Capítulo 7

– Así tendré oportunidad de visitar a la familia de Zarpas -le comentó Steven cuando se dirigieron en el coche de Jennifer a su casa-. Tengo muchas ganas de verla.

Nada más llegar Jennifer fue a ver la cesta donde había colocado los gatos, pero se encontró con que estaba vacía.

– Hay uno aquí -le dijo Steven sacando delicadamente a un gatito de detrás del sofá-, y allí otro.

– Desde que se salieron de la caja, nunca sé dónde voy a encontrarlos -dijo Jennifer, riendo.

Zarpas salió entonces de la cocina y se reunió con la camada. Steven calentó leche para los gatos y preparó un café para ellos. Jennifer estaba empezando a sentirse ella misma como un gatito, estirándose perezosamente con la placentera sensación de que su vida marchaba a las mil maravillas.

– A propósito -pronunció Steven-, nos hemos olvidado de algo.

– ¿Sí?

– Martson. Todavía no hemos hablado de él.

Con un estremecimiento de sorpresa, Jennifer recordó que el original propósito de aquella velada había sido darle una buena lección a Steven Leary… y había terminado por olvidarse de ello. Pero esa noche había aprendido cosas sobre él que la intrigaban y fascinaban. Ya no quería reírse de él, ni darle un escarmiento, ni hacer nada que no fuera… besarlo.

– ¿Quieres hablar de ello ahora?

– No… no, en otra ocasión. No es importante -balbuceó.

– No -convino Steven, tomándola en sus brazos-. Claro que no es importante.

Estaba empezando a temer los besos de Steven, de tanto como los deseaba. Él era como una droga, negativa y peligrosa, pero imposible de resistir. Se dijo que lo rechazaría la próxima vez, pero esa noche le devolvería el beso ansiosa, ardientemente… sólo una vez más.

Pero al igual que sucedía con las drogas, en realidad no existía «sólo una vez más». Un beso siguió a otro, y de repente Steven le estaba sembrando de besos la cara y el cuello.

– Te deseo -murmuró-. Y quiero que tú me desees.

– Ya sabes que yo… yo no sé, Steven…

Sus palabras se disolvieron en la nada mientras empezaba a devolverle los besos con urgencia. Asaltaron su mente imágenes de Steven tal y como lo había visto al comienzo de aquella tarde, desnudo hasta la cintura, y la necesidad de tocarlo se tornó insoportable. Vio sus ojos oscurecidos por la pasión, mirándola con una extraña expresión de asombro, como si la sorprendiera lo que estaba sucediendo.

– Siempre eres más hermosa de lo que recuerdo… -le confesó con voz ronca.

Empezó a deslizar las manos por la fina tela de su vestido, y Jennifer comprendió de pronto que nada lo detendría. Sabía que se estaba lanzando de cabeza hacia algo que había deseado con toda su alma, pero aun así…

De repente, las palabras que escaparon de sus labios fueron las últimas que había esperado pronunciar:

– Steven… Steven, espera…

Pudo sentir el esfuerzo que le costó apartarse para mirarla.

– ¿Qué sucede, Jennifer? ¿Qué pasa?

– No lo sé… de repente todo estaba yendo demasiado rápido… No estoy preparada para esto.

– Jennifer, tu sentido de la oportunidad es admirable -ironizó-. ¿Crees que puedo detenerme ahora?

– Creo que puedes hacer cualquier cosa que te propongas -repuso ella con voz temblorosa.

– Oh, maldita sea. ¡Siempre tienes que pronunciar la palabra adecuada en el momento adecuado! -la soltó lenta, dolorosamente, y se pasó las manos por el pelo-. Lo lamento.

No podría haber dicho nada que la hubiera sorprendido más. Steven Leary había pedido disculpas. Era como si los astros se hubieran escapado de sus órbitas.

– Es culpa mía -logró decir-, por no conocerme lo suficientemente bien a mí misma.

– No nos culpabilicemos por esto; no podría soportarlo -emitió una risa forzada-. Me marcharé ahora mismo, si quieres…

– Sí, quizá debieras hacerlo…

Jennifer ansiaba pedirle que se quedara, pero sabía que no debía. Al cabo de unos segundos Steven saldría por aquella puerta y su relación habría terminado para siempre…

De pronto, el sonido del timbre los sobresaltó, como despertándolos de un sueño. Jennifer se recuperó lo suficiente para abrir la puerta, y se encontró con una pareja de unos cuarenta años, con una niña que no debía de rebasar los diez.

