Capítulo nueve

Burt examinó el desastre de la habitación. Wade y Leigh estaban a su lado. Ella tenía los ojos enrojecidos por el llanto. Burt suspiró e hizo un gesto negativo con la cabeza.

– No me gusta el aspecto de todo esto. No señor, no me gusta nada.

Se acercó a la cama y observó las desgarraduras.

– Parece que han usado un cuchillo de monte. Y ahora, Leigh, vamos a ver si lo he entendido bien. Has venido a casa desde el almacén y la puerta estaba abierta. Has subido y has descubierto esto. Luego ha dado la casualidad de que ha aparecido Wade.

– No exactamente. Fui a ver a Wade antes de venir a casa. Tuvimos una… discusión y él me siguió hasta aquí.

– Comprendo -murmuró Burt, quien claramente no entendía nada-. ¿Falta algo?

– No que yo sepa. ¿Por qué querría alguien hacer esto, Burt?

El jefe de policía le lanzó una de sus típicas miradas.

– Eso mismo iba a preguntarte yo. ¿Se te ocurre alguien?

– Si no te importa yo tengo un par de ideas -intervino Wade, todavía sorprendido de que Leigh pudiera ser tan fuerte-. Pero creo que Leigh se sentirá mejor si tratamos de esto abajo.

Wade le puso la mano en la espalda para bajar. La acción no le pasó desapercibida a Leigh. Si Wade quería disculparse, ella estaba lista para perdonarle.

– ¿Qué ideas tienes? -preguntó Burt, después de que se hubieran sentado.

– Creo que alguien intenta asustar a Leigh para que deje de remover el pasado. Está decidida a averiguar lo que le pasó a Sarah y tengo la sospecha de que nos estamos acercando demasiado.

– ¿Qué? -gritó Burt lleno de ira-. ¿Quieres decirme que estáis investigando la muerte de Sarah Culpepper?

– Sí -dijo Leigh en actitud desafiante-. Nosotros queremos averiguarlo tanto como tú. Que nos pongamos a discutir no va a cambiar las cosas.

– Así que alguien ha destrozado tu dormitorio como advertencia.

– Exacto -dijo Wade.

– ¿Y creéis que es la misma persona que asesinó a Sarah o que ha secuestrado a Lisa?

– Creemos que se trata de la misma persona -dijo Wade, mientras Leigh asentía.

– ¿Y qué más creéis? -preguntó Burt, exhibiendo una paciencia desacostumbrada en él.

– A mí me parece que no tiene que tratarse necesariamente de la misma persona. Puede haber sido el asesino, pero también cualquier otra persona que no quiera que se resuelva el misterio.

– Sí -corroboró ella con aire pensativo-. Quizá sea alguien que no quiera ver el nombre de Wade limpio.

Burt se removió inquieto en su silla y se pasó una mano por sus escasos cabellos. Al parecer, su paciencia con la teoría de Wade se había acabado.

– ¿Queréis parar de una vez? Estoy seguro de que os podéis pasar una eternidad teorizando, pero eso no nos lleva a ninguna parte. Y antes de que continuéis, me gustaría dejar una cosa bien clara. Tendréis que responder ante mí si me entero que seguís jugando a los detectives aficionados. No me mires así, Leigh. Ya sé que no te gusta que te den órdenes. Admitamos por un momento que Wade tiene razón y que alguien no quiere que vayas metiendo la nariz por ahí. Si sigues metiéndote donde no te llaman, puedes acabar herida.

– Tienes toda la razón, Burt. No me gusta que me den órdenes.

Wade carraspeó. Empezaba a pensar que Burt podía tener razón, pero no quería ponerse de su parte.

– Creía que querías hacer unas cuantas preguntas, Burt.

– Sí. Vamos a ver, Leigh. Dices que la puerta estaba abierta cuando llegaste. ¿La habías cerrado bien al irte?

– No lo sé. Estaba muy molesta y preocupada y no puedo estar segura.

– Bien. ¿Alguien más tiene una llave de la casa?

– Sí, Ashley tiene una.

– Dejemos a Ashley aparte.

– Pensé en darle una a mi madre, pero tuve miedo de que se lo tomara como una invitación para husmear cuando ella quisiera.

