Capítulo seis

Los jardines de White Point, en el distrito histórico de Charleston, eran una mezcla de la agonía del pasado y de las promesas del presente. Los cañones que apuntaban al puerto recordaban a sus visitantes que una nación había luchado por su independencia a costa de muchas vidas. Wade llevó a su Mustang a lo largo del boulevard Murray a baja velocidad porque los turistas cruzaban la calle sin prestar mucha atención al tráfico. Leigh se alegró de que el coche fuera descapotable porque así podía saborear la brisa salina del mar.

La primavera era una maravillosa explosión de azaleas rosas y violetas, fragancias, lluvias refrescantes y un tiempo casi perfecto. Lo único que molestaba a Leigh eran las multitudes de turistas que lo invadían todo. Había sido una chica de ciudad pequeña durante demasiado tiempo como para encontrarse cómoda entre la multitud.

El coche se alejó del parque y el ambiente se tranquilizó. Unas cuantas personas charlaban o paseaban a sus perros por el malecón. Al otro lado de la calle, las mansiones de amplios pórticos proporcionaban a sus propietarios magníficas vistas del mar.

– Es muy hermoso, ¿verdad, Leigh?

Leigh se limitó a asentir en silencio. La conversación durante el viaje había sido muy impersonal. Tenía la impresión de que Wade había declarado una tregua. Ella había pasado una noche horrible rememorando su discusión en el remanso y no estaba dispuesta a declarar otra guerra.

Al fin llegaron a la casa de estuco gris donde vivía Martha Culpepper. Wade silbó por lo bajo para verla.

– No sabía que los Culpepper tuvieran tanto dinero.

Leigh sacudió la cabeza. Por primera vez desde que había comenzado el viaje podía centrar su atención en algo que no fuera Wade. Más allá de la hermosa fachada, los aleros necesitaban una reparación, el césped estaba descuidado y todo el porche necesitaba una mano de pintura.

– No lo tienen. Como otras muchas familias antiguas del sur, poseen esta casa. Sin embargo, necesitan hasta el último centavo para conservarla.

– ¿Y tú cómo lo sabes? -preguntó él mientras caminaba a su lado.

Wade la tomó del brazo. Leigh sintió que se le ponía la carne de gallina por la excitación que despertaba aquel mero contacto.

– Wade, trabajo en una tienda. La gente habla. Apuesto a que conozco un poco de la vida de todo el mundo que haya vivido en Kinley alguna vez.

– ¿Nunca te has cansado de vivir en una ciudad donde no hay secretos?

– Hay dos maneras de verlo. O la ciudad está llena de metomentodos o la gente se preocupa mucho por ti. Personalmente creo que es una mezcla de ambas cosas. Sin embargo, en Kinley hay secretos. Todavía no sabemos lo que le sucedió a Sarah.

Los comentarios de Leigh sobre la situación financiera de la familia cobraron más fuerza cuando estuvieron cerca. Las maderas del porche estaban agrietadas, la pintura desconchada. La casa no tenía timbre y Leigh usó el pesado llamador de bronce. De repente, su misión le pareció remota y tan pesada como la aldaba. Se había puesto un vestido de color turquesa aquella mañana de sol. Pero en la puerta de la mujer cuya niña había desaparecido hacía tiempo, el conjunto le parecía frívolo.

– ¿No has llamado para avisar que veníamos? -preguntó Wade, cuando nadie acudió a abrir la puerta.

– La verdad es que no. Iba a hacerlo, pero tuve miedo de que no quisieran recibirnos.

La puerta se abrió de par en par antes de que Wade pudiera expresar su disgusto. Apareció una mujer pequeña con la cara cubierta de arrugas profundas y el cabello negro profusamente poblado de mechones canosos. Leigh sabía que se trataba de Martha, pero su aspecto había cambiado tanto que no la hubiera reconocido al cruzársela por la calle.

Había sido una mujer de pelo negro y curvas generosas. Martha no tuvo dificultades en reconocerla.

– Leigh Hampton. Vaya sorpresa. Me alegro mucho de verte.

Su voz sonaba más áspera que antes. De pronto, reparó en la presencia de Wade que se había quedado a un lado. Su rostro palideció visiblemente.

– Hola, Wade.

La preocupación también se hizo visible en la expresión de Wade.

– Hola, señora Culpepper. No deberíamos habernos presentado de improviso. Ahora me doy cuenta de que no ha sido lo correcto. Si verme le disgusta, me iré inmediatamente.

