Capítulo siete

Su conservación se había suavizado después de haber aireado sus diferencias. Sin embargo, prevalecía una rigidez que Leigh no sabía aliviar.

– ¿No te gustaría venir esta noche a cenar?

Wade la contempló y se dio cuenta de que había estado ofreciéndole ramas de olivo durante todo el día. Quería hacer las paces y quizá deseaba terminar lo que habían empezado en su juventud. La oferta era tentadora, pero no podía aceptarla. Tal vez pudiera perdonarla algún día, pero no estaba dispuesto a que le hirieran de nuevo.

– Tenemos cosas que discutir si queremos averiguar lo que le pasó a Sarah -insistió ella-. Necesitamos planear nuestros movimientos. La cena puede ser una buena ocasión.

– Lo dejaremos para otro día, Leigh. Ya hemos decidido que iremos a hablar con Joyce. Hazme saber cuándo le viene bien, ¿de acuerdo?

Cuando entró en su casa, Leigh se derrumbó en el sofá y se cubrió el rostro con las manos. Estaba segura de que algo verdadero y muy fuerte había sobrevivido a los años de separación. Leigh se quedó en el sofá hasta que el hambre la obligó a ir a la cocina.

El teléfono sonó y Leigh dejó caer a la olla el paquete de carne y verdura congelada que tenía en las manos. Decidió no mencionarle a Wade la cena congelada con la esperanza de que todavía pudieran verse.

– ¿Wade? -preguntó al contestar.

Hubo un momento de silencio durante el que Leigh pudo escuchar la respiración de alguien. Después colgaron y el pitido telefónico fue lo único que oyó. Era la tercera vez que le sucedía en unos pocos días. Leigh colgó el teléfono y se resignó a cenar sola.

Con el plato de comida en las manos se sentó ante el televisor para reflexionar sobre los acontecimientos del día. Wade le había preguntado por qué estaba tan decidida a limpiar su nombre y había llegado el momento de hacer examen de conciencia. El problema era que estaba tan confusa que no sabía la respuesta. Veía a Wade como un chico de veinte años y, al mismo tiempo, como un hombre maduro que despertaba en ella sentimientos que creía muertos hacía años. Era cierto que quería enmendar sus errores y hacer las paces, pero había mucho más. Verlo otra vez había sido como un relámpago que le había abierto el corazón y recargado los antiguos sentimientos. ¿Podía enamorarse otra vez de él?

Le sorprendió el timbre de la puerta. Se levantó preguntándose si el objeto de sus pensamientos estaría al otro lado. Medio esperando que se tratara de él y medio rezando para que no lo fuera, abrió la puerta.

– Hola, Leigh. Espero que no te importe que pase a verte -dijo Everett, subiéndose las gafas-. ¿No soy una molestia?

– No te preocupes -suspiró ella-. Pasa, pasa.

Le indicó el sofá para que se acomodara. Everett se sentó de tal modo que las rodillas estaban al mismo nivel que su pecho. Everett se había cambiado de ropa, pero su camisa azul de manga corta y sus pantalones negros le hacían parecer como si siguiera en la contaduría municipal. Se subió las gafas de nuevo y la miró intensamente. Leigh estaba acostumbrada a sus escrutinios, pero nunca había soportado muy bien la adoración que Everett sentía por ella.

– ¿Qué ocurre, Everett? ¿Se debe tu visita a algún motivo en especial? -preguntó ella en tono amistoso.

Ella se había vuelto a sentar sobre la manta que había extendido en el suelo para cenar.

– Estaba preocupado por ti. Pasé por la tienda esta tarde, pero no estabas.

Leigh se preguntó si Drew le habría informado sobre su viaje. Lo último que le faltaba era que Everett se dedicara a fisgonear en sus asuntos intentando ser algo más que un amigo.

– Muy amable por tu parte, pero no hay de qué preocuparse. Tenía que ocuparme de algunos asuntos, nada más.

