– ¿Cómo has podido ponerte esa cosa?
Jennifer se hizo a un lado para invitar a su hermano a entrar en su casa. Ya estaba bastante nerviosa por la tarde que se avecinaba, y la irritación de Trevor no hacía más que empeorar las cosas.
– Creía que te pondrías el vestido nuevo que te compraste ayer -añadió él-. Aquél de satén azul oscuro, tan fino y tan impresionante… -lanzó una despreciativa mirada a su vestido de organdí de color dorado, con su recatado cuello-. ¿Sabes? Vamos a una cena de gala, no a una reunión de puritanos.
– Lo siento, Trevor -repuso ella con tono conciliador-, pero simplemente no podía ponerme ese vestido azul. Es demasiado atrevido.
– No pensabas eso cuando te lo compraste.
– Sí, es cierto, pero también dejé que me convencieras de que era mi deber ir a esa cena. Y dado que he vuelto a recuperar mi sentido común, creo que voy a llamar para disculpar mi ausencia.
– No puedes hacer eso -replicó Trevor, alarmado-. ¿Cuántas veces tendré que recordarte lo importantes que son las apariencias? Todo el mundo sabe que tú representas a la empresa en la cena de la Cámara de Comercio de Londres, y tienes que estar allí.
– Pero iba a ir con David.
– Y ahora que te ha dejado tirada…
– No me ha dejado tirada. Simplemente no vamos… a vernos durante una temporada.
– Lo que sea. El asunto es que no puedes evadir tus responsabilidades y tampoco puedes aparecer sola. Eso supondría mostrar una imagen de debilidad. Tienes que conseguir que todo el mundo piense que no te importa.
– Pero me importa…
Jennifer había previsto asistir a aquella cena en compañía de David Conner, el hombre al que amaba y con el que había esperado casarse. Pero él no había vuelto a llamarla desde la discusión que tuvieron dos semanas atrás, y aquello le había destrozado el corazón. Lo que verdaderamente le habría apetecido era quedarse toda la tarde llorando. Y en lugar de eso, estaba vestida y preparada para salir con un desconocido.
– Odio las farsas -rezongó-. Siempre las he odiado.
– Nunca dejes que tu enemigo te vea debilitado -repuso Trevor, citando su regla favorita de conducta.
– Y odio tener que considerar a todo el mundo como mi enemigo.
– Así es como se hacen los negocios. Vamos, hasta ahora lo has hecho maravillosamente bien.
– Pero no estás completamente seguro de mí, ¿verdad? Por eso me llamaste cuando venías hacia aquí: para asegurarte de que no me había echado atrás. Pues bien, me he echado atrás.
Los dos hermanos trabajaban para Distribuciones Norton, una gran empresa de transportes fundada por su abuelo, Barney Norton. Ambos poseían acciones en la empresa, y la dirigían entre los dos desde que Barney se había retirado por enfermedad. La diferencia estribaba en que Trevor vivía y respiraba por aquel negocio, mientras que Jennifer sólo había entrado en Norton para complacer a Barney.
Trevor era un tipo de unos treinta años, fuerte y macizo, de mediana estatura. Podría haber resultado atractivo si no frunciera tanto el ceño. Jennifer respetaba a su hermano por su dedicación al trabajo, pero a veces la exasperaba su falta de paciencia y su carácter gruñón y malhumorado.
– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Trevor, pasándose una mano por el pelo-. Esta noche será una gran oportunidad de hacer contactos, de conseguir influencias… Con tu belleza, serás el centro de la fiesta.
Era cierto que la naturaleza la había dotado a Jennifer de todos los encantos. Sus enormes ojos oscuros destacaban en su rostro ovalado, y tenía una boca seductora, extremadamente deliciosa. Pero esa misma naturaleza también la había privado de algo: carecía completamente de la capacidad de utilizar su belleza de la forma que Trevor esperaba. Pero él no parecía comprenderlo.