– ¿Dónde guardas la llave de sobra?

– En un cenicero de la cocina. Espera. Iré a ver.

Leigh se levantó y salió del salón.

– Lo próximo que vas a preguntarle es quién pudo cogerla y volverla a dejar en su sitio sin que ella se diera cuenta. Después le preguntarás si he podido ser yo. ¿Me equivoco, Burt?

Burt contempló a Wade sin disimular su desagrado.

– No te consideraba tan listo como para adelantárteme.

– Sigue allí -anunció Leigh al volver-. Supongo que eso significa que nadie la ha cogido.

– Supongo que tienes razón -rezongó el jefe de policía sin quitar los ojos de Wade.

En aquel momento sonó el timbre de la puerta y la tensión que había entre los dos hombres se quebró. Ashley apareció con cara de preocupación.

– ¡Ay, querida! He venido en cuanto he podido. ¡Qué asunto más desagradable! Sobre todo con lo que está sucediendo en Kinley -dijo su hermana pasando directamente al salón-. Burt, espero que descubras a ese gamberro en seguida. ¡Oh! Hola Wade.

– Ashley -saludó Wade, incorporándose.

– Querida, si Burt no te lo ha dicho todavía quiero que pases la noche con nosotros -prosiguió ella sin prestar atención a Wade-. No puedes quedarte después de lo que ha pasado.

Leigh miró desesperadamente a Wade deseando que él hubiera hecho la invitación primero.

– Burt, ¿has acabado ya con Leigh? Me gustaría llevármela a casa.

– Mira, Ashley. Ya soy mayor. Aprecio tu interés pero no veo la necesidad. Estaré bien aquí.

– No creo que sea una buena idea -dijo Burt, adelantándose a Wade-. Todos nos sentiríamos más tranquilos si vinieras a nuestra casa esta noche. ¿Por qué no recoges lo necesario mientras yo escribo el informe?

– Te acompaño a tu habitación -se ofreció Ashley mientras su marido sacaba un lápiz y se dirigía a la mesa.

– Te equivocas conmigo, Burt -dijo Wade cuando las dos mujeres desaparecieron escaleras arriba-. Algún día demostraré que todos me debéis una disculpa.

– No aguantes la respiración esperando o no será sólo una niña la que muera.


Leigh caminaba por el salón de Ashley sintiéndose como un presidiario en la cárcel. Una vez más deseó haberse opuesto a quedarse en casa de su hermana. Tampoco quería estar sola, pero estaba segura de que Wade no lo hubiera permitido. Podían haber discutido sus desavenencias o estar uno en los brazos del otro. Sintió que la temperatura de su cuerpo se elevaba al pensarlo e intentó concentrarse en otra cosa.

No sabía lo que él y su cuñado habían discutido. ¿Sabía Burt que su remanso secreto era el lugar donde habían aparecido los restos de Sarah? ¿Sabía Wade que ella lo amaba? Su expresión aquella tarde había sido una mezcla de preocupación y dolor. ¿Pensaba que volvía a abandonarle?

– Leigh, Burt y yo tenemos que hablar contigo.

Su hermana entró seguida de Burt y se sentaron en el sofá haciéndole un gesto para invitarla a imitarlos. Leigh sintió curiosidad por saber a qué se debía la seriedad de sus caras.

– ¿Habéis tenido dificultades para acomodar a los niños? Sé que estaban inquietos por lo de Sarah. Aunque no es eso de lo que queréis hablar, ¿no?

– Se trata de Wade, cariño -dijo Ashley, mirando a su marido-. No sabemos muy bien cómo decirlo pero…

– Espera. Déjame adivinarlo. Queréis advertirme sobre lo peligroso que es. Pensáis que mató a Sarah y ha secuestrado a Lisa. Si lo entiendo bien, la noche en que Sarah desapareció estaba conmigo. Es fantástico que pudiera estar en dos lugares a la vez ya que yo no tengo nada que ver con la desaparición y asesinato de Sarah. Luego, vuelve a la ciudad para los funerales de su madre y arriesga toda su carrera de éxito, por no decir su propia vida, y secuestra una segunda niña. Para mí está todo clarísimo.