Leigh escogió sus palabras con cuidado. Se imaginaba que Everett se pondría celoso si averiguaba que había salido con Wade.

– Siempre me preocupo por ti, Leigh. ¿No sabes lo mucho que me importas?

Claro que lo sabía. Siempre lo había sabido. Pero Everett nunca había querido escuchar cuando ella le repetía una y otra vez que no estaba interesada en ser su amante.

– ¡Oh, Everett! -suspiró ella-. A mí también me importas, pero no de la manera que tú dices. No insistas. Nos conocemos desde que éramos niños. ¿No puedes aceptar que te considere un hermano? Debes saber que te quiero como amigo, pero nada más.

Durante un momento, el cuarto quedó tan en silencio que Leigh pudo oír el tic tac del reloj. El labio inferior de Everett temblaba y tenía los ojos húmedos mientras trataba de recobrar el control de sí mismo. Fracasó pero el cambio fue asombroso. Sus ojos se secaron y la lanzó una mirada gélida.

– Se trata de Wade Conner, ¿no es cierto? -estalló con una voz que no parecía la suya-. Has estado con él hoy. Él es la razón de que sólo quieras que seamos amigos.

– Wade no tiene nada que ver con esto -contestó Leigh, haciendo un esfuerzo por calmarle-. Sabes desde hace años que entre nosotros no puede haber otra cosa que amistad. Me gustaría que lo aceptaras de una vez por todas. No quisiera perderte como amigo.

Con la misma rapidez que se había despertado, su ira murió. De nuevo volvió a parecer un cachorrillo deseoso de complacer a su amo.

– Yo tampoco quiero perderte. No sé qué me ha hecho decir estas cosas. ¿Me perdonas?

Leigh asintió mientras pensaba que había sido ridículamente fácil aplacar el intento de Everett de profundizar su amistad. Quizá se debía a que ya tenía mucha práctica y a que él era un hombre sumamente dulce y pasivo.

– Por supuesto que te perdono, Everett -dijo Leigh mientras observaba su expresión de gratitud.


Wade pensó que Leigh podía estar en lo cierto mientras se acercaba a la casa a la que se habían mudado los Cooper tras la desaparición de Sarah. Quizá tenía sentido hurgar en el pasado y averiguar qué papel habían jugado. A Martha le había dolido hablar, pero la verdad no sería agradable tampoco si llegaban a descubrirla.

Aquella mañana, otro vecino le había negado el saludo y había oído a otro más insinuar que él era un criminal. Aquello le había enfurecido, pero también le había hecho darse cuenta de que era imperioso que limpiara su nombre. Pero eso no era todo. A él le gustaban los niños y Sarah había sido su preferida. Era probable que Lisa también le hubiera gustado. ¿Y si Leigh tenía razón y ellos eran los únicos que podían resolver aquellos crímenes? Debían intentarlo por las niñas.

Había quedado con Leigh en recogerla en la acera al mediodía ya que la residencia de los Cooper estaba al otro lado de la ciudad. La vio poco antes de llegar a la casa.

Leigh andaba deprisa. Se le ocurrió que en los últimos días siempre estaba apresurada. Odiaba las prisas, pero no quería que Wade llegara a casa de los Cooper antes que ella. Por la manera en que Mary Cooper se había expresado por teléfono no creía que le dejara llegar a la puerta si se presentaba solo. Además, le había prometido a Drew que no tardaría más de una hora.

Mary Cooper se había mostrado dispuesta a colaborar hasta que Leigh le había dicho que Wade estaría presente. Mary casi había cancelado la cita.

Intentó ignorar el gozo que invadió su corazón al ver a Wade. Pensó que no era justo que Dios lo hubiese hecho tan atractivo. Unos minutos más tarde, se hallaban en el salón de Mary, frente a sendos vasos de limonada y escuchando sus protestas. Su hija Joyce, que ya tenía diecinueve años, estaba a su lado jugando nerviosamente con su pelo rubio.

