Capítulo 11

Maud quería tener una apariencia impresionante el día de su boda. Jennifer fue a verla para ayudarla con los preparativos, y se quedó muda de admiración. El vestido era de corte romántico, con una larguísima cola y un gran velo.

Tanto Maud como Trevor habían insistido en que Jennifer hiciera de madrina, y al final había tenido que resignarse. Dado que Steven iba a ser el padrino, no iba a resultarle posible evitarlo. La propia Maud había escogido el vestido de Jennifer, una preciosidad de raso y seda, amarillo, de un estilo elegante a la vez que sofisticado.

Estaba previsto que el acto y la recepción nupcial se celebraran en el enorme jardín de la casa de Steven. Cuando Jennifer llegó por la mañana temprano, la carpa ya había sido levantada y la empresa de catering ya lo estaba disponiendo todo. No vio a Steven por ninguna parte, y Maud le comentó que se había marchado después de asegurarle que no tardaría en regresar. Jennifer no pudo menos que preguntarse si no habría sido una manera de evitar su presencia.

El peluquero favorito de Maud se presentó para peinarla; luego se dedicó a Jennifer. Cuando terminó, Maud procedió a maquillarse con la profesionalidad que la caracterizaba, antes de trabajar en el rostro de su madrina. Tanta solicitud en el cuidado de su belleza despertó las sospechas de Jennifer.

– Estás perdiendo el tiempo poniéndome tan guapa -le dijo-. Voy a casarme con David, y aunque no fuera así, tu hermano sería la última persona que elegiría como marido.

– Es gracioso: él dice exactamente lo mismo de ti -repuso Maud-. Sólo que tirándole un poco más de la lengua.

Cuando Maud terminó de maquillarla, Jennifer tuvo que admitir que conocía bien su oficio. Pequeños y delicados rizos flotaban en torno a su rostro, proporcionándole un exquisito aire de ternura. Sus ojos oscuros y su espléndido cutis resaltaban más de lo habitual, gracias a la habilidad de su futura cuñada.

– Me muero por una taza de té -le confesó Maud.

– Voy a conseguirte una -se ofreció Jennifer.

Aquello le dio la oportunidad de probar sus delicadas sandalias plateadas, que tan bien combinaban con su vestido. Estaba preparando el té en la cocina cuando, al levantar la mirada, se quedó paralizada de sorpresa al ver a Steven. Tan concentrada estaba en su tarea que no lo había visto entrar. Pero ella también lo había pillado desprevenido, y la expresión de sus ojos, antes de que pudiera disimularla, expresó todo lo que habría preferido ocultarle.

– No sabía que habías venido -pronunció él, al cabo de un silencio durante el cual no pudo menos que contemplarla admirado.

– Maud y yo acabamos de prepararnos. Quiero subirle una taza de té.

– No hay tiempo. Los coches ya han llegado.

– Se lo diré.

Eran unas pocas palabras banales, pero la dejaron extenuada a causa de la tensión; se preguntó cómo podría soportar pasar el día entero con él. Al fin llegó la hora de salir para la iglesia. Maud bajó la escalera envuelta en una nube de gloria y Jennifer la ayudó a entrar en el coche, recogiéndole con cuidado la cola del vestido. Steven abrió la puerta delantera, disponiéndose a subir.

– Se supone que deberías sentarte conmigo -protestó Maud.

– Es mejor que te acompañe la madrina -repuso con tono inexpresivo, tomando asiento al lado del chófer.

Durante el corto trayecto hasta la iglesia, Jennifer se negó a mirar a Steven. Recordaba bien lo que Mike Harker le había dicho de él: «solía decir que las bodas eran una conspiración de las mujeres para poner en ridículo a los hombres, y que él nunca caería en ese error». Indudablemente, Steven debía de pensar que la propia Jennifer formaba parte de la conspiración. Y ya antes le había dejado muy claro que lo único que quería tener con ella era una aventura.

Cuando llegaron a la iglesia, Steven esperó a que Jennifer terminara de dar los últimos retoques al vestido; luego le ofreció su brazo a Maud, y se pusieron en marcha. Se habían retrasado algunos minutos, y cuando el órgano empezó a sonar, Trevor se volvió para mirar sonriente a su futura esposa. Ella le devolvió la sonrisa, y su felicidad pareció contagiar a todos los presentes. Jennifer pensó que Maud era en aquel preciso momento dueña y señora del corazón de Trevor, y recordó la noche en que Zarpas dio a luz, cuando Steven se burló de ella diciéndole que se había presentado en su oficina como un señor medieval, exigiendo su cabeza en una bandeja.

