A la mañana siguiente Jennifer llegó tarde a trabajar. Se había quedado dormida, después de haber pasado la mayor parte de la noche dando vueltas en la cama. Le horrorizaba la forma en que había sucumbido al encanto físico de un hombre al que apenas conocía, y que le había suscitado tan alarmantes sensaciones. Se había despertado con una idea fija en la mente: nunca debería volver a ver a Steven Leary. Él la había obligado a comportarse como si no fuera ella misma. O, más bien, la había hecho enfrentarse con el hecho de que no sabía quién era en realidad. Aparentemente era una ejecutiva de alta categoría aburrida de su propio trabajo… pero en lo más profundo de su interior todavía seguía siendo la niña de diez años que había sido abandonada por su adorado padre.
Pensaría mejor en David, cuyos delicados modales y amable naturaleza tanto apreciaba, contra la opinión de Barney y Trevor. Quería simplemente un hombre en cuya firmeza pudiera apoyarse, y David satisfacía ese requisito. O al menos así había sido hasta su discusión. Pero era culpa suya, se aseguró a sí misma: lo había ofendido al intentar ayudarlo. El tranquilo y amable David jamás había intentado apresurarla, nunca le había exigido nada. Ciertamente había habido momentos en que ella había deseado que fuera más decidido, pero por otro lado su vulnerabilidad la conmovía profundamente. No podía dar la espalda a alguien que tanto necesitaba su protección, y David sólo tenía que sonreírle y decirle: «¿qué podría hacer yo sin ti?», para que Jennifer se derritiera de ternura.
Esa era la razón por la cual lo quería tanto, la misma por la que nunca podría querer a Steven Leary, que no tenía asomo alguno de vulnerabilidad en su naturaleza. Lo que había sucedido entre ellos era algo completamente aparte, un aviso de que su sensualidad podía empujarla a los brazos del hombre equivocado si no llevaba suficiente cuidado. Pero seguiría aquel providencial aviso: nada se interpondría entre David y ella.
Había llegado a la oficina con tanto apresuramiento que apenas fue consciente de las miradas de curiosidad que suscitó. Como siempre, su primera tarea consistió en revisar el precio de las acciones de la empresa. Y lo que descubrió hizo que se quedara mirando fijamente la pantalla, frunciendo el ceño.
– Esto no puede ser -murmuró-. ¿Cómo es que han subido tantísimo desde ayer?
Pero las mismas cifras aparecieron de nuevo en el monitor. En ese instante sonó el teléfono:
– Será mejor que vengas a explicarme lo que está pasando -gruñó Trevor, y colgó.
Estupefacta, Jennifer se dirigió a su despacho.
– Te juro que no entiendo nada -le dijo nada más entrar, mientras cerraba la puerta a su espalda.
– Me refería a ti y a Empresas Charteris.
– Yo no he tenido nada que ver con Empresas Charteris.
– ¿Ah, no? -inquirió Trevor, sarcástico-. ¿Entonces ayer noche no saliste con su director ejecutivo, verdad?
– Sabes perfectamente dónde estuve anoche: en la cena de gala con Mike Harker. No, espera. Me dijo que su verdadero nombre era Steven Lean.
– ¿Él te dijo eso? ¿Y a ti no te sonó ese nombre de nada?
Trevor arrojó un periódico sobre la mesa, delante de ella. Y Jennifer abrió mucho los ojos al verse en una foto bailando acarameladamente con Steven. El pie de foto rezaba así: Steven Leary, director ejecutivo de Empresas Charteris y gran accionista.
– Ahora la gente cree que estamos negociando con Charteris, y es por eso por lo que han subido nuestras acciones -le explicó Trevor.
– No lo comprendo -repuso Jennifer, distraída-. Tú me dijiste que Mike Harker era un actor fracasado…
– Pero ése no era Mike -replicó Trevor con los dientes apretados.
– Bueno, es el hombre que fue a buscarme. Este… no consigo entenderlo. Estuve bailando con varios hombres y…
– ¿Así? -inquirió Trevor, señalando la foto.
Jennifer suspiró profundamente al ver lo que quería decir. Aquella instantánea había sido tomada en el preciso momento en que la había besado Steven, y su respuesta había sido, por lo demás, bastante evidente. No se había tratado de un simple baile. Observó consternada la foto; ¿cómo podía haberse abandonado en sus brazos de aquella manera?