– Tienes recursos -le comentó Trevor-, así que utilízalos.
– ¿Por qué no utilizas tú los tuyos, ya que te resulta tan importante?
– Porque los míos no son del mismo tipo que los tuyos. Yo me muevo más a gusto en las salas de juntas que en los salones de baile.
– Debí de estar loca para dejarme convencer de que fuera sin David. Y en cuanto a lo de contratar a un acompañante, aunque sea de una agencia de tan gran reputación… ¡Reflexiona un poco! ¡Pagar a un hombre para que me acompañe!
– Ya te lo dije: la cosa no es realmente así -replicó impaciente-. Jack es un buen cliente nuestro, y su nieto es actor. Un actor fracasado, al parecer, puesto que se dedica a trabajar de acompañante. Llamaste a la agencia preguntando específicamente por Mike Harker, ¿verdad?
– Sí, sólo pregunté por Mike Harker. Y antes de que me lo preguntes, sí, tuve mucho cuidado en ocultarle que conocía a su abuelo. Mientras piense que se trata de un encargo ordinario, su orgullo no se resentirá.
– Bien. Por lo visto es un tipo que no acepta fácilmente favores, y habría sido un engorro que se hubiera negado. ¿Qué razón le diste para solicitar sus servicios?
– Le dije que alguien me había dicho que era muy atractivo, y que eso era lo que necesitaba.
– Muy bien. No tendrás nada que temer. Jack me ha asegurado que Harker es un tipo muy discreto. ¡Dios mío! ¿Qué es eso?
Jennifer siguió la dirección de su dedo acusador.
– Una gata -respondió a la defensiva-. Encontré a Zarpas en la puerta de casa, y no tuve corazón para dejarla abandonada allí…
– Es curioso: no sé cómo lo haces, pero todos los bichos abandonados se las arreglan para terminar en tu casa -observó Trevor, sombrío.
– Mejor eso que se queden en la calle -se apresuró a decir ella.
– Mientras no intentes llevártela a la oficina, como intentaste hacer con tu última adquisición… Estábamos a punto de firmar un estupendo contrato con Bill Mercer, cuando aquella maldita serpiente se escapó de tu escritorio: estuvo a punto de sufrir un ataque cardíaco.
– Sólo era una inofensiva culebrilla.
– Y luego lo del hámster… ¿Sabes? Lo de llevar animales al trabajo no es muy profesional que digamos.
– Bueno, yo nunca he sido muy profesional, ¿verdad? Al menos no como tú, ni como Barney quería que fuera. De hecho, yo no tendría que estar trabajando en Norton, lo sabes perfectamente. No estoy hecha para eso. A veces creo que debería retirarme antes de cumplir los treinta años, e intentar cualquier otra cosa.
– No puedes hacerle eso a Barney -replicó Trevor, horrorizado-. ¡Después de todo lo que ha hecho por nosotros! Es cierto que te sientes como un pez fuera del agua, pero tú siempre has sido su ojito derecho, y si te vas le romperás el corazón.
– Ya lo sé -repuso suspirando, ya que ella misma se había repetido aquel argumento unas cien veces. Jamás podría hacerle daño alguno a Barney.
– Si usaras un poquito más la cabeza, dejarías de tomar decisiones sobre las que no has meditado lo suficiente. Eres demasiado impulsiva.
Era verdad. Jennifer era impulsiva y espontánea, y aquellas cualidades chocaban con las exigencias de su trabajo. Era inteligente, y había aprendido con rapidez en el negocio, pero las personas y los animales le importaban mucho más. Aun así, no intentó explicarle eso a Trevor; ya había fracasado con demasiada frecuencia en el pasado. Simplemente se contentó con decirle:
– Esta noche tú eres el único que no ha meditado lo suficiente. Todo esto es una locura.
– ¡Tonterías! Mira, tengo que irme. ¡Ánimo! -Trevor le dio un beso en la mejilla y se marchó.
