Una brisa cálida envolvía el reducido grupo de personas reunido en torno a la tumba de Ena Conner, pero su hijo sintió escalofríos, Levantó sus ojos apenados hacia el predicador e intentó concentrarse en sus palabras, mientras el ataúd descendía a la fosa. Un pájaro cantó alegremente entre los árboles. Wade se dio cuenta, distraídamente, de que las lluvias de primavera habían reverdecido la hierba. ¿Por qué la luz de la vida tenía que acompañar a los muertos? La letanía monótona del predicador cesó. Wade intentó sin éxito arrancar sus pensamientos de la desesperanza del pasado y fijarlos en la realidad del presente.
Ena Conner no habría querido que su único hijo estuviera doce años lejos de Kinley, sin embargo, regresar a Carolina del Sur y enfrentarse a las sospechas que pesaban sobre él lo habían mantenido en Manhattan. Le había mandado a su madre un billete para Nueva York dos veces al año, pero Ena sólo lo utilizaba la mitad de las veces. Pensó que aquello debía encerrar algún significado. Wade no sentía el menor cariño por Kinley a pesar de que le mortificaba el hecho de que su madre no hubiera estado allí para ver su regreso.
Se pasó la mano por la nuca y se sorprendió al descubrir que tenía el cuello húmedo de sudor. El sol brillaba en un cielo sin nubes, señal de que iba a ser un día bochornoso. Apenas se había dado cuenta del calor que hacía hasta ese momento. Desde que había llegado al cementerio, un frío interior le había nublado los sentidos.
El pastor cerró la Biblia lo que sacó a Wade de su ensimismamiento. Cualquiera que lo hubiera mirado habría visto un nombre atractivo que rondaba los treinta años y cuyos rasgos morenos denotaban un rastro de sangre india. Tenía los pómulos sobresalientes, una piel bronceada y un porte orgulloso. Se inclinó sobre la fosa y dejó caer una rosa amarilla de Tejas, las preferidas de Ena.
Una lágrima le rodó por la mejilla y fue a hacerle compañía a la rosa. Wade parpadeó repetidamente, el resto de las lágrimas desaparecieron como si nunca hubieran existido. Ena Conner había sido una mujer dura y orgullosa que había tenido un hijo soltera y lo había educado por sí sola, inculcándole su fuerza. Sólo su corazón, que le había fallado tres días antes, había sido débil. Wade no creía que a su madre le hubiera gustado verle llorar ante su tumba.
Aceptó en silencio las condolencias de los pocos vecinos que habían acudido a la ceremonia. Por enésima vez se preguntó por qué Ena no había dejado Kinley con él. Aunque no había estado aislada del todo, las familias con una larga historia en Kinley nunca la habían aceptado. Había educado a sus hijos preocupándose por sus problemas en la escuela sin que jamás dejaran de mirarla por encima del hombro por no ser uno de ellos. En el funeral no había más de una veintena de personas, si la hubieran considerado uno de los suyos toda la ciudad habría estado allí.
Wade reprimió su amargura y echó a andar hacia el coche de alquiler. No pudo evitar volverse para ver la tumba de su madre cubierta de tierra. Con su madre desaparecida era probable que siempre se sintiera solo en Kinley. Por el momento, todo el mundo parecía aceptarle, pero Wade presentía que nadie le había perdonado sus pecados, reales o imaginarios. Él tampoco les perdonaría jamás.
El reflejo del sol sobre los cabellos sedosos de una mujer atrajo su atención. Tuvo que cerrar los ojos para soportar un tormento distinto.
Aquel pelo oscuro le traía recuerdos que Wade no estaba dispuesto a revivir. Recordaba cuál era el tacto de aquel pelo castaño y la mirada de unos ojos azules atravesados de una extraña luz violeta.
Aquellos ojos, doce años más viejos pero no menos atractivos, se volvieron hacia él llenos de algo parecido a la compasión. Wade se detuvo y observó con una mezcla de fascinación y recelo cómo aquella aparición del pasado irrumpía en su presente.
Su figura había perdido la angulosidad de la adolescencia para desarrollarse en unas curvas mucho más femeninas. Caminaba como quien está acostumbrada a que le admiren, cosa que no le extrañó a Wade. Leigh Hampton no poseía la belleza de una modelo de revista, pero él se había sentido irresistiblemente atraído hacía ella hacía años, sin embargo, sabía que en aquel cuerpo menudo y perfecto latía un corazón traicionero.