Martha era menuda, pero se mantuvo erguida y pareció sacar fuerzas de flaqueza. Todavía eran visibles en ella las huellas del sufrimiento por la desaparición de Sarah y el fatal ataque al corazón que había sufrido su marido el año anterior. Sin embargo, Martha era una superviviente.

– No seas tonto. No me molestas. Es sólo que verte… despierta muchos recuerdos. Hace una tarde muy hermosa. Me disponía a sentarme en el porche. ¿No os importa acompañarme en vez de pasar?

Leigh y Wade siguieron el ejemplo de Martha y se sentaron en sillones de mimbre que estaban dispuestos mirando hacia el mar. Martha no había preguntado a qué se debía su visita y Leigh dudaba de que llegara a hacerlo. Una anfitriona refinada del sur tenía que esperar a que sus invitados expresaran las razones de su visita. Martha se limitó a manifestarle a Wade sus condolencias por la muerte de Ena y se sentó a esperar.

– Debe preguntarse por qué motivo hemos venido a visitarla -empezó Leigh sin más preámbulos.

Pero al mirar a Wade se dio cuenta de que se sentía incómodo por la posibilidad de que la conversación hiriera a Martha y la hiciera sufrir aún más. Leigh se sorprendió de la madurez de su actitud. Distaba mucho de ser el gamberro impenitente y despreocupado que todos creían. Leigh intentó asegurarle sin palabras de que pretendía ser lo más delicada posible.

– Señora Culpepper, sé que esto le va a hacer recordar cosas que quizá preferiría olvidar. Pero Wade y yo necesitamos su ayuda.

Martha se inclinó hacia delante y fijó los ojos en el puerto. Su mirada parecía estar muy lejos de los horribles misterios que había enterrados en Kinley.

– ¿Y cómo puede ayudaros una vieja como yo? -preguntó Martha sin apartar los ojos del mar.

– Señora Culpepper, ha ocurrido algo terrible -dijo Leigh con toda delicadeza de que fue capaz-. Otra niña pequeña ha desaparecido. Su nombre es Lisa Farley y su familia vive pocas casas de donde vivía usted. Tenía que pasar la noche en casa de una amiga, pero cambió de idea y volvió andando a su domicilio. Hay sólo unas cuantas manzanas, pero no llegó.

Martha continuó sentada tan inmóvil que Leigh pensó que no la había escuchado. Poco a poco, su cara adquirió una expresión de infinita tristeza.

– ¿Cuántos años tiene?

– Ocho -dijo Wade tan dolorido como Martha.

Sarah le había adorado como el hermano mayor que nunca había tenido. Sarah había desaparecido a los siete años.

– ¡Ay, Dios! -exclamó la mujer, llevándose la mano a la boca.

– Todo Kinley cree que he sido yo, señora Culpepper. Siguen sin confiar en mí. Mucha gente continúa pensando que yo fui el responsable de la desaparición de Sarah.

– ¡Claro que no fuiste tú! -exclamó Martha-. Sólo un tonto de remate podría pensar una cosa así.

– ¿Y por qué cree usted que no fue Wade quien lo hizo? -preguntó Leigh.

Dos pares de ojos sorprendidos se clavaron en ella. Los de Wade eran más penetrantes porque la pregunta le parecía absurda viniendo de alguien que conocía la verdad.

– Porque es cierto, por eso.

– No me refiero a eso -insistió Leigh-. Ya sé que Wade no lo hizo; lo que pregunto es cómo lo sabe usted. ¿Por qué está tan segura de que no tuvo que ver con la desaparición de Sarah?

– Cuando tengas mi edad sabrás algunas cosas sobre las personas. Sé que Wade no la secuestró porque no es la clase de persona que va por ahí haciéndole daño a la gente. Y mucho menos a Sarah. Yo siempre supe que era la niña de sus ojos.

– Tiene usted una razón, señora Culpepper -musitó Wade.

– Además -continuó Martha, mirando a Leigh fijamente-, Ena y yo estábamos al tanto de que Wade desaparecía todas las noches para verse contigo. Hubiera apostado mi vida a que estaba contigo aquella noche.

Leigh abrió mucho los ojos. Miró a Wade, pero éste también estaba sorprendido y trataba de digerir la información. Para él era nuevo saber que su madre supiera las razones que tenía para no querer volver a Kinley.

