Capítulo 6

En cuanto pudo, Jennifer llamó por teléfono a Steven.

– Jennifer -la saludó con alegría-. ¡Qué agradable sorpresa!

– ¿No deberías llamarme «cariño»?

– No, si hay alguien escuchando.

Touché -rió ella-. ¿Qué te parece si cenamos en el Ritz? Te invito yo.

– Estupendo. Habrás observado que afortunadamente carezco del prejuicio de no permitir que las mujeres paguen. Incluso consentiré en que me lleves a mi casa después.

– ¿Mañana por la noche?

– Maravilloso.

– Steven, tengo que confesarte que tengo un segundo motivo para hacerte esta invitación.

– Sabía que no me decepcionarías -repuso con tono irónico.

– ¿Podrías echarme una mano con un tipo llamado Martson? Sé que no es un tipo de fiar, pero me gustaría saber hasta qué punto exactamente.

– Es un verdadero depredador. Primero hace todo lo que puede para debilitar una empresa, y luego la compra a bajo precio. Pero sé de algunas cosas que pueden ser utilizadas en contra suya. Para mañana te habré conseguido algo.

– Te estaré inmensamente agradecida por haberte tomado esa molestia -le dijo con tono dócil, casi sumiso.

Pero había exagerado su actuación, porque de inmediato Steven le comentó:

– Jennifer, cuando adoptas ese tono, mis antenas perciben el peligro. Tú tramas algo.

– ¿Yo?

– Hasta mañana -se despidió, riendo.

Jennifer estaba encantada con el éxito de su pequeña estratagema. Dejaría que Steven consiguiera la información que deseaba, y luego le confesaría que todo había sido por ayudar a David. Así aprendería a tratar a las mujeres. Sentía una inmensa curiosidad por ver cómo reaccionaría al descubrir que ella, a su vez, había estado jugando con él.

Al día siguiente se marchó temprano del trabajo para poder prepararse adecuadamente para la velada que se avecinaba. Eligió un vestido negro con ribetes plateados, con la idea de causar el mejor efecto posible a Steven.

Había menos tráfico del que había esperado, y llegó a la casa de Steven con veinte minutos de adelanto. Era un edificio grande y moderno, situado en un elegante barrio residencial. Fue Maud quien le abrió la puerta. Ella también estaba ataviada para salir, con un precioso vestido rojo que destacaba su esbelta figura.

– Steven bajará ahora mismo -le dijo-. ¿No te importa que te deje sola un momento, verdad?

– Veo que te estás arreglando para salir con alguien -le comentó Jennifer, sonriendo-. Debe de ser alguien muy especial.

Para su sorpresa, Maud se ruborizó.

– Sí que lo es -murmuró-. Muy especial. Discúlpame, pero tengo que darme prisa…

De repente Jennifer oyó el sonido de una puerta al abrirse, y a alguien bajando por la escalera. Era Steven.

– Maud, ¿tienes alguna idea de dónde…?

Jennifer se volvió rápidamente. Steven estaba en medio de la escalera, vestido con unos pantalones pero sin camisa; se había detenido bruscamente al verla, y durante unos instantes ella pudo admirar sus anchos hombros y su pecho musculoso. Fue como si el mundo se hubiera detenido de repente. El cuerpo de Steven emanaba vitalidad por todos los poros, desde sus potentes brazos hasta el vello que cubría su torso para descender en una fina línea hasta su cintura.

Ya antes había intentado imaginárselo sin ropa, pero todas sus expectativas habían sido superadas por la realidad. Recordó de repente las palabras de Mike: «todas las chicas se volvían locas por él. No puedo entender por qué…». Al verlo medio desnudo, Jennifer ya no podía dudarlo; afortunadamente, ya estaba advertida. La mirada de Steven le indicó que la había sorprendido observándolo con una sospechosa intensidad.

– No sabía que estabas aquí -dijo al fin.

– He llegado un poquito temprano. Había poco tráfico -repuso sin pensar.

– En un momento estoy contigo -la advirtió él pero no hizo intento alguno por moverse.

Maud miró a uno y a otra, esbozando una mueca, pero ninguno de los dos lo advirtió. De repente llamaron a la puerta. La hermana de Steven fue a abrir, y desde donde estaba Jennifer alcanzó a distinguir la figura de un hombre en el umbral, y su expresión de alegría cuando Maud se lanzó a sus brazos. Luego la puerta se cerró tras ellos.