Una vez sola, Jennifer suspiró profundamente. Años atrás Trevor y ella habían estado mucho más unidos, pero tenía la sensación de que había pasado una eternidad desde entonces. Cuando intentaba discutir con él, se distraía, se sentía como perdida. De hecho, tenía la creciente impresión de que su vida estaba siendo manejada por fuerzas sobre las que no tenía ningún control.
Trevor le había recordado todo lo que Barney había hecho por ellos. Él los había acogido en su hogar a la muerte de su madre, cuando Jennifer sólo contaba doce años y Trevor dieciséis. Nadie había descubierto nunca el paradero de su padre desde que abandonó a su familia unos dos años antes: después de divorciarse, se fue al extranjero con su nueva amante. Sólo quedó su abuelo para cuidarlos.
Barney era muy cariñoso, pero su idea de criar a dos niños había estado determinada por su atareada vida, de manera que se los había llevado consigo en sus constantes viajes. Había sido algo divertido e interesante, pero aquello también había hecho que Jennifer se sintiera poco menos que como una huérfana.
Barney no podía sustituir al padre que la había abandonado, pero lo quería mucho y estaba siempre dispuesta a complacerlo. Se había esforzado mucho con sus estudios, disfrutando con su alegría cuando sacaba buenas notas, y poco a poco se había ido haciendo a la idea de trabajar en su negocio.
– Realmente me encantaría teneros a los dos como socios -les había comentado un día, muy contento.
Trevor había entrado en Norton nada más terminar la universidad, y desde entonces Barney había empezado a anhelar el día en que Jennifer siguiera sus pasos. No había tenido corazón para decirle que prefería trabajar con animales; decepcionarlo habría sido como arriesgarse a perder su amor, y hacía mucho tiempo que había descubierto lo doloroso que eso podía llegar a ser. Así que había entrado en la empresa y trabajado en ella sin descanso, para orgullo y satisfacción de su abuelo. Tanto Trevor como Jennifer se habían dedicado a prepararse para hacerse cargo de la empresa cuando se jubilara. Ante los ojos de todo el mundo Jennifer era una exitosa y eficiente ejecutiva, pero por dentro se sentía atrapada, fracasada…
Y allí estaba, dispuesta a representar una farsa que no le interesaba lo más mínimo en compañía de un hombre al que no conocía, más prisionera que nunca de las expectativas de los demás. Y ansiando con toda su alma poder escapar de aquella situación.
Steven Leary se detuvo ante la puerta del apartamento, mirando con desazón el suburbio marginal en el que se encontraba. Doce años atrás su amigo Mike Harker había tenido posibilidades de convertirse en una gran estrella de cine, pero su carrera se había truncado y por eso vivía en aquel barrio. Steven había procurado mantener el contacto con él, pero hacía cinco años que Mike no lo veía. La puerta se entreabrió con un crujido.
– ¿Quién eres tú? -inquirió una voz apagada.
– ¿Mike? Soy yo, Steven.
– Diablos. ¿Steven? -Mike se apresuró a invitarlo a pasar y cerró rápidamente la puerta-. Temía que fueras el casero.
Se saludaron efusivamente. Mike seguía conservando su atractivo, aunque tenía los ojos legañosos y la nariz enrojecida.
– No te acerques demasiado -le dijo a Steven-. No quiero contagiarte la gripe.
– ¿He venido en un mal momento? -inquirió Steven mirando el traje negro y la corbata blanca que llevaba-. Parece como si estuvieras a punto de asistir a una gala de cine.
– Si estuviera acostumbrado a ir a esas cosas, ¿crees que viviría en un barrio como éste? -le lanzó una mirada cargada de ironía.
Mientras tomaban café, Steven le preguntó con cierto embarazo si aún seguía dedicándose al trabajo de actor. Y con mayor embarazo aún, como respuesta a sus preguntas, le habló de su éxito en los negocios.