– Sin embargo, no consigo entender por qué necesitáis mi ayuda -prosiguió Martha-. No he vuelto por Kinley en diez años.

– Tengo una teoría sobre el secuestro de Lisa -le explicó Leigh-. Deje que se la cuente. Creo que Sarah y Lisa han sido secuestradas por la misma persona. Hace unas pocas semanas que Wade regresó para el funeral de su madre. No había vuelto desde la desaparición de Sarah. Ahora ha desaparecido otra niña y toda la ciudad acusa a Wade. No puedo aceptar que sea una coincidencia extraordinaria. Creo que alguien trata de inculparle.

– Sigo sin entender por qué venís a mí. Ni siquiera conozco a los Farley. -No hemos venido a hablar de Lisa. El jefe Tucker nos ha hecho saber que no desea nuestra ayuda. Hemos venido para hablar de Sarah.

– Creemos que la única manera de averiguar lo que le ha pasado a Lisa es saber qué le ha ocurrido a Sarah -concluyó Wadesin mucha convicción.

– ¿Acaso creéis que no lo hemos intentado nosotros? -preguntó Martha evidenciando todo el dolor y la derrota de una mujer vieja-. Mi marido lo intentó tantas veces que acabó con su corazón. No pudo encontrar ni el más mínimo indicio. ¿Qué os hace pensar que podréis después de todo este tiempo?

Leigh se dijo a sí misma que ella tenía que conseguirlo. Había sido una adolescente egoísta y asustada y ahora tenía que corregir sus errores. Pensó que había tenido un tesoro entre los brazos y había dejado que se le escapase. Sabía que Wade pensaba como Martha y le sorprendió la ironía que encerraba aquella situación.

Si un mes antes se hubiera tropezado con Wade en Nueva York, habría bajado la cabeza rezando para que no la reconociera. Y se encontraba en una terraza de Charleston hablando con una mujer cuya sobrina había sido de una manera triste e indirecta la causa de que su relación se destrozara.

Su vida había descrito un círculo completo. No podía permitir que Wade siguiera pagando las consecuencias de su cobardía, no podía permanecer de brazos cruzados mientras una nueva tragedia se desarrollaba ante sus ojos.

– Señora Culpepper, no tengo hijos y no puedo hacerme una idea de lo terrible que puede ser perderlos. Sé que no debe ser fácil para usted hablar sobre esto y también sé que es probable que no saquemos nada en limpio, pero tenemos que intentarlo. Ha desaparecido otra pequeña y otra madre está sufriendo. El jefe de policía cree que fue Wade el que lo hizo. Va a convertirse en una repetición de lo que pasó hace doce años si no hacemos algo para evitarlo. Inténtelo con nosotros. Por favor.

Martha guardó silencio. Wade no podía apartar la mirada de Leigh. El día anterior le había dicho que todo había acabado hacía mucho cuando sabía que no era cierto. Sus ojos brillaban de tal manera que no hubiera podido negarle nada en aquel momento. ¿Qué era ella? ¿Un traidor o un salvador, amiga o enemiga, una amante o alguien que le había utilizado?

– Fue una noche tan oscura que ni siquiera se veían las estrellas -comenzó Martha-. Recuerdo haber mirado por la ventana y haber pensado que era una noche propicia para los secretos, una noche hecho para estar con quien te amara y en ningún otro sitio. Sin embargo, no me preocupé por mi pequeña. Creí que estaba a salvo en una casa donde también tenía afecto y calor. Tampoco mi marido se preocupó. Habíamos trabajado todo el día en el jardín y nos encontrábamos muy cansados. Sarah se había ido a pasar la noche a casa de su prima Joyce y los dos pensábamos que seguía allí.

Martha ocultó el rostro tras sus manos y sacudió la cabeza.

– Lo he pensado muchas veces. Se me ocurrió llamarla por teléfono para desearla buenas noches y decirle que la quería, pero estaba tan agotada que me fui a la cama en seguida.

– No lo entiendo -dijo Wade, aprovechando la pausa-. ¿Por qué estaba tan segura de que Sarah se encontraba en casa de su hermana?

– Mary vivía a sólo dos casas de la mía. Sarah pasaba tanto tiempo allí como en nuestra propia casa. Se puso el pijama muy temprano y me dijo que iba a arreglar su bici y después a dormir con su prima. Hacía frío y le dije que se pusiera un jersey.

