Jennifer ya se había preguntado con anterioridad si David estaría allí. Ya se daba cuenta de que, secretamente y durante todo el tiempo, había estado esperando verlo. El corazón le dio un vuelco cuando reconoció sus perfectos rasgos y su cabello espeso y ondulado. Él miró en su dirección y Jennifer acertó a ver su expresión de sorpresa. Por un momento la joven llegó a imaginar que extendería sus brazos hacia ella y todas sus diferencias quedarían olvidadas.
Pero David permaneció inmóvil, rígido, aparentemente confuso. Luego una joven lo tomó del brazo, y él inclinó la cabeza hacia ella, mirándola con expresión solícita. Jennifer se quedó donde estaba, muy sorprendida. David le había dado la espalda. De repente se olvidó de todo lo que la rodeaba, Steven incluido, que la estaba observando de cerca. Se le encogió el corazón ante el pensamiento de que David hubiera encontrado una pareja tan pronto. Luego la chica en cuestión le sonrió. Era una sonrisa sincera, cariñosa, encantadora. Jennifer no consiguió ahogar una exclamación. Steven la oyó, y entornó los ojos con expresión perspicaz.
– Así que es él -le murmuró al oído.
– Él… ¿quién?
– El guaperas con la poquita cosa.
– ¿No podríamos cambiar de tema? -inquirió Jennifer, con un esfuerzo.
– ¿Por qué? Sólo estoy aquí para demostrarle que no le importas nada en absoluto. Así que voy a demostrárselo ahora mismo… a no ser que estés asustada.
– Claro que no -se apresuró a replicar.
– Entonces tendrás que agarrar al toro por los cuernos.
– Tienes razón -y se adelantó hacia David, exclamando-: ¡David! ¡Qué alegría verte!
Él también tuvo sus problemas para reponerse de su sorpresa, y Jennifer comprendió que tampoco había esperado verla acompañada.
– Qué… encantadora sorpresa.
– Pero tú sabías que pensaba venir.
– Sí… er… claro, es sólo que… permíteme que te presente a Penny -y se volvió hacia la jovencita, que le lanzó a Jennifer una mirada nerviosa, seguida de inmediato por una deliciosa sonrisa.
– Este es Steven Leary -dijo a su vez Jennifer. Mientras los hombres se daban la mano, empezó a sentirse algo más confiada. Al menos David sabía que no se había quedado sola y deprimida en casa, esperando a que la llamara por teléfono. Deslizó un brazo bajo el de Steven y lo miró a los ojos, sonriéndole con ostentosa intensidad. Sintió un absurdo deseo de echarse a reír, como si los dos compartiesen una broma privada que nadie más pudiera comprender. Ni siquiera David.
David fruncía mientras tanto el ceño, incómodo, como si le desagradara el hecho de verla con otro hombre. Pero luego Penny reclamó su atención y tuvo que volverse hacia ella. Jennifer mantuvo bien alta la cabeza, forzando una sonrisa.
Unas cincuenta mesas redondas llenaban el salón, cada una con ocho comensales. Jennifer no supo si reír o llorar cuando descubrió que les había tocado en la misma mesa que a David y a Penny. Estaban casi frente a frente.
– Háblame de David Conner -le pidió Steven en un murmullo-. ¿A qué se dedica?
– Posee una pequeña empresa de juguetes electrónicos.
– ¿La fundó él mismo?
– No, su padre se la legó.
La cena los mantuvo ocupados durante un rato. Steven representó su papel a la perfección, atento y sonriente al menor de sus deseos. Luego fue el turno de los discursos. Jennifer estaba frente al estrado, pero tanto David como Penny tuvieron que volverse, así que pudo observarlos con atención.
Los discursos terminaron y el ambiente se relajó visiblemente mientras la gente se levantaba para visitar otras mesas. Un par de conocidos se acercó a saludar a Jennifer, y minutos después, cuando quedó otra vez libre, descubrió que Steven se había sentado más cerca de David y Penny. David le estaba contando algo con expresión interesada, y Steven lo escuchaba con el ceño fruncido, aparentemente concentrado.
– ¿Y si alguien me invitara a bailar? -inquirió.
– Los deseos de mi dama son órdenes -repuso Steven, y la sacó a bailar un vals.
– Pensé que debía rescatarte de David -le dijo a modo de explicación.