Leigh tenía una nariz pequeña y unos ojos grandes, pero el rasgo más destacado de su rostro era la boca. Era un tanto grande y a Wade siempre le había recordado a una fresa apetitosa. Lo que más le había gustado de ella había sido su boca, sobre todo cuando le sonreía.
Pero aquellos labios no sonreían y Wade se preguntó qué iría a decir. Hacía años, sus últimas palabras selladas con un beso habían sido que se verían pronto. Había sido una mentira más amarga aún por los acontecimientos que tuvieron lugar a continuación.
Wade sabía desde el principio que el hijo bastardo de una recién llegada no podía mantener relaciones con la hija de una de las familias más destacadas de Kinley, pero había esperado de ella algo más que el silencio. Se preguntó si al mirarlo vería en él el inocente que había sido o el novelista de éxito que había llegado a ser. Claro que su opinión ya no importaba.
Leigh se detuvo a unos pasos de él y echó hacia atrás ligeramente la cabeza para mirarle a los ojos. Había olvidado lo menuda que era. Wade medía algo más de uno ochenta, Leigh apenas le llegaba a la barbilla. Wade sintió un aguijonazo en el corazón al recordarse que era más fuerte de lo que parecía.
No hubiera querido sentir nada, pero le recordaba a una época de su vida en la que había creído en el amor y la felicidad duraderos. No, sabía si el dolor de su corazón era debido a la pérdida de su madre o a la reaparición de Leigh, pero no permitió que su rostro reflejara sus emociones. Ella había aplastado sus sueños con la misma ligereza de quien apaga una colilla y Wade había sufrido tanto que ocultar sus emociones era para él como una segunda piel.
– Hola, Wade -susurró ella.
– Hola, Leigh.
No había pronunciado su nombre en doce años y al hacerlo se sintió extraño. Los asistentes habían llegado a sus coches y se iban dejándoles a la orilla de aquel cementerio. Wade se sorprendió de no haberla visto en el entierro ni en el funeral. Quizá la había apartado de su mente como había apartado el recuerdo de lo que ella le había hecho.
– Siento lo de Ena.
Wade imaginó que en su voz había algo muy parecido al miedo. ¿Sería posible que aún tuviera miedo de él? Descubrió que la idea le resultaba agradable. Nunca se había librado del deseo de que ella sufriera por lo que le había hecho pasar.
– Yo también -dijo él con voz hueca.
Seguía llevando el pelo largo y liso pero se había cardado el flequillo, que le caía en mechones sobre la frente. A regañadientes, tuvo que admitir que era mucho más atractiva que a los diecisiete años.
Leigh parecía incómoda bajo su mirada y se apartó el pelo del cuello. Aquel gesto nervioso hizo que Wade se acordara del punto sensible que tenía en la nuca. Leigh apretó los labios. Tenía la frente perlada de sudor y un fino velo de transpiración sobre el labio superior.
– Lo decía por los dos. Ena y yo éramos amigas. ¿No lo sabías? No, claro que no. Supongo que quería que supieras que no eras el único que la amaba.
Wade sintió el impulso de preguntarle cómo podía querer a la madre de un hombre del que se había desprendido como si fuera calderilla, pero se contuvo. No era el momento ni la ocasión para sacar a relucir el pasado, sobre todo cuando había muerto muchos años antes que Ena.
– Siempre dijo que no quería llantos en su funeral -dijo Wade al cabo de un rato-. Decía que había vivido bien y que le gustaría que se tocara música tejana en su entierro. Pero, la verdad, no me siento con ánimos de bailar.
Leigh asintió y trató de sonreír sin conseguirlo. Alzó el brazo sobre el abismo que les separaba y le apretó la mano, un gesto demasiado repentino para no ser espontáneo. Wade dejó su mano inerte, sin rechazar ni responder a su gesto.
– Siento mucho que tenga que ser así, Wade -dijo ella, abandonando el intento.
Wade no supo si se refería a la muerte de su madre o a su reencuentro. Leigh se dio media vuelta y se alejó como si ya no hubiera nada que decir. Él se quedó donde estaba, el sentimiento de pérdida que le había invadido desde su llegada a Kinley se hizo más profundo.
Leigh levantó una caja de frascos y la llevó con esfuerzo a la parte delantera del almacén familiar. Cuando acabó de ordenar los frascos en la estantería, jadeaba. Se sacudió el polvo de los vaqueros y se pasó una mano por la frente sudorosa y polvorienta. Frunció el ceño ante su aspecto. Tenía veintinueve años y nunca había tenido un trabajo que le exigiera llevar otra cosa que unos pantalones vaqueros y una camiseta.