– Sentimos molestarla a esta hora -se disculpó la mujer-. Hemos estado llamando durante toda la tarde, pero no había nadie. Hace horas que Brenda debería haberse acostado, pero no teníamos corazón para obligarla a volver a casa mientras quedara alguna posibilidad de encontrar a Nieve…

– ¿Nieve? -inquirió Jennifer con el corazón encogido.

– La pusimos el nombre de Nieve por sus patitas de color blanco -explicó la niña, y de pronto una enorme sonrisa iluminó su rostro-. ¡Nieve!

Entró precipitadamente en la casa para abrazar a Zarpas, que ya la había reconocido. Sonriendo tristemente, Jennifer invitó a los padres a pasar. Steven cerró la puerta, contemplando discretamente la escena. Las presentaciones fueron rápidas. El matrimonio Cranmer iba bien provisto de fotografías familiares en las que Zarpas aparecía en los brazos de la pequeña; no había ninguna duda de que eran los legítimos propietarios de la gata. Brenda ya había descubierto los gatitos, y los estaba acunando con amorosa ternura.

– Vivimos a unas cuatro calles de aquí -la informó la señora Cranmer-. Uno de nuestros vecinos nos comentó que alguien de esta calle había recogido a un gatito perdido, negro con las patas blancas, pero no estaba seguro de quién era. Nos preocupamos tanto cuando desapareció de casa… Gracias a Dios que ha estado a salvo con usted… Permítanos al menos pagarle los gastos del veterinario.

– El veterinario llegó cuando el parto ya había terminado -les explicó Jennifer-. Steven se encargó de todo.

Mientras tomaban café, les contaron la historia de aquella noche. Celebraron con risas las diversas anécdotas, pero Steven, mirando de cerca a Jennifer, advirtió que su sonrisa era un tanto forzada. Cuando la familia Cranmer se dispuso a marcharse, Nieves saltó al regazo de Jennifer, ronroneando.

– Le está dando las gracias -comentó Brenda-. La quiere mucho.

– Y yo a ella -repuso Jennifer con voz ronca de emoción-. Y me alegro de que haya podido recuperar a su familia.

– ¿Le gustaría quedarse con uno de los gatitos? -le preguntó Brenda, ofreciéndole el único varón, que era casi idéntico a su madre-. Yo se lo traeré cuando sea lo suficientemente mayor para dejar a su madre.

Reacia, Jennifer negó con la cabeza:

– Me encantaría, pero no estaría bien dejarlo solo en esta casa durante todo el día. Con Zar… con Nieves era diferente; para ella, estar sola aquí era mejor que andar por las calles. Pero este pequeñín se merece algo mejor.

– ¿No lo quiere? -inquirió Brenda.

– Sí, claro que lo quiero, pero… -se le quebró la voz.

– Lo entendemos -declaró la señora Cranmer con tono suave.

Steven se quedó mirando a Jennifer mientras se despedía de la familia y cerraba la puerta, advirtiendo su aspecto abatido. Conteniendo los sollozos y dándole la espalda, Jennifer se dirigió a la cocina mientras él pedía un taxi por teléfono. Desde donde estaba, pudo oír cómo se sonaba la nariz.

– El taxi estará aquí dentro de unos minutos -lo informó.

– Bien -repuso con tono ligero, aunque Steven sabía que aquella falsa alegría se evaporaría en cuanto se marchara. Entonces se quedaría realmente sola, sin los gatos, sin David, sin él mismo, sin nadie. Y le dolió terriblemente pensar en aquella soledad que con tanto empeño se negaba a reconocer.

Las palabras salieron de sus labios antes de que fuera consciente de ello:

– Pasa el día de mañana conmigo, Jennifer.

– Yo… tengo varias reuniones… -balbuceó.

– Cancélalas. Tómate el día libre. Vente conmigo a la costa.

– ¿A la costa? -repitió.

– Quiero llevarte a Huntley y enseñarte el lugar donde crecí. Nos divertiremos mucho.

– Oh, sí -convino Jennifer, repentinamente entusiasmada con la idea.

– Te recogeré a las ocho de la mañana. Buenas noches.

Cuando Steven se hubo marchado, Jennifer empezó a pasear nerviosa por la casa, intentando ordenar sus pensamientos. Deseaba tanto a Steven que apenas podía formular un pensamiento coherente, a pesar de que no se había dejado llevar por la pasión del momento. ¿Por qué se había asustado tanto? Quizá porque su anhelo por Steven amenazaba con abrumarla, turbando la ordenada vida que había jurado llevar desde mucho tiempo atrás, cuando todavía era una niña solitaria e insegura.