Burt y Ashley intercambiaron una mirada de preocupación.

– Leigh -dijo Ashley-. ¿Sabes algo del padre de Wade?

– No comprendo. ¿Qué tiene que ver su padre con todo esto?

– No debería decirte esto ya que forma parte de una investigación en curso -intervino Burt-. Pero hemos decidido contártelo en vista de que pasas tanto tiempo con él.

– ¿Queréis decirme de una vez de qué estáis hablando?

– Ya sabes que Wade es sospechoso -dijo Burt, ignorando el bufido de disgusto de Leigh-. Forma parte de la rutina investigar la historia de los sospechosos. Llamé a Tejas y pedí su certificado de nacimiento.

Burt hizo una pausa y Leigh se sintió atemorizada. Por la expresión de su cara sabía que había algo terrible en el pasado de Wade.

– Su padre fue un hombre llamado Willie Lovejoy. Me sorprendí e hice algunas averiguaciones sobre su padre.

– Cariño -intervino Ashley-, Willie Lovejoy murió el año pasado en el hospital psiquiátrico de su condado. Estuvo ingresado desde que se volvió loco hace veinte años.

Leigh se preguntó si Wade lo sabría. Era terrible descubrir que su propio padre no había podido resistir las presiones del mundo. Pero ¿por qué le contaban aquello? ¿Qué tenía que ver su enfermedad mental con las tragedias de Kinley?

– Leigh, ¿me has escuchado? -insistió su hermana.

– Sí, pero sigo sin entender a qué viene todo esto.

– ¿Y sí Wade ha salido a su padre?

– ¿Cómo? -preguntó Leigh, pensando que no había entendido bien.

– ¿Y si fue Wade quien secuestró a Sarah hace doce años? Admitamos que estuvo contigo. ¿Pero y si la retuvo en algún lugar, fue a verte y después acabó lo que había empezado? -dijo Burt-. ¿Y si al volver a la escena del crimen el impulso asesino hubiera vuelto a despertarse en él?

– De todas las estupideces que he oído en mi vida ésta se lleva la palma. ¿Intentáis decirme que debo considerar la posibilidad de que esté loco?

– Pero es una posibilidad.

– Entonces explícame quién ha irrumpido en mi casa y ha destrozado mi cama a cuchilladas. Recuerda que estoy ayudando a Wade. Ni siquiera tú puedes encontrar un móvil.

– ¿Y si ha destrozado tu habitación para que pensáramos que otro era el responsable de los crímenes? ¿O porque teme que averigües que él es el verdadero autor? -insistió Burt-. Sólo porque estuviste con él antes de descubrir los destrozos no puedes decir que no lo hizo.

– No puedo creer lo que oigo.

– Sólo te lo decimos porque estamos preocupados por ti -dijo Ashley en tono cariñoso-. Creemos que debes saber a lo que te arriesgas con él.

– Sólo porque el padre de Wade estaba enfermo no podéis decir que él lo esté. Los dementes no escriben libros, ni lloran en el funeral de su madre, ni sufren por la desaparición de unas niñas.

– Tampoco tienen cuernos en la cabeza, ni rabo -contraatacó Ashley-. Medita lo que te hemos dicho, Leigh. Y, por favor, ve con cuidado.

– No os preocupéis. Os aseguro que tendré cuidado, pero no será de Wade. Alguien ha destrozado mi cama, ¿recordáis? Y ahora, si me perdonáis, me voy.

Leigh se fue con la cabeza muy erguida. Ashley y Burt intercambiaron una mirada y sacudieron la cabeza con preocupación.


La tarde del día siguiente, Leigh caminó hacia la casa de Wade disfrutando del perfume de la primavera. Recordó haberle dicho a Everett que en el sur, el buen tiempo se daba por seguro. La vida era tan corta y tan insegura que consideraba un error dar algo por seguro. Tenía que recordarlo la próxima vez que viera a Drew porque le había prometido que se haría cargo del negocio mientras ella arreglaba los destrozos de su casa.

Había pasado el día ordenando su casa en compañía de su hermana y había sentido la necesidad de arreglarse cuando Wade la había llamado para invitarla a cenar. Casi había llegado cuando Wade apareció tras la mosquitera llevando unos vaqueros cortos y una camiseta. Parecía más un sueño que un loco.

