tomó otro y se dejó caer en la silla que Kim acababa de dejar vacía.
Tina entró en el despacho.
– ¿Qué ha pasado?
Jill no se molestó en mirarla. Se sentía muy mal, y le respondió con la voz temblorosa.
– Kim acaba de estar aquí con la muñeca rota. Está embarazada de siete u ocho meses y el miserable de su marido la pega. No entiendo por qué se queda con él.
Tina no dijo nada. Jill se levantó y rodeó su escritorio. Cuando estaba a punto de sentarse, Tina habló por fin.
– Te importa.
Aquélla fue la gota que colmó el vaso. Le lanzó a su secretaria una mirada muy seria.
– Por supuesto que me importa. ¿Qué pensabas?
Después, tomó el bolso y salió de la oficina. Su primer impulso fue ir a la comisaría a hablar con Mac. Quizá él pudiera hacer algo con respecto a aquello. Seguramente, alguno de los vecinos de la pareja tenía que haber oído o visto algo.
Cuando entró en el edificio, vio a Wilma en el mostrador de recepción.
– Hola. ¿Está Mac?
Wilma se encogió de hombros.
– Sí, está, pero yo no entraría si fuera tú. No está de muy buen humor.
– Me va bien -replicó Jill-. Yo también estoy furiosa.
Fue hacia el despacho de Mac, llamó suavemente y entró. Él estaba al teléfono, de espaldas a la puerta.
– Sobre las diez y media -estaba diciendo. Se dio la vuelta lentamente. Cuando la vio, frunció el ceño-. Me aseguraré de que esté allí. Sí, gracias.
Después colgó. Sin embargo, Jill se sorprendió, porque no parecía que estuviera contento de verla. Habían estado juntos dos días antes, y las cosas habían ido bien. Muy bien.
– ¿Mac?
– Tengo una reunión en un par de minutos. ¿Hay algún problema?
Parecía que tenía mucho trabajo, y su tono de voz era ligeramente hostil.
– Sí, hay un problema. Quiero denunciar a un hombre por maltratar a su mujer.
– ¿Has visto el ataque?
– No, pero he visto el resultado.
– ¿Y qué ha dicho ella?
– Lo que dice la mayoría de las víctimas del maltrato. Que él la quiere.
– Así que tú afirmas que él la maltrata.
Ella se puso furiosa.
– Maldita sea, Mac. No me vengas con ésas. Los dos sabemos lo que está pasando. ¿Por qué no quieres hacer algo?
– Díselo a Wilma. Ella enviará a uno de los ayudantes.
– Te lo estoy diciendo a ti. ¿Qué ocurre? ¿Estás enfadado conmigo?
– ¿Enfadado? No. Por supuesto que no. Estoy molesto conmigo mismo, pero eso no es nada nuevo.
– No sé de qué estás hablando.
– No importa, porque no tengo tiempo para charlar. ¿Me disculpas?
– No voy a marcharme. ¿Qué te ha pasado durante estos dos últimos días para que te comportes así? -le preguntó, y rápidamente, pensó en todas las posibilidades-. ¿Has tenido un encontronazo con Hollis?
– No. No he tenido un encontronazo con Hollis. Pero he tenido una conversación interesante con Rudy Casaccio -respondió Mac, por fin, incapaz de contenerse-. Ya sabes, ése sobre el que estoy confundido. No me había dado cuenta de que teníais una relación tan cercana.
Mac estaba muy enfadado, y Jill no entendía la razón.
– ¿No quieres que hable con Rudy?
– Me da igual. Habla todo lo que quieras.
– Mira, estoy completamente confusa. ¿Por qué estás tan enfadado?
Él la miró con los ojos entrecerrados.
– Porque pensaba que estaba teniendo una conversación privada con mi amante y después he averiguado que había estado hablando con la abogada defensora del acusado.
– ¿Qué?
– Le has dicho que yo no creía que la gente pudiera cambiar. ¿Y qué más le has dicho, Jill? ¿Qué otros secretitos habéis compartido?
– Yo no… nosotros nunca… -Jill no sabía qué decir. Ella también se había puesto furiosa-. Es cierto que hablamos -dijo por fin, entre dientes-. Tienes razón. Le mencioné que estabas preocupado respecto a cuánto tiempo iba a estar aquí y qué iba a hacer. Él me tranquilizó, y entonces fue cuando le dije que tú serías más difícil de convencer porque no creías que la gente cambiara. Eso es todo.