A la mañana siguiente y a la hora en punto, Steven estaba llamando a su puerta. Para su asombro, se presentó vestido con camiseta y vaqueros. ¿Steven Leary… sin corbata? ¿Y sonriendo como un niño entusiasmado con la excursión que iban a emprender?

Su apariencia, por otra parte, concordaba perfectamente con la de Jennifer; unos pantalones de color beige y una camisa amarilla constituían un atuendo que jamás se habría puesto para ir a trabajar. Y tampoco se habría anudado un pañuelo de seda al cuello, colgándose un vistoso bolso de lienzo al hombro.

– Estás vestida de la cabeza a los pies para pasar un día entero frente al mar -le comentó Steven.

– Bueno, espero que mis esperanzas no se vean defraudadas: Una playa de arena, o una cala, con un vendedor de helados.

– Me temo que la playa es de guijarros. Pero hay una cala y un hombre que vende helados. Estoy seguro de que eso no ha cambiado.

– Cuando era pequeña, nuestros padres solían llevarnos a Trevor y a mí a la playa -comentó Jennifer una vez que subió a su coche-. Tengo un recuerdo imborrable de aquellos viajes. El sol siempre brillaba radiante, los helados siempre eran deliciosos, y Trevor y yo siempre discutíamos sobre qué castillo de arena era el mejor…

– Seguro que ganabas tú.

– No siempre. Él solía hacer trampas.

– Por cierto, hablando de Trevor, anoche Maud no vino a dormir a casa… y no es la primera vez. Creo que debemos prepararnos para una boda inminente.

– ¡No estarás hablando en serio!

– No sabes de lo que es capaz mi hermana cuando se le mete una idea en la cabeza. Es impresionante.

– Me dijiste que decidió casarse con él la misma noche que lo conoció -recordó Jennifer-. ¿Tú crees que lo ama de verdad?

– ¿Por qué si no habría de querer casarse con él?

– Bueno… en la vida de las modelos suele haber una etapa en la que… -se interrumpió, segura de que Steven ya había comprendido lo que quería decirle.

– No se va a casar con él buscando una seguridad económica, si es eso a lo que te refieres. Ya tiene un montón de dinero. ¿Es que tú no crees en el amor a primera vista?

– ¿Y tú?

– Creo en algo a primera vista, pero no sé si se trata de amor -se encogió de hombros-. Supongo que cada uno lo rellena del significado que quiera darle.

– Obviamente -comentó Jennifer con expresión pensativa-, ella ve en Trevor algo que a nosotros se nos oculta, y quizá esa instintiva percepción se llame amor. Y confiar lo suficiente en la otra persona como para dejarle ver la verdad sobre ti. Si han encontrado eso, no puedo menos que envidiarlos.

– Pero tú lo has encontrado -le señaló Steven-. David y tú.

– David y yo nos queremos, pero lo nuestro no es tan sencillo. No es lo que parece que les pasa a Trevor y a Maud.

– Si no es tan sencillo, quizá no sea amor después de todo-sugirió él.

– No voy a renunciar a ello porque tengamos algunos problemas. La mayor parte de las parejas los tienen. Los solucionaremos. Estamos muy lejos de Huntley.

– A unos ochenta kilómetros -respondió Steven, aceptando su cambio de tema-. Es un lugar pequeño, o al menos lo era la última vez que lo vi. No atraía muchos turistas debido a su playa de guijarros, así que nunca llegó a prosperar demasiado, y mucha gente mayor y jubilada solía descansar allí. Cuando era niño pensaba que era demasiado aburrido, pero con el tiempo he llegado a apreciar su tranquilidad.

Jennifer observó sus manos fijas en el volante, controlando el pesado vehículo sin esfuerzo. Eran manos fuertes y hermosas, y apenas la noche anterior habían acariciado su cuerpo con pasión, dando y demandando, sabiendo acariciar los lugares precisos… Y aun así, las había rechazado; ¿acaso se había vuelto loca?

Muy pronto alcanzó a detectar cierto sabor a sal en el aire, y comprendió que estaban muy cerca del mar.

– ¡Ahí está! -gritó de alegría-. Acabo de distinguir el mar entre esos árboles.

