Al día siguiente Jennifer visitó a un cliente después de comer, y cuando volvió a su despacho se encontró con un montón de recados telefónicos.
– David Conner ha llamado cinco veces -la informó su secretaria-. Creo que no me creyó cuando le dije que se encontraba fuera.
Desde la cena de gala Jennifer había pensado mucho en David, preguntándose por lo que habría sentido al verla. Había resistido la tentación de llamarlo con cualquier pretexto, y al fin su paciencia había sido recompensada.
– ¿David? -inquirió cuando alguien contestó a su llamada.
– Gracias por haberte acordado de mí -dijo con tono ligero, que no logró disimular cierta irritación.
– Estaba fuera. Pero ya he vuelto.
– Pensé que tal vez podríamos tomar una copa, en nuestro lugar de costumbre.
Jennifer vaciló. Había quedado con Steven y con su hermana, y no podía retrasarse.
– Tendrá que ser una copa rápida.
– ¿Es que tienes una cita?
Jennifer sintió que el corazón le daba un vuelco: aquello le importaba a David.
– Claro que no. Lo que pasa es que tengo que regresar pronto a casa.
– Entonces quedamos en The Crown.
Una hora después Jennifer entró en The Crown, el elegante bar al que solían ir con frecuencia, pensando que al final lo había logrado: David quería volver con ella. Estaba sentado en la mesa de costumbre, en una esquina, y le sonrió al verla acercarse, con aquella triste mirada suya que siempre la conmovía tanto.
Charlaron durante unos minutos, evitando cualquier referencia a su discusión y a su último encuentro. Al fin David le dijo:
– Gracias por haber venido. Temía que no quisieras hablarme. Aquella vez te dije unas cuantas cosas absolutamente fuera de tono.
– Ya me había olvidado -repuso Jennifer.
– ¿De verdad? ¿No fue por eso por lo que intentaste darme esquinazo hoy?
– David, ya te dije que he estado fuera.
– ¿Seguro que no se trataba de una excusa para evitarme? -le preguntó él con tono suave.
– No tenía nada que ver contigo.
David le lanzó una sonrisa irónica, desconfiada, y por primera vez Jennifer descubrió que podía llegar a irritarse mucho con él. Su vulnerabilidad y necesidad de consuelo podía resultar encantadora, pero aquella vez estaba exagerando. Y en aquel preciso instante recordó lo que le había dicho Steven: «es el clásico idiota egocéntrico que siempre espera que todo le venga dado, a su gusto».
– Supongo que ahora debo de resultarte un estorbo, una vez que ya has encontrado a otro.
Jennifer pensó que estaba celoso; eso quería decir que todavía la amaba.
– Eres tú quien ha encontrado a otra -replicó con tono burlón.
– ¿Penny? Es mi secretaria. Por cierto, causaste verdadera sensación al presentarte con Steven Leary.
– ¿Lo conocías?
– No… esto es, no lo reconocí aquella noche, pero desde entonces algunas personas me han hablado de él…
Jennifer se quedó asombrada: había estado preguntando por Steven. ¡Cielos!
– Debes de haber intimado mucho con él para haberle regalado esos gemelos… -observó David.
Jennifer había comprado aquellos gemelos porque a David le habían gustado mucho cuando los vio en un escaparate; evidentemente, los había reconocido. Pero no podía explicarle nada sin revelarle que había tenido que contratar a un acompañante. Estaba dudando entre hacerlo o no cuando sonó el teléfono móvil. Era Trevor.
– ¿Dónde estás? -le preguntó.
– Aquí, tomando una copa rápida. Voy ahora mismo.
– Date prisa. Ya sabes que tenemos que ir a casa de Barney con Leary.
Trevor había elevado el volumen de su voz, y al oírlo, David se tensó visiblemente. Jennifer se apresuró a cortar la llamada.
– Comprendo -pronunció David.
– No es lo que piensas. Su hermana y él van a cenar con nosotros esta noche.
– Qué bien.
– Sólo se trata de negocios, David.
– ¿Ah, sí?
– Sí, y ahora debo irme.
