Capítulo 9

El día empezó como cualquier otro. Pero la primera señal del terremoto se produjo cuando David se dejó caer en su despacho, con aspecto agitado, para decirle que acababa de hablar con Steven.

– Me ha ofrecido trabajo en Charteris.

Jennifer frunció el ceño, preguntándose qué habría tramado Steven. No tardó en averiguarlo cuando David le describió el sorprendente e increíble giro que Steven dio en el último momento a la conversación que mantuvo con él.

– Era un trato maravilloso para mí, pero justo cuando iba a aceptar me dijo que había una condición -David aspiró profundamente-. Tengo que dejarte.

– ¿Qué?

– Fue muy directo: «aléjate de Jennifer Norton». Yo creía que la gente sólo hablaba así en las películas de gángsteres.

– ¿Me estás diciendo -pronunció lentamente Jennifer -que Steven Leary se ha atrevido a…?

Apenas podía respirar de la furia que la embargaba. Desde la noche de su discusión, sus sentimientos hacia Steven se habían suavizado, compadeciéndolo por el dolor que le había infligido. Pero ya todo eso había desaparecido bajo la impresión del descubrimiento de lo implacable y autoritario que podía llegar a ser. Aquello era la venganza de Steven, una ejemplar demostración de su poder.

Una extraña expresión cruzó por su rostro: una expresión que Trevor habría identificado de inmediato como preludio de que iba a cometer una impulsiva acción de la que se arrepentiría cinco minutos después.

– David, tenemos que hacerle frente. Incluso aunque eso no hubiera sucedido, habríamos tenido que pensar en nuestro futuro -le tomó las manos entre las suyas-. Ha llegado la hora de decirle a todo el mundo que nuestro matrimonio va a efectuarse, tanto si quiere Steven Leary como si no.

Leyó el asombro en su rostro, y por un momento casi esperó que se negase; pero luego le dijo con tono respetuoso:

– Por supuesto, querida. Como dices, tan sólo era una cuestión de tiempo…

La furia le duró a Jennifer toda una hora, tiempo que utilizó para comunicar la noticia a Trevor y a Barney, telefonear al periódico e insertar un anuncio en su edición nocturna. Pero cuando David se marchó dejándola sola, fue como si el mundo se le hubiera derribado encima. David le ofrecía la seguridad que siempre había deseado por encima de todo. Steven la había tentado con otra vida, una vida de riesgos, donde se podía ganar o perderlo todo con una sola palabra. Pero la palabra ya había sido pronunciada, y ya era demasiado tarde.

Ese mismo día David y ella cenaron en el Savoy para celebrar la inminencia del acontecimiento. Jennifer intentó alegrarse y acallar la voz interior que le decía que todo aquello era demasiado correcto, como si respondiera a un guión ya escrito. En realidad siempre había soñado con aquella noche… y de pronto todo parecía haberse tornado confuso, equívoco.

David pidió champán, a pesar de que el vino blanco siempre le daba jaqueca. Un espectador cualquiera habría detectado un matiz extraño en su comportamiento, como si estuviera intentando convencerse a sí mismo de algo.

– ¡Por nosotros! -exclamó, brindando.

– ¡Por nosotros! -repuso ella mientras entrechocaba su copa.

Tal y como temía Jennifer, el champán le dio dolor de cabeza a David; en sus ojos había una expresión de dolor y su sonrisa era muy forzada.

– Creo que deberíamos irnos -comentó con mucho tacto.

Asintió agradecido, y ella lo ayudó a salir para llamar un taxi. Estaban demasiado lejos del piso de David, y su casa estaba mucho más próxima: pensó en acostarlo en su cama para que durmiera y se le aliviara el dolor. Llegaron al bungaló en unos minutos. Una vez en su dormitorio, le quitó la ropa y lo ayudó a tumbarse en la cama.

– Gracias por cuidarme tan bien -le susurró, apretándole la mano-. Gracias, querida.

– Siempre cuidaré de ti -le prometió Jennifer, emocionada.