– ¿Temías que toda esa conversación tan seria fuera demasiado para mí, verdad?
– ¿Qué te contó acerca de nosotros?
– Que fue tu gigoló, por supuesto.
– ¿No podrías hablar en serio aunque sólo fuera por un momento?
– Te lo contaré seriamente. No estoy seguro de si debo ayudarte a que vuelvas con él. Podrías terminar casada, y entonces, ¿cómo podría perdonármelo?
– ¿Qué quieres decir?
– No es el hombre que necesitas. Te pegarías con él cada vez que quisieras mirarte en el espejo.
– ¡Qué absurdo!
– No es un absurdo, Jenny…
– No hagas eso -se apresuró a decirle ella-. Sólo David me llama Jenny.
– De todas formas es un nombre que no te sienta bien. Jenny es adecuado para un gorrioncillo, y tú eres como un ave del paraíso.
– No estés tan seguro -declaró con tono ligero-. Podría convertirme en un grajo agresivo.
Steven se echó a reír. Era una risa vibrante, llena de ricos matices, y varias personas se volvieron para mirarlos, incluido David. Inmediatamente Jennifer forzó una sonrisa mientas fijaba la mirada en su rostro.
– Muy bien -pronunció Steven, interpretando correctamente su gesto-. Si es a eso a lo que quieres jugar… -la atrajo con fuerza hacia sí, mirándola con expresión ardiente-. Eres maravillosa. Espero que David te valore en lo que realmente vales.
– Por supuesto.
– ¿Te ha hablado de matrimonio?
– A su manera -respondió después de un ligero titubeo.
– ¿Qué significa eso?
– Con hechos, y no con palabras.
– No te engañes a ti misma, Jennifer. Tú deseas que te pida en matrimonio, y no lo ha hecho. ¿Por eso discutisteis?
– Eso no importa.
– Claro que importa. Hasta la medianoche yo seré tu nuevo amante, terriblemente celoso del hombre del que estás enamorada. Porque estás enamorada de él, ¿verdad?
– Completamente.
– Bueno, ¿y de qué discutisteis?
Jennifer no sabía cómo detenerlo; aquel hombre parecía ejercer sobre ella un poder hipnótico que hacía que le pareciera natural contestar a sus preguntas. Pero le resultaba difícil analizar aquella discusión porque ni siquiera estaba segura de su verdadero motivo. Habían estado hablando de un problema que David había tenido con su empresa. A ella la solución le había parecido obvia, y se había sentido muy contenta de ayudarlo, pero de repente él había empezado a mirarla de una manera muy extraña…
– ¿Tú sabes más de esto que yo, verdad? -le había preguntado él con tono suave.
Incluso entonces Jennifer no había visto el peligro, y había replicado alegremente:
– Es algo en lo que tiene que ver mi abuelo, ese viejo granuja. Algo se me ha pegado. Mira, querido, lo que tienes que hacer es…
Pero David la había interrumpido en ese mismo momento, acusándola de entrometerse en sus asuntos. Jennifer lo había negado, indignada, y la situación empeoró aún más. Para cuando se separaron, casi se había olvidado del desacuerdo original.
– No tiene nada que ver con el matrimonio -le dijo finalmente a Steven.
– Me alegro. Te mereces un hombre mejor que David Conner.
– ¡No me digas eso! -se apresuró a protestar.
– ¡Bien hecho! Me gusta ese brillo que se te pone en los ojos. No te molestes en mirarlo a él: arruinarías el efecto. Concéntrate en mí. Creo que eres formidable, y además tienes valor y coraje.
– ¿Siempre les dices esas cosas a tus clientas?
– ¿Mis…? Bueno, es cierto que no lo hago tan a menudo -repuso Steven, recuperándose de su distracción-. Tiendo a espetarle a la gente la cruda verdad en vez de susurrar dulces necedades. Sonríeme. Nos está mirando.
Jennifer le regaló una deslumbrante sonrisa y Steven se la devolvió.
– Muy bien -murmuró-. ¿Sabes? Eres aún más bonita cuando te enfadas.
– Oh, vete al diablo -replicó, dándose por vencida y riendo a su pesar.
– Con mucho gusto, pero abrazado a ti. Bailando contigo, sería capaz de descender a los infiernos y luego volver -desvió la mirada hacia David, y susurró con una sonrisa en los labios-: Has conseguido preocuparlo de verdad.
