Capítulo cuatro

– ¡Leigh, espera! ¡Leigh! -llamó Everett a su espalda.

Leigh contuvo el impulso de acelerar el paso. Compuso una sonrisa de circunstancias y se dio la vuelta para esperarlo. En contra de lo que era habitual, Leigh había renunciado a sus vaqueros y se había puesto unos pantalones de color caqui y una blusa beige y roja de manga corta. Sabía, aunque no se atrevía a confesárselo, que la causa del cambio era la posibilidad de tropezarse con Wade.

Everett había apretado el paso para llegar a su lado. Le resbalaban las gafas sobre la nariz. Con el maletín en la mano y una camisa blanca parecía un ejecutivo, sólo que la corbata era demasiado corta. Leigh le gastaba a menudo bromas sobre su manera de vestir. Él se defendía diciendo que a los ciudadanos les gustaba que su contable pareciera un hombre de negocios. Sin embargo, aunque eran las ocho de la mañana, Everett ya tenía un aspecto desaliñado y tenso.

– ¡Uf! Pensé que nunca te alcanzaría. Deberías dejar que pasara a recogerte para ir a trabajar.

– Buenos días, Everett. Ya lo hemos discutido. No salgo a trabajar a la misma hora todos los días y, además, mi casa no te pilla de camino.

– No me importa desviarme unas cuantas manzanas para recogerte, Leigh.

– Lo sé y es muy amable de tu parte. Pero no tiene sentido que vengamos a trabajar juntos. Será mejor que nos conformemos con encontrarnos de vez en cuando.

Everett le gustaba. Era tan fiel y amable como un cachorro, pero sabía que la seguiría a todas partes si no le hablaba en tono cortante.

– Hace una mañana hermosa -comentó Everett.

Hasta ese momento, Leigh no se había dado cuenta, ocupada como estaba en borrar los recuerdos de la noche anterior. Un sueño inquieto le había dejado unas ojeras pronunciadas. Había empleado un tiempo desacostumbrado intentando camuflarlas con el maquillaje.

– Una de las pegas de vivir en el sur es que te habitúas a esta clase de cosas. Tenemos tantas mañanas hermosas que acaban por parecemos normales.

– También hizo una bonita noche ayer, ¿no opinas lo mismo, Leigh? -aventuró él.

– Sí, muy bonito -dijo ella, negándose a sacar el nombre de Wade en la conversación.

– Me sorprendió mucho verte en compañía de Wade Conner. Creí que el asunto del secuestro te había apartado de él hacía tiempo.

Leigh se encaró con Everett. Los ojos violeta brillaban peligrosamente.

– Wade no secuestró a nadie. ¿Te enteras? Todo eso no son más que mentiras. Es un hombre decente que no se merece que le traten de esa manera.

Everett dio un paso atrás. Tenía la expresión de un niño al que acabaran de castigar.

– ¡Bueno, bueno! Sólo repetía lo que todo el mundo ha estado comentando durante años. No quería que te enfadaras.

– Pues lo has conseguido, Everett -dijo ella, esforzándose por mantener el control de sí misma-. De todas formas, yo tampoco tengo derecho a tratarte así. Pero recuerda que ni siquiera lo acusaron oficialmente y la ciudad todavía le trata como si fuera un criminal.

En el rostro de Everett se tensó un músculo mientras torcía la boca.

– Parece que te preocupas mucho por él.

– Everett, Wade forma parte de mi pasado -dijo ella ateniéndose a la cantinela que no había dejado de repetirse desde que se había levantado-. Ya no le conozco. Anoche fui a su casa porque Ena quería que yo conservase algunas cosas suyas. Eso no significa nada. Pero admito que me molesta que lo traten tan injustamente.

– ¿Me perdonas?

Leigh le sonrió. Se cogió de su brazo y echó a andar hacia el centro de Kinley.

– Vamos, señor contable. Llegaremos tarde si no nos damos prisa.


Los días pasaron con lentitud, sin diferenciarse de los años anteriores. La única diferencia consistía en que Leigh esperaba que cada cliente que entraba en el almacén fuera Wade. Cuando llegó el domingo y la tradicional cena en casa de Grace Hampton, se sintió aliviada de estar lejos de la tienda y de los recuerdos de Wade. Había pensado en él y en el beso ardiente y fugaz demasiado y creía que necesitaba unas vacaciones mentales.

– ¿Cuándo nos vas a contