Capítulo cinco

Wade salió de su casa pensando que habían sido dos días miserables. Se había pasado la mañana sentado ante el ordenador sin que las palabras fluyeran para construir una ficción mientras que su vida había tomado un curso extraño.

Los Culpepper se habían ido de la casa de al lado después de la tragedia de Sarah y Wade no reconocía a la mujer que cuidaba las flores de su jardín. Wade la saludó, pero ella se apresuró a apartar la mirada. Empezaba a esperar aquellos desaires aunque nunca se acostumbraría.

Había cambiado el Chevrolet por un Mustang menos serio. Siempre le había ayudado a despejar la cabeza conducir con el viento agitándole los cabellos. Iba a necesitarlo. No había sido una buena idea quedarse en Kinley, pero la decisión de marcharse ya no dependía de él. Hacía dos días que Burt Tucker se había encargado de dejarlo bien claro. Wade se había dado cuenta de que el coche patrulla pasaba demasiado a menudo por su calle desde el secuestro de Lisa, Sin embargo, cuando había ido a la gasolinera para llenar el depósito de su coche, el vehículo blanco y negro de la policía se le había acercado.

– ¿Vas a algún sitio, Wade? -había preguntado Burt en su tono despectivo habitual.

– No creo que sea asunto tuyo, Burt.

El jefe de policía había soltado una de sus carcajadas que indicaban desconfianza.

– Pues yo creo que sí. Me parece que tengo derecho a mantener bajo control todos los cabos de esta investigación, si entiendes a lo que me refiero. Si yo fuera tú, no se me ocurriría irme a ningún sitio.

– Y a mí me parece que también tengo mis derechos. Si me estás ordenando que no me vaya de la ciudad no esperes que te haga mucho caso. No soy ningún patán de Kinley para pensar que lo que tú dices es la palabra de Dios. Tengo la ley de mi parte, Burt. Puedo ir y venir si me da la gana y tú no puedes hacer nada por impedirlo.

La sonrisa había desaparecido de los labios de Burt mucho antes de que Wade dejara de hablar. Por el contrario, la ira tiñó su rostro de rojo.

– No estés tan seguro. Puedo acusarte de secuestro y si eso no funciona, puedo llamar a la policía de Manhattan y decirles lo que sospecho de ti. Me imagino que un escritor de moda como tú no se sentirá muy cómodo con ese tipo de información en los periódicos.

– ¿Sabes una cosa, Burt? He pasado muchos años pensando demasiado bien de ti. Creía que tenías tanta inteligencia como un caracol. Ahora me doy cuenta de que eres aún más estúpido.

Wade sacó unos billetes de su cartera para pagar al estupefacto empleado de la gasolinera que había oído su discusión. Subió a su coche y salió de la ciudad a pesar de las amenazas del jefe de la policía. No creía que lo siguieran. No podía marcharse sin que le resultara imposible poner a la venta la casa con toda la ciudad convertida en un hervidero de rumores en su contra. Ni siquiera le habían dejado tiempo para recuperarse de la muerte de su madre.

Eso había sucedido el martes y ya era jueves por la tarde. Wade sentía la necesidad de alejarse de Kinley un rato. No hubiera sido inteligente marcharse definitivamente hasta que se solucionara aquel misterio. Su reputación profesional estaba en juego. No deseaba que lo asociaran con los terribles acontecimientos que habían tenido lugar en Kinley.

Cuando subió a su Mustang rojo se sintió mejor. Sabía que sus problemas estarían esperándole cuando volviera, pero ya tendría tiempo de enfrentarse a ellos. Cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que Leigh había tenido razón al sugerir que alguien intentaba inculparle. Sobre todo porque no parecía que Burt sospechase de nadie excepto de él. Alguien en aquella maldita ciudad intentaba arruinar su vida.


Cuando llegó el viernes, Leigh estaba necesitada más de un descanso que de costumbre. Le encantaban las tardes del viernes y las saboreaba como un diabético al que le permiten comer un trocito de chocolate. Casi todos los comercios de Kinley cerraban los viernes por la tarde. Lo necesitaba porque sabía que se pondría a gritar si otro cliente volvía a mencionarle a Sarah, Lisa y Wade en la misma frase. Ni siquiera querían creer la coartada que le había dado Wade para el caso de Sarah. Le parecía que todavía podía oír las palabras de su hermana Ashley al enterarse de su versión.