¿Y él? ¿Le habría ocurrido lo mismo a él? ¿O se habría estado burlando de ella? Y después… pero se negaba a recordar lo que había sucedido después.
– Creo que será mejor que hable con el señor Harker… o con Leary, o como quiera que se llame -declaró sombría.
Llamó a Empresas Charteris. Pero le respondió la secretaria de Steven.
– Dígale amablemente al señor Leary que no sé de qué se trata este juego -dijo al fin-, pero que terminaré por averiguarlo.
Nada más llegar al trabajo, Steven se había encontrado con el periódico extendido sobre su escritorio y con su plantilla de trabajadores literalmente eufórica de alegría por su triunfo. Sabían que Steven estaba en trámites de comprar Depósitos Kirkson, una empresa que operaba en el mismo ámbito que Nortons, pero Kirkson había exigido un precio demasiado alto, y todo el mundo supuso que se trataba de una hábil jugada de Steven. Observó la foto, fijándose en la forma en que el vestido de satén de Jennifer destacaba su espléndida figura. En la imagen lo estaba mirando con una expresión de delicioso abandono. Jennifer había querido que él creyera que todo era una farsa en beneficio de otro hombre, y Steven había estado a punto de creerlo… hasta aquellos últimos momentos de la velada. No solamente él había caído hechizado por el encanto de aquel baile: ella también. No podía negar lo mucho que le gustaba. Y Steven lo sabía.
Alice, su secretaria, se asomó en aquel preciso momento a la puerta de su despacho.
– James Kirkson está aquí.
James Kirkson no hizo más que repetir a cada momento las palabras «compromiso» y «replanteamiento». Steven, por su parte, procuró disimular su sensación de triunfo. Dentro de poco tiempo Depósitos Kirkson sería suyo a un buen precio. Pero la conversación fue interrumpida de repente por una llamada del intercomunicador.
– Es la señorita Norton -lo informó Alice-. Está muy enfadada y viene ahora mismo hacia aquí.
Steven miró de reojo a Kirkson y tomó una rápida decisión:
– Cuando llegue -pronunció alzando la voz-, dígale que la amo con locura.
– Muy bien, señor.
Exactamente quince minutos después, la puerta del despacho de Alice se abrió de golpe dando paso a Jennifer.
– Quisiera ver a Steven Leary -pronunció con tono tenso.
– Me temo que no es posible en este momento. ¿No quiere sentarse?
– No hace falta: no estaré tanto tiempo aquí. Su jefe es un individuo falso, retorcido…
– Usted debe de ser la señorita Norton.
– La misma.
– En ese caso, tengo que decirle que el señor Leary la ama con locura -le comunicó Alice.
Por un momento Jennifer se quedó tan asombrada que no pudo articular palabra. Pero cuando al fin pudo recuperarse, se dio cuenta de que se trataba de un truco más de Steven.
– ¿La paga él para que me diga esas cosas?
– En este caso en particular, sí.
– Pues le pague lo que le pague, no creo que sea suficiente.
– No puedo menos que mostrarme de acuerdo con usted. ¿Le apetece una taza de café?
– Me apetecería más que me sirviera la cabeza de Steven Leary en una bandeja -repuso con tono crispado-. Aunque quizá prefiera servirme yo misma.
Alice se adelantó para impedirle el paso, pero no fue lo suficientemente rápida, y Jennifer irrumpió en el despacho de Steven exclamando:
– ¿Cómo te has atrevido a contarle a la prensa toda esa basura cuando sabes perfectamente bien que…?
No fue más allá. Steven ya se había levantado y dirigido hacia ella para acallarla con un beso en los labios. Por unos instantes, la indignación de Jennifer luchó contra su instintiva respuesta, y él interrumpió el beso el tiempo suficiente para susurrarle en voz muy baja:
– ¡Bésame tú, por el amor de Dios!
– Ni en un millón de años… -apenas logró pronunciar las palabras cuando Steven volvió a acallarla de la misma expeditiva manera. Fue como si el mundo se hubiera salido de su eje, imposibilitándola pensar o hacer cualquier cosa que no fuera sentir aquel profundo gozo que empezaba a enroscarse en su interior. Era más fuerte que la furia. Por un momento aterrador, fue lo único que existió.