– Todavía me acuerdo de cuando entraste en Empresas Charteris -le comentó Mike-. Te dije que terminarías dirigiendo tú la empresa, y así ha sido.
– No es para tanto -repuso Steven-. Deberías irte a la cama -le dijo a Mike.
– Tengo que salir. Sobrevivo trabajando en una agencia de acompañantes, y esta noche tengo trabajo.
– ¿Trabajas de gigoló? -exclamó Steven, consternado.
– No, maldita sea. ¡No soy un gigoló! Mi trabajo es absolutamente respetable. Si una mujer tiene que asistir a algún acto social y carece de pareja, llama a mi agencia y me contrata. Sólo tengo que ser atento y causar la impresión adecuada. Ella se vuelve a casa, a su cama, y yo a la mía.
– Que es donde deberías estar ahora mismo. No puedes acompañar a una mujer en ese estado. Le contagiarás la gripe. Llama a tu agencia para que envíe a otra persona.
– Demasiado tarde -replicó Mike, presa de un ataque de tos.
– ¿Cómo es ella?
– No lo sé. No la conozco. Se llama Jennifer Norton: es todo lo que sé. Se trata de una gala comercial, así que probablemente se ajuste al tipo de mujer ejecutiva: cuarenta años, ceñuda, demasiado ocupada haciendo dinero como para mantener una relación…
– Vete a la cama -le ordenó firmemente Steven-. Yo iré en tu lugar.
– Pero me dijeron que me querían a mí en concreto…
– Creía que habías dicho que no la conocías.
– Y no la conozco. Pero quería a alguien muy atractivo.
– ¿Y yo soy el monstruo de Frankenstein? -sonrió Steven, en absoluto ofendido.
– Recuerdo que siempre has tenido más éxito con las mujeres del que te correspondía. Y no entiendo por qué, visto lo mal que las tratabas.
– Nunca tuve que arrastrarme ante ellas para halagarlas, si es eso lo que quieres decir. Mi padre solía decir que las mujeres eran como autobuses. Siempre que se iba uno venía otro -se echó a reír-. ¿Sabes? Solía asegurarse bien de que mamá no andaba cerca antes de comentármelo.
Era cierto que Steven no tenía los rasgos absolutamente perfectos de Mike, pero muchas mujeres lo encontraban muy atractivo. Era alto, moreno, de fuerte constitución y con un poderoso aire de autoridad. Sus ojos castaños irradiaban una intensa energía que daba un acentuado carácter a su rostro. Su boca era ancha y generosa, y encantadora su sonrisa. Era un hombre, en suma, que habría destacado en una multitud.
– No puedes ir y punto -declaró-. Usaré tu nombre, y me comportaré lo mejor que pueda. Será mejor que pase por casa para cambiarme de ropa.
– No hay tiempo. Me espera dentro de veinte minutos: tendrás que llevar mi traje. Afortunadamente tenemos la misma talla -Mike tosió de nuevo-. Espero que no te haya contagiado la gripe.
– Nunca me contagio. Soy invulnerable. ¿Qué estás mirando por la ventana?
– Ese impresionante coche, con matrícula de este año, aparcado bajo mi casa. Si fuera tuyo, nadie pensaría que eres un actor sin un céntimo, obligado a trabajar de acompañante.
– Gracias por el consejo. Lo aparcaré cerca de su casa e iré a buscarla a pie, para que no sospeche. Y ahora métete de una vez en la cama.
Jennifer se alegraba de que su acompañante se estuviera retrasando. Así tendría tiempo para dar de comer a Zarpas antes de salir.
– Vamos, date prisa. Va a venir de un momento a otro.
Zarpas reapareció un par de minutos después, chorreando agua después de haberse remojado en un charco, y no tardó en demostrarle su cariño saltando a su regazo.
– ¡Oh, no! -gimió Jennifer, mirando las manchas que le había dejado en el vestido.
Fue apresurada al dormitorio, se quitó la prenda y empezó a buscar otro vestido de noche, rezando desesperadamente para que sus peores temores no se vieran realizados.