– ¿A quién?
– A David. ¡No me digas que te has olvidado de ese pobre infeliz!
– Claro que no -replicó Jennifer con demasiado apresuramiento. Era cierto que se había sentido tan intrigada por la personalidad de Steven, que por un momento había dejado de pensar en David.
– Démosle un buen motivo de preocupación -sugirió Steven, acercándola más hacia sí-. Me encanta el diseño de tu vestido.
Jennifer sabía que se estaba refiriendo a su pronunciado escote, y para desmayo suyo, empezó a ruborizarse.
– Eres la mujer más bella de este salón -continuó él.
– Deja de decirme esas cosas -susurró Jennifer.
– Me pagan para decirlas -le recordó.
Jennifer se quedó sin aliento. Había caído presa del encanto de aquel hombre… y todo había resultado ser un engaño. Sus cumplidos y sus atenciones no tenían significado alguno.
– Bueno, dado que estás bajo mis órdenes -le dijo con voz temblorosa-. Te ordeno que no sigas por ese camino.
– Me contrataste para ponerle celoso a David Conner, y eso es precisamente lo que voy a hacer.
– Te contraté como un simple complemento, para que resultaras útil a mi empresa -le dijo apresurada, recordando lo que le había dicho Trevor.
– Tonterías. Es David quien te preocupa. Aunque el motivo sigue siendo un misterio para mí.
Le levantó delicadamente la barbilla, y ella no pudo resistirse; de repente el corazón empezó a latirle acelerado. Intentó ignorar sus propias sensaciones y recordar solamente que aquel hombre estaba representando su papel. Pero fue inútil; era como si estuviera flotando en un sueño. Aquel tipo arrogante tuvo entonces la desfachatez de pasarle la punta de los dedos por los labios. Jennifer emitió un tembloroso suspiro, asombrada de las sensaciones que él le estaba suscitando. Tenía que detenerlo. Pero no hizo nada; ni siquiera podía hablar. Sentía su leve contacto en los labios, a lo largo de su mejilla y descendiendo por su cuello. Luego la acercó más hacia sí para besarla en la boca, y Jennifer tuvo la devastadora impresión de que no ejercía control alguno sobre sí misma. Perdió todo sentido del tiempo y del espacio. Era como si estuviera bailando en los cielos un vals que fuera a durar toda una eternidad. El corazón le latía con tanta fuerza que apenas podía respirar.
– Deberías soltarme -musitó.
– Si dependiera de mí, jamás en la vida te soltaría -murmuró Steven-. Te arrastraría fuera de aquí, a algún lugar donde nadie pudiera encontrarnos, para descubrir el tipo de mujer que eres realmente. Y la respuesta podría sorprenderme tanto como a ti.
– ¿Cómo te atreves…?
– Extraño, ¿verdad? Pero yo ya te conozco como jamás te conocerá David. Sé lo que quiero de ti, mucho más de lo que nunca podría desear él.
Para su horror, aquellas palabras le provocaron un escalofrío: reflejaban una férrea resolución que jamás había percibido en ningún otro hombre. Amaba a David por su delicadeza y por su carácter dulce y pacífico, pero muy a su pesar tenía que reconocer que carecía de decisión. Aunque, por otro lado, la decisión no era lo más importante: o al menos eso era lo que siempre se había dicho a sí misma. En los brazos de aquel hombre tan decidido, sin embargo, sus propias reacciones la alarmaban.
Salió de sus ensoñaciones para darse cuenta de que la música estaba terminando. Las parejas aminoraban el ritmo y ella se encontraba en los brazos de Steven Leary, mirando el asombro de su expresión reflejado en su propio rostro. Y comprendió que, a partir de aquel instante, nada volvería a ser lo mismo otra vez.
Durante la siguiente hora Jennifer funcionó como un autómata: su mente todavía se hallaba ocupada en su devastador encuentro con Steven. Por el rabillo del ojo lo vio bailando un vals con Penny. Luego volvió a reunirse con ella, la tomó de la mano y la llevó al bar, donde le ofreció un zumo de naranja.
– Supongo que necesitabas tomar un refresco -le dijo él-. Yo también. Me estoy esforzando mucho por ti.
– Te vi bailando con Penny -le comentó ella, interpretando bien su comentario-. ¿Qué te ha parecido?