– No te recuerdo como una adolescente rebelde, querida. ¿No querrás hacerme creer que te arriesgaste a despertar la ira de papá escapándote por la noche?

– Pero es la verdad -había contestado ella, irritada-. Hace un par de días tú misma dijiste que siempre habías sospechado que había algo entre nosotros. ¿Por qué no quieres creerme?

– Siempre has sido muy blanda de corazón con Wade. Eso ha puesto un velo sobre tus ojos y no te ha dejado ver las cosas más simples acerca de él. Empezando porque deberías mantenerte a distancia de todo lo que tenga que ver con él.

Leigh se había limitado a mirar a su hermana. No tenía ganas de discutir.

El sol de aquella tarde era tan templado que Leigh se decidió a pasear después de cerrar la tienda. Llevaba el pelo recogido en una coleta, calzaba unas viejas zapatillas de deporte y vestía unos vaqueros. A los pocos minutos, caminaba por la carretera que llevaba a la escuela. Los musgos que se agitaban colgando de los robles gigantes la hicieron sentirse caminando en otro día del pasado. Hacía doce años que el viento se había llevado sus deberes en aquel mismo camino el día en que Wade había entrado en su vida.

Muchas cosas habían cambiado desde entonces y otras muchas no. Aún seguía preguntándose por qué se sentía insatisfecha de vivir en una ciudad pequeña. Siempre había soñado con ir a clases de arte en una ciudad cosmopolita e incluso se había atrevido a soñar que exponía sus trabajos.

Leigh suspiró. No se había permitido soñar despierta desde hacía mucho tiempo, pero pasear bajo aquellos árboles le hacía recordar a una Leigh mucho más joven que no sabía lo que la vida le depararía en el futuro. Se preguntó si no habría sido todo diferente de haber tenido el valor de defender a Wade entonces. Se preguntó si no sería su destino pasar la vida sola y sin niños en un lugar olvidado del mundo cuando deseaba mucho más.

El rugido de un coche deportivo quebró la placidez de la tarde. Leigh miró por encima del hombro para ver un Mustang de un color rojo brillante. Aunque nunca ante lo había visto, supo de inmediato que era el coche de Wade. Se detuvo junto a ella.

Wade se volvió levantándose las gafas de sol para que pudiera ver sus ojos grises. Tenía el pelo revuelto porque había bajado la capota y la camiseta amarilla que llevaba resaltaba el tono oscuro de su piel. Leigh volvió a tener la sensación de que había abierto una puerta al pasado.

– ¿Quieres dar una vuelta, Leigh Hampton?

– Claro, Wade Conner.

Entonces supo que haber encontrado a Wade de nuevo había sido inevitable. Había sido inevitable desde el momento en que había pronunciado aquellas palabras de amor en su juventud. También Wade reconoció los ecos del pasado y recordó lo nervioso que se había sentido al dirigirse a ella por primera vez. Nunca había sido un joven tímido, pero había temblado por dentro al invitarle a subir a su motocicleta. Todavía sentía un poco de aquel mismo temor a ser rechazado, todavía se preguntaba si ella aceptaría.

Pero Leigh no dudó. En un abrir y cerrar de ojos estaba sentada junto a él en el Mustang. Incluso le dirigió una sonrisa.

– ¿Es tu nuevo juguete? -preguntó ella, admirando el lujoso acabado del vehículo.

– Digamos que es un juguete alquilado.

Wade puso el coche en marcha y el viento soltó mechones de pelo de la coleta de Leigh. Él no pudo evitar disfrutar al verla. De repente parecía muy joven, era como si todos los años que se interponían entre ellos nunca hubieran existido.

– No recuerdo haber visto este coche junto a tu puerta la semana pasada. Me parece que había un Buick gris.

– Era un Chevy azul. Me dije a mí mismo que si me tenía que quedar en Kinley, por lo menos tenía que concederme alguna diversión. Lo que ocurre es que ya no tengo edad para las motos. Sé que a mi madre no le hubiera importado -añadió con tristeza-. Siempre decía que la mejor manera de combatir la nostalgia era comprar algo rojo.