Steven sonrió al ver la expresión de Jennifer, comentándole:

– Así es como me siento yo también. Ahora estoy contigo.

Volvió cinco minutos después vestido con una elegante camisa blanca. Estaba terriblemente atractivo. «Bueno, ya contaba con ello», se dijo Jennifer. «Así que las mujeres son como autobuses, ¿eh? ¡Vaya sorpresa que te vas a llevar!». Pero cuando ya estaban dentro del coche, mientras ella conducía, fue Steven quien la sorprendió:

– He cambiado de idea acerca del Ritz. Preferiría ir a un club nocturno.

– Pero ya he reservado una mesa en el Ritz…

– Me temo que me he tomado la libertad de cancelarla, para reservar otra en el Pub Orchid.

– Bueno, supongo que tendría que haber previsto que harías algo tan prepotente y ofensivo como eso -replicó ella, irónica.

– Y yo suponía que lo supondrías. Gira ahora a la izquierda.

– Si eso es un club, sólo podrán entrar los socios y…

– Yo soy socio. Y seré yo quien te invite. Espero que no te importe.

– A ti no te interesa realmente si me importa o no. De hecho, Steven, yo no quiero a ir a un club nocturno. Es demasiado… -iba a decir íntimo, pero se detuvo a tiempo-… bueno, no es lo que yo había pensando.

– No me seas desagradecida después del trabajo que me ha costado conseguirte lo de Martson.

– ¿De verdad? ¿Has encontrado mucho?

– Lo suficiente para que te interese. Y ahora, ¿podemos ir al club nocturno?

– Al fin del mundo, si quieres -repuso alegremente Jennifer.

– Ten cuidado con lo que dices. Podría recordártelo después.

Jennifer se echó a reír. De pronto se sentía maravillosamente bien; aquella iba a ser una velada gloriosa. Pero eso se debía, por supuesto, al chasco que iba a darle a Steven.

El club nocturno era muy lujoso, de ambiente íntimo y discreto. El portero saludó a Steven como si se tratara de un cliente habitual. Su mesa se encontraba en una esquina iluminada únicamente por una pequeña lámpara. Steven la ayudó caballerosamente a sentarse y pidió al camarero una botella de vino.

– Bueno, aquí estamos -dijo mientras empezaba a servirla.

– Sí, pero esto… -Jennifer señaló a su alrededor-. Se suponía que tenía que invitarte yo.

– ¿Qué importa? Me basta con que estuvieras deseosa de hacerlo.

– No te engañes. Es de tu consejo de lo que estoy deseosa.

– ¿Sobre Martson?

– Por ciertas razones… es algo que significa mucho para mí.

Steven la miró con expresión burlona. Evidentemente pensaba que ella se había servido de aquella excusa para verlo, y Jennifer sintió un estremecimiento de excitación: iba a disfrutar a placer de aquella velada.

– ¿Dónde está David esta noche? -le preguntó él de repente.

– No, no lo sé -balbuceó, sorprendida.

– ¿Sabe que tú estás aquí? No importa. Si no lo sabe, debería saberlo. Si yo estuviera enamorado de una mujer, la encerraría con llave antes de dejarla jugar el juego que tú estás jugando ahora mismo conmigo.

– Quizá ella no te dejaría que la encerrases con llave.

A modo de respuesta, Steven le tomó una mano para besarle levemente la palma.

– Quizá yo podría convencerla… -susurró, lanzándole una mirada que la dejó devastada.

– Tú no sabes qué juego es el que estoy jugando -dijo ella al fin.

– Sé que me estás utilizando para ponerlo celoso, y también por el bien de tu empresa. ¿Me estás diciendo que hay algo más?

– Podría haberlo -repuso Jennifer, sonriendo con expresión misteriosa.

– ¡Qué diablilla que eres! De acuerdo, adelante. Un toque diabólico convierte a una mujer en perfecta.

Steven le soltó la mano y levantó su copa hacia ella, contemplándola admirado. Jennifer pensó que estaba recorriendo un camino trillado mil veces; primero la mujer lo tentaba, luego caía en sus brazos. Pero esa noche se llevaría una buena sorpresa.

– ¿Por qué tienen tus ojos ese brillo tan delicioso?

– Espera y verás.

– De acuerdo, Jennifer. Ése es tu juego. Pero esta noche no me fío de ti.

– Yo nunca me fío de ti -replicó ella-. Debes admitir que eso le da cierto sabor a nuestra relación.