– Baila con demasiada corrección. Prefiero que una mujer baile con un hombre como si quisiera hacer el amor con él -la desafió con la mirada.
– Me lo imagino -repuso Jennifer, disimulando su azoro-. ¿Es ése el único defecto que le encuentras a la pobre Penny?
– Me contesta además con monosílabos y no deja de mirar a David. A propósito, es su secretaria, y esta tarde es la primera que la ha invitado a salir con él -alcanzó a oír su suspiro de alivio y añadió con tono malicioso-: Parece como si hubiera estado esperando a que lo llamaras en el último momento. No te comprende porque está demasiado pendiente de sí mismo. Está más contento con una chica que no es tan guapa como él, para seguir sintiéndose superior. Lo vuestro no tenía ningún futuro.
– David y yo todavía no hemos roto…
– Habréis roto si Penny tiene algo que ver en ello. Está loca por él.
– Puedo hacer que vuelva conmigo cuando quiera -replicó orgullosa.
– ¿Pero te merecerá la pena?
– Sí -respondió desafiante.
– De acuerdo. Vamos -Steven la llevó adonde se encontraba David, charlando con Penny. De una forma encantadoramente discreta, se las arregló para llevarse a Penny dejando a Jennifer a solas con él.
– ¿Qué tal te ha ido? -le preguntó David con tono formal.
«He estado esperando con toda mi alma una llamada tuya, con el corazón destrozado mientras tú permanecías indiferente. He llorado cuando nadie me estaba mirando, intentando averiguar qué era lo que había hecho mal», se dijo Jennifer para sus adentros.
– Bueno, ya sabes cómo es esta época del año -respondió riendo-. Hay muchísimo trabajo y no he tenido ni un solo momento libre. Espero que a ti te haya pasado lo mismo.
– Bueno, sí, he estado bastante ocupado. De hecho, he estado fuera durante la mayor parte de estas dos últimas semanas. Por eso no estuve en casa si es que me llamaste.
– Pues no -repuso tensa-. No te llamé.
– Claro. No quería decir que… Bueno, es igual…
Dejó inconclusa la frase, encogiéndose de hombros y sonriendo. Jennifer perdió el aliento al ver aquella sonrisa, que iluminó por completo su hermoso rostro.
– David -pronunció en un impulso, extendiendo una mano hacia él. Estuvo a punto de pronunciar su nombre, decidida a acabar con aquel distanciamiento.
– ¡Deja de hablar, querida! -Steven apareció de repente a su lado, tomándola del brazo-. La noche es joven. ¡Vamos a bailar!
Y antes de que Jennifer pudiera protestar, ya se dirigía hacia la pista prácticamente en los brazos de Steven.
– ¿Por qué has hecho eso? Él estaba a punto de… ¿Qué es lo que pretendías?
– Impedir que cometieras un imperdonable error. Os estaba observando, y él no iba a hacer nada. Eras tú la que ha estado a punto de caer a sus pies.
– ¡Eso no es asunto tuyo! Y jamás habría hecho tal cosa.
– Tu expresión me decía lo contrario. ¿Es eso todo lo que se necesita? ¿El chico guapo sonríe y la mujer inteligente se pone a babear?
– Suéltame ahora mismo.
Intentó liberarse pero Steven la sujetó con mayor fuerza, acercando la boca a su oído mientras bailaba.
– ¡Deberías agradecérmelo, mujer desagradecida! Si hubieras caído en esta primera prueba, jamás habrías recuperado tu relación.
– ¿Qué quieres decir?
– Era tu primer encuentro con él después de la discusión, y tú has sido la única en vacilar. Es el clásico idiota egocéntrico que siempre espera que todo le venga dado, a su gusto. Apostaría a que está pensando en sí mismo: no en ti, ni en los dos, sino en sí mismo.
Jennifer habría preferido la muerte antes que admitir que Steven tenía razón.
– No entiendo qué es lo que ven las mujeres como tú en hombres tan flojos como David.
– Él no es flojo. No es un macho arrogante, si es eso lo que quieres decir. Algunos hombres no sienten la necesidad de serlo. Es una simple cuestión de confianza.
– ¿Y qué es lo que has hecho tú para dañar su confianza?
– Creo que ya es hora de que regrese a casa -pronunció Jennifer.