– La verdad, Leigh, es que no te entiendo -dijo Mary sin mirar nunca a Wade-. ¿Qué se te ha metido en la cabeza ahora? ¿Investigar el pasado? Martha me llamó ayer para decirme que incluso te habías presentado en Charleston para hablar de mi sobrina.

Leigh reprimió una respuesta airada que pugnaba por salir de ella. Se decía que si perdía los estribos nunca llegaría el fondo del asunto. No tenía que haberse preocupado porque fue Wade quien respondió.

– Siento que se sienta así, señora Cooper. Leigh y yo sólo pretendemos averiguar la verdad. Creemos que Sarah y Lisa han sido raptadas por la misma persona. Ése es el motivo de que fuéramos a hablar con Martha y por eso queremos hablar con Joyce.

– ¿Y si yo creo que fuiste tú quien lo hizo? -preguntó Mary con los labios fruncidos y una mirada dura en los ojos.

Aquella vez le tocó a Wade controlar sus nervios. Respiró profundamente y contó hasta cinco en silencio.

– ¡Oh, mamá! ¿Cómo puedes decir una cosa así? -intervino Joyce-. Mírale. Un hombre como Wade, ¿puedo llamarte Wade, verdad?, no tiene que ir por ahí raptando chicas. Lo más probable es que sean ellas quienes quieran raptarle.

Joyce ignoró el jadeo estupefacto de su madre y le sonrió a Wade abiertamente.

– Os ayudaré en lo que pueda. ¿Qué queréis saber?

– Todo lo que pasó la noche en que raptaron a tu prima -se apresuró a decir Leigh antes de que Mary tuviera oportunidad de hablar.

Joyce hizo una mueca mientras se concentraba para recordar. Wade se dio cuenta de lo bonita que era. Si Sarah hubiera estado viva sería como ella. Se le ocurrió que los chicos de su universidad debían andar locos para conseguir que saliera con ellos.

– No creo que pueda ser de mucha ayuda. Sólo tenía siete años. Me acuerdo claramente del día en que me enteré que Sarah había desaparecido, pero no recuerdo absolutamente nada de aquella noche.

– Dinos lo que recuerdes, Joyce -dijo Leigh, tratando de no desanimarse-. Incluso lo que a ti te parezca inconexo puede ser importante.

– No sé lo que esperas sacar de todo esto, Leigh -intervino la señora Cooper.

Joyce ignoró el comentario de su madre y arrugó la frente tratando de recordar.

– Me acuerdo que siempre llevaba aquella estúpida manta roja a todas partes -dijo Joyce, riendo-. Era muy soñadora. Decía que era una alfombra voladora que iba a llevarla a muchos sitios exóticos.

– ¿Alguna vez habló de escaparse? -preguntó Wade.

– Siempre. Tenía libros de fotografías. Solía enseñarme los sitios a los que quería ir. No es que fuera infeliz en su casa, sólo tenía un espíritu muy aventurero. Le gustaban sitios como Hawai, Nueva York o Florida. Pero no creo que se escapara. Sólo teníamos siete años.

– ¿Recuerdas si habló de escaparse poco antes de desaparecer? -insistió Wade.

– No. Ni siquiera recuerdo que tuviera que dormir en mi casa aquella noche. Lo hacíamos tantas veces que no tengo un recuerdo claro. Sólo recuerdo que una mañana me levanté y mamá me dijo que había desaparecido. Nunca he logrado comprenderlo…

La voz de Joyce se apagó y se quedó en silencio.

– ¿Y usted, señora? ¿No recuerda algo más? -preguntó Leigh, aceptando que Joyce no podía proporcionarles más información.

Mary guardó silencio un momento, como si no quisiera contestar.