– Cierto. Jamás me has aburrido. ¿Cómo piensas sorprenderme hoy?

– Si te lo dijera, ya no sería una sorpresa. Dejémoslo así por el momento. Dime, ¿nuestra farsa está marchando bien por el momento?

– La gente piensa que estamos locos el uno por el otro.

– No, me refería al mercado de acciones -explicó Jennifer con un fingido aire de sorpresa-. Después de todo, eso es lo que realmente importa.

– Claro que sí -sonrió, admirado de la habilidad de su jugada-. Va muy bien. Las acciones de Charteris han seguido elevándose, y ahora el mercado está esperando que nos vinculemos de alguna manera con vosotros.

– ¿Por «vincularos con nosotros» quieres decir «comernos vivos»?

– No creo que nadie pudiera hacer eso contigo -rió Steven.

– Oh, claro que sí. Tú sí. Piensas, por ejemplo, que me has engañado completamente.

– ¿Es eso lo que estoy intentando hacer contigo, Jennifer? -inquirió mientras se servía más vino, sin mirarla a los ojos.

– ¿Existe alguna mujer a la que no intentes engañar?

– ¿Existe alguna mujer que no desee que la engañen?

– Oh, sí. Yo misma.

– Pero tú eres distinta de las demás.

– No me afectan los halagos -replicó Jennifer en un susurro, inclinándose hacia él.

Steven también se inclinó hacia adelante, hasta que sus rostros quedaron a sólo unos centímetros de distancia.

– Entonces te diré una cosa: eres la mujer más sensacionalmente sexy que he conocido en mi vida. Siempre estudio tu ropa para saber con cuánta facilidad podría desnudarte. No puedo evitarlo; es algo instintivo. Cuando conversamos, apenas puedo tomar conciencia de lo que decimos porque estoy pensando en lo mucho que me gustaría verte desnuda, en desnudarme contigo, y en todas las cosas que podríamos hacer juntos.

Aquellas palabras estaban suscitando en Jennifer un inefable placer, pero se negaba a abandonarse a él. Aquella noche tendría que mantener el control.

– ¿Crees que lo conseguirás alguna vez? -le preguntó ella.

– ¿Y tú?

– Nunca.

– ¿Quieres apostar?

– La última vez que hice una apuesta contigo, me engañaste -le recordó Jennifer.

– Y te engañaré de nuevo si con ello consigo acostarme contigo. ¿Para qué perder el tiempo con medios honestos cuando el engaño produce buenos resultados?

– Pero tú eres un hombre honesto en los negocios.

– Porque quizá los negocios no sean demasiado importantes.

– Me avergüenzo de ti, Steven. Nada es más importante que los negocios.

En lugar de contestarle, Steven deslizó delicadamente un dedo todo a lo largo de su mejilla, para luego delinearle el contorno de sus labios. El efecto fue tan fantástico que Jennifer no pudo contener un profundo y tembloroso suspiro.

– Realmente no crees en lo que dices -le aseguró él.

– No, pero tú sí.

– Podríamos hacer algo mucho más importante… si quisiéramos. ¿Qué me dices?

– Digo que el camarero está justamente detrás de ti -lo informó Jennifer.

Steven esbozó una mueca antes de apartarse para que el camarero los sirviera. Cuando volvieron a quedarse solos, la miró con expresión burlona como esperando a que retomara el tema de conversación, pero Jennifer se negó.

– ¿Cómo están los gatitos? -le preguntó él mientras empezaba a comer.

– Todos han abierto ya los ojos, y esta mañana el último dejó la caja. Es el varón. Parece que tiene cierto retraso respecto a los demás.

– ¿Es aquél que bautizaste con mi nombre, no?

– Eso me temo. Pero no importa, ya alcanzará a las demás. La que abrió los ojos primero es muy despabilada. Y es tan dulce, tan pequeñita…

Steven sonrió mientras contemplaba cómo se animaba su expresión. Pensó que tenía una mirada muy especial, abierta, expuesta, vulnerable, y se preguntó en qué persona confiaría lo suficiente para poder mirarla así. En él no, desde luego. ¿David? Habría dado cualquier cosa con tal de responder a esa pregunta.

Jennifer ya había terminado de hablar de los gatos cuando de pronto recordó algo:

– ¿Sabes? Esta tarde tuve la impresión de que era Trevor quien fue a buscar a Maud para salir.