Las campanillas de la puerta tintinearon avisándola de que un cliente acababa de entrar. Se asomó por una esquina del mostrador y fue recibida con una risa suave. Drew, su hermano menor, se le acercó y le pellizcó la mejilla.
– ¿Qué te parece tan divertido, Drew?
Los ojos de su hermano chispeaban de gozo. Drew sacó un pañuelo y le limpió la cara.
– Tú -rió él-. No puedo creer que seas dos años mayor que yo. Con esa coleta y la cara sucia no aparentas más de diecisiete.
Diecisiete. A esa edad había cometido el error de creer que podía manejar a Wade Conner. Había sido lo bastante ingenua como para creer que una adolescente tonta podía mantener a raya la pasión de un hombre y había pagado muy cara su equivocación.
– ¿A qué viene ese ceño, Leigh?
Drew le cogió la barbilla. Era ridículamente alto comparado con su uno sesenta. Por otro lado, parecía una versión masculina de sí misma. Pelo castaño, nariz recta y una boca un tanto grande en proporción al resto del rostro.
Leigh dejó a un lado su mal humor y lo abrazó. Trabajaban juntos en el almacén de la familia y él era la primera persona que prefería ver por las mañanas. Pero tampoco iba dejar pasar la oportunidad de reprenderle por su irresponsabilidad. Levantó la muñeca y señaló el reloj.
– Quizá el ceño se deba a lo tarde que llegas, Drew. Tenías que abrir tú esta mañana, menos mal que se me ocurrió venir a primera hora.
Drew hizo una mueca y Leigh sintió remordimientos. En realidad, no estaba enfadada porque nunca esperaba que su hermano fuera puntual.
– Lo siento, Leigh -se disculpó él, mientras comprobaba de un vistazo que los comestibles y demás artículos ya estaban ordenados.
Leigh había heredado la tienda tras la muerte de su padre hacía diez años. Y había hecho auténticas maravillas. Con el anciano Hampton, el negocio era un caos donde los clientes no podían encontrar nada.
– ¿No me habrás necesitado?
– Sólo para cargar unas cuantas cajas -contestó Leigh sin conseguir enfadarse.
Leigh se acercó a la caja registradora. Era un modelo antiguo, pero las cosas viejas eran muy valoradas por Kinley, su conversación constituía un modo de entender la vida. Había una cafetera junto a la caja y le sirvió una taza de café a su hermano.
– Cuéntame dónde estuviste anoche.
– En el bar, ¿dónde si no?
Kinley sólo disponía de un bar. Drew solía quejarse de que era una de las desventajas de vivir en un pueblo tan pequeño. A unos cincuenta kilómetros al sur estaba Charleston, una ciudad próspera que conservaba en buen estado su centro histórico. Georgetown quedaba más cerca, pero su aire estaba viciado por las fábricas de papel.
– Lo sabía -rió Leigh.
– También estaba Wade Conner -dijo Drew, observando su reacción.
La sonrisa desapareció de los labios de Leigh que tragó saliva e intentó dominar el pánico que amenazaba con apoderarse de ella.
– Creí que ya se habría ido. El funeral de Ena fue hace cuatro días.
– Quizá me equivoque, pero me dio la impresión de que no pensaba marcharse pronto. Estaba preguntando por ti.
Drew parecía preocupado. No sabía todo lo que había pasado hacía doce años, pero sí sabía que Leigh estaba dolida.
– Ha pasado mucho tiempo fuera. Supongo que tendrá curiosidad por saber lo que ha sido de todos nosotros en estos doce años.
– Yo no he dicho eso, Leigh. Lo que he dicho es que quería saber de ti. Quería saber dónde vives, en qué trabajas y si te habías casado.
– ¿Se lo dijiste?
– Yo no. Es demasiado astuto como para preguntarme a mí. Habló con los chicos.
Leigh se mordió el labio inferior y dejó que su frente se poblara de arrugas. En otra época, Wade se hubiera dirigido directamente a la fuente más cercana y segura de información. Wade había sido su amigo, su confidente, su amante. Pero el cuento de hadas había terminado convirtiéndose en una pesadilla.
– Yo estaba hablando con Everett Kelly y créeme si te digo que echaba chispas. Entiéndeme, no creo que le hayas dado pie a Everett, pero se hace la ilusión de que tú eres su chica.