– Muy bien. Agárrate a mi brazo y haremos una salida triunfal. ¡Arriba esa cabeza!
Una vez en el coche, Jennifer condujo en silencio durante un buen rato, hasta que por fin le preguntó:
– ¿Dónde te dejo?
– En la parada de autobús más cercana.
– Puedo llevarte a casa.
– Gracias, pero el autobús lo hará por ti.
– No hay necesidad de hacerse el mártir -insistió Jennifer con tono paciente-. Dime dónde vives.
– ¿Tenemos por fuerza que terminar con una discusión?
– ¿Qué importa ya? La velada entera ha sido un desastre.
– No toda -le recordó Steven-. Ha tenido sus momentos deliciosos…
Para su disgusto, Jennifer sintió que le ardían las mejillas. Con la intención de asegurarse de que no sospechaba nada, pronunció con tono tenso:
– Olvidémoslo. Yo ya lo he hecho.
– Eso sí que no me lo creo.
– Esas cosas pasan. La gente tiene sus deslices… que no significan nada.
– ¿Te comportas así con todos los hombres? ¡Debería darte vergüenza!
– Ya sabes a lo que me refiero. La noche ha terminado y nunca volveremos a vernos.
– ¿Eso piensas? Un hombre temerario podría tomarse eso como un desafío.
– Ni se te ocurra.
– Te apuesto un beso a que volverás a contactar conmigo antes de que termine esta semana.
– Nos estamos acercando a la parada. Buenas noches.
Mientras ella aparcaba, Steven empezó a quitarse los gemelos que le había prestado.
– Será mejor que te devuelva esto.
Jennifer no los quería; ya nunca podría regalárselos a David. La debilidad y la decepción que sentía la hicieron decir:
– No hay necesidad. Quédatelos como consuelo por haber perdido la apuesta. Sacarás una buena cantidad por ellos.
Steven ya había abierto la puerta, pero de pronto se detuvo y se volvió para mirarla:
– Quizá prefiera conservarlos para recordarte a ti.
– Yo preferiría que no lo hicieras -replicó ella, ansiando que se marchara de una vez para quedarse a solas con su tristeza-. Quiero olvidarme de todo lo relacionado con esta noche.
– Y yo no quiero que lo hagas -repuso a su vez Steven, acercándola hacia sí. Antes de que Jennifer pudiera incluso pensar, la besó en los labios con fiera intensidad.
– Detente -susurró con voz ronca.
– No quiero detenerme -murmuró-. Y tú tampoco.
Jennifer intentó negarlo, pero el corazón le latía acelerado y ni siquiera logró formular mentalmente las palabras. Además, su boca la había acallado otra vez. Steven volvió a besarla como si dispusiera para ello de todo el tiempo del mundo, tentándola con la deliciosa caricia de su lengua en los labios. Aquellos hábiles movimientos parecían comunicar a sus nervios descargas eléctricas que sensibilizaban todo su cuerpo.
Jennifer levantó una mano para detenerlo, pero de pronto, como si tuviera vida propia, le acarició el rostro y hundió los dedos en su pelo. No estaba segura de nada, excepto de que se hallaba cautiva de aquel fantástico placer. Debía de estar loca para permitir que sucediera todo aquello, pero ya era demasiado tarde… Sintió entonces sus dedos deslizándose más abajo de su estrecha cintura, sobre la tela de satén que cubría sus caderas; pero de repente algo lo detuvo.
Jennifer percibió de manera inequívoca su repentina tensión, y al momento siguiente Steven interrumpió el beso y se apartó. Respiraba aceleradamente y le brillaban los ojos.
– Todo esto no debería haber pasado -le gritó Jennifer, avergonzada, en cuanto consiguió recuperarse-. Sal del coche ahora mismo -le ordenó con voz temblorosa-. Inmediatamente. ¿Me has oído?
– Sí, quizá sea mejor que escape de una vez mientras aún los dos estemos a tiempo -salió y cerró la puerta, sin dejar de mirarla a través de la ventanilla-. Hasta que volvamos a encontramos.
– Eso nunca sucederá.
– Sabes perfectamente que sí.
Sólo había una forma de acallarlo, y Jennifer no lo dudó: pisó a fondo el acelerador y arrancó a toda velocidad. Una sola mirada al espejo retrovisor le reveló que él seguía allí, sin moverse, observándola con el ceño fruncido.