– Estás preciosa -dijo él-. Pero me parece que se me escapa algo. ¿No íbamos a poner unas hamburguesas en la parrilla?

Leigh se había puesto una falda blanca y una camisa de algodón a rayas rosas y blancas. Desde su vuelta a Kinley, las sonrisas entre los dos habían sido tan escasas que las atesoraba para los días grises del futuro. Se puso de puntillas y le besó en los labios. Wade pareció sorprenderse por aquella muestra de afecto. Leigh recordó la agria discusión que habían mantenido el día anterior.

– Pensé que podíamos ir al Mel's Diner.

– ¿Por algún motivo en especial?

Wade estaba cansado de sentirse observado y no quería ir a ningún lugar público aunque fuera, en compañía de Leigh.

– El primero es que Kinley es pequeño y la gente habla mucho. Se me ha ocurrido que podíamos averiguar algo que nos ayude a resolver el misterio. Segundo, hay tanta gente que sospecha de ti que salir le puede sentar bien a tu imagen. Les demostrará que no tienes nada que ocultar.

– Ahora escúchame -dijo Wade, poniéndole un dedo sobre los labios-. No quiero que sigas investigando cuando puede poner en peligro tu vida. No quiero que se repita lo de ayer.

– No hay de qué preocuparse -protestó ella-. He mandado cambiar todas las cerraduras hoy mismo.

– Te equivocas, Leigh -dijo él, irritado por su testarudez-. Si alguien se siente amenazado por tus averiguaciones, las cerraduras no lo detendrán. Puede intentar otra cosa cuando estés sola en el almacén o cuando vuelvas caminando a tu casa.

– En fin. No puedo pasarme la vida encerrada en una jaula.

– Ni yo voy a pedírtelo. Sólo te pido que dejes de investigar. No digo tampoco que no sea una buena idea. Sin embargo, creo que debería encargarme yo de ahora en adelante, ¿de acuerdo?

Leigh agradecía su preocupación, pero la exasperaban sus palabras. Wade quería que le hiciera una promesa, pero no podía hacérsela. ¿No se daba cuenta de que la única manera en que podrían vivir el presente era librándose y limpiando las heridas del pasado? ¿No se daba cuenta de que la gente jamás hablaría con él?

– No veo por qué eso ha de impedirnos salir a cenar.

Wade la miró sabiendo que no iba a hacer promesas. Después se encogió de hombros. Su expresión era tan preocupada que Leigh deseó que Ashley y su marido pudieran verla.

– Tú ganas. Espera que me cambie de ropa.


Llegaron temprano al restaurante. Sólo había una pareja de personas mayores y un grupo de adolescentes. Los dos restaurantes de Kinley no servían mucho más que hamburguesas, perritos calientes y batidos.

Wade se sentía incómoda ante la sonrisa de Leigh. Tenía la sensación de que conseguía que hiciera cosas que no tenían sentido como dormir con ella, involucrarle en una investigación que podía poner en peligro su vida y hacerle comer fuera. Frunció el ceño mirando el menú.

Alguien carraspeó y los dos alzaron la cabeza. Mel estaba junto a la mesa. Era un hombre bajo y tan calvo que incluso la pobre iluminación le hacía brillar la piel. Leigh rara vez le había visto sonreír, pero en aquel momento le sonreía a Wade.

– ¡Bueno, Wade Conner! -saludó ofreciendo una mano extendida-. Ya me preguntaba cuándo te dejarías caer por aquí.

– No podía resistir mucho -contestó Wade, estrechándosela.

– El mejor cocinero de hamburguesas que he tenido nunca. He oído que ahora vives en Nueva York y escribes.

– Es cierto. Soy novelista. Y debería haberme quedado en Manhattan, pero tenía que volver. Debes haberte enterado de lo de mi madre.

– Claro, y lo siento mucho. También siento mucho cómo te trata la gente de aquí. Quiero que sepas que no me creo ni una palabra de lo que dicen.

– Te lo agradezco, Mel -dijo Wade, mirando a Leigh-. Significa mucho que la gente crea en ti.