David le tomó una mano, y sus miradas se encontraron. Jennifer se dispuso a besarlo, saboreando el cálido y reconfortante contacto de sus labios. ¿Cuántas veces durante las últimas semanas había soñado con volver a sentirlo? Mientras David la besaba, sin embargo, Jennifer experimentó una extraña sensación de pérdida, como de algo que debería haber ocurrido y que no llegó a suceder. Pero era una locura juzgar los besos de David por los de Steven. Ningún hombre besaba igual que otro, y aquel era David, el hombre al que amaba. Se esforzó por recuperarse de su sorpresa.
– Adiós, cariño.
– Adiós. Que pases una agradable velada.
– ¿Sin ti? -preguntó ella con tono ligero-. ¿Cómo podría?
David sonrió antes de depositar un leve beso en el dorso de su mano.Y Jennifer se marchó mucho más animada.
Llegó a la mansión de Barney, situada en las afueras de Londres, con tiempo suficiente para bañarse y vestirse para cenar. El vestido que había escogido era de color verde oliva y discretamente sofisticado. Estaba radiante de felicidad, ya que no sólo había puesto fin a su distanciamiento de David, sino que había descubierto que la quería lo bastante como para ponerse celoso. Mientras se relajaba en el baño, echó un vistazo al periódico local, y lo que vio la dejó asombrada.
Cuando bajó vio a Trevor al pie de las escaleras, elegantemente vestido. Al ver el atuendo de su hermana, no pudo menos que felicitarla por su gusto.
– Me alegro de poder hablar a solas contigo por un momento -le dijo ella, tendiéndole el periódico-. ¿Has visto esto?
– Hombre multado por conducir en estado de embriaguez -leyó Trevor-. ¿Qué es lo que tiene de especial?
– Mira el nombre.
– ¡Fred Wesley! -exclamó asombrado-. El mismo nombre de nuestro padre. Probablemente sólo sea una coincidencia. Tiene que haber un montón de Fred Wesley en el mundo.
– ¿Y si no es una coincidencia?
– Jennifer, hace años que no sabemos nada de él. Ni siquiera sabemos si está vivo. Además, en cualquier caso, no quiero volver a verlo.
– ¿Estás seguro?
– Entonces eras demasiado pequeña para darte cuenta de lo que sucedía, pero no era ninguna maravilla de persona. Según Barney, se relacionó con mamá por interés, dejándola embarazada a propósito. Cuando se casaron, se puso a flirtear con otras mujeres gastándose el dinero que Barney le suministraba; yo solía oír las discusiones que tenía con mamá. ¿Sabes lo que se atrevió a decirme una vez? «Cuando seas mayor, hijo, nunca te olvides de que el mundo está lleno de mujeres». Yo tenía catorce años. Una semana después Barney dejó de darle dinero y le dijo que se buscara un trabajo. Así que se fue a vivir con su última aventura. Créeme, no tengo ninguna gana de volver a verlo.
– No, supongo que no -repuso Jennifer. A pesar de que entonces era muy pequeña, ella también había oído las discusiones. Sabía que era morboso pensar de esa manera, pero no pudo resistirse de preguntarle-: ¿Aprendiste alguna vez la lección de papá?
– ¿Sobre qué?
– Sobre que el mundo está lleno de mujeres.
– Tengo trabajo que hacer -pronunció Trevor con frialdad-. Por eso no tengo tiempo para el tipo de relaciones que nuestro padre consideraba normal.
– Sí, es como si hubieras reaccionado a su influencia convirtiéndote en un puritano -comentó maliciosa-. Papá probablemente se sentiría avergonzado de ti.
– Eso espero, porque yo lo estoy de él. Y también espero que no se retrasen nuestros invitados.
– Me pregunto cómo será la hermana del señor Leary…
– Una mujer entregada a sus negocios, según él. Y se llama Maud. Hay algo en ese nombre que me inspira confianza -se atrevió a añadir Trevor en un tono que le resultó extraño a su hermana.