David sonrió levemente y cerró los ojos, de manera que Jennifer salió sigilosamente del dormitorio para dejarlo descansar. Se preparó la cama en la habitación de invitados, pero antes entró en el cuarto de baño para tomar una ducha; pensó que quizá así podría liberarse de la extraña sensación de insatisfacción que había experimentado durante la noche que habría debido de ser la más feliz de su vida. Había conseguido aquello que se le había negado durante tanto tiempo, demostrándole al mismo tiempo a Steven que no aceptaba sus órdenes. Pero aun así se sentía inquieta, incómoda.

Salió de la ducha y se secó vigorosamente. De repente, mientras se ponía su finísimo camisón de seda, sintió que su cuerpo se despertaba, deseoso de unas manos febriles que la acariciaran íntimamente. Cerró los ojos y poco a poco un rostro empezó a cobrar forma en sus sueños…

De pronto, consternada, abrió los ojos otra vez. ¿Cómo se atrevía Steven a irrumpir en una noche así?

Él no era el hombre al que amaba, ni el hombre con quien iba a casarse. Pero aun así, no podía desembarazarse de él. Asomó la cabeza por la puerta entreabierta de su dormitorio para echar un vistazo a David. Había retirado a un lado las sábanas y yacía medio desnudo. Era hermoso, pensó mientras lo contemplaba admirada. Pero al cabo de un rato se dio cuenta de que su admiración era fría y desapasionada, ajena a toda punzada de deseo. Se apresuró a decirse que eso se debía a que estaba enfermo, y oyó de nuevo la burlona voz de Steven: «siempre se preferirá a sí mismo antes que a ti».

Empezó a retroceder, dejando abierta la puerta en caso de que David la llamara durante la noche. De pronto la sobresaltó el timbre de la puerta. Después de ponerse la bata sobre el camisón, se apresuró a abrir. Steven Leary estaba en el umbral, mirándola con expresión sombría.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Será mejor que hablemos dentro.

– No tenemos nada de qué hablar. Márchate en seguida.

– Me iré cuando haya hablado contigo. Puede que tú no tengas nada que decirme, pero yo sí: muchas cosas. Y podemos empezar por tu extraño sentido del humor.

– Por lo que a ti respecta, no tengo sentido del humor.

– Bueno, pues yo creo que es muy divertido que te comprometas en matrimonio y me lo hagas saber por los periódicos.

Entró sin que lo invitara a pasar. Jennifer nunca lo había visto antes en aquel estado. En lugar de su inmaculada apariencia, no llevaba corbata, tenía abierto el cuello de la camisa y estaba despeinado. Pero lo más extraño de todo era su mirada desquiciada. Por una vez Steven había perdido el control sobre sí mismo.

– ¡Debería…! De acuerdo, tuvimos una discusión, y quizá te dije algunas cosas que… ¡pero vengarte de mí con esto!

– ¡Vengarme de ti! -repitió furiosa-. ¿Es eso lo que crees que es mi matrimonio? ¿Una especie de venganza?

– No me hables de tu matrimonio. Tú no tienes más intención de casarte con David Conner que yo mismo. Lo hiciste para devolverme el golpe. De acuerdo, estuve especialmente torpe. Debí haber adivinado que correría a tus brazos y que tú estarías tan enfadada conmigo que serías capaz de cometer cualquier estupidez. ¿Pero esto? ¿Acaso te has vuelto loca?

– Estás en un error, Steven. Esto tenía que suceder un día u otro. Yo estoy enamorada de David; lo sabes desde que nos conocimos. Y él está enamorado de mí.

– Sé que albergas la estúpida idea de que él es el hombre que resolverá todos tus problemas, y que ha quedado deslumbrado por ti. Pero basta ya. La broma ha terminado.

– Esto no es una broma.

– ¡Crece de una vez, Jennifer! No puedes casarte con él. Y tú no quieres realmente hacerlo. Organizaste todo esto para ponerme en mi lugar. De acuerdo, has triunfado. Cedo.