Pero no tuvo éxito. No tenía más opción que llevar el vestido de satén azul oscuro.
– ¡Desagradecido animal! -le espetó a Zarpas-. Te rescato de la calle y ahora me haces esto.
Reacia, se puso el vestido, que le pareció todavía más atrevido que cuando se lo compró. La prenda se ajustaba a su cintura y a su vientre plano como si fuera una segunda piel, mientras que el escote era bajo, muy pronunciado. Se había recogido el cabello castaño de una manera muy sofisticada, y haciendo juego con el vestido lucía un collar y pendientes de diamante.
En aquel momento parecía una joven mundana capaz de enfrentarse a cualquier problema o adversidad. Deseaba sinceramente poder sentirse así. Terminó justo a tiempo, precisamente cuando estaba sonando el timbre. Y tan pronto como abrió la puerta, comprendió que había cometido el gran error de su vida.
El hombre que tenía delante era sencillamente impresionante, aunque no fuera guapo a la manera clásica: irradiaba un aura de arrogancia y de implacable voluntad. Desde el primer momento, mientras se miraban fijamente a los ojos, Jennifer comprendió que él, por su parte, se sentía igualmente atraído por su aspecto. Y de pronto empezó a ser consciente del aspecto que presentaba con aquel vestido. Su mirada la hacía sentirse como si estuviera desnuda, y evidentemente aquel hombre estaba disfrutando a placer del espectáculo, lo cual la indignó sobremanera. Después de todo, lo había contratado ella. Y lo que era aún peor: distinguió un brillo irónico en sus ojos, como si hubiera adivinado sus pensamientos y se estuviera divirtiendo aún más.
– Buenas tardes, señor Harker. Se ha retrasado un poco, pero no importa.
– Le presento mis disculpas -pronunció él en un tono nada apologético-. Se me presentó una emergencia, pero ahora ya soy todo suyo -añadió, levantando las manos.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Jennifer de repente-. ¡Vaya unos gemelos!
Supuso que los gemelos de su camisa eran todo lo que se podía permitir un actor fracasado, pero eran baratos y de mal gusto, como si se los hubiera comprado en un mercado de baratillo.
– Son los mejores que tengo. ¿Qué les pasa?
– Nada, yo… -Jennifer se esforzó por encontrar una manera discreta de decirle lo que pensaba sin ofenderlo, aunque resultaba verdaderamente difícil-. No son lo bastante… quiero decir que no van bien… quizá yo pueda sugerirle… Espere un momento.
Corrió a su dormitorio y buscó los gemelos que le había comprado a David para su próximo cumpleaños. Eran de plata con incrustaciones de diamantes, y le habían costado una fortuna.
Su acompañante alzó las cejas, asombrado, cuando ella le pidió que extendiera las manos. Rápidamente le cambió los gemelos, y cuando levantó la mirada, lo sorprendió observándola con una expresión de tierna ironía que la hizo estremecerse de emoción. Después de observar con atención los espléndidos gemelos, fijó sus ojos brillantes en el collar y en los pendientes que lucía.
– Me alegro de que hagan juego con sus joyas -murmuró.
– Aquí tiene las llaves de mi coche, señor Harker -pronunció Jennifer, ignorando su comentario-. ¿Nos vamos?
Se dirigieron al garaje, pero cuando abrió la puerta para descubrir su estupendo todoterreno, empezó a experimentar ciertas dudas.
– Quizá sea mejor que conduzca yo -extendió la mano para recoger las llaves, pero Steven no se movió.
– Suba al coche -le dijo él con una tranquila firmeza que la sorprendió-. He venido aquí para hacer de acompañante suyo, y lo haré con propiedad. No quedaría bien que usted condujera. La gente podría pensar que ha tenido que contratarme.
Jennifer se abstuvo de replicar y subió al coche. Él empezó metiendo la marcha atrás con soltura, como si condujera ese tipo de coches todos los días.