Barney se presentó en aquel preciso momento, luciendo una apariencia magnífica. Alto y fuerte, tenía el cabello blanco y el rostro enjuto, de ojos brillantes y vivarachos. Segundos después sonó el timbre, y Jennifer abrió la puerta para encontrar a Steven en el umbral.
– Buenas tardes, señor Leary.
– Buenas tardes, señorita Norton -su tono era sorprendentemente normal, pero en sus ojos ardía un brillo de humor-. Le presento a mi hermana Maud.
Se hizo a un lado para dejarla pasar, y un profundo silencio reinó en el vestíbulo. De unos veinticinco años, Maud Leary poseía una belleza espectacular. Era casi tan alta como su hermano, un efecto que quedaba destacado por su peinado, con el cabello recogido en una trenza en lo alto de la cabeza. Lucía un vestido largo de estilo griego, ceñido bajo el busto. Trevor se quedó sin habla y, con los ojos brillantes, se adelantó para saludarla:
– ¿Cómo está usted? -le preguntó con voz ronca.
– Muy bien, ¿y usted?
Steven buscó la mirada cómplice de Jennifer y se sonrieron.
– Creo que esta velada va a ser muy especial -le comentó ella en un susurro.
– Y yo creo que ha sido un acierto haber traído a Maud.
– ¿Crees que se aburrirá con él?
– No, me temo que lo que puede ocurrir es que Maud se lo coma vivo. Es su hobby.
– No tienes que preocuparte por Trevor. Es imperturbable. ¿Cómo es que tu hermana tiene esa apariencia tan magnífica?
– Porque dedica su vida a ello. Es modelo.
– Tú le dijiste a Trevor que se dedicaba a los negocios.
– No; le dije que se dedicaba a hacer dinero. Gana una verdadera fortuna.
– Sabes perfectamente que le diste a entender otra cosa.
– No pude evitarlo -sonrió Steven-. Tu hermano tenía un tono tan pomposo que se me ocurrió gastarle esa pequeña broma. Siento haberte ofendido…
– Pues no lo sientas -rió Jennifer.
Pasaron todos al comedor. Barney había colocado a Steven a su izquierda, y a Jennifer a su derecha. Maud tomó asiento al lado de Trevor, y para sorpresa de Jennifer, ambos no tardaron en sumergirse en una animada conversación. Y cuando dejó de observarlos y se concentró en Steven, descubrió que lo mismo le había sucedido a él con Barney.
– Usted no lo sabe, pero ha sido mi mentor -le estaba diciendo Steven-. Cuando estaba estudiando en la universidad, tenía un profesor que había elegido su trayectoria como modelo a estudiar. Conocía cada negocio que usted había hecho, y los fue analizando todos.
Barney se echó a reír, halagado. Se estaba divirtiendo mucho, y Jennifer podía darse cuenta de que habían congeniado bien. La conversación fue adquiriendo entonces un carácter general, y Trevor, contra su costumbre, contó una divertida anécdota sobre los primeros días de Jennifer en la empresa.
– No es justo -protestó ella, entre risas-. Ya no he vuelto a hacer ese tipo de cosas… -y contraatacó con otra anécdota sobre su hermano que hizo reír a todos.
El café y los licores fueron servidos en el patio. Trevor todavía seguía hablando con Maud, que lo escuchaba muy concentrada. Y Barney había pasado a su tema favorito: su jardín.
– Me gustaría enseñártelo, pero me siento un poquitín cansado. Jennifer, querida, ¿por qué no lo haces tú?
Steven recogió su copa, y le tendió a Jennifer la suya.
– Vamos -le dijo.
El jardín estaba iluminado con pequeños focos de variados colores, y a pesar de la oscuridad reinante, no tuvieron mayor problema en seguir el sendero entre los árboles.
– Es como un lugar encantado -fue el inesperado comentario de Steven-. Yo también tengo un jardín, y un día me gustaría dedicarme de lleno a él. Pero por el momento es Maud quien lo cuida.
– ¿Ella vive contigo?