– Bien, ¿qué queréis que os traiga? -dijo Mel, sacando una libreta de su delantal.

El gesto fue tan torpe que Wade dedujo que no tomaba las notas muy a menudo. Leigh se sintió aliviada al ver que había desaparecido su gesto sombrío.

– Nunca me contaste que trabajabas aquí.

– Hay muchas cosas que nunca te he dicho. Tampoco sabrás que fui yo el que inventó el reclamo del cartel «Coma en Mel». ¿Qué te parece?

Leigh arrugó la nariz antes de echarse a reír.

– Que te equivocaste de profesión. Tendrías que haber probado en el mundo de la publicidad. ¿Qué otras cosas no me has contado?

– Que tienes un precioso hoyuelo aquí cuando te ríes -dijo él tocándole la nariz.

– ¡Quita esa mano!

– Es verdad. Y tampoco te he dicho que nunca he conocido a una mujer que tuviera unas piernas más esbeltas que las tuyas. Más largas, sí. Pero las tuyas ganarían el primer premio en cualquier concurso.

– Estás haciendo que me sonroje -murmuró ella, mientras cruzaba las piernas por debajo de la mesa.

– También me gusta la manera que tienes de sonrojarte -dijo él, apoyando los codos sobre la mesa-. Y yo no diría que es sonrojarse, sino más bien un delicado tono sonrosado.

La puerta del restaurante se abrió y ambos volvieron la cabeza. Ben y Gary Foster entraron. Ben apartó la mirada, pero Gary se los quedó mirando. El ojo morado resaltaba en su cara.

– Nos mira como si pensara que yo soy el Lobo Feroz y tú Caperucita.

– ¿No te gustaría que habláramos de vuestro altercado?

Wade se enderezó distanciándose de ella. Estaba seguro de que encontraría una excusa para Gary como la encontraba para todo Kinley. Sin embargo, sentía curiosidad por saber lo que opinaría.

– ¿No sería más sencillo que me preguntaras por qué le golpeé?

– Muy bien. ¿Por qué le golpeaste?

– Por muchas razones. La principal fue que dijo algo desagradable sobre mi madre.

Leigh se mordió los labios. Siempre había oído que Gary tenía una lengua afilada, pero a ella no le había mostrado nunca ese aspecto de su personalidad. Wade se contenía bastante para ser un hombre inocente acusado de las mayores infamias. Sin embargo, no sabía cómo decirle que estaba con él.

Wade malinterpretó su silencio y no pudo reprimir un comentario amargo.

– Ya ves. Te equivocabas al decir que había madurado. Estoy seguro de que piensas que no debería haberle hecho caso.

– Tienes razón. Creo que deberías haber pasado de largo. Pero si yo hubiera estado en tu lugar, creo que también le habría golpeado.

– ¿Qué? -exclamó él, sorprendido-. ¿Arriesgarte a dar una mala nota en tu precioso Kinley?

– Sólo es un pueblo, Wade -respondió ella, mirándolo desafiante-. El sitio no es lo importante, sino la gente.

– Si Kinley no importa tanto, ¿por qué no te has marchado?

– Supongo que nunca he tenido una razón lo bastante fuerte como para decidirme.

Wade pensó de inmediato que él debería haber sido esa razón. No obstante, ella nunca le había dado oportunidad de pedirle que se fuera con él.

– ¿Y qué me dices de tu pintura? ¿No era una buena razón para irte?

Leigh dejó escapar un suspiro. Hacía tanto tiempo que no hablaba de sus cuadros que no estaba segura de poder explicarse. Pero sabía que si se negaba a contestar, Wade jamás volvería a confiar en ella.

– No. Tan sólo pinté un cuadro más cuando te fuiste, después perdí el deseo de pintar. No estoy segura del motivo. Tengo la sensación de que fue tu marcha y la desaparición de Sarah. Aquello pareció dejar sin vida la ciudad y yo siempre me había inspirado en las cosas vivas, cosas que irradiaban alegría. No sé si esto tendrá sentido para ti.

– ¿Estás diciendo que simplemente renunciaste? -preguntó él, pensando que entendía más de lo que le hubiera gustado.