Leigh suspiró. Conocía a Everett desde la infancia y eran amigos, pero cualquier atisbo de romance entre ellos pertenecía al terreno de la imaginación.
– Pero no es Everett quien me preocupa, Leigh, sino Conner.
– No tienes por qué preocuparte -dijo ella, extrañada por su curiosidad-. Le vi en el funeral de Ena y me miró como si yo no existiera. No puedo creer que piense en reiniciar nuestras relaciones.
– Intentaré creerte, hermanita. Bien, será mejor que me ponga a trabajar. Me parece que te prometí que ordenaría el almacén.
Con un gesto dramático, Drew se dirigió a la parte trasera como quien camina hacia la silla eléctrica. Leigh le rió la gracia, aunque tuvo que hacer un esfuerzo. En cuanto su hermano se perdió de vista, se dejó caer en la silla que había detrás del mostrador. Zapateó nerviosa y se mordió el pulgar tratando de imaginarse el motivo de que Wade se hubiera quedado en Kinley.
Pensaba que con su madre enterrada ya no había nada que le atara allí. Incluso había tenido tiempo de poner la casa de Ena a la venta y volver a Nueva York. Kinley tenía para Wade fantasmas que nunca podrían ser exorcizados. ¿Qué le retenía allí?
Leigh cerró los ojos y le recordó en el cementerio, un extraño que apenas se parecía al joven que ella había conocido. Había sido el único chico del pueblo que tenía una moto, el único en dejar el instituto para viajar por todo el país, el único que había sabido exactamente lo que quería. Y también, había sido el único capaz de conseguir que el corazón de Leigh dejara de latir.
En el cementerio le había notado muy cambiado, más maduro. Los años le había añadido personalidad a sus rasgos, pero le habían privado de lo que ella más admiraba, su sonrisa. De no haber sido tan alegre, Leigh nunca se habría fijado en él. Al contrario, la intensa reacción de sus instintos ante su presencia la hubieran alejado de no haber sido Wade tan encantador. Todavía llevaba el pelo un poco más largo de lo normal, pero sus ojos grises ya no reflejaban confianza al mirarla. Leigh no podía culparlo por eso. Ella tampoco confiaba en él. Deseaba fervientemente que no hubiera regresado, aunque siempre había sabido que lo haría. La muerte de Ena sólo había apresurado lo inevitable.
– ¡Oh, Ena! ¿Por qué has tenido que morir?
Las campanillas de la puerta tintinearon y Leigh se levantó con una sonrisa que murió en su boca al ver a Wade. Tenía el presentimiento de que su vida no volvería a la normalidad hasta que él se hubiera marchado de la ciudad. Wade tenía un aspecto menos formal que en el cementerio. Unos pantalones de deporte y una camiseta cubrían un cuerpo que se había desarrollado desde que Leigh lo viera por última vez. Se había convertido en un hombre atractivo, más musculoso y más amenazador.
El viento le había despeinado y el pelo le caía en mechones sueltos sobre la frente. Estaba serio. A Leigh se le ocurrió que no había visto su sonrisa en doce años. Wade llegó junto al mostrador con un centenar de preguntas brillándole en los ojos.
– Hola, Wade -saludó Leigh para quebrar aquel silencio.
Se había imaginado aquella escena muchas veces desde el funeral, pero no estaba preparada para la oleada de pánico que despertaba en ella la intensidad de su mirada.
– Leigh -contestó él sin dejar de mirarla.
¿Dónde estaba el viejo Wade Conner que había conocido? Leigh tenía ganas de gritarle. ¿Dónde estaba la alegría de sus ojos y la sonrisa de sus labios? Incluso su voz había cambiado. Recordaba que una vez había tenido un acento sureño como el suyo, pero todo rasgo del sur había desaparecido de él.
Leigh decidió ocultar su inquietud e hizo un gesto hacia la tienda.
– ¿Puedo ayudarte a buscar algo? Estoy segura de que encontrarás la tienda bastante cambiada. Cuando me hice cargo de ella tras la muerte de papá fui a un cursillo sobre cómo disponer los artículos…
Leigh se detuvo al darse cuenta de lo que decía.
– En fin, ¿en qué puedo ayudarte?
– No he entrado a comprar nada. ¿Todavía tenéis café?
Leigh asintió. Le sirvió en un vaso de plástico mientras se preguntaba a qué habría entrado. Algo le decía que era mejor no saberlo. Le tendió el vaso evitando rozar sus dedos.
– Tiene mejor aspecto que cuando la llevaba el alcalde Hampton -comentó él, echando un vistazo-. ¿Has conseguido que dé beneficios?