– Más o menos. Debido a su trabajo viaja tanto que casi no le merece la pena tener una casa propia, así que utiliza un par de habitaciones de mi casa -de pronto sorprendió una mirada de Jennifer cargada de significado, y se apresuró a añadir-: Si estás pensando que soy el clásico hermano mayor todopoderoso y protector, olvídalo. Maud puede parecer muy delicada, pero tiene un carácter tan duro como el acero.
– Espero que se esté divirtiendo con Trevor…
– No lo dudes.
Siguieron paseando por el sendero hasta llegar a un pequeño estanque, largo y estrecho, atravesado por un puentecillo de madera. Jennifer se apoyó en la barandilla, con la mirada fija en su copa de vino, escuchando el soñoliento murmullo de los patos.
– No sé por qué, pero tengo la sensación de que David Conner ha llamado -le dijo de repente Steven.
– Estás adivinando -repuso ella, sonriendo a su pesar.
– Esta noche pareces completamente diferente. La primera vez que nos vimos estabas tensa e incómoda. La segunda, ardías de furia. Anoche estuviste amable, pero distraída. Y ahora, estás feliz y encantadora. La razón es obvia.
– Quizá -levantó su copa a modo de brindis, inconsciente de la expresión provocativa de su mirada.
– No deberías mirar a un hombre así a menos que vayas en serio -le dijo Steven.
– Sólo estaba brindando por tu perspicacia. Creo que me comprendes bastante bien.
– No del todo. No entiendo lo de Conner. ¿Qué clase de poder ejerce sobre ti para transformarte en una seductora sirena?
– ¿Piensas que soy una seductora sirena? -se burló, riendo.
– Sabes lo que pienso de ti, Jennifer, y creo que se trata de algo mutuo. Sigue estando ahí, a pesar de tu amante. Porque Conner es tu amante, ¿no?
La pregunta la tomó por sorpresa. Por un momento se quedó sin palabras, y Steven añadió:
– No me refiero a después de la discusión, sino a antes de eso. ¿Ha sido tu amante?
– No voy a discutir de mi vida amorosa contigo… -empezó a decir ella.
– Me parece una sabia decisión. Yo preferiría que hiciéramos el amor.
– Bueno -repuso Jennifer, casi sin aliento-, no vamos a hacer el amor…
– En cierto sentido, eso es precisamente lo que estamos haciendo ahora, y lo sabes. A pesar de lo que digamos, hay algo más bajo la superficie, algo que tiene que ver con lo que sucedió entre nosotros la primera vez. ¿Recuerdas nuestro beso de despedida? ¿Puedes olvidarte de eso? Porque yo no.
– Estás equivocado; yo sólo deseo a David. Por eso me llevé un disgusto tan grande cuando creí que lo había perdido.
– Ya, recuerdo algunos detalles de tu… disgusto -replicó Steven, malicioso, y añadió al ver su expresión indignada-: Creo que en este mismo momento serías capaz de abofetearme. Pues adelante y sigamos con… ¿Qué es eso?
– ¿Dónde? -inquirió sorprendida.
– Allí.
Un murmullo de voces se levantó entre los árboles, y entonces aparecieron dos figuras: una alta y espigada, la otra ancha y maciza, recortadas contra la luz coloreada de los focos.
– Rápido -le dijo Steven, tomándola de la mano y arrastrándola consigo a las sombras, fuera del puente.
Escondidos detrás de un árbol, pudieron ver a Trevor y a Maud paseando con lentitud por el puente, de la mano. La voz de Trevor llegó hasta ellos; era un murmullo bajo e íntimo:
– Por supuesto que un especialista de la Comisión de Monopolios podría bajar el precio de las acciones, de manera que habría llegado la hora de comprar, pero sólo si…
Y pasaron de largo. Steven y Jennifer se miraron estupefactos. Luego, al unísono, procuraron ahogar una carcajada.
– No puedo creerlo… -pronunció ella-. Ni siquiera de Trevor…
– Mi pobre Maud… Nunca me perdonará esto…
– Una noche tan romántica -comentó Jennifer, riendo de nuevo-, y a Trevor sólo se le ocurre hablarle de acciones. ¡Oh, cielos! Creo que si sigue así jamás seré tía…
La tensión anterior había desaparecido, y continuaron paseando al borde del agua hasta que se sentaron en un rústico banco de la orilla.