Leigh se echó a reír a pesar de que él no había pretendido ser gracioso. Pero no podía evitarlo porque recordaba a Ena como una joya, llena de amor por la vida y por su hijo. Wade todavía estaba dolido pero tenía razón. A Ena no le habría gustado que se encerrara en la casa solo y triste. De lo que no estaba segura era de si Ena se habría mostrado de acuerdo en que se quedara en Kinley.

– ¿Eso quiere decir que hablabas en serio cuando decías que te quedarías aquí?

Había algo en su voz que obligó a Wade a mirarla. Se preguntó si tendría que reconocer que se había precipitado al tomar la decisión de quedarse. No quería permanecer allí donde la desconfianza y el recelo eran tan palpables y agobiantes como la humedad en el verano. Nadie confiaba en él y él tampoco confiaba en Leigh. Pero eso ya no importaba porque el jefe de policía se había hecho cargo de la situación.

– No he comprado el coche, sólo lo he alquilado. Burt me ha ordenado que no me vaya de Kinley.

Pisó el acelerador y el rugido del viento evitó que siguieran hablando. La aguja del cuentakilómetros subió hasta ciento veinte. Leigh se imaginó que dejaban Kinley atrás para siempre y se preguntó cómo se sentiría si fuera verdad.

Pero la realidad hizo añicos sus ensoñaciones. Wade no podía dejar la ciudad ni ella abandonar sus responsabilidades aunque él la quisiera. Wade no había expresado la más mínima intención de que retomaran sus relaciones donde las habían dejado. Además, se encontraba en graves dificultades. Mejor dicho. Los dos estaban en graves dificultades porque Wade necesitaba su ayuda tanto si estaba dispuesto a admitirlo como si no.

La carretera era recta y estaba desierta. Leigh sabía que Wade disfrutaba con la velocidad. El demonio que había en él nunca había sido exorcizado y Leigh sabía que eso debería haberla asustado.

A unos cuarenta kilómetros, Wade cambió de dirección. A los pocos momentos vieron el cartel de bienvenida a Kinley, «la capital del marisco».

– No bromeabas cuando me contaste que uno de tus vicios era coleccionar multas por exceso de velocidad. Has tenido suerte de que Burt no nos haya pescado.

– Eso servirá para demostrarte que no debes aceptar que te lleven a pasear a la ligera.

Leigh se recostó en el asiento pensando que, en realidad, Wade no había cambiado tanto. Por primera vez, se sintió en paz en su compañía. Cerró los ojos hasta que sintió que el coche había dejado el asfalto y daba tumbos por un camino de tierra. Cuando los abrió, descubrió un paisaje que hacía más de una década que no veía. Wade salió del coche y Leigh le siguió como impulsada por una fuerza superior.

Wade no sabía por qué la había llevado allí ni podía explicarse el motivo de invitarla a dar una vuelta. Era el mismo sitio en el que habían estado la noche de la desaparición de Sarah. Era lógico que volvieran después de haber desaparecido Lisa. Los dos crímenes estaban ligados entre sí de una manera extraña e irracional, al igual que su vida estaba ligada a la de Leigh. El vínculo estaba allí, pero no le encontraba ningún sentido.

– ¿Vas a hacerle caso a Burt?

– No tengo otro opción -contestó él, contemplando el agua-. Sé que no tiene derecho a ordenarme nada, pero también es cierto que puede causarme disgustos si vuelvo a Nueva York.

Wade había dejado las gafas de sol en el coche y se sentía extrañamente indefenso sin ellas. Leigh en cambio, sintió que su relajación anterior dejaba paso a una ira ofendida.

No quería que Wade se marchar antes de solucionar el vacío que había entre ellos, pero le asombrado el modo en que su cuñado usaba las leyes para que sirvieran a sus propios fines.

– Lo dices por tu reputación profesional, ¿no es verdad?

Wade asintió. Recogió una piedra y la arrojó al agua.

– Había llegado a creer que había dejado todo esto atrás definitivamente. Pero no. Incluso es peor que la última vez. Al menos, entonces tenía una coartada, ahora sólo cuento con mi palabra.

– A mí me basta -dijo Leigh.

Wade no la miró. Parecía estar absorto en sus propios pensamientos.