Viniendo de cualquier otro habría sido una pregunta inocente. Todo el mundo sabía que Drew Hampton Tercero era un hombre tan desmañado para los negocios que la tienda estaba al borde de la bancarrota cuando Leigh la heredó. Su padre había dado mucho crédito ofreciendo una variedad de productos demasiado amplia sin llevar control sobre las ventas. Siempre había estado demasiado ocupado actuando como el terco alcalde de la ciudad como para tener éxito en su negocio. Leigh había conseguido sacarlo a flote en pocos años. No quería que Wade supiera los detalles de la incompetencia de su padre porque hubiera disfrutado. Después de todo, su padre le había amenazado si volvía a tocarla.
– Nos va bien. Pero dime, si no has entrado a comprar nada, ¿a qué has venido?
Wade dejó escapar una risa suave, carente de alegría. Su mirada hacía que se sintiera atrapada y desamparada.
– Ésa no es una manera muy amable de tratar a un vecino.
– Hace mucho que no somos vecinos.
– Tienes razón, pero tengo una proposición que hacerte. Como buenos vecinos.
Leigh frunció los labios y trató de no pensar en las evocaciones que habían despertado sus palabras intencionadas. La última vez que Wade le había hecho una proposición había olvidado todo recato y se había entregado a él sobre la hierba y bajo los magnolios. Si quería conservar la cordura no podía pensar en aquello.
– ¿Quieres cenar conmigo esta noche?
Leigh se quedó con la boca abierta. Su cerebro se negó a creer que había oído correctamente.
– ¿Qué has dicho?
– Sólo he preguntado si querías cenar conmigo. Estoy seguro de que ya lo has hecho alguna vez. Sí, toda esa rutina de un menú, platos, cubiertos, ya sabes.
Sus palabras sonaban a broma, pero su voz lo desmentía. Daba la sensación de estar ofendido.
– ¿En serio quieres cenar conmigo? -preguntó ella sin preocuparse por la falta de tacto.
– Sí.
Sólo había dos restaurantes en Kinley. Leigh conocía a los dos propietarios y se los imaginó observándola mientras ella trataba de relajarse en compañía de Wade.
– No creo que sea una buena idea. Sólo hay dos…
– No me refería a salir a un restaurante. Sé cocinar. Lo que te pregunto es si quieres venir a mi casa.
Leigh tragó saliva. La invitación empeoraba por momentos. No podía pretender en serio que ella pasara la velada a solas con él. Había demasiados recuerdos de sabor amargo, demasiada culpa entre los dos.
– ¿Por qué quieres cenar conmigo?
Wade sacudió la cabeza y miró al suelo. Era curioso pero parecía hacer verdaderos esfuerzos por dominarse.
– Cuando repasaba las pertenencias de mi madre encontré una carta para mí. Es lo más parecido a un testamento que dejó escrito y te menciona. Quería que te quedaras con algunas cosas. He pensado que esta noche sería una buena ocasión para entregártelas. Claro que si no quieres…
– Por supuesto que quiero -le atajó ella. Leigh se sintió molesta consigo misma por haber pensado siquiera por un segundo que él la invitaba con la intención de reanudar sus relaciones amorosas.
– Pero no tienes que prepararme cena. Pasaré por allí cuando acabe de trabajar.
– Tengo que comer -repuso él estoicamente-. No me importa preparar la cena para dos personas. ¿Qué te parece a las siete?
– Oye, Leigh. ¿Por qué no me dices dónde has metido la escoba? El almacén está bastante sucio.
Drew había aparecido por una puerta lateral. Si estaba sorprendido de ver a Wade lo ocultó muy bien.
– ¿Cómo te va, Wade? -preguntó Drew con lo que quería ser una sonrisa.
– Hola, Drew. Por mí no te entretengas. Ya me iba. Te veré a las siete, Leigh -dijo lanzándole una mirada retadora.
– A las siete -repitió ella con voz débil.
– Hasta luego y gracias por el café.
Los dos hermanos observaron cómo se marchaba. Ninguno de los dos habló durante un rato.
– ¿De qué hablaba, Leigh? ¿Qué quiere decir que te verá a las siete?
– Me ha pedido que vaya a cenar a su casa.
– ¿Y has aceptado? -preguntó Drew incrédulo.
– Yo diría que no me ha dado la oportunidad de negarme. Ena me ha dejado algunas de sus pertenencias y Wade quiere dármelas.