Pero era el corazón de Steven Leary lo que quería. Y nadie podría entregárselo, porque no tenía. Aun así, la había ido a buscar cuando su padre la abandonó por segunda vez, ofreciéndole algo que no había sido compasión, pero que le había hecho mucho más bien que el convencional consuelo de David. Por duras que hubieran sido sus palabras, la había apoyado como si una mano hubiera surgido de repente de la oscuridad para sostenerla.

Inclinó la cabeza sobre su pequeño ramo de flores, entristecida. Nunca admitiría, ni siquiera a sí misma, que amaba a Steven. Pero el dolor perduraría, y no sabía cómo podría llegar a soportarlo. Se encontraba atrapada, encadenada a David por la necesidad que él tenía de ella; y por su convicción de que ella lo necesitaba.

Maud ocupó su lugar frente al altar, y la ceremonia dio comienzo. Steven permaneció detrás, en un segundo plano. Ni una sola vez miró a Jennifer, pero ella sabía que era muy consciente de su presencia, como ella de la de él.

Al fin el órgano ejecutó la melodía triunfal y la pareja salió solemnemente de la iglesia.

En la recepción, Jennifer se encontró con David, que la besó en las mejillas diciéndole que estaba preciosa. Se sentaron juntos durante las diversas intervenciones que tuvieron lugar, y después Trevor y Maud abrieron el baile, radiantes de alegría y felicidad. Jennifer bailó con David, consciente de que Steven, que hasta ese momento la había evitado, la observaba con intensa expresión, y se preguntó si se decidiría a sacarla a bailar.

Sin embargo no la sacó a ella sino a una de las amigas modelos de Maud, una joven de belleza impresionante. Incapaz de soportarlo, y esperando que nadie pudiera verla, Jennifer se retiró al jardín, entre los árboles. Pero incluso allí no encontró la tranquilidad que deseaba, porque le recordó el mágico paseo que había dado con Steven en el jardín de Barney. Entonces había reído con él, y lo había tentado y seducido de una manera que en aquel momento le parecía sorprendentemente temeraria. ¿Cómo no se le había ocurrido sospechar el camino que estaba tomando su relación con él? Porque en aquel entonces ya había empezado a enamorarse de Steven…

Al otro extremo del jardín, llegó a una zona que varios obreros estaban limpiando y brozando, nivelando el terreno. Varas de metal habían sido clavadas a su alrededor, sosteniendo cables fosforescentes como si delinearan la planta de un futuro edificio.

– ¿Qué es esto? -inquirió curiosa.

Uno de los obreros interrumpió su tarea para explicárselo:

– Nosotros tampoco lo sabemos. Simplemente nos han dicho que despejemos el terreno.

– ¿Pero esas delimitaciones?

– Las hemos cambiado una docena de veces, y supongo que seguiremos cambiándolas. Él cambia continuamente de idea.

– ¿Pero qué es lo que será esto cuando esté terminado?

– Bueno, por lo que yo sé…

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Jennifer se volvió para descubrir a Steven frente a ella, mirándola con el ceño fruncido.

– Sentía curiosidad -explicó-. No te importará que curiosee tu jardín, ¿verdad?

– No me gusta que estés aquí -le dijo con tono cortante-. No es conveniente con ese calzado tan delicado que llevas. El suelo es muy irregular.

La tomó del brazo. Jennifer podía percibir su furia, y comprendió que el interés que demostraba por su seguridad era un puro pretexto. Lo que estuvieran haciendo esos obreros allí era secreto, algo que ella no tenía ningún derecho a conocer.

– ¿Viste otra vez a tu padre? -le preguntó Steven mientras atravesaban el jardín.

– No. Cuando volví a casa ya se había ido… con mi chequera, de la que ha debido de hacer un buen uso.

– Vaya. Menos mal que ya te has librado de él.

– Sí. Y te estoy muy agradecida, Steven. Me ayudaste mucho. Y me pregunto por qué, cuando me odias tanto…

– No te odio. A pesar de todo, te respeto y te admiro. Pensé que eso podía ayudar a que recuperaras el buen sentido respecto a lo de Conner.