El sol arrancaba cegadores reflejos al agua, y Jennifer gozó del paisaje como cuando era una chiquilla. Siguieron por la carretera de la costa, hasta que encontraron un buen restaurante de marisco. Escogieron una mesa frente a un gran ventanal, para admirar la vista.

– Hay más gente aquí de lo que recuerdo -le comentó Steven-. Huntley debe de haber prosperado. Me alegro por Dan Markham.

– ¿Quién es Dan Markham?

– El dueño de la pequeña tienda de barrio que me proporcionó mi primer trabajo como repartidor de periódicos. Todavía me estremezco cuando me acuerdo de aquellas mañanas de invierno en que tenía que levantarme tan temprano. Pero siempre me daba una bebida caliente antes de salir con los periódicos, y otra cuando volvía. Era un gran tipo.

Jennifer nunca antes lo había oído hablar de nadie con aquel tono de cariño y añoranza.

– Cuéntame más cosas de él.

– Se parecía a Santa Claus, con su barba blanca y sus ojos vivarachos. Era generoso hasta decir basta. Me pagaba más de lo normal, y me subió el sueldo cuando mi madre murió.

– Un pésimo hombre de negocios -observó ella con una sonrisa.

– Terrible -convino Steven-. Era capaz de conceder créditos a sus clientes, y luego perdonárselos por su condición de buenas personas.

– ¡Impresionante! Supongo que lo reprenderías por su ineficacia.

– Lo hice. Todavía puedo oírme a mí mismo, con catorce años: «está usted recortando sus márgenes de beneficio, señor Markham». Y él respondiéndome asombrado: «Yo no sé una palabra acerca de márgenes de beneficio, chico. Yo sólo compro y vendo cosas». Mientras vivió su esposa, los libros de contabilidad corrieron a su cargo. Después los llevé yo. Y fue entonces cuando descubrí lo mucho que mi propia madre se había beneficiado de su caridad.

– Estoy segura de que le pagaste hasta el último céntimo -le dijo Jennifer.

– ¿Tan transparente soy?

– Bueno, creo que estoy empezando a conocerte de verdad.

– Sí, supongo que sí. Calculé lo que le debíamos, y me negué a seguir cobrando mi salario hasta amortizar la deuda. Tuve unas terribles discusiones con él, pero al final gané yo.

– Claro -murmuró Jennifer.

– Le devolví el dinero e intenté enseñarle todo lo que sabía de negocios. Pero fue inútil. La tienda iba cuesta abajo cada año, y él simplemente no entendía por qué.

Jennifer lo miró fascinada. Steven Leary tenía un gran corazón.

– ¿Perdió la tienda al fin?

– Casi. Afortunadamente alguien lo ayudó a salir de la crisis.

– No es difícil averiguar quién fue.

– Sí, bueno -sonrió tímidamente Steven-. Fui yo. Hace unos años pasé por Huntley y se me ocurrió hacerle una visita. Estaba a punto de renunciar, y le hice un crédito.

– ¿Pudo devolvértelo?

– Tuve que perdonárselo -replicó riendo-. Era demasiado papeleo y…

– No pongas excusas. En el fondo eres un sentimental.

– No, no lo soy -se defendió.

– Zarpas tendría algo que decir acerca de eso.

– Ayudar a Zarpas aquella noche fue un asunto de pura eficiencia práctica.

– Mentiroso. Detrás de esa apariencia de acero…

– Late un corazón de acero -la interrumpió-. Simplemente le debía eso al viejo. Fin de la historia.

– Si tú lo dices…

Cuando reanudaron su excursión, la carretera se internó tierra adentro para luego salir bruscamente a la costa de nuevo.

– Esos bloques de apartamentos son nuevos -observó Steven-. ¡Qué feos son, Dios mío! parece que las promotoras inmobiliarias se han trasladado aquí.

Más cerca de Huntley, resultó evidente hasta qué punto las inmobiliarias se habían apoderado de la zona. Había modernos edificios por todas partes, numerosas tiendas flanqueaban el paseo marítimo, y la pequeña población hervía de gente.

– Ya no reconozco este lugar -le confesó Steven, entristecido-. ¿Cómo es que de repente todo el mundo se ha venido aquí?

Encontraron la respuesta pocos minutos después, en un enorme casino situado frente al mar.

– Atrae a la gente en decenas de kilómetros a la redonda -los informó el portero-. Está abierto las veinticuatro horas del día. A los jóvenes les encanta.

– No lo dudo -repuso Steven horrorizado.