– ¿Qué rumbo seguimos?
– Vamos al centro. Diríjase a la plaza Trafalgar y ya le indicaré yo desde allí.
Cuando ya estaban en la carretera, Steven le preguntó con naturalidad:
– Bueno, ¿qué cuento vamos a contarle a la gente?
– ¿Cuento?
– Acerca de nosotros. Si alguien nos pregunta, tendremos que responderles lo mismo. ¿Cuándo nos conocimos?
– Oh… la semana pasada.
– Eso es demasiado reciente. ¿Por qué no el mes pasado?
– No -se apresuró a decir-. Eso es mucho tiempo.
– Entiendo. ¿Es que iba a salir con otro hombre? ¿Cómo es que le ha fallado en el último momento?
– Porque… porque tuvimos una discusión.
– ¿Quién dejó a quién?
– Nos separamos por mutuo consentimiento -repuso tensa.
– ¿Quiere decir que fue él quien la dejó plantada?
– Yo no he dicho tal cosa.
– ¿Estará él allí esta noche?
– Puede que sí.
– Entonces será mejor que me diga su nombre, sólo por si acaso.
– David Conner -respondió, incómoda.
– ¿Ya ha decidido cómo nos conocimos usted y yo?
– No, no sé… ya se me ocurrirá algo -repuso distraída, ya que se estaba deprimiendo por momentos.
– Ya estamos cerca de la plaza Trafalgar. Guíeme.
– Vamos a Catesby, donde la Cámara de Comercio de Londres celebra su cena de gala. ¡Cuidado!
– ¡Perdón! Se me ha escurrido la mano del volante -se apresuró a decir Steven, aunque en realidad se había llevado una desagradable sorpresa. Allí habría mucha gente que lo reconocería. Tomó una rápida decisión-: Será mejor que lo sepa. Mi verdadero nombre no es Mike Harker.
– ¿Quiere decir que es su nombre artístico?
– No, yo… no importa. Me llamo Steven Leary. Ya casi hemos llegado. Rápido, dígame algo sobre usted.
– Me llamo Jennifer Norton. Soy la nieta de Barney Norton, de Distribuciones Norton.
– ¿Distribuciones Norton? -repitió Steven-. ¿De camiones y almacenes?
– Sí -respondió, sorprendida de que conociera su empresa-. Está entre las mejores empresas de su sector, y nos estamos ampliando rápidamente por Europa. Pero creo que eso no tiene por qué saberlo…
– Sí, no diga nada que sea demasiado complicado para mí -repuso con ironía-. Mi única neurona no alcanzaría a comprenderlo.
– Gire por la siguiente calle a la derecha, y encontrará el aparcamiento.
Steven apagó el motor, pero cuando ella se disponía a salir, le ordenó que se detuviera:
– Espere -salió él primero, rodeó el coche y le abrió la puerta-. Después de todo, es para esto para lo que he venido -le comentó con una sonrisa.
– Gracias -le dijo, y aceptó su brazo.
La joven no pudo disimular un ligero temblor al sentir el contacto de sus dedos, y levantó involuntariamente la mirada hacia él: vio entonces que la estaba mirando con una expresión que la dejó sin habla.
– Es usted preciosa -pronunció muy serio-. Y me sentiré muy orgulloso de entrar ahí con usted del brazo. ¡No, no lo diga! Le da igual que yo me sienta orgulloso o no: eso no forma parte de nuestro trato. Bueno, a mí no me importa que a usted le importe o le deje de importar. Se lo repito: ¡es usted maravillosamente hermosa!
– Gracias -balbuceó al fin Jennifer-. Me alegro de que apruebe… mi aspecto.
– Yo no tengo que aprobar nada -repuso Steve, irónico-. Y desde luego no apruebo esta situación. Una mujer como usted no debería contratar a ningún hombre, y si lo hace es que algo hay que marcha mal. Usted es esplendorosamente sexy, una tentación para que cualquier hombre haga cosas de las que pueda arrepentirse después. Ojalá dispusiera de tiempo para indagar en esa contradicción.