– Nada importante. Recuerdo que fui a ver cómo dormía Joyce y me pareció extraño que Sarah no estuviera con ella. Nunca planeábamos nada, pero siempre parecían encontrar la manera de estar juntas. Ojalá lo hubieran estado aquella noche.


Leigh estaba sentada en su porche disfrutando de la noche. La entrevista en casa de los Cooper había sido tan oscura como la noche sobre Kinley. Se preguntó si no estaban pasando por alto algo obvio o si una niña de siete años podía desaparecer por sus propios medios sin dejar ni rastro. Mientras más hablaban con la gente relacionada con el caso más inexplicable se hacía el misterio. Leigh frunció el ceño. Si alguien quería incriminar a Wade eso suponía que alguien muy cercano, un amigo o un vecino, era un loco peligroso. ¿No era una amenaza para toda la ciudad?

El sonido de unos pasos en la oscuridad hizo que el corazón le diera un vuelco. La silueta de un hombre apareció en la negrura. Al acercarse pudo ver que se trataba de Wade y respiró aliviada. Su cuerpo se relajó, pero su corazón comenzó a latir aún más deprisa.

– ¿Te importaría decirme qué haces sentada aquí a oscuras? Es una noche de lo más negra. Ni siquiera se ven las estrellas.

Wade tenía una voz rica en matices y profunda. Sin embargo, a Leigh le gustaba más la de antes cuando todavía conservaba el acento del sur. Se preguntó si la ausencia de acento se debía a que consideraba el sur como un mal recuerdo y si eso la incluía a ella.

– Sólo estaba pensando.

– ¿En mí? -preguntó él, sentándose a su lado y rozándole el muslo con la pierna.

Leigh sintió escalofríos. Se abrazó a sí misma aunque hacía calor. Deseó haber llevado encima algo más que unos pantalones cortos y una camiseta.

Asintió para que no supiera hasta qué punto le afectaba su proximidad.

– En ti, en Sarah y en que las piezas no encajan. Sigo creyendo que hay una pista clave para todas las respuestas. Pero, por ahora, no damos con ella.

Wade guardó un silencio desengañado. ¿Cuándo había comenzado todo aquello? ¿Cuándo se había vuelto Leigh tan seria, tan introspectiva? ¿Cuándo había dejado de hablarle de sus pinturas y de sus sueños para empezar a hablar de secuestros y misterios? ¿Y cuándo había empezado él a soñar despierto?

– Joyce dijo que Sarah hablaba mucho de escaparse.

Leigh asintió.

– Era una niña con espíritu aventurero que pensaba que el mundo debía ser algo más que Kinley. Quería viajar y conocerlo.

Se calló pensando en que ella había sido igual, pero no había cumplido sus sueños. Se preguntó si a Sarah le había sucedido lo mismo.

– Quizá no la raptaran delante de su casa -apuntó Wade-. ¿Y si decidió escaparse aquella noche? Pudo haberle dicho a Martha que iba a dormir con su prima, esconderse y aprovechar la noche para desaparecer sin ser vista.

– ¿Y entonces qué? Una niña de siete años no puede llegar muy lejos antes de aprender que escaparse no es tan fácil como parece.

– Es posible que procurara no llamar la atención.

– Muy bien. Supongámoslo. Pero no cambia nada el hecho de que no pudo llegar muy lejos por sus propios medios, de modo que el secuestrador sigue siendo alguien de Kinley. Y eso nos lleva otra vez al principio.

– Es una pesadilla, Leigh. Por alguna razón que no logro entender, soy el vínculo entre el secuestro de dos niñas inocentes. Incluso aunque no tuviera nada que ver, me siento responsable. Me estaba volviendo loco pensándolo en casa de mi madre y decidí unirme a la búsqueda de Lisa Farley. Cuando estaba en el bosque me encontré con Ben y Gary Foster. Me di cuenta de que no buscaban a Lisa, me observaban preguntándose qué haría yo allí. No se les ocurrió que la buscaba como todo el mundo. Pensaron que estaba borrando las pistas.