– Una buena inversión -fue el comentario de Jennifer.

– Al menos espero que el viejo Dan se haya beneficiado de esto -murmuró Steven con tono irónico.

Se dirigieron hacia el antiguo negocio del señor Markham, y para alivio de Jennifer se encontraron con una flamante tienda de aspecto próspero, con un gran letrero con su nombre en la fachada.

– Finalmente ha triunfado -comentó Steven, encantado.

– Gracias a ti.

– Vamos a darle una sorpresa.

– ¿En qué puedo servirle, señor? -le preguntó el joven dependiente que estaba detrás del mostrador.

– ¿Podemos ver a Dan Markham?

– ¿Dan…? Oh, se refiere al viejo señor Markham. Creo que se marchó a Canadá.

– ¿Está de vacaciones en Canadá?

– No, vendió el negocio.

– ¿Lo vendió? Pero el nombre de…

– Oh, sí, todavía lo llamamos así porque la gente se ha acostumbrado a ello, pero de hecho la tienda pertenece a una gran cadena comercial, que se la compró a Dan Markham.

– Querrá decir que lo obligaron a que se la vendiese -comentó Steven, sombrío.

– No fue necesario. Él estaba muy dispuesto a venderla. El tipo al que debía dinero y que le perdonó el crédito… ¡qué inocente fue! Una semana después Dan vendió el local. Dijo que estaba muy contento con agarrar el dinero y marcharse…

– Entiendo -dijo Steve, y salió lentamente de la tienda. Jennifer lo siguió preocupada. Al ver lo pálido que estaba, como si hubiera recibido una fuerte impresión, se compadeció terriblemente de él. Lo tomó del brazo y Steven no la rechazó; continuó caminando con la cabeza baja y el ceño fruncido, ensimismado en su furia y en su consternación.

– No importa… -le dijo ella a manera de consuelo.

– Sí, sí que importa -repuso con voz ronca-. No sé por qué, pero… diablos, sí que importa. Vamos a dar un paseo.

Cruzaron la carretera y bajaron a la playa, que estaba poco concurrida. En aquellos días la gente visitaba Huntley principalmente para jugar en el casino, y el remanso de paz que había conocido Steven había desaparecido para siempre.

Rodearon un pequeño cabo y llegaron a la pequeña cala de la que él le había hablado. No había nadie a la vista. Steven se detuvo bruscamente y, recogiendo un puñado de guijarros, empezó a lanzarlos al mar uno a uno, con creciente rabia.

– Qué inocente -repetía con amargura-. ¡Qué inocente he sido!

– ¿Pero por qué te importa tanto?

– ¡Una semana! Ya entonces debía de haberse decidido a vender. Me tomó por imbécil.

– Parece que al final sí que aprendió algo de ti, después de todo.

Steven la miró frunciendo el ceño, pero un momento después le rodeó los hombros con un brazo y continuaron paseando. Ninguno de los dos habló durante un buen rato, sumidos en un cómodo silencio, y de pronto Jennifer se dio cuenta de que se habían alejado bastante. Habían dejado atrás la población y estaban completamente solos en la playa, con el mar como única compañía.

– No quiero que sufras -le dijo ella, deteniéndose y mirándolo fijamente a los ojos.

Pero sufría, y era aún peor para Steven porque no estaba acostumbrado al dolor producido por la desilusión, no sabiendo cómo combatirlo. Jennifer experimentó una oleada de ternura hacia él, y al momento se quedó desconcertada. Aquello era lo mismo que había sentido por David, algo peligrosamente cercano al amor. Y se había prometido a sí misma no amar a Steven Leary. Sus siguientes palabras, sin embargo, la inquietaron todavía más:

– Me alegro de que estuvieras conmigo cuando lo descubrí.

Jennifer detectó el leve eco de otras palabras similares, pronunciadas en otro tiempo y por otro hombre. Pero el eco se desvaneció antes de que pudiera identificar su origen. Steven la acercó hacia sí, abrazándola sin llegar a besarla, y ella se sorprendió de la naturalidad con que su cabeza se adaptaba a la forma de su hombro.

– Ya está. Ya he conseguido calmarme otra vez -la informó con un suspiro-. Perdóname por haberte traído hasta aquí. Me he comportado como un estúpido, ¿verdad?

– No importa; no te preocupes.

– Vamos -la tomó de la mano-. Salgamos ya de Huntley. No me importaría no volver a ver este lugar en mi vida.

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