– Mis contradicciones no le atañen -le espetó, ruborizándose.
– Lo harían si yo así lo quisiera -respondió despreocupadamente-. ¡Es una pena que no tenga tiempo para ello! -deslizó un dedo delicadamente a lo largo de su mejilla-. Creo que deberíamos entrar.
– Sí -repuso ella, recordando con esfuerzo el motivo por el cual se encontraban allí.
Jennifer había asistido a muchos actos en Catesby, y estaba familiarizada con su fantástico interior decorado en colores rojo y dorado, con la fantástica escalera curva y sus vistosas arañas. Pero aquella noche parecía como si estuviera viendo aquello por primera vez en su vida. Las luces eran más brillantes, más vividos los colores de los vestidos de las otras mujeres, y el contraste del negro y blanco de los esmóquines de los hombres más intenso de lo que recordaba haber visto nunca.
Fue al guardarropa a dejar su estola. Al salir para reunirse con Steve, que la estaba esperando al pie de la escalera, tuvo tiempo de contemplarlo a una prudente distancia, entre los demás hombres. La comparación obraba en su favor. Era casi el más alto de todos, y el de aire más impresionante. Pero lo que más le impresionaba era la confianza y autoridad que parecían emanar de su persona. Había visto esa apariencia antes, pero en hombres que lideraban grandes corporaciones; ¿cómo era posible que un actor fracasado hubiera podido conseguirla? Un actor, pensó. Por supuesto. Simplemente estaba representando el papel exigido.
– Enhorabuena -lo felicitó al reunirse con él.
– ¿Perdón?
– Has dado en el clavo -le comentó, tuteándolo-. Parece totalmente como si pertenecieras a este ambiente selecto.
– Gracias -repuso con sospechoso candor-. Pero la verdad es que me siento muy nervioso entre toda esta gente tan importante.
– No son realmente importantes. Sólo se creen que lo son porque tienen dinero. A la mayor parte de mis amigos de este ambiente no les importa lo que puedan pensar de ellos -con expresión traviesa, añadió-: Simplemente mantén levantada la nariz, y te tomarán por uno de los suyos. Estoy segura de que tendrás un gran éxito.
– Entonces… ¿me aseguras que no te sientes ni un poquito decepcionada con nuestro trato?
– Al contrario, creo que ha sido una verdadera ganga para mí.
– Quizá no lo haya hecho tan mal hasta ahora, después de todo. Bien -le ofreció su brazo-. ¿Vamos?
Juntos subieron las anchas escaleras y entraron en el enorme salón que ya se hallaba repleto de gente. Steven se dio cuenta inmediatamente de que Jennifer destacaba entre todas las demás mujeres presentes… y se preguntó, mientras aspiraba su delicioso perfume, qué tipo de amante podría haberla rechazado.
Se abrieron paso entre la multitud, sonriendo y saludando a gente. Algunos lo conocían, y Steven pasó algunos apuros intentando evitarlos. Sería muy afortunado si al final lograba salir de allí sin que alguien lo reconociera.
– Vamos al bar -le susurró-. Tengo que contarte una cosa mientras bebemos algo.
– Yo tomaré un zumo de naranja, ya que seré yo la que conduzca a la vuelta.
– Dos zumos de naranja -le pidió Steven al camarero, y se volvió sonriente hacia Jennifer-. He pedido zumo también para mí tan sólo en caso de que luego cambies de idea.
– ¿Tanta confianza tienes en ti mismo? -lo desafió.
– ¿Tú crees que la tengo? Gracias por la información.
La miró con expresión burlona, y Jennifer no pudo disimular una sonrisa.
– Estoy segura de que la tenías -se volvió para contemplar el salón. Y de repente la sonrisa se le heló en los labios.
David estaba solamente a unos pasos de ella.