– La verdad es que creo que tenías razón el otro día.

– ¿Sobre qué?

Comenzaba a confiar en ella, pero se guardaba algo de suma importancia. Leigh lo había sabido desde el momento en que ni siquiera la había mirado al decirle que le bastaba con su palabra.

– Es demasiado obvio para ser una coincidencia. El criminal sigue en la ciudad, ¿por qué, entonces, tendría que esperar doce años para cometer otro crimen?

– La única razón es que tú has vuelto. La pregunta es qué podemos hacer.

Wade sacudió la cabeza desesperadamente. Otra niña había desaparecido y su reputación e incluso su futuro pendían de un hilo. Lo irónico era que estaba discutiendo la situación con la mujer que había ayudado a arruinar su vida en el pasado. Sabía que ella ya estaba elaborando un plan. Había dicho «nosotros». Por un segundo, sopesó la posibilidad de marcharse y dejarla sola, pero no lo hizo. Necesitaba toda la ayuda con que pudiera contar y ella se la debía.

– Todo juega contra nosotros para averiguar lo que le ha pasado a Lisa. Burt nos ha advertido que no nos interpongamos en su camino y nadie de la ciudad hablaría conmigo.

– Quizá no podamos averiguar lo sucedido con Lisa -dijo ella con los ojos brillantes-, pero nada nos impide tratar de averiguar lo que sucedió con Sarah.

– ¿Qué te propones?

– Es un poco arriesgado, pero creo que es nuestra única oportunidad. Los dos crímenes tienen que estar relacionados, ¿de acuerdo? Sí descubrimos quién secuestró a Sarah habremos descubierto al secuestrador de Lisa.

– No funcionará. La pista está muy fría, hace demasiado tiempo que ocurrió. Además, no podemos estar seguros de que se trate de la misma persona. Sólo es una teoría.

– Escúchame, Wade. Es la única teoría que tenemos y ha de bastarnos. Sé que las pistas se han de haber enfriado, pero nunca intentamos seguirlas. Yo escondía la cabeza en la arena y tú te marchaste de la ciudad. ¿No crees que debemos intentarlo por nosotros mismos y por Sarah? Nos lo debemos.

Wade adquirió una expresión tensa mientras meditaba sus palabras. La miró y vio que sus labios sensuales estaban entreabiertos de anticipación y en sus ojos había una expresión suplicante. Ya le había herido en una ocasión. Sería una locura confiar en ella sólo porque sus ojos se iluminaban al verlo. Pero quizá no fuera tan mala idea. Quizá era la única oportunidad que tenían. Wade sintió que Leigh contenía la respiración mientras aguardaba su respuesta.

– ¿Cuál será nuestro primer movimiento?

Leigh dejó escapar el aire que había estado conteniendo. Que Wade estuviera de acuerdo era más importante para ella de lo que había creído.

– En cuanto estés listo iremos a Charleston. Creo que deberíamos hacerle una visita a Martha Culpepper.

Al cabo de un momento asintió y ella sonrió aliviada. Necesitaba ayudarle casi tanto como él necesitaba su ayuda. Por vez primera desde su reencuentro sintió una tenue esperanza. Quizá podría ganarse su confianza otra vez, quizá podría arreglar las equivocaciones del pasado. Hacía calor y Leigh se levantó la coleta para airear su nuca con un gesto inconsciente.

– ¿Por qué no te lo has cortado?

Leigh sabía la respuesta. Un cabello que le llegaba a la cintura era muy poco práctico en el calor húmedo del sur, pero nunca había pensado en cambiar de estilo. Hacía muchos años, un hombre le había acariciado los cabellos pidiéndole que nunca se los cortara. Nunca lo había hecho. Bajó la mirada al suelo y mintió.

– Creo que soy demasiado gallina como para arriesgarme a verme sin él.

Wade la contempló un momento. Suspiró al pensar que ella ni siquiera recordaría lo mucho que a él le habían gustado sus cabellos largos. Después de lo que había ocurrido no podía esperar nada de ella y mucho menos que no se hubiera cortado el pelo en todos aquellos años por él. Se tumbó en el ribazo dejando que la hierba le refrescara el cuerpo.