– Creo que ya es hora de que planifiquemos cuidadosamente nuestra separación -pronunció Jennifer-, para que nuestras acciones respectivas no se hundan de repente.
– ¡Hey, espera! Todavía es muy pronto para hablar de separación…
– Pero esto no puede seguir así…
– No es tan sencillo como tú crees. Necesitamos que la gente nos vea juntos una vez más. Pasado mañana tendrá lugar un encuentro de accionistas organizado por Dellacort. Ambos tenemos acciones en la empresa, así que será completamente natural que nos presentemos juntos.
– No sé…
– David también es accionista -añadió Steven, mirándola con expresión maliciosa-, así que probablemente se presente también. Piensa en las posibilidades, Jennifer. Nos verá juntos, tú le dirás que simplemente se trata de un asunto de negocios, mostrándote al mismo tiempo un tanto evasiva, de manera que con algo de suerte te enviará un ramo de rosas esa misma noche.
– Eres muy experto en estas lides.
– La gente me considera un hombre terriblemente manipulador.
Su sonrisa era irresistible, y Jennifer no pudo menos que sonreír a su pesar.
– Bueno, de todas formas iba a acudir a ese encuentro. Y si eso sirve para ejercer el efecto adecuado sobre David, supongo que podré salir contigo durante unas horas más.
– Jennifer -pronunció admirado-, cuando hablas de esa manera, ningún hombre podría jamás resistirse a tus encantos.
– Pero escucha una cosa, Steven. Después de esto, pondremos punto final a esta situación.
– Ya veremos; puede que se me ocurran otras ideas. Ten cuidado con tu copa; sería una pena que te estropearas el vestido, teniendo en cuenta lo bien que te sienta.
– No cambies de tema.
– Tus encantos son el tema, al menos por lo que a mí respecta. Por las noches no puedo dormir soñando con ellos. He perdido el apetito y me estoy convirtiendo en una sombra de lo que era antes…
– Ya, claro -se burló ella-. Estás demasiado satisfecho de ti mismo para perder el sueño o el apetito.
– Cierto, pero pensé que sería la frase más adecuada en estas circunstancias. Y deja de flirtear conmigo mirándome así. Yo no soy David Conner para que me tientes de esa forma.
Jennifer se echó a reír; se sentía alegre y confiada.
– Creo que no podría tentarte ni aunque quisiera.
– Sólo si yo te dejara.
– La otra noche, mientras bailábamos, ¿acaso no te dejaste tentar? -le preguntó ella.
– La otra noche estaba representando un papel.
– No durante todo el tiempo. Yo era la única que estaba actuando, en beneficio de David.
– ¿Incluyendo aquella sutil caricia en la mejilla, justo por el lado en que Conner no podía vernos?
– Eso fueron imaginaciones tuyas -se apresuró a replicar Jennifer.
– Soy un hombre de muy escasa imaginación. ¿Y qué pasa con la compañera de David? ¿También estaba actuando?
– Es su secretaria; acompañarlo en ese tipo de actos forma parte de sus obligaciones.
– Sinceramente, creo que deberías preocuparte al respecto.
– Conozco a David mejor que tú.
– No conoces en absoluto a los hombres, Jennifer; si así fuera, no habrías salido a dar un paseo conmigo por el jardín a la luz de la luna. Y habrías sabido que no me conformaría con separarnos sin un beso.
Jennifer había previsto aquello, desde luego, pero el orgullo le hizo decir:
– Me vuelvo a casa ahora mismo.
– No hasta que me hayas besado. Quiero asegurarme de que no me falla la memoria.
Jennifer intentó desviar la mirada de sus ojos, pero no pudo. Contra su voluntad, su memoria evocaba sin cesar recuerdos que ansiaba poder olvidar para siempre. Bruscamente se levantó del banco y empezó a caminar. Steven la siguió y la detuvo, tomándole ambas manos.