– Pues no te engañaste. Esos dos están encandilados el uno con la otra. ¿No te ha dicho él nada?

– Ni una palabra. Pero apenas le he visto fuera del trabajo, y últimamente se marchaba temprano de la oficina… ¡oh, claro!

– Resuelto el enigma -sonrió Steven-. ¿Qué me dices de su estado de ánimo? No he podido sacarle nada a Maud.

– Bueno, parece un poquito preocupado, pero siempre ha tenido muchas cosas en la cabeza.

– Supongo que por el momento es a mi hermana a quien tiene en la cabeza. Aunque no tiene mucho de qué preocuparse: está chiflada por él.

– ¿Desde cuándo lo sabes?

– Desde la primera noche. De vuelta a casa, me dijo que iba a casarse con Trevor.

– Un amor a primera vista -pronunció Jennifer, asombrada-. Nunca había creído en eso antes. Supongo que ha encontrado finalmente lo que necesita.

– ¿Y qué es?

– Cuando murió nuestra madre, Trevor y yo estuvimos muy unidos. Él tenía dieciséis años y yo doce, pero siempre estábamos juntos, y se apoyaba mucho en mí. Pero luego empezó a salir con una pandilla de amigos, y supongo que le avergonzaba que lo vieran conmigo. Sin embargo, era demasiado pronto. Creo que desde entonces ha estado buscando a alguien que lo reconfortara como yo…

– ¿No lo hacía Barney?

– No de la misma forma. Él nos quería mucho, pero siempre estaba ocupado.

– ¿Y tú? -le preguntó Steven, mirándola curioso-. ¿En quién te apoyabas tú?

– En nadie, supongo -se le hizo un nudo en la garganta al evocar aquellas largas y solitarias noches que había pasado llorando por su madre, por su padre, o por Trevor, o por su abuelo…

– ¿Jennifer? -inquirió con tono suave, estudiando su rostro con repentina concentración.

Jennifer volvió a la realidad, y forzó una sonrisa cuando él le tomó una mano. Por un momento los dos permanecieron en silencio. No había nada que decir, pero el contacto de su mano le resultaba maravillosamente cálido y reconfortante.

– ¿Te das cuenta de lo que acabas de contarme? El secreto de la atracción que sientes por David Conner. Lo consideras una persona segura, de confianza.

– Él siempre ha estado conmigo cuando lo he necesitado…

– Pero ahora no. Por eso te aferras a su pensamiento como a un clavo ardiendo -le aseguró Steven, añadiendo cuando ella le soltó la mano-: El hecho es que temes que te abandonen de nuevo. En realidad no estás enamorada de él.

– ¿Por qué no debería desear esa seguridad para mi vida?

– Podría darte mil razones. Tú aspiras al matrimonio por la ilusión de seguridad que conlleva. Ésta es la verdadera Jennifer Norton. Detrás de esa apariencia elegante y sofisticada se oculta una niña buscando consuelo y apoyo en la oscuridad. Yo no soy un hombre muy aficionado al matrimonio, pero soy mejor para ti que Conner porque tú y yo nos comprendemos bien. Jennifer, créeme, hay más seguridad en estar con alguien que piensa y siente como tú, aunque sólo sea por un día, que en todos los anillos de matrimonio del mundo.

Jennifer no sabía qué responder. El corazón le latía acelerado, pero no por la excitación sexual que él le despertaba, sino por una terrible sensación de alarma, de peligro. Steve estaba a punto de acceder al mayor secreto de su vida.

– No obligues a ese tipo a que se case contigo, Jennifer. Te arrepentirás toda su vida.

– Tonterías. Yo nunca podría hacer eso.

– Yo creo que sí, y si lo intentas te lo impediré.

– Para luego deshacerte de mí.

– Luego tú y yo correremos el riesgo. No creo que lo hayas hecho nunca, y ya es hora. Quizá no te deje. O quizá tú me dejes a mí, y entonces yo acabe persiguiéndote.

– Lo dudo -repuso Jennifer con tono entristecido.

– No te subestimes. Y olvídate de Conner; él no te ama.

– Steven, dejemos este tema -le advirtió-. Hablo en serio.

– De acuerdo -cedió, para luego mirarla con curiosidad-. No sé lo que dice tu rostro en este momento. No puedo verlo con esta luz tan escasa.

– Bien. Cuanto menos veas y sepas de mí, mejor.

– No te habré puesto nerviosa.