– No sé por qué te he traído aquí. Me trae demasiados recuerdos a la memoria.

Leigh apretó los labios mientras el recuerdo de dos cuerpos jóvenes entrelazados sobre la hierba se avivaba en su memoria. Aquella noche le había dicho que le quería y al día siguiente su mundo secreto se había derrumbado. El mismo día, su vida, tan llena de promesas y de esperanzas, había terminado y otra que no era suya había ocupado su lugar. No sólo había abandonado a su amante sino a sí misma. Pero, ¿cómo podía decírselo?

– No todo son malos recuerdos, Wade.

– Yo no considero que el que una niña pequeña desaparezca sin dejar ni rastro sea un buen recuerdo.

Wade no quería pensar en los buenos momentos. Las promesas que Leigh le había hecho no habían sido otra cosa que mentiras. Hacía mucho calor aquella tarde sin brisa. Sabía que ella debía estar sudando, pero no veía nada que lo delatara. También sabía que los años debían haber dejado su huella en ella pero su rostro era tan suave como el de una adolescente. Y eso era lo que no podía olvidar, la adolescente que le había roto el corazón. Antes de que pudiera impedirlo, la pregunta que había jurado no hacer nunca se escapó de sus labios.

– ¿Por qué callaste, Leigh?

El corazón de Leigh latió con fuerza porque era la pregunta que ella había estado temiendo. Aunque había previsto que él le pidiera explicaciones, no estaba preparada para responder. Lo miró. Wade tenía el ceño fruncido y Leigh le tenía demasiado respeto como para pretender que no le había entendido.

– No puedes imaginarte cuántas veces me he preguntado lo mismo. Aún no estoy segura de haber hallado una respuesta.

Wade se sentó para contemplarla. Tuvo que hacer un esfuerzo para que no le afectase el brillo del sol sobre el rostro que todavía le resultaba tan atractivo.

– ¿Por qué no?

– No lo sé. Aquella época me parece muy confusa.

– ¡Vamos, Leigh! Hace tiempo que me debes una explicación y has tenido doce años para perfeccionarla.

– ¡Oh! Tenía mis razones. Entonces pensaba que seguir viviendo en Kinley sería como morir prematuramente. Esta ciudad me parecía sofocante. Quería ir a la universidad y llegar a ser alguien. Pero me enamoré de ti y ya nunca supe lo que quería.

Leigh hizo una pausa. Podía sentir la rabia de Wade vibrar en el aire húmedo y cálido. Se merecía una explicación y ella había dado un rodeo.

– Bueno, eso no es del todo cierto -confesó Leigh-. Sabía que te quería, pero no deseaba enfrentarme a la ira de mi padre. Le tenía mucho miedo. Me parecía un ser todopoderoso. Incluso imaginé que llegaría a encontrar una forma de que nunca me fuera de Kinley.

Wade se echó a reír. La historia era absurda. Sobre todo porque su padre estaba muerto y ella llevaba la clase de vida que siempre había odiado.

– No esperarás que me lo crea, ¿verdad?

– Es la verdad -repuso ella herida por sus burlas-. ¿Por qué no lo crees?

– Mírate, Leigh. Eres una chica de ciudad pequeña que sigue trabajando en la tienda de su padre que falleció hace años. Nunca has salido de Kinley quizá porque nunca te lo propusiste en serio.

– No es cierto.

– Podrías haberte ido conmigo -dijo él, recordando el sueño que había alimentado antes de descubrir que el amor era mentira-. No tenías por qué quedarte esperando la autorización de tu padre.

– Piensa en lo que estás diciendo. Ni siquiera acabé los estudios medios y recuerda que quería ir a la universidad a estudiar arte.

– Podías haberlo hecho. De alguna manera nos las hubiéramos arreglado.

– ¿Sin dinero? ¿Sin nuestras familias? ¿Sin nuestros amigos? ¿Qué hubiéramos pensado?

– Ahí está el problema. Siempre te preocupaste mucho por lo que pensaban los demás. ¿Por qué no lo admites de una vez, Leigh?

– ¿Qué debo admitir? -dijo ella con lágrimas en los ojos al darse cuenta de que Wade no le daba la menor oportunidad.

Estaba contestando a sus preguntas, pero él sólo escuchaba lo que hacía mucho tiempo había decidido que era la verdad.