– Iré contigo -dijo su hermano entrecerrando los ojos cargados de sospecha-. No me parece una buena idea que estés a solas con él. Puede ser peligroso.
– No seas tonto, Drew. Wade y yo éramos amigos. No tengo miedo de cenar con él.
– No me gusta nada. No deberías cenar con un presunto criminal.
Era obvio que su hermano creía en los rumores que habían acosado a Wade hasta provocar su huida de Kinley. Leigh también pensaba que era peligroso, pero por un motivo bien distinto.
Wade retomó la carrera y corrió por las calles del centro. Sus pisadas quedaban amortiguadas por las zapatillas de deporte. La tranquilidad de Kinley resultaba agradable después del bullicio de Manhattan, pero Wade no se dejaba engañar por las apariencias. Detrás de aquella quietud aparente rebullía la sospecha contra él. La había visto reflejada en los ojos de la gente desde que había vuelto. Sólo era una cuestión de tiempo que oyera las palabras desagradables que se escondían tras su silencio. Estaba seguro de que le condenaban a sus espaldas. Después de todo, ¿no había formado parte siempre el chismorreo de la estrechez mental que caracterizaba a Kinley?
La brisa llevaba suspendida el olor de las fábricas de conservas de pescado del pueblo. Doce años antes, Wade había trabajado en un barco de pesca. Recordó el trabajo duro de jalar el aparejo y separar las gambas de los otros peces y crustáceos atrapados en las redes. Era uno de los pocos recuerdos asociados con Kinley que no le resultaba desagradable. Le había gustado llevar el olor del mar en sus manos.
Se alejó del puerto pasando junto a un roble enorme bajo el que los niños habían jugado durante generaciones. Un niño solitario se columpiaba subido en un neumático. También Wade había hecho novillos muchas mañanas sólo para columpiarse. En aquella época, había carecido de la disciplina necesaria para practicar un deporte metódico.
Había empezado a correr después de mudarse a Manhattan porque no quería que su cuerpo sufriera las consecuencias del exceso de comida y bebida y la falta de ejercicio. En la carrera por la que había optado, la tentación de prestar más atención a la mente que al cuerpo siempre estaba presente. Dobló por uno de los caminos serpenteantes que se alejaban del pueblo alegrándose de haber desarrollado una pasión por correr ya que le proporcionaba más ejercicio a la mente que al cuerpo.
La noche anterior, los parroquianos del bar le habían tratado con recelo. Casi podía oír los susurros que estallaban en cuanto él volvía la espalda. No importaba cuánto hubiera triunfado, a los ojos de la ciudad siempre seguiría siendo el criminal mezquino que ellos necesitaban. Una noche de insomnio le había convencido de que debía vender la casa de Ena y dejar que el pasado muriera con ella. Sin embargo, una sola mirada a Leigh había bastado para desbaratar sus planes.
No había sido su intención invitarla a cenar. Sólo pretendía decirle que Ena le había legado algunas cosas. Pero al verla sin maquillaje, con el pelo recogido en una coleta infantil, había sido incapaz. Una vez la había amado con una pasión que descartaba todo sentido común y que no había vuelto a sentir desde que dejara Kinley.
Los recuerdos de aquel amor apasionado habían hecho surgir la invitación de sus labios. Se le había ocurrido una idea descabellada. Necesitaba paz y quietud mientras escribía y pensó que Kinley era el refugio perfecto para trabajar en su próxima novela, un viaje al pasado y al interior de su alma. El personaje principal sería un hombre joven, sospechoso de un secuestro y posterior asesinato. La heroína podía ser una chica que tenía en sus manos la capacidad de limpiar su nombre. La trama sería que ella se había sentido demasiado asustada de los chismorreos de un pueblo como para admitir que había estado entre sus brazos en el momento del crimen.
Wade apretó el paso hasta que el sudor lo empapó. Llegó a la casa que había sido de su madre y se quedó en el porche con la cintura doblada y la cabeza gacha intentando recobrar el aliento. Tenía que encontrar otra idea. La que se le había ocurrido se parecía demasiado a su propia y cruel realidad y no estaba preparado para escribirla.
Por un instante, se había permitido olvidar la traición de Leigh y el precio que había tenido que pagar, pero no volvería a repetirse. Se juró a sí mismo no ver a la chica de voz dulce sino a la traidora en que se había convertido. Nunca olvidaría las palabras que le había susurrado para despedirse dejándole con el corazón destrozado. Su corazón se había curado hacía muchos años y no quería exponerlo una segunda vez.