– Miré por la ventana y vi a Wade ayudándola con el pinchazo. En aquel momento el viejo reloj de pie dio las seis, pero como era noviembre ya era de noche. Sarah llevaba uno de esos pijamas que tienen los zapatos incorporados. Tenía estampados unos corazones rosa, ¿o eran púrpuras? También llevaba un jersey verde y una manta roja. Se la llevaba a todas partes porque pensaba que daba suerte.

Martha sonrió con tristeza ante la ironía. Daba la impresión de que había olvidado que había dos personas escuchándola.

– Me retiré de la ventana y nunca más he vuelto a verla. Nunca llegó a casa de Mary. Mi hermana se imaginó que se había dormido en mi casa. Pero eso no lo averiguamos hasta la mañana siguiente, cuando era demasiado tarde.

Se hizo un silencio tan intenso que Leigh podía oír las olas en el malecón. Martha miraba hacia la bahía como si en el azul inmenso pudiera encontrar las respuestas que llevaba buscando tanto tiempo. Sus ojos estaban secos pero reflejaban un dolor profundo.

– Lo siento -dijo Wade.

– Ha pasado mucho tiempo. Muchas veces he intentado decirme que está en el cielo, pero no ayuda mucho. Sigo deseando que estuviera aquí conmigo.

Leigh comprendió que Martha quería quedarse a solas con su dolor y se levantó. Wade la siguió. Le puso una mano en el hombro y se sorprendió de la fragilidad de aquella mujer.

– Gracias por hablar con nosotros, señora Culpepper.

La dejaron sentada al sol, rodeada por las sombras del pasado.


– ¿Estás segura de que quieres comer aquí con toda esta muchedumbre? -preguntó Wade, mientras aparcaba el coche en lo que parecía ser la única plaza libre en el área del mercado.

Leigh salió del coche antes de contestarle. Por lo general, evitaba a los turistas y la felicidad de plástico que les acompañaba. Pero la visita a Martha había sido tan deprimente que necesitaba un poco de trivialidad.

– ¡Vamos! ¿Qué clase de neoyorquino eres tú? No creo que esta gente sea nada comparada con la avalancha humana de Manhattan. Además, ¿cuántas veces venimos a Charleston?

Wade descubrió que no podía rehusar. Leigh tenía un aspecto angelical con el pelo flotando en el viento, las largas piernas desnudas y una sonrisa suave en los labios. Tenía la impresión de que quería un rato distendido con él. Olvidó su desconfianza y salió del Mustang.

– En Manhattan te acostumbras a las multitudes. En Carolina del Sur son algo inesperado. Aunque tampoco esperaba venir aquí contigo.

Leigh le tomó de la mano. Caminaron en silencio. Leigh se sentía como una colegiala. Sentía cosquilleos por todo el cuerpo sólo por ir de la mano de Wade. Se detuvieron a mirar un puesto de cuadros. La mayoría eran acuarelas de la ciudad pintadas pensando en el dinero de los turistas. Los ojos expertos de Leigh descubrieron al instante que carecían de emoción.

– Las tuyas son mucho mejores -dijo Wade.

Hacía mucho tiempo que no veía sus cuadros, pero el sentimiento intenso que emanaba de ellos no se había borrado de su recuerdo. Cambiaron de acera para pasear por una zona menos ruidosa concurrida.

– No consigo entender por qué dejaste de pintar. ¿Nunca has pensado en retomarlo?

Leigh se soltó de su mano y cruzó los brazos sobre el pecho. Le gritó sin darse cuenta de su tono de voz.

– No se trata de un tenedor que puedas dejar y tomar.

– ¿Y por qué no? A mí me parece que nunca te has dado una oportunidad. ¿Dónde estaría yo si me hubiera deshecho de mi máquina de escribir? ¿Dónde estaría Robert Redford si se hubiera retirado después de su primer papel?

– Bien, ya has dejado clara tu opinión. Ahora cambiemos de tema.

Leigh se dirigió a un restaurante italiano del que había oído hablar. Se sentaron en silencio en el pequeño pero atestado comedor. El ruido hacía resaltar su silencio en vez de enmascararlo y Leigh se removió inquieta en su silla. Wade tenía una expresión hosca y poco familiar.