– Escucha, Jennifer -le pidió con tono suave-. Tú me inspiras sentimientos que no sabía que existían. Si hubiera sabido con anterioridad cuáles eran esos sentimientos, te juro que me habría asustado. E incluso sabiendo que todo esto no es más que una ilusión…
Se había detenido bajo un gran roble. Jennifer apoyó la espalda en el tronco y contempló la luna y las estrellas por entre las ramas. Todo el universo parecía girar en su torno, sobre su cabeza, mientras la brisa hacía murmurar a las hojas.
– Algunas ilusiones son más fuertes que la realidad -pronunció con tono suave.
– ¿Tú sientes eso también?
– Pero no son tan duraderas. Ya volverás a aterrizar.
– ¿Y tú?
– Yo nunca he despegado de la tierra -declaró, consciente de que mentía.
– Uno de nosotros es un gran farsante -dijo Steven, mirándola intensamente-. Me pregunto quién.
– Probablemente nunca lleguemos a saberlo.
– Lo sabremos un día. Esperemos que no sea demasiado tarde.
Apoyó entonces las manos en el tronco, a cada lado de su cabeza. Su cuerpo presionaba muy ligeramente contra el de ella, aprisionándola. Y cuando vio que se disponía a besarla, Jennifer levantó la mirada, sonriendo, dispuesta a recibir aquel beso…
Pero entonces algo sucedió de repente. El mundo entero pareció desplazarse, cambiar su perspectiva, haciéndola preguntarse qué estaba haciendo allí, jugando a aquellos juegos amorosos, cuando Steven no era el hombre al que realmente amaba. Era David, con su dulce naturaleza y su delicada sonrisa, el dueño de su corazón, porque le había ofrecido el suyo. Y dudaba que Steven Leary tuviera corazón alguno que ofrecerle.
Justo en el momento en que los labios de Steven estaban a punto de rozar los suyos, Jennifer ladeó la cabeza. Steven se detuvo entonces, mirándola con los ojos entrecerrados. Acertó a distinguir el leve temblor de sus labios y el brillo de su mirada bajo las pestañas, y comprendió. Se apartó bruscamente.
– Realmente no sabes absolutamente nada sobre los hombres -le dijo con voz ronca.
Jennifer quiso defenderse y replicar algo, pero él ya había echado a andar hacia la casa.
Desde que murieron sus padres, muchos años atrás, y a pesar de su gran diferencia de edad, Steven y Maud habían permanecido estrechamente unidos, compartiendo una relación de absoluta confianza.
– Jennifer es deliciosa -le comentó Maud a su hermano mientras regresaban a casa-. Es como si irradiara felicidad.
– Desde luego -repuso Steven-. Una llamada de su novio y se convierte en una mujer distinta.
– ¿Pero no eres tú su amante?
– Todavía no -respondió, y se sumió en un prolongado silencio, ajeno a las miradas de curiosidad que Maud le lanzaba de vez en cuando.
– ¿Quién es el otro hombre? -le preguntó ella al fin.
– Un tipo llamado David Conner. Pero no creo que le dure mucho.
– Y sin embargo ahora está ahí, interponiéndose en tu camino -comentó Maud con una risita-. Esto va ser divertido. Yo ya había empezado a creer que nunca te encontrarías con la horma de tu zapato.
– Y nunca me la encontraré. Jennifer es una mujer hecha y derecha, y ya veremos qué pasa durante las siguientes semanas. No creo que tenga mucho de qué preocuparme.
– Hermanito, puede que no destaque en muchas cosas, pero soy muy perspicaz con la gente.
– Nunca lo he dudado.
– Si va a haber una batalla, yo estaré con ella. Me encantaría verte atrapado en las redes del amor.
– No cuentes con ello -rió Steven-. A propósito, lamento lo de esta noche. Si hubiera sabido que Trevor Norton era como es, te prometo que jamás te lo habría presentado.
– Oh, pero si yo pensaba que era un hombre muy dulce…
– ¿Dulce? Es pomposo, rígido, soso…
– ¡Steven, por favor! No insultes al hombre con quien voy a casarme.