– No -se apresuró a responder-. Ni tú ni ningún otro hombre puede ponerme nerviosa.

Steven no dijo nada, sino que se limitó a observarla, admirando el rubor que cubría sus mejillas. ¿Tendrían sus mejillas ese mismo rubor en el momento de la verdadera pasión? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera averiguarlo? Pero en seguida refrenó aquellos pensamientos. Su persecución de Jennifer había terminado por convertirse en un juego obsesivo, tanto más fascinante cuanto menos seguro: porque con ella no tenía seguridad alguna de éxito.

– Me alegro de que me hayas hablado de tus padres -le confesó-. Eso me ayuda a comprenderte mejor. Al principio pensaba que habías llevado una vida fácil, y que trabajabas en la empresa de tu abuelo simplemente porque te resultaba divertido.

– No lo encuentro divertido. Preferiría trabajar con animales, pero… ¿cómo podría decírselo a Barney?

– Fácilmente. Si él te quisiera de verdad, se alegraría de que pudieras cumplir tu sueño. Porque él te quiere, ¿no?

– Por supuesto.

– ¿Pero sólo si haces lo que él desea?

– Eso no es justo.

– ¿Pero tú lo crees?

– Deja ya de intentar confundirme.

– De acuerdo -pronunció Steven al cabo de un silencio-. Lo lamento.

– ¿A ti te llena tu trabajo? -le preguntó Jennifer.

– En parte sí. Y también últimamente, porque al principio, no.

– Explícate.

Steven vaciló, incómodo, y Jennifer pensó que no le resultaba fácil confiar en la gente; quizá porque nunca había confiado en nadie excepto en Maud. Comprendió que si podía salvar esa barrera, avanzaría un gran paso hacia el corazón de aquel hombre.

– No sé por qué -dijo al fin Steven-, pero tú me recuerdas a mi madre. Tuvo una vida muy dura, pero nunca se dejó abatir. No hay nadie a quien haya admirado más que a ella. Se enfrentaba con coraje y humor a cualquier desgracia. Ojalá hubiera vivido lo suficiente para poder verme ahora, y tener las comodidades que nunca llegó a disfrutar.

– ¿Y tu padre?

– Murió cuando yo tenía catorce años y Maud casi acababa de nacer. Yo soy el único padre que Maud ha conocido.

– Cuéntame más cosas de tu madre -le pidió Jennifer.

– Era maravillosa, aunque yo no se lo decía con mucha frecuencia. Después de la muerte de papá, yo me convertí en el hombre de la familia, pero ella todavía me veía como un chico. Tuvimos algunas discusiones a causa de eso. Me conseguí un empleo de repartidor de periódicos. Cuando conseguí otro más, trabajando en un supermercado los fines de semana, tuvo que admitir que con catorce años ya me había convertido en un hombre.

– ¿Y el colegio?

– Durante un tiempo pude compaginar el trabajo con los estudios. Dejé pronto el colegio y me hice con un tenderete en el mercado para vender todo lo que podía conseguir barato. Cuando conseguí algún beneficio, lo invertí en otro tenderete.

– ¿Y cómo es que diste el salto de los tenderetes del mercado a Charteris? -le preguntó Jennifer, fascinada.

– Hice cursos de comercio en la escuela nocturna, y fui adquiriendo pequeñas tiendas. Al final me convertí en propietario de tres, pero ambicionaba más, así que lo vendí todo y entré a trabajar en Charteris, invirtiendo el dinero en acciones. Diez años después estaba dirigiendo la empresa. Luego, con el tiempo, he ido invirtiendo cada vez más en ella.

– Así que ahora tienes poder en la empresa.

– Exacto, y dinero. Sé lo terrible que puede ser la carencia de dinero, y cómo ese problema puede llegar a dominar toda tu vida. Y he tenido que enfrentarme con gente poderosa que creía poder avasallarme simplemente porque me consideraba un pobre chico de los barrios bajos. Por eso me he visto obligado a enseñarles que no era así, y a veces de manera muy dura.

– ¿De manera muy dura?

– Siempre y cuando no me ha quedado otra. Si tienes que contraatacar, debes hacerlo lo suficientemente bien como para que el enemigo no pueda desafiarte de nuevo.

Hablaba con un tono tan pragmático que Jennifer no pudo evitar estremecerse.

– Me alegro de no haberme convertido en enemiga tuya.

– Y yo también, te lo aseguro -repuso Steven, mirándola de una forma extraña.

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