Pero el momento pasó y Jennifer pudo recuperarse. Liberó sus labios, con el corazón acelerado, esperando que no se hubiera ruborizado demasiado. Luego miró a Steven, temiendo ver en su rostro una burlona expresión de triunfo, y se quedó asombrada al descubrir un puro y exacto reflejo de su propia reacción: tenía además la respiración acelerada y le brillaban los ojos.
– Jennifer -pronunció en voz baja-, déjame presentarte a… ¿pero dónde se ha metido?
– El señor Kirkson se ha marchado aprovechando que los dos estaban ocupados -lo informó Alice desde el umbral.
– ¡Maldita sea! -estalló Steven, soltando apresuradamente a Jennifer-. Estaba a punto de ceder -y la miró mientras exclamaba-: ¡Muchas gracias!
– ¿Te atreves acaso a culparme a mí?
– Si no hubieras irrumpido así en mi despacho, podría haber comprado la empresa de Kirkson por un precio ridículo.
– ¿Depósitos Kirkson? ¡Así que se trataba de eso! Por eso preparaste lo de anoche.
– Qué va. Eso fue un accidente.
– ¡Ya! -se burló Jennifer.
– Por cierto, tú tienes que responderme a muchas cosas.
– ¿Yo…?
– Acabas de estropear un contrato que podría haber reportado a esta empresa un montón de dinero.
– Un contrato que tú no habrías podido concertar si no me hubieras engañado.
– Yo no te engañé -replicó Steven entre dientes-. Mike Harker es amigo mío. Estaba medio muerto de gripe, así que yo ocupé su lugar. Eso es todo.
Alice se asomó de nuevo a su despacho:
– Hay una llamada para la señorita Norton.
Sorprendida, Jennifer levantó el auricular del escritorio de Steven, y se encontró hablando con su hermano.
– ¡Sabía que te habías largado de repente sin detenerte a pensar!- se quejó-. Ha llamado Barney. Está loco de alegría por la noticia del alza de las acciones.
– ¡Oh, no! -exclamó. Desde que la empresa salió por primera vez al mercado de valores, Barney había soñado con ver subir las acciones, y eso por fin había sucedido. ¿Cómo podía decirle que todo había sido una simple ilusión, una engañifa?
– Quiere que invites a cenar a Steven Leary.
– Mira lo que has hecho -Jennifer se volvió hacia Steven-. Mi abuelo quiere invitarte a cenar.
– ¡Maravilloso! Acepto.
– Y después de eso, esta desquiciada historia seguirá marchando viento en popa. ¿Quién sabe cuándo terminará?
– ¿Quién sabe? -repitió Steven, sonriendo con malicia-. ¡Pero podría resultar interesante averiguarlo! -le quitó el auricular de las manos-. Señor Norton, me sentiré encantado de aceptar su invitación.
Por su parte, Jennifer levantó otra extensión de la línea a tiempo de oír a su hermano decir:
– Mi abuelo nos ha invitado a todos a cenar a su casa pasado mañana. Me ha encargado decirle que espera que no lo abrume con tanta compañía.
– Podría llevarme a mi hermana, para que no me sintiera tan abrumado -sugirió Steven.
– Por supuesto que puede hacerlo, señor Leary, si cree que no se va a aburrir…
– Maud es una persona muy seria -repuso Steven con voz grave-. Y entregada por completo a hacer dinero. Estoy seguro de que usted y ella se llevarán muy bien.
– Dejaré que Jennifer se encargue de arreglar los detalles con usted -y colgó después de despedirse.
Al encontrarse con la indignante mirada de Jennifer, Steven declaró:
– Ardo en deseos de conocer a tu familia. Se lo diré a mi hermana, y estaremos allí a las ocho. A propósito, no sé si te has dado cuenta de que he ganado mi apuesta. Te aposté un beso a que volverías a contactar conmigo en menos de una semana.
– Pero tú sabías que esto tenía que suceder. Eso es trampa.
– Me lo debes. Págame.
– No.
– Me pregunto si la prensa sabrá cómo saldan los Norton sus cuentas de honor…
Jennifer suspiró profundamente al advertir el brillo burlón de sus ojos. Sabía que debería escapar de aquella situación por una pura cuestión de supervivencia pero, después de todo, era una deuda de honor.
– Muy bien -declaró, intentando adoptar un tono tranquilo-. Puedes besarme durante cinco segundos exactos.