– Es una manera de decirlo -suspiró ella, sabiendo que también había renunciado a sí misma-. Quizá tuvieras razón al decir que me he estado engañando poniendo a mi madre y a Drew como excusa.

– Fui muy duro contigo anoche. No debería haberte dicho que hice el amor contigo por los viejos tiempos.

– No importa -dijo ella con los ojos cargados de tristeza-. No siempre sabemos por qué actuamos de una manera determinada.

Mel llegó en aquel momento con su pedido de hamburguesas, patatas fritas y batidos.

– Las he hecho yo mismo. Espero que os gusten -dijo orgulloso antes de irse.

Wade se sintió aliviado por aquel respiro. Leigh pensó desanimada que el hombre que amaba todavía albergaba un mar de resentimiento contra ella.

– Para ser comida rápida está muy buena.

Leigh se limitó a asentir. Era obvio que él se arrepentía de haber reconocido que el hacer el amor había significado algo. Decidió que quizá no consiguiera que la amara, pero podía ayudarle a limpiar su nombre.

Otra pareja entró en el establecimiento lanzando miradas de sospecha hacia Wade. Aunque los dos conocían a Leigh ninguno la saludó.

– Me parece que no ha sido tan buena idea salir -comentó Wade-. No creo que nos sirva de nada. Nadie quiere hablar con nosotros.

– Pero tenemos que intentarlo, Wade. Sólo nosotros podemos hacerlo.

– De acuerdo. Dispara. ¿Quién crees que secuestró a Sarah?

– Alguien a quien no le gustas -contestó ella, dándose cuenta de que Gary les observaba desde el otro lado del comedor-. Cuanto más lo pienso más me convenzo de que lo preparó para que todo el mundo creyera que habías sido tú. Los restos de Sarah han sido encontrados en nuestro remanso. ¿No lo sabías? Creo que alguien depositó allí el cuerpo con la intención de que lo encontraran. El hecho de que hayan tardado tanto se debe a que quien lo hizo no conocía bien las mareas.

– Es una con jetura bastante traída por los pelos. Hay otras explicaciones mucho más plausibles. Quizá alguien que conocía las mareas lo puso allí porque no quería que fuera encontrado.

– Quizá. ¿Pero por que habían de secuestrar a tu vecina? ¿Por qué no a la mía o a la de mi hermana? ¿Por qué Sarah?

– Estás diciendo que la secuestraron porque vivía en la casa de al lado. Supongamos que es verdad. ¿Quién puede odiarme tanto como para asesinar a una niña inocente para colgarme el crimen?

– Yo iba a preguntarte lo mismo -contestó ella, observando consternada cómo fruncía el ceño.

– Everett.

– ¿Everett? ¿Cómo se te ha podido ocurrir eso?

– Para mí tiene lógica. Vive enfrente de mí y de los Culpepper en aquella época. Pudo haberme visto hablando con Sarah aquella noche y esperar a que me fuera para actuar.

– Pero es ridículo que…

– Es quien más desearía quitarme de en medio. Está enamorado de ti, Leigh. ¿Y si sabía lo nuestro hace doce años? ¿Y si se volvió tan loco que no pudo soportarlo? Eso incluso podría explicar la desaparición de Lisa. Yo he vuelto a la ciudad y nos ha visto juntos. Si funcionó una vez, puede volver a funcionar.

– Brillante. Sólo que tu teoría tiene un fallo.

– ¿Cuál?

– Everett es incapaz de hacer daño por no hablar ya de asesinar. Una vez que cenó en mi casa una mosca estaba molestándonos. Yo estaba ocupada con la comida y le dije dónde estaba el matamoscas pero se negó a usarlo. Me dijo que nunca había matado nada. Al pensarlo me di cuenta de que ni siquiera le he visto pisar una hormiga.

Leigh tenía razón. El Everett que Wade conocía era la personificación de la mansedumbre.

– Quizá sea un fallo en mi teoría, pero sigue siendo la más plausible. Es cierto que está locamente enamorado de ti.

– Lo sé y yo le quiero. Sólo que de otra manera. Me gustaría que algún día pudiera aceptarlo.