– No puedes estar tan seguro, Wade -protestó ella.

– Claro que estoy seguro. La gente de Kinley no se fía de mí y yo no me fío de ellos. ¡Demonios, Leigh! Ni siquiera confío completamente en ti y tú eres la única persona que me cree.

– Martha también te cree. Y Ena creía en ti.

– ¡Ah, Ena! -exclamó él, saboreando el nombre de su madre-. Es gracioso. Sólo la veía un par de veces al año, pero la echaba constantemente de menos. Nunca me había dado cuenta de lo importante que era para mí. Cuando la llamaba por teléfono me daba la impresión de que hablar conmigo era su tarea más importante. Era una mujer muy fuerte y segura de sí misma.

– Crió un hijo muy fuerte.

Wade rió, aunque lo que había dicho Leigh no tenía ninguna gracia.

– ¿Y por qué me afecta todo el cotilleo de la ciudad? ¿Y por qué tengo ganas de azotar a Burt y a los Foster?

– No seas tan duro contigo mismo, Wade. Hace años te hubieras peleado. Ahora eres un hombre maduro. Entonces eras muy impulsivo, hacías lo que querías sin importarte las consecuencias.

Wade pensó que acertaba y se equivocaba al mismo tiempo. Había madurado, pero el niño que había en su interior seguía viviendo y había algunos impulsos que no podía controlar. Unos impulsos que se encendían con el deseo que creía ver en sus ojos violetas, con la suavidad del cuerpo que tenía a su lado.

– ¿Quieres decir que hace años te habría besado si hubiera querido hacerlo?

Wade le puso una mano en el hombro y la hizo mirarle. Leigh le contempló sin hablar y él no vio nada que le disuadiera de besarla.

– Porque ahora mismo, siento grandes deseos de besarte.

Se abrazaron como atraídos por un imán. Sus alientos se entremezclaron, sus bocas se encontraron y sus lenguas se unieron con una urgencia apasionada. Wade le rozó los pezones y ella gimió de placer. Volvió a tocarla y Leigh cerró los ojos ante la oleada de placer ardiente que le traspasaba el cuerpo hasta concentrarse en el núcleo de su feminidad que ansiaba ser satisfecho.

Las manos de Wade le abarcaron los pechos y se sintió arder de deseo. La besó en el cuello, en la garganta, en la boca. Leigh volvió a sentirse como la adolescente que no había podido dominarse sobre la hierba hacía doce años. Se sentía como la mujer que nunca había dejado de amar a su primer amor.

Wade había deseado acariciarla desde el momento en que la había visto en el cementerio, pero no se había imaginado que pudiera ser tan ardiente. Su piel era más sedosa, sus curvas más plenas, su respuesta más apasionada. Se había endurecido aún antes de tocarla y notaba que perdía el control. Si no se detenía pronto, no sería capaz de parar. Pero no quería que aquella sensación cesara, no cuando hacía tanto tiempo que no la experimentaba.

– Invítame a tu casa -susurró.

Leigh asintió de inmediato. No podía negarse como no podía negar el deseo que sentía. ¿Por qué no lo había admitido antes? Wade se separó de ella y se puso en pie sujetándola contra él.

Subieron las escaleras hasta el dormitorio, pero Leigh sintió que una nube la transportaba. Sin embargo, al llegar a su habitación la colcha blanca y rosa hizo que se pusiera tensa. Ningún hombre había estado allí. Lo consideraba el santuario donde podía soñar despierta y en la intimidad. Le miró a los ojos y la tensión se esfumó. Al fin y al cabo, la mayoría de sus ensoñaciones habían tratado de él.

– Leigh, quiero que estés segura. No quiero que haya arrepentimientos esta vez.

– No me he arrepentido ni entonces ni ahora -dijo ella, poniéndose de puntillas para besarle.