– Oh, no creo que necesitemos prolongarlo durante tanto tiempo -repuso Steven antes de plantarle un rápido beso en la mejilla-. Ya está. Ahora ya puedes abofetearme, si quieres…
– La verdad es que no tengo palabras para describir lo que me gustaría hacerte. Cuando pienso en tu comportamiento de anoche al dejarme pensar que eras un pobre actor mientras durante todo el tiempo… Y además, te quedaste con mis gemelos bajo engaño. Creo que deberías devolvérmelos.
– Eso no puede ser. Se los entregué al verdadero Mike Harker, con tu recado acerca del precio que podría conseguir por ellos.
– Ya es hora de que me vaya -dijo Jennifer, pronunciando las palabras con dificultad-. Te veré en la cena.
– Esperaré ansioso ese momento.
A la tarde siguiente, por pura casualidad, Steven pasó al lado de la casa de Jennifer después de ver a un cliente y se le ocurrió visitarla. Pensó que sería interesante verla en circunstancias «normales», y todavía lo sería mucho más sorprenderla con la guardia baja. Nada más pulsar el timbre oyó el sonido de unos pasos presurosos. De inmediato la puerta se abrió de golpe y Jennifer apareció ante él, suspirando de alivio.
– Gracias al cielo que has venido; estaba tan preocupada… No creo que tenga mucho tiempo para… ¡Vaya, si eres tú!
Las mujeres habían saludado a Steven de muchas maneras, desde «¡Cariño, qué alegría verte!», hasta «¿Cómo te atreves a asomar las narices por aquí otra vez?». Pero jamás lo habían saludado con tanto desdén.
– Sí, soy yo. Pero supongo que no era a mí a quien esperabas ver…
Sin responder a su comentario, Jennifer pasó de largo ante él y salió a la calle. Miró arriba y abajo, sin ver lo que estaba buscando, y emitió un gemido de frustración.
Steven apenas podía reconocerla. Iba vestida con unos viejos vaqueros y una enorme camisa que ocultaba todo lo que había esperado volver a ver. Su rostro estaba limpio de maquillaje y se había soltado la melena: un enorme contraste con la mujer elegante que había asistido a la cena de gala, o con la que había irrumpido de repente en su despacho.
– Es terrible -se quejó Jennifer mientras volvía a la casa y cerraba la puerta.
– Gracias. Siento que te haya disgustado tanto mi presencia…
– No, si no eres tú…
– ¿Quién te creías que era? -inquirió Steven.
– El veterinario -respondió, preocupada-. Zarpas está pariendo.
– ¿Zarpas?
– Mi gata. Bueno, estaba abandonada y la acogí en mi casa. No sabía que estaba embarazada, pero de repente me di cuenta de lo gorda que estaba…
– ¿Dónde está?
– Me las he arreglado para meterla en una caja, en el salón.
Steven siguió la dirección de su dedo y vio a la gata encogida en una gran caja con almohadones. Zarpas lo miró nerviosa, y él se dejó caer a su lado tocándole suavemente la barriguita.
– Sí, yo diría que tiene al menos cuatro dentro.
– ¿Sabes mucho de gatos? -inquirió Jennifer, esperanzada.
– Cuando era niño nuestro vecino tenía una gata que paría constantemente. Por alguna razón siempre venía a nuestro jardín a parir. Ella siempre prefería periódicos.
– Bien.
Jennifer corrió a la cocina y volvió con un fajo de periódicos. Steven levantó delicadamente a Zarpas para dejarla en los brazos de Jennifer, apartó los almohadones y forró la caja con los papeles. Cuando volvieron a colocarla en su lugar, la gata ronroneó agradecida y miró a Steven como si confiara plenamente en él.
– Sabes lo que está pensando, ¿verdad? -comentó Jennifer, esbozando una temblorosa sonrisa-. ¡Menos mal que hay alguien que sabe lo que hace!
– Mientras esté satisfecha… Pero me sentiría mejor si consiguieras un buen veterinario.
– Hace siglos que debería haber venido. Por eso creía que eras tú. ¿Podrías vigilar a la gata mientras salgo a ver qué es lo que ha pasado con él? -y desapareció antes de que Steven pudiera responderle.
– Está loca -le confió Steven a Zarpas-. ¿Cómo pudo no darse cuenta de que estabas preñada? No te encuentras muy bien, ¿verdad? -al ver que había empezado a maullar de dolor, añadió-: Esperemos que lleguen pronto…
Pero Jennifer regresó sola; no había podido encontrar al veterinario.