Inexplicablemente para una mujer que se había comprometido con otro hombre, el corazón empezó a latirle acelerado.

– ¿Y qué quieres decir… exactamente… con eso de que «cedes»?

– ¿No es obvio?

– A mí no me lo parece.

– He venido aquí a buscarte, ¿no? Yo no voy detrás de las mujeres suplicándoles favores, pero he venido a pedirte, a rogarte, que pongas fin a este absurdo, porque de otra manera…

– ¿De otra manera qué? -inquirió Jennifer, casi incapaz de hablar.

Vio que su rostro se tensaba. Un hombre que se hubiera encontrado de pronto en el borde de un precipicio habría adoptado la misma expresión que Steven en aquel instante.

– De otra manera mis acciones caerán en picado -terminó con tono cortante.

Jennifer se lo quedó mirando de hito en hito, estupefacta.

– ¿Qué? -susurró.

– Tu súbito compromiso puede perjudicarme mucho en el mercado de valores.

– No puedo creerlo -gritó furiosa-. ¡A mí no me importa el mercado de valores! Voy a casarme con David porque lo amo.

– ¡Absurdo! Vas a casarte con él porque te has enfadado conmigo -le espetó Steven-. Y él se va a casar contigo porque tú se lo pediste.

– Eso… no es verdad -balbuceó, intentando ahuyentar de su mente la imagen del rostro de David, pálido de asombro cuando le propuso matrimonio.

– ¡Porque no irás a decirme que él mismo te lo pidió! -exclamó Steven-. Tiene demasiado instinto de supervivencia para hacer eso. Tú le dijiste: «no vamos a dejar que nos dicte órdenes, ¿verdad, David? Vamos a comprometernos para que se entere». Y menuda sorpresa debió de llevarse el pobre hombre.

– No tienes ningún derecho a decir eso.

Vio entonces tal mirada de ardor en sus ojos que tuvo la impresión de que su bata era transparente.

– Tengo derecho a decir cualquier cosa con tal de sacarte de este lío. ¿Sabe él lo que sentiste en mis brazos? ¿Se le ha ocurrido compararlo con lo que sientes en los suyos?

– Tú no sabes lo que siento cuando estoy con David.

– Sé que no ardes ante su contacto como haces conmigo, porque ninguna mujer podría reaccionar así ante dos hombres.

– Has cambiado de tono. Apenas hace unos días, en este mismo apartamento, me acusaste de haber fingido contigo…

– Porque estaba muy enfadado, y tenía razones para ello. Pero cuando me tranquilicé, comprendí que no habías podido fingir hasta ese punto. Con sólo tocarnos, los dos empezábamos a arder y…

– ¡Cállate! -gritó, volviéndose y tapándose los oídos.

– ¿Por qué? -la obligó a que lo mirara-. ¿Te duele acaso la verdad? Mírame a los ojos y dime que no es así.

– Es… demasiado tarde -murmuró.

– Nunca será demasiado tarde mientras siga existiendo esto entre nosotros -repuso Steven, y la estrechó en sus brazos.

Una parte de Jennifer había sabido que aquello era inevitable desde el principio, pero aun así la tomó por sorpresa. Fue un beso exento de ternura, la expresión del puro poder de su voluntad. Le abrió la bata, dejándola caer al suelo, de modo que únicamente quedó la finísima tela del camisón entre su cuerpo desnudo y las manos febriles de Steven. A través de la seda Jennifer podía sentir cada caricia, cada íntimo contacto. La estaba tratando sin ningún respeto o cortesía, forzándola a reconocer el deseo que se imponía sobre cualquier otro sentimiento. Y su acelerado corazón le decía que Steven le estaba haciéndole pagar el tributo de una fiera pasión que no podía dominar.

La besaba precipitadamente, sembrando senderos de besos a lo largo de sus mejillas, hasta sus labios, descendiendo luego por el cuello hasta la garganta.

– Siempre he querido hacer esto -murmuraba-. Y hemos tardado demasiado tiempo…

– David… -susurró, frenética.