Sus labios eran suaves y cálidos como el edredón que usaba en las noches de helada. También tenían aquella misma impresión de familiaridad. Dibujó sus contornos con la lengua sabiendo que el inferior era un poco más lleno. Wade profundizó el beso con un ansia que la dejó sin aliento y toda la habitación empezó a girar. De pronto estaban en la cama sin que Leigh pudiera decir cómo habían llegado hasta allí.

Sin embargo, sus manos parecían saber qué hacer con exactitud. Las dejó correr sobre su cuerpo, deslizándolas por la espalda y por las nalgas. Wade gimió y pasó las suyas sobre su vientre hasta alcanzar los pechos. Ella arqueó la espalda mientras sus pezones se adelantaban para darle la bienvenida.

Leigh alzó los brazos para ayudarle a que le quitara la camiseta. Luego Wade se sentó para despojarse de la suya mientras Leigh admiraba la perfección de su pecho desnudo. Wade Conner ya no era un chico sino un hombre.

Leigh se quitó el resto de la ropa hasta quedar desnuda y temblando de deseo. Wade dudó un momento, pero acabó de desnudarse y ella vio que su deseo era tan urgente como el suyo.

Cuando sus cuerpos se unieron sobre la cama, Leigh tuvo la impresión de que nunca se habían separado. Se abrazaron con ansia. Más tarde encontrarían tiempo para hacer el amor con calma. Wade era un amante considerado que procuraba dar tanto placer como recibía. Quería retardar el momento de entrar en ella, pero sentía que estallaba.

– Ahora, Wade -jadeó ella como si le hubiera leído el pensamiento-. No esperes más.

Antes de que acabara la frase ya estaba en su interior. Una alegría infinita que era todo sexo y a la vez no tenía nada que ver con él la llenó. Wade le introdujo la lengua en la boca y en aquel instante empezaron a moverse al unísono. Adoptaron un ritmo en perfecta sincronía, como si hubieran sido amantes durante doce años, como si estuvieran hechos el uno para el otro.

Leigh le había perdido. Sus años habían estado vacíos porque aquel hombre era el único que podía llenarlos. Algo extraño y maravilloso estalló en su interior y al mismo tiempo el cuerpo de Wade se convulsionó. Los ojos de Leigh se llenaron de lágrimas antes de regresar a la tierra. Wade sintió las lágrimas en sus propias mejillas.

– ¿Qué ocurre, Leigh? ¿Te he hecho daño?

Leigh estuvo a punto de echarse a reír ante lo absurdo de la pregunta. Wade la había transportado a un lugar en el que nunca había estado. ¿Pero cómo podía decirle que lloraba por todo lo que habían perdido y habían vuelto a encontrar? Acababan de redescubrirse y no quería poner una nota triste en el comienzo de su nueva relación.

– Sólo me siento feliz.

Wade sonrió y, al cabo de un momento, rodó hacia un lado.

– He deseado hacer esto desde el primer momento en que te vi -dijo él con una sonrisa triste.

– Yo también -confesó ella.

Estaba feliz porque al fin Wade lo había confesado, pero se sentía triste porque parecía que la verdad no le agradaba. Estaban abrazados, no porque la deseara conscientemente, sino porque no había podido refrenarse. Se dijo a sí misma que debía ser paciente. Quizá algún día la perdonara por el pasado y volviera a enamorarse de ella. Ella ya estaba segura de quererle. Siempre había sido así y así seguiría siendo. Sin embargo, era demasiado pronto para decírselo.

– Wade, no quiero remordimientos.

Wade guardó silencio porque sabía que los tendría más tarde. Mantener sus sentimientos a un nivel trivial mientras dormía al lado de Leigh no iba a ser fácil. Sabía que tenía que volver a poseerla. Peor no era el momento de decirle que no debía esperar demasiado de él. La besó y Leigh se quedó dormida entre sus brazos, más feliz de lo que había sido desde su adolescencia.

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