– Nadie sabe dónde está. Salió de la clínica hace una media hora, así que ya debería haber llegado, pero es como si se hubiera desvanecido en el aire. ¿Está Zarpas comiendo algo?
– No, es un cachorrillo que está lamiendo -le dijo Steven-. Ha nacido hace apenas un minuto.
Zarpas lamía repetidamente una minúscula bolita negra que se retorcía emitiendo gemidos. Jennifer se arrodilló a su lado, sonriendo con expresión de deleite mientras extendía una mano para rascarle la cabecita a Zarpas. Sfeven se levantó discretamente y se fue a la cocina, volviendo minutos después con una cafetera y dos tazas. Jennifer todavía estaba inclinada sobre la caja, tan concentrada que no advirtió su presencia, y él aprovechó aquellos instantes para observarla con atención.
– Creo que deberíamos dejarla un rato tranquila -sugirió-. Apenas ha empezado el parto -ayudó a Jennifer a levantarse, y luego acercó un par de sillones para rodear con ellos la caja-. Así disfrutará de una mayor intimidad.
– ¿Cuándo lo has hecho? -le preguntó Jennifer mirando la taza de café que sostenía en la mano.
– Ahora mismo. Estuve curioseando en tu cocina. No ha sido nada fácil, pero finalmente encontré el té en el azucarero, el azúcar en el tarro del ajo y el café en el bote del té -le sirvió una taza de café con movimientos rápidos y precisos.
– Gracias. Por cierto, ¿a qué has venido?
– No estoy del todo seguro. Pasaba por aquí después de ver a un cliente y sentí el impulso de visitarte… y darte una buena sorpresa -al ver que intentaba asomarse por encima de los sillones, le dijo con firmeza-: Déjala; pasará una media hora antes de que para otro. Para entonces, con un poco de suerte, el veterinario ya habrá llegado.
Pero transcurrió otra media hora sin que apareciera el veterinario. Zarpas parió otro gatito. Después de palparle delicadamente el abdomen, Steven declaró:
– Quedan dos más, pero todo está saliendo bien.
– Voy a preparar la cena -dijo Jennifer-. Es lo menos que puedo hacer por ti -y se dirigió a la cocina.
Cuando se quedó solo, Steven miró a su alrededor intentando reconciliar lo que veía con la imagen que se había formado previamente de Jennifer. Cuando la otra noche se presentó allí por primera vez, le sorprendió que viviera en un bungaló: un pequeño y lujoso piso habría sido más adecuado para una mujer tan elegante y sofisticada…
– ¿Vivías aquí con alguien? -le preguntó cuando fue a buscarla a la cocina.
– No. ¿Por qué me lo preguntas?
– Bueno, un bungaló tan grande me parecía una extraña elección para una mujer que vive sola.
– ¿Ah, sí? Me encantó esta casa nada más verla. Sabía que tenía que vivir aquí.
Y empezó a cortar unos pimientos en rodajas. Steven la observó por un momento antes de volver al salón. Jennifer lo oyó murmurar algo a Zarpas, y tomó entonces conciencia de que no era fácil comprender a aquel hombre. Durante los dos últimos días había hecho algunas investigaciones sobre él. Había montado una cadena de pequeñas tiendas para luego venderlas y entrar en Empresas Charteris hacía diez años. Charteris era una enorme empresa que había tenido que ser reestructurada, y Steven se había encargado precisamente de eso, consiguiendo finalmente doblar sus beneficios. En función de esos datos, Jennifer se había formado la impresión de un hombre consagrado absolutamente a su negocio: duro, ambicioso e implacable. ¿Cómo entonces era posible que un depredador semejante estuviera haciendo de comadrona de su gata aquella tarde? Su curiosidad crecía por momentos.
Y también la de Steven. Cuanto más averiguaba sobre Jennifer, menos creía saber. Sobre la repisa de la chimenea había una fotografía de un hombre mayor de mirada astuta, vivaz. Al lado había otra de un niño y una niña, y de una mujer de unos treinta años que presentaba un notable parecido con Jennifer.
– Era mi madre -le explicó Jennifer cuando regresó al salón y empezó a poner la mesa.
– ¿Dónde está tu padre?