– Olvídalo. Esto es lo que importa ahora. Ninguna mujer me ha hecho sentir lo que tú.

Uno de los tirantes del camisón cedió bajo los urgentes movimientos de sus dedos. La estaba besando el cuello, los hombros, los senos. Jennifer se esforzaba por no reaccionar, pero los sentimientos que le inspiraba eran más fuertes que su propia voluntad. Estaba tan completamente hechizada por Steven que no fue consciente de que la había arrastrado hacia la habitación, que estaba abriendo la puerta y que…

– Jennifer…

Levantó la mirada hacia el rostro de Steven, pero no había sido él quien había hablado. Se había quedado rígido y pálido al escuchar aquella voz procedente de la cama. Jennifer pudo sentir cómo se tensaba de sorpresa. Lentamente se fue apartando de ella, con los ojos fijos en el lecho. David acababa de sentarse en el borde, cubriéndose los ojos con una mano.

Durante unos segundos fue como si el mundo se hubiera detenido de repente. Al fin David dejó caer la mano, los miró fijamente a los dos por un momento, y luego se tumbó de nuevo con los ojos cerrados.

– Pequeña embustera -pronunció lentamente Steven-. Lo has hecho otra vez -estaba blanco de furia mientras salía del dormitorio.

Jennifer intentó ordenar sus ideas. Su cuerpo seguía evocando su contacto, y apenas podía disimular los efectos de lo que había sucedido.

– Steven, tú no comprendes…

– ¿Qué es lo que hay que comprender? Sabías lo que sentía por ti y volviste a engañarme. ¡Otra vez!

– No es verdad -gritó-. No es lo que piensas…

– Ahora me dirás que no he visto a David Conner en tu cama.

– ¿Y qué si lo has visto? -replicó furiosa-. Resulta que es mi prometido. ¿Qué otro hombre tendría más derecho que él a estar en mi cama?

– En otra ocasión pude haberte contestado adecuadamente. Pero eso era antes de darme cuenta de que eres lo suficientemente estúpida como para tomarte en serio esta farsa.

– Pues así lo haré si quiero -gritó-. ¿Cómo te atreves a venir aquí a dictarme con quién puedo o no puedo casarme? Estabas tan seguro de ti mismo… Con sólo chasquear los dedos, Jennifer acudiría corriendo, porque no era posible que amara a otro hombre si Steven Leary la deseaba. Te equivocaste durante todo el tiempo. Todo lo que he hecho ha sido por David. Él es el hombre al que amo y ningún otro hombre podría significar nada para mí.

– Has estado jugando conmigo -susurró Steven.

– Sí, he estado jugando contigo, pero tú también, así que no te quejes. Simplemente te topaste con alguien que jugaba mejor que tú. ¿Qué es lo que se siente?

– Como si me hubieran desgarrado el corazón con un cuchillo -respondió en voz baja.

Su respuesta la conmovió profundamente, y más todavía al ver que su expresión, por un instante, no reflejó más que un fiero y violento dolor. Un dolor y una angustia que eran absolutamente sinceros, y que si hubieran durado un momento más podrían haber hecho reaccionar a Jennifer.

– Hay un viejo refrán, Jennifer, que dice así: «si me engañas una vez, vergüenza para ti; pero si me engañas dos, vergüenza para mí». Ya me has engañado dos veces, así que no puedo dejar las cosas así. Nadie me trata como tú lo has hecho. Nadie me engaña de esta forma y sale bien librado. Yo gano siempre.

– Pues este juego no lo has ganado -le espetó ella.

– Este juego aún no ha concluido. Y no concluirá hasta que yo haya ganado y tú así lo reconozcas.

– Tendrás que esperar bastante.

– No lo creas. Te arrepentirás de haberme convertido en tu enemigo. Recuerda que ya te lo avisé.

– Sal de aquí.

– Sí, pero no antes de decirte una cosa más. Sigue adelante y cásate con ese chico bonito. Te arrepentirás en una semana. Y cuando te vuelva loco con su debilidad y su petulancia, acuérdate de lo que pudo haber habido entre nosotros. Tú y yo pudimos haber hecho envidiar a las estrellas. Y tú lo echaste todo a perder.