– Tampoco le gustas a Gary Foster -continuó ella-. Fue a la tienda el otro día y me dijo que me mantuviera lejos de ti. Supongo que ésa es la razón de que nos esté mirando todo el rato.

– ¿Qué tratas de insinuar?

– Que quizá encontró el esqueleto porque sabía dónde buscar exactamente.

– Aguarda un momento -dijo Wade-. Estás hablando del hombre más pulcro que he conocido nunca. En el instituto lo peor que hizo fue olvidar el monograma en una de sus camisas.

– Y tú olvidas que siempre te ha guardado rencor -dijo ella, ignorando el sarcasmo.

– No creía que tú lo supieras. Es gracioso, han pasado quince años y tengo la impresión de que lo recuerda como si hubiera sucedido ayer. El día del altercado me miró con verdadero odio.

– Tengo entendido que te dedicabas a molestarle.

– Era una tontería. Entonces, él era la estrella del equipo de baloncesto y se jactaba como un pavo. Pero yo sabía que podía derrotarle en un uno a uno. Cuando le reté, no podía imaginarme que se lo diría a medio instituto. Yo creí que sólo seríamos él y yo y la cancha vacía…

– Pero se presentó todo el mundo. Incluso Ashley estuvo allí. Lo sé porque recuerdo cuándo me lo contó.

– No fue mi culpa que se rompiera una pierna. Cargaba muy duro porque le estaba humillando delante de sus amigos. Recuerdo que fue el mejor enfrentamiento de uno para uno que he jugado en mi vida. Me saltó por detrás cuando yo me disponía a tirar a canasta. Cayó sobre la pista de cemento y se rompió la pierna. Con eso se acabó la estrella del último curso. Siempre me ha echado a mí la culpa. A veces creo que pensaba graduarse en baloncesto.

– Todavía te guarda rencor.

– Sí -admitió él-. ¿Pero el rencor es un motivo para asesinar a una inocente? A mí me parece que no.

Leigh miró a Gary y descubrió que éste seguía observándolos. Aquella ocasión, no sólo no desvió la mirada sino que entrecerró los ojos para observar a Wade.

– No te aprecia. Eso es seguro.

– La mayoría de la gente de esta ciudad no me aprecia. Tu cuñado, Burt, es el ejemplo perfecto y no creo que él sea el asesino. ¿Acaso lo crees tú?

– Claro que no. ¡Por amor de Dios! Es el jefe de policía.

– ¿Quién, entonces?

– ¿Quién más tiene algo contra ti?

– Quizá te equivoques al pensar que yo soy el motivo. Quizá el asesino simplemente sea un maníaco, un loco.

«Un loco», repitió Leigh para sí. Alguien que aparenta ser perfectamente normal, pero que está trastornado. Leigh se obligó a dejar de pensar antes de que fuera demasiado tarde.

– ¿Qué te ocurre, Leigh? Te has puesto pálida en menos de un segundo.

– No es nada -dijo ella, forzando una sonrisa-. Me encuentro bien.

– El viejo Abe Hooper está loco -dijo Wade al cabo de un rato-. Lo vi hace unos días. Eran las doce y ya estaba como una cuba. Gritaba algo sobre la condenación eterna. Me dijo que me arrepintiera de mis pecados.

Abe era una institución en Kinley, tan viejo como el roble del centro. Vivía con una vieja tía y se gastaba la mayor parte de su dinero en vino barato. Burt le había encerrado varias veces por conducta escandalosa y había ido en varias ocasiones a un centro de desintoxicación. Nunca se había curado.

– ¿Crees que puede estar detrás de todo esto? -preguntó Wade.

Leigh se mordió el labio. Sabía que los chicos de la ciudad lo mortificaban por su aspecto desaliñado y su permanente estado de embriaguez. A Abe no debían gustarle los niños.

– Es posible. No sé por qué no he pensado antes en él. Quizá deberíamos buscarle mañana para hablar con él.

– Ni hablar. Después de lo de anoche no quiero que te metas en nada. Hablaré yo con él.

Leigh tomó un trago de su batido y aprovechó para mirar a Wade con disimulo. No significaba mucho, pero estaba sinceramente preocupado por ella. Ya era algo. Sin embargo, no era lo bastante como para impedirle hablar con Abe.

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