– Que te avergonzabas de mí -sentenció él.

– No se trataba de eso -negó ella, comenzando a llorar-. Tienes razón al decir que no quería que la gente cotilleara sobre mí, pero nunca estuve avergonzada de ti. Fui una adolescente que desobedeció a su padre y dejó que el chico llegara hasta donde podía llegar. Sé que deseaba hacer el amor tanto como tú, pero no estaba preparada para asumir las consecuencias. Estaba muy confusa, ¿no puedes entenderlo?

– Tan confusa que estuviste dispuesta a que yo cargara con las consecuencias de un crimen que tú sabías perfectamente que yo no había cometido. ¿De verdad te sentías tan confusa?

– No me importa que no creas cualquier otra cosa que diga, pero ten por seguro que si el jefe Cooper te hubiera arrestado no habría permitido que fueras a la cárcel. Le hubiera contado todo. Sólo que nunca te acusó.

– ¿Nunca te has preguntado por qué?

Leigh asintió en silencio mientras trataba de controlar su llanto. Durante meses, después de la desaparición de Sarah, no se había preguntado otra cosa.

– Cooper sabía lo nuestro -dijo Wade sin sorprenderse de que Leigh se quedara con la boca abierta-. Sabía que nos veíamos aquí y nos vio venir la noche en que desapareció la pequeña. La señora Culpepper estaba segura de que me había visto ayudarla a reparar el pinchazo poco después de las seis. Cuando Cooper nos vio venir hacia este sitio en la moto consultó su reloj y eran las seis y diez. En lo que a él se refiere, no necesitaba que yo tuviera una coartada porque mi coartada era él mismo.

– Pero… pero… ¿Por qué no le dijo a nadie que yo estaba contigo?

Wade se puso en pie y se apartó los cabellos de la cara.

– No importa -dijo sacudiendo la cabeza.

– ¿Por qué? -insistió ella.

– Porque yo se lo pedí. Sabía cómo te sentías. Sabía que no querías que nadie se enterara de lo nuestro.

La expresión de Wade parecía tallada en piedra. Por nada del mundo hubiera revelado lo que pensaba. El rechazo de Leigh le seguía doliendo en lo más hondo, después de tanto tiempo y tanta distancia, seguía doliendo.

Leigh lo miró y comprendió que no sabía nada. No sabía que una Leigh de diecisiete años había llorado cada noche durante mucho tiempo o que la Leigh adulta estaba avasallada con los sentimientos de culpa por lo que había hecho. Y, sobre todo, no le había dicho que la declaración de amor de aquella noche había sido sincera. Si hubiera sido más madura y consciente del tesoro que era el amor, jamás le habría permitido irse.

– Vamos a dejarlo -dijo Wade-, sucedió hace mucho tiempo y ni siquiera era tan importante entonces.

¿Qué no era tan importante? Leigh sintió que una daga atravesaba su corazón. ¿Era lo que Wade pensaba de su relación? ¿Le había importado tan poco que se había sacudido de encima su error, su abandono con un simple encogimiento de hombros?

– ¿De verdad piensas eso, Wade? ¿Crees que no tenía importancia?

Él la miró un momento e hizo un gesto negativo. Leigh hubiera podido llorar de alivio, pero se dio cuenta de que él no se refería a su relación.

– Lo importante fue que una niña desapareció como si se la hubiera tragado la tierra. Lo importante es que haya vuelto a suceder. Y es importante que tratemos de aclarar este asunto hasta donde podamos.

– Yo hablaba de nosotros -dijo ella, parpadeando para librar de lágrimas sus ojos.

Wade salvó el abismo que les separaba para ponerle las manos sobre los hombros. Se acercó tanto que Leigh podía sentir su aliento sobre el rostro. Era una postura humillante, pero todo su cuerpo reaccionó a su contacto. Entreabrió los labios deseando su beso con la misma intensidad que deseaba su perdón. Pero Wade no acabó de cruzar el resto del abismo.

– No ha habido un «nosotros» durante mucho tiempo -le espetó él sacudiéndola.