– Estupendo. Ahora está todo mucho más claro.
– No me hables así. Yo nunca iría por ahí contando una confidencia personal. No creía que lo que pensabas sobre las personas en general fuera un secreto. Si me confundí, perdóname.
– No te preocupes, porque ya lo entiendo todo. Rudy es tu billete de salida de Los Lobos. ¿Cuántos millones de facturación anual aporta a un bufete de abogados? ¿Dos o tres? Así que, cuando tú vas a algún sitio, te lo llevas. Y eso tiene que ser muy apetecible para cualquier bufete. ¿Quién iba a resistirse? Ha sido culpa mía no darme cuenta desde el principio. Ahora me resulta mucho más fácil entender por qué lo idolatras tanto.
– Eso es completamente injusto -dijo ella, y se plantó las manos en las caderas-. No tengo por qué disculparme por querer recuperar mi carrera profesional y comenzar a manejar de nuevo asuntos importantes.
– Importantes, ¿no? ¿Te parece muy importante ayudar a las empresas a hacer piruetas legales para no tener que pagar impuestos? Ésa sí que es una profesión de la que sentirse orgulloso.
– ¿Y ahora estás insultándome por ganarme la vida de una forma honrada?
– No, sólo estoy dejando claro lo que pienso, nena.
Ella apretó los puños.
– No se te ocurra llamarme nena.
– Eh, ¿por qué no? Somos muy amigos. ¿Acaso no soy tu divertimiento, local? Cuando vayas a dar otro salto en tu carrera, acuérdate de volver a pasar por aquí, y volveremos a hacerlo. Porque, eso sí, el sexo ha sido estupendo.
Jill se quedó pálida. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. Se dio la vuelta y salió del despacho.
Mac observó cómo se marchaba. Cuando desapareció, toda su furia y su energía se desvanecieron, y se quedó consumido y vacío. ¿En qué demonios había estado pensando? ¿Por qué había querido hacerle daño a Jill? Una vocecita dentro de la cabeza le dio la respuesta: estaba muy dolido. Sin embargo, aquello no tenía sentido. Él había conocido las reglas cuando había comenzado su aventura con ella, y sabía que todo sería temporal, diversión entre amigos. Y nada de aquello había cambiado. Entonces, ¿por qué se sentía tan mal por dentro?
Salió del despacho y fue hacia el vestíbulo principal.
– ¿Te ha dicho Jill algo sobre un hombre que maltrata a su mujer? -le preguntó a Wilma.
Wilma le tendió una hoja de papel con dos nombres.
– ¿Quieres contarme lo que ha sucedido? -le preguntó.
– No.
Media hora más tarde, Mac aparcó frente a una pequeña casita. La parcela no tendría más de trescientos metros cuadrados, y había un caminito de cemento estrecho y roto que conducía desde la acera de la calle hasta la vivienda.
La pintura estaba descolorida y las contraventanas rotas, pero todo el lugar estaba extrañamente limpio. Incluso las jardineras, aunque estaban vacías, sin tierra ni flores, estaban impolutas.
Mac se acercó hasta la puerta y llamó. Después de uno o dos minutos, una mujer joven respondió. Él se presentó y le preguntó si podía entrar a hablar con ella unos minutos.
Era posible que Kim Murphy tuviera unos veinticuatro años, pero parecía que tenía dieciséis, y su embarazo estaba muy avanzado. Había sido guapa una vez, pero en aquel momento sólo era una mujer muy asustada. Tenía una mirada de cautela y le temblaba la barbilla.
– Andy no está -le dijo, mirándolo a él y después al coche patrulla que estaba aparcado en la calle-. No le gusta que deje entrar a nadie.
– Entonces, podemos hablar aquí mismo -dijo Mac suavemente, intentando mantener un tono calmado y seguro.
Ella se mordió el labio inferior, titubeó y después abrió la puerta para dejarlo pasar. Parecía que tenía más miedo de que Andy supiera que los vecinos la habían visto hablar con el sheriff que de que supiera que había dejado pasar a alguien.
El pequeño salón estaba tan limpio como la fachada de la casa. Mac se imaginó que se podría hacer una operación de emergencia en la mesa del comedor que había a la izquierda.
– Tienes la casa inmaculada. Tu marido debe de estar muy orgulloso.