– ¿Qué hacemos aquí, Leigh? -preguntó alzando la voz para que pudiera oírle-. Es irónico que no quieras hablar de tu arte. No lo entiendo. Tampoco es que seamos amigos. ¡Demonios! Ni siquiera sé lo que somos. A veces, sigo resentido contigo pero…

– ¿Qué desean los señores? -interrumpió el camarero.

– ¿Qué intentabas decir? -preguntó ella, cuando el camarero se fue con el pedido.

– La verdad es que no lo sé -suspiró él-. Supongo que en parte me siento mal por haber hecho este viaje. Pobre señora Culpepper. Sigo viéndola sentada al sol, sufriendo por una pérdida que jamás podrá superar. Continúo pensando que ha sido un error venir a escarbar en sus heridas. Quizá sea mejor dejar que el pasado siga enterrado.

Leigh entrecerró los ojos. Parecía que Wade se refería a algo más que a Martha.

– No estoy de acuerdo. Estamos hablando de un crimen en el que los dos jugamos un papel. No lo hemos cometido, pero quizá seamos culpables por no haber intentado resolverlo. Quizá seamos los únicos capacitados para hacerlo. Ahora ha desaparecido otra criatura y no deberíamos ignorarlo. Quizá tengas razón y sea una locura, pero hemos de intentarlo.

– Mira. No somos Sherlock Holmes y el doctor Watson. Sólo hemos conseguido levantar el polvo viejo. ¿De qué sirve hacer sufrir a Martha? Es el mismo rompecabezas de hace doce años.

– Hemos averiguado algunos detalles. Hasta hoy, no sabíamos nada de Joyce, la prima de Sarah. Quizá si le hiciéramos una visita podríamos añadir otra pieza al rompecabezas.

Wade la miró como si la viera por primera vez. Al fin, sus labios se tensaron mientras que su mirada se endurecía.

– Leigh, pregúntate a ti misma por qué es tan importante para ti. ¿Es porque quieres averiguar lo que le sucedió a Sarah o porque te sientes culpable por lo que me hiciste?

– Me siento muy culpable. No he podido pensar en ti en todo este tiempo sin sentirme culpable.

El camarero les sirvió dos platos de pasta humeante. Leigh la probó. Parecía goma y no la delicia italiana que recordaba. Wade meditaba. Una parte de él quería que se sintiera culpable, pero otra parte no quería que ese fuera el motivo de que quisiera ayudarle.

– ¿Quieres oírme decir que lo siento? -dijo Leigh-. Sabes de sobra que es cierto. No puedo cambiar el pasado, pero lo haría si estuviera en mi mano. Nunca quise que te fueras de Kinley de la manera en que te marchaste. Es más, nunca quise que te fueras.

– Ya te dije ayer que será mejor que dejemos esta discusión. No es tan importante.

– Entonces, ¿por qué me miras con tanta rabia cuando crees que no te veo? Si de verdad no es tan importante, ¿por qué actúas como si me odiaras?

Wade estrujó la servilleta sin darse cuenta. Era cierto que desconfiaba de ella pero, ¿de verdad había actuado como si la odiara? Vio que Leigh se mordía el labio inferior para evitar que temblara y se sintió como un canalla. No importaba lo que Leigh hubiera hecho en el pasado, intentaba ayudarle y él no le estaba dando facilidades.

– No te odio, Leigh. Ya ni siquiera te conozco. Cuando me fui eras poco más que una niña. Ahora eres toda una mujer.

– Soy una mujer que quiere conocerte mejor. ¿No podemos ser amigos?

Leigh sabía que no era completamente sincera. La amistad estaba bien para empezar, pero no quería detenerse ahí.

Wade deseó que pudiera ser tan sencillo. Una vez habían sido amigos y aquella amistad había florecido en amor. Si dejaba que Leigh se aproximara demasiado, podía enamorarse otra vez de ella. Supo que no podía hacerle ninguna promesa.

– Nos hemos metido en esta investigación juntos, ¿de acuerdo? Antes de que hayamos terminado me conocerás mucho más de lo que hubieras deseado.

Leigh dudaba que alguna vez pudiera llegar a conocerle tan bien, pero no estaba dispuesta a admitirlo después de que él hubiera ignorado su pregunta. Tenía que enfrentarse al hecho de que él no quería renovar su relación con ella. Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba con él, más deseaba que lo hiciera.

– ¿Quieres decir que me acompañarás a ver a Joyce? -preguntó aferrándose a la única ventaja de que disponía.

– Lo acabo de decir. Estamos juntos en esto.

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