La soltó sintiéndose furioso porque el mero contacto despertaba su deseo. Leigh dejó escapar un sollozo, pero él estaba decidido a ser inmune a su dolor. Le resultaba muy difícil perdonarla, sobre todo en aquel sitio donde estaban rodeados por los recuerdos.

– Ya te encargaste de que no lo hubiera hace doce años.

Wade echó a andar hacia el coche.

– ¿Nos vamos?

Leigh lo miró. Tenía las mejillas cubiertas de lágrimas. La esperanza se había extinguido. No siguió sus pasos hasta secar las lágrimas. Cuando llegó al coche, aventuró una mirada hacia él. Pero en lo que a él concernía ya no había nada más que decir.


Un poco más tarde, contemplando a Leigh alejarse por la acera, Wade se dijo a sí mismo que era un estúpido. Ella llegó a la puerta de su casa, se volvió por última vez, y desapareció en el interior. Wade se quedó solo con la visión de aquellos cabellos largos y las caderas esbeltas flotando ante sus ojos.

– ¡Estúpido! -repitió en voz alta.

Tenía blancos los nudillos de la fuerza con que sujetaba el volante. Desde que Leigh había aparecido con sus ojos tristes y su compasión en el funeral de su madre, Wade no había actuado de una forma racional. Supo que la decisión que había mantenido inamovible durante tantos años se tambaleaba. Había jurado que jamás tendría nada que ver con ella otra vez. Sin embargo, nada más llegar a Kinley, la había invitado a cenar, la había estrechado entre sus brazos, la había llevado a su escondite secreto y había accedido a resolver el crimen en su compañía.

Además, habían quedado a las nueve del día siguiente para el viaje a Charleston y hacer una visita a Martha Culpepper.

Una locura. Wade se había hecho una vida en Nueva York que no incluía las sospechas mezquinas de un pueblo ni el silencio de la mujer que amaba. Se había labrado una posición como novelista de éxito a base de ambición y de trabajo duro. Tenía un piso en Manhattan, un círculo de amigos, compañía femenina cada vez que la deseaba y una cierta felicidad.

No conseguía explicarse por qué estaba dispuesto a arrojarlo todo por la borda sólo por poder ver a Leigh Hampton una vez más. La luz del atardecer envolvía la casa de su madre en unas sombras que reflejaban su estado de ánimo. ¿Qué había esperado al exigir explicaciones cuando sabía que no había nada completamente blanco o negro? Sacudió la cabeza porque sabía la respuesta.

Quería que ella le dijera que lo sentía, que se había arrepentido de su silencio desde aquel mismo día porque siempre le había querido. Más aún, quería que le dijera que todavía lo amaba. Sin embargo, ella había dado rodeos y había murmurado algo acerca del autoritarismo de su padre.

– Nunca tendría que haberle preguntado. Nunca debería haber permitido que volviera a aparecer en mi vida.

Salió del coche y vio que Everett estaba sentado en su porche al otro lado de la calle. Wade levantó una mano para saludarle, pero Everett no respondió. Se levantó de su silla y se metió en la casa. Wade pensó que cuando ni siquiera el recaudador de la ciudad le saludaba era una indicación de que nadie lo quería ver allí.

Horas más tarde, Wade estaba en la cama mirando al techo. Casi nunca se arrepentía de sus acciones, pero tenía que reconocer que la decisión de quedarse en Kinley había sido un error. Unos pocos días antes, había llegado a creer que podría empezar una nueva vida más sencilla en la ciudad que le había visto crecer. Pero se había engañado a sí mismo. ¿Acaso no había tenido siempre una vena desafiante que impregnaba sus acciones? ¿Cómo se le había podido ocurrir que podría vivir satisfecho en Kinley?

Juntó las manos tras la nuca y suspiró. La parte más conservadora de sí mismo añoraba una mujer y una familia, pero tenía treinta y dos años y no estaba más cerca del matrimonio que cuando tenía veinte. Todas sus relaciones se habían agotado al cabo de unos pocos meses. Pensó en la última mujer que había conocido en Nueva York. Era una rubia de rasgos delicados y una belleza clásica, pero su recuerdo le dejó frío. Sabía que pensar en Leigh tendría sobre él un efecto completamente distinto, pero rehusó hacerlo. Ya había pensado en ella demasiado. Wade cerró los ojos y se sumió en un sueño profundo.

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