– A Andy le gusta que las cosas estén limpias. Y a mí me gusta hacerle feliz.
Tenía una expresión tan seria, tan ansiosa… Mac tuvo ganas de agarrarla por los brazos y llevársela de allí a la fuerza. ¿Acaso no sabía lo que iba a ocurrir cuando su marido averiguara lo sucios que eran los bebés? ¿Sabría que se estaba metiendo en un infierno?
Él estudió su rostro, buscando señales. Estaban allí. Tenía una pequeña cicatriz en la sien y el párpado del ojo izquierdo un poco caído. Y la escayola, por supuesto. Mac estaba seguro de que había más, de que su cuerpo era como un mapa de carreteras, como un testamento del carácter de su marido.
Mientras conducía hacia allí, Mac había ido pensando en cuál sería la mejor forma de abordar aquello. Sin embargo, en aquel momento, ante aquella mujer joven, ante su dolor y su embarazo, decidió decirle la verdad.
– Es cada vez peor, ¿verdad? Al principio, sólo te abofeteaba de vez en cuando. Pero ahora es peor. Lo veo en tu ojo izquierdo, en las cicatrices que tienes en las piernas, y en el brazo que tienes roto.
A ella se le cortó la respiración.
– No… No sé de qué está hablando.
– Sé que lo quieres -le dijo, como si no la hubiera oído-. Por supuesto que sí. Es tu marido. Y siempre siente lo que hace, y tú sabes que, si dejaras de cometer errores todo el tiempo, todo sería estupendo entre vosotros. Porque antes él era muy bueno. ¿Es así? Cuando empezasteis, él era el mejor.
Ella sonrió y asintió.
– Era maravilloso.
– Pero ya no lo es. Y ése es el problema, Kim. Él no va a estar muy contento con el bebé. Los niños no se quedan callados, y no limpian lo que ensucian. Andy se va a enfadar mucho, mucho. Y cuando te mande al hospital, ¿quién va a cuidar a tu hijo?
Ella abrió unos ojos como platos.
– Él no es así.
– Los dos sabemos que sí. La situación empeora cada vez más. Después de que te haya mandado unas cuantas veces al hospital, se volverá contra tu hijo. Después os pegará a los dos, y finalmente, alguien acabará muerto.
A Kim comenzaron a caérsele las lágrimas.
– Tiene que irse -le dijo, sin mirarlo-. Tiene que irse, porque algunas veces Andy viene a comer, y si lo encuentra aquí…
«Será un infierno», pensó Mac. «Peor que un infierno».
– Kim, por favor.
Ella le señaló la puerta.
– Váyase.
Mac hizo lo que le pedía. Se sentía inútil, enfadado, como si no hubiera hecho otra cosa que estropearlo aún más. Mientras iba hacia el coche, se volvió y la vio cerrar la puerta suavemente.
Jill volvió a la oficina y se sorprendió de ver a Tina trabajando en el mostrador. Reprimió el impulso de cantarle las cuarenta y se limitó a saludarla con la cabeza al pasar.
Entró en su despacho, se sentó tras el escritorio y se preguntó qué demonios le había ocurrido con Mac. Se daba cuenta de que él podía haber malinterpretado su conversación con Rudy, pero, ¿por qué no le permitía que se lo explicara? Aquello era un golpe bajo.
Tenía ganas de darle un golpe a algo. O de lanzar algo por los aires. Pensó que los peces disecados eran una buena diana, pero finalmente se contuvo y tomó aire profundamente varias veces.
Y justo entonces, sonó el teléfono.
– Buenas tardes, aquí Jill Strathern.
– Oh, buenas tardes. Soy Marsha Rawlings -le dijo una mujer, y después le recitó el nombre de la empresa para la que trabajaba, en San Diego-. Verdaderamente, estoy muy impresionada por su curriculum. Por favor, dígame que no ha aceptado ya otro puesto.
– No lo he hecho.
– Maravilloso. Nos encantaría tener una entrevista con usted lo más pronto posible. He averiguado que hay una pista de aterrizaje privada justo a las afueras de Los Lobos. ¿Le parecería bien que enviara el avión de la empresa a buscarla mañana a primera hora? ¿Qué tal le viene?
Jill miró los peces, después a la puerta que conectaba con la recepción, donde estaba Tina, y a su escritorio con las carpetas sobre los casos en los que estaba trabajando.
– Me vendría perfectamente. ¿A qué hora?