– El hombre mayor de la otra foto es mi abuelo. Mañana por la noche tendrás oportunidad de conocerlo.
– Supuse que sería él. ¿Y tu padre?
– Y éstos somos Trevor y yo de niños.
– Ya, ¿y dónde…?
Pero Jennifer había vuelto a desaparecer en la cocina. Cuando volvió minutos después con la cena, Steven ya había apagado todas las luces menos la de una lámpara de mesa, y estaba arrodillado al lado de Zarpas murmurándole palabras de consuelo:
– Así, buena chica… -oyó entrar a Jennifer y levantó la mirada-. Está más cómoda en la penumbra. ¿Puedes ver lo que estás haciendo o quieres que vuelva a encender las luces?
– No te preocupes.
Jennifer dejó la ensalada y los panecillos en la mesa y volvió a la cocina para buscar los filetes. Steven se sentó de manera que pudiera mantener vigilada a Zarpas sin molestarla. En ese momento sonó el teléfono. Jennifer lo descolgó; era el veterinario.
– Lo lamento de veras -se disculpó el hombre-. Se me ha averiado el coche, y todavía tardaré al menos una hora en llegar allí.
– No se apure -le aseguró Jennifer-. La gata está en buenas manos.
– Gracias por el voto de confianza -le comentó Steven con expresión irónica.
– Todo va bien, ¿verdad? -inquirió Jennifer, preocupada.
– Yo creo que sí. Zarpas significa mucho para ti, ¿verdad?
– Bueno, es una monada, ¿no?
– ¿Y es tu única compañía en esta casa tan grande?
– Ya te lo dije: me encanta esta casa.
– ¿David y tú viviréis aquí cuando os caséis?
– Creo que será mejor que dejemos el tema de David.
– ¿Ha vuelto a ponerse en contacto contigo después de la otra noche?
– Ya te he dicho que no quiero hablar de él -repuso Jennifer, adoptando un tono de advertencia. No quería discutir con Steven, pero acababa de tocar una fibra sensible. No había recibido absolutamente ninguna noticia de David.
– De acuerdo. Dime entonces por qué no conservas ninguna foto de tu padre.
– Porque se marchó cuando yo tenía diez años y nadie ha vuelto a saber nada de él desde entonces -respondió Jennifer con rotundidad.
– Lo siento. Perdona, no era asunto mío. Pero no acabo de entenderlo. Creía saber algo de Barney Norton, pero jamás oí que tuviera un hijo.
– Y nunca lo tuvo. Él es el padre de mi madre, su única hija.
– ¿Entonces cómo es que te apellidas Norton?
– Antes me apellidaba Wesley, pero cuando nuestra madre murió, Barney asumió nuestra custodia y nos cambió los apellidos. ¿Quieres más café?
Había cambiado de tema a propósito. Se daba cuenta de que Steven le gustaba mucho más de lo que jamás habría creído posible, pero no podía describirle lo que sintió al adquirir aquella nueva identidad. Jennifer Norton era la amada nieta de Barney Norton: una persona segura del lugar que ocupaba en el mundo. En cambio, Jennifer Wesley había sido la niña que había creído serlo todo para su padre, hasta que él la abandonó sin remordimiento alguno. Durante noches enteras había llorado por una traición que nunca pudo comprender, por una herida que jamás había llegado a sanar. No; no quería volver a ser Jennifer Wesley. Una mirada a su reloj le dijo que ya era casi la hora en que David solía llamarla. Tenía la sensación de que había pasado una eternidad desde entonces. De repente sonó el teléfono.
Jennifer se apresuró a contestar con una presteza que no pudo menos que extrañar a Steven. Mientras observaba bien su rostro, pudo advertir cómo se apagaba su esperanzada expresión al oír la voz al otro lado de la línea y descubrir que no era David.
– Entiendo -pronunció con tono ligero-. Gracias por decírmelo.
Colgó y permaneció de pie por un momento, como si quisiera reconciliarse consigo misma y asumir el vacío que se había abierto en su interior. Cuando el teléfono sonaba siempre pensaba que era David: y cuando se llevaba la decepción volvía a convertirse en aquella niña que no podía creer que su padre se hubiera marchado para siempre, y que constantemente creía oír su llave en la cerradura de la puerta de casa. Vio que Steven la estaba observando y se las arregló para forzar una sonrisa:
– Era el veterinario otra vez. Todavía está en camino.