Y se marchó, dejándola temblando de consternación.

Jennifer se despertó al sentir que alguien le daba un beso en la frente, y abrió los ojos para descubrir a David a su lado.

– Te he traído una taza de té -le dijo.

– Oh, gracias. ¿Cómo te encuentras esta mañana?

– Bien. Esas jaquecas no suelen durar mucho, gracias a Dios.

Tenía mucho mejor aspecto, y sonreía contento. Lo cual era bien extraño, pensó Jennifer, para alguien que había sorprendido a su prometida besándose con otro la noche anterior. Pero quizá no lo hubiera visto. Durante gran parte del tiempo, se había cubierto los ojos con la mano. Y a veces las jaquecas lograban bloquearle por completo la mente.

– Tenías razón con lo del champán -le comentó David-. Menos mal que estabas conmigo.

Jennifer deseó que no hubiera dicho eso. Antes siempre le había gustado que le dijera lo mucho que confiaba en ella, pero aquello le suscitaba una sensación de ahogo, como si se sintiera prisionera suya. Y entonces recordó algo que le había dicho Steven en la playa: «me alegro de que estuvieras conmigo cuando lo descubrí».

Necesidad. Anhelo de sentir una mano amiga y reconfortante. Había asociado todas aquellas cosas con David, pero las había sentido con Steven. Era aquel indefinible eco lo que la inquietaba, y lo había recordado cuando ya era demasiado tarde.

David y Jennifer desayunaron en silencio. Luego ella lo acompañó al trabajo y se dirigió a su oficina, donde Trevor ya la estaba esperando. Le comentó algo irrelevante sobre su compromiso, pero tenía una expresión preocupada.

– Eres feliz, ¿verdad? -le preguntó él al fin.

– Por supuesto -respondió Jennifer.

– Es sólo que Maud creía que algo estaba sucediendo entre Steven y tú.

– Sólo lo frecuentaba por el asunto de la empresa -mintió Jennifer-. Y ahora todo eso ha pasado.

– Tu ruptura con él ha bajado el precio de nuestras acciones, aunque muy poco -la informó Trevor-. Ya volverán a subir otra vez.

Pero para consternación de todo el mundo, el precio de las acciones empezó a descender en picado, cada vez con mayor rapidez.

– Alguien está vendiendo acciones nuestras -comentaba Trevor, horrorizado.

Desesperada, Jennifer se dio cuenta de que la empresa iba cuesta abajo de manera dramática. Pero de repente el precio se estabilizó, y volvió a subir.

– Corren rumores de que un solo hombre está comprando acciones nuestras -le dijo Trevor-. Y probablemente las suficientes para exigir formar parte de nuestra junta de administración. Para empeorar las cosas, Barney ha convocado junta para esta tarde… y él estará allí.

Barney llegó diez minutos antes del comienzo de la reunión, y contempló la gran mesa de roble con sus sillas dispuestas en torno.

– Vamos a necesitar una más para nuestro nuevo miembro.

– Pero no sabemos quién es -repuso Trevor-. Y no creo que aparezca porque ni siquiera sabe que se ha convocado la junta.

– Cualquier tipo lo suficientemente inteligente para hacer lo que ha hecho, también lo sería para presentarse en una junta de la que nadie le ha hablado -declaró Barney con tono firme.

A las seis menos cinco, los tres socios ya estaban listos. Barney tomó asiento a la cabecera de la mesa.

– Presidente, podemos empezar cuando quiera -le dijo formalmente Trevor.

– No, esperaremos un poco más.

Jennifer y Trevor miraron la silla vacía como esperando, de un momento a otro, ver aparecer una figura fantasmal sentada en ella. En aquel preciso momento, el gran reloj de péndulo empezó a dar las seis.

Y cuando la última nota aún vibraba en el silencio, se abrió la puerta y Steven Leary entró en la sala de juntas.

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