– Sigo comprometida con él. Me necesita y es bueno conmigo. Si pudieras haberle visto cuando le dije lo de mi padre…

– Apuesto a que te ofreció una vida de tierna protección envuelta en algodones… que te ahogarán al cabo de un mes.

– Le di mi palabra.

– Rompe el compromiso, Jennifer. Rómpelo antes que seguir adelante con algo que nos destrozará a los dos.

– No creo que a ti se te destruya tan fácilmente -sonrió.

– Te deseo. Nunca te lo he ocultado…

– Sí, y sé por qué. La mujer de otro hombre: un desafío a tu posesividad. Pero no es suficiente. Sólo piensas en mí como un autobús, Steven. Cuando uno viene, sale otro de tu vida.

– ¿Sale de mi vida? ¿Con mi hermana casada con tu hermano? Nunca nos separaremos. Dentro de algunos meses tendremos un sobrino o una sobrina.

– Entonces me despediré de ti en el bautizo. Y mi marido también. Para entonces yo ya me habré casado con David.

– ¡No lo harás!

– Claro que lo haré, porque he dado mi palabra. Eso es lo primero que Barney me enseñó: a mantener mi palabra. Steven, por favor, intenta comprenderlo. ¿Cómo podría abandonar a David ahora, cuando yo misma acabo de revivir esa experiencia?

– No me pidas que lo comprenda, porque no me es posible. No soy tan sentimental como tú. Yo tomo lo que quiero y cuando puedo. Yo nunca podría representar la farsa que te ofrece David, pero sí podría darte una vida merecedora de ser vivida -un sombrío dolor se dibujó en su rostro-. Debería desearte que fueras muy feliz en el futuro, pero no puedo pronunciar esa mentira. Te deseo el mismo futuro que el que a mí me espera: una vida de amargo remordimiento y nostalgia por lo que podría haber sido. Adiós, Jennifer.

Cuando los recién casados partieron al Caribe en viaje de luna de miel y se marcharon los invitados, Barney encontró a Steven solo en el jardín, con una copa de whisky muy bien servida.

– Me avergüenzo de ti.

– No tengo que conducir -repuso Steven, sorprendido-. Vivo aquí.

– No me refiero a la bebida. Me refiero a ti mismo, dándote por vencido sin luchar. Y todavía tienes el descaro de decirme que yo fui tu mentor, tu modelo… Eso nunca lo aprendiste de mí.

– He intentado luchar -murmuró Steven-. Pero no he llegado a ninguna parte. De hecho, con ello sólo he conseguido complicar las cosas, en opinión de Maud.

– Una mujer muy perspicaz. Pero aun así no has estado a la altura del ejemplo que te he dado. Y después de todo lo que he hecho para ayudarte…

– Lo sé. Te estoy agradecido por haberme avisado de la convocatoria de aquella junta…

– Pero lo hice por una razón muy particular, amigo mío. Quiero que Jennifer rompa ese compromiso tanto como tú, y creí que tú eras el hombre adecuado para conseguirlo. Pero has fracasado.

– De acuerdo, pero… ¿qué habrías hecho tú?

– En primer lugar, nunca me habría encontrado en esta situación, porque conozco demasiado bien a Jennifer.

– Claro, dado que eres su abuelo. Pero si ella hubiera sido mi nieta, yo jamás habría permitido que llegara a esta situación -se quejó Steven.

– Pues al paso que vas, dudo que alguna vez llegues a tener una nieta -replicó Barney-. Al menos con Jennifer.

– Bueno, pues mejor para mí. Porque si crees que yo podría casarme con una mujer tan testaruda, cabezota y…

– ¿Estás enamorado de ella? ¿Sí o no?

– ¡Sí, maldita sea!

– Pues entonces tendremos que adoptar una medida firme y decisiva. Lo único que necesitamos es encontrar el punto débil de David Conner.

– Oh, eso puedo decírtelo yo -observó Steven.

Y lo hizo. Los ojos de viejo zorro de Barney relumbraron al momento.

– ¡Eso es! Un último truco, tal y como me prometí a mí mismo. Esto es lo que haremos…

Cuando terminó de hablar, Steven se sirvió otra copa de whisky.

– No funcionará -le dijo-. Ni siquiera David Conner podría ser tan idiota.

– Cuando un hombre está enamorado, su idiotez no tiene límites -repuso Barney-. Mírate a ti mismo, por ejemplo.

Steven lo miró frunciendo el ceño.

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