– Entiendo.
– ¿Por qué me miras tan fijamente?
– ¿Yo? Perdona. Echemos otro vistazo a la orgullosa madre.
Zarpas había parido un tercer gatito, y estaba a punto de tener el cuarto.
– A estas alturas siempre preparaba un poco de leche caliente -sugirió Steven, recordando su propia experiencia-. Después de tanto esfuerzo, necesita comer algo.
– Leche caliente -musitó Jennifer, y se dirigió apresurada a la cocina.
Para cuando regresó el cuarto gatito ya había nacido, y Zarpas lo estaba lamiendo con energía. Al terminar aceptó la leche, y luego se tumbó con aire satisfecho.
– Creo que esto es todo -dijo Steven-. Pero necesitaremos que el veterinario se asegure de ello.
– Mira -pronunció Jennifer con alegría-. El último tiene el lomo negro y las patas blancas, como su madre.
– Zarpas Dos -comentó Steven con una sonrisa.
– Quizá sea gato. Entonces creo que debería llamarle Steven.
Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, contemplando los cachorrillos con arrobada expresión.
– Quédate aquí -le dijo Steven-. Yo prepararé el café.
Cuando volvió, Jennifer seguía en la misma posición, observando extasiada a la nueva familia. Steven la miró, y de repente lo comprendió todo.
– ¿Es eso lo que realmente deseas hacer, verdad? -inquirió, hablando casi en un murmullo para no molestar a los gatos-. Cuidar a los animales.
– Supongo que sí -respondió, aceptando el café-. Trevor dice que esta casa a veces parece un zoo, pero no puedo tener muchos animales porque me paso la mayor parte del día fuera.
– Ahora te veo tan diferente de la mujer que irrumpió ayer en mi oficina exigiéndole a mi secretaria mi cabeza en una bandeja…
– No me lo recuerdes…
– Pero si me encanta… -repuso Steven-. Alice me comentó que parecías un gran señor medieval diciendo: «Quiero la cabeza de Steven Leary».
– Steven, es terrible. En realidad, aún sigo enfadada contigo por el engaño del que me hiciste víctima la otra noche.
– Asumo mi parte de culpa -declaró sonriendo.
– ¿Pero cómo puedo seguir enfadada contigo cuando acabo de bautizar a un precioso gatito con tu nombre?
– Es un verdadero enigma, ¿verdad? ¿Por qué no le cambias simplemente el nombre? Entonces podremos volver a ser enemigos.
– ¿Quieres ser mi enemigo?
– Puede resultar casi tan interesante como ser tu amante.
– Mi amigo, querrás decir.
– Sé lo que he querido decir -le brillaban los ojos en la oscuridad, pero Jennifer se negó a morder el cebo.
– Después de lo de esta noche, ya nunca volveré a pensar en ti como en un enemigo.
– Creo que todavía no me conoces lo suficiente.
– Supongo que no. Probablemente eso no sucederá nunca.
– ¿Con medio Londres hablando sobre la ardiente pasión que compartimos? -se burló Steven.
– No tardarán en ponerse a hablar de cualquier otra cosa. Los escándalos van y vienen.
– ¿Así denominas a lo nuestro? ¿Un escándalo?
– Pasto de cotilleos -declaró convencida-. Ya perderán todo interés.
– ¿Y nosotros?
Jennifer sabía que acababa de entrar en un terreno peligroso, pero le resultaba fascinante estar allí sentada, en la penumbra, contemplando el brillo de sus ojos. Era una extraña forma de pasar la tarde… Y aun así, también era una de las tardes más interesantes que había pasado en toda su vida. Durante toda aquella conversación tan particular, su sensación principal era de alegría, puro gozo. Algo completamente distinto de las peligrosas sensaciones que le había inspirado antes…
Sonó entonces inoportunamente el timbre de la puerta. El veterinario se presentó en la casa, disculpándose sin cesar, y Jennifer le hizo entrar en el salón. Steven ya se había levantado y estaba recogiendo sus cosas. La agradable tarde había tocado a su fin.
– Te veré mañana, en casa de tu abuelo -le dijo Steven mientras se dirigía hacia la puerta-. Estaré deseando que llegue ese momento, aunque dudo que sea tan interesante como la tarde que acabamos de compartir. Buenas noches, Jennifer.
– Buenas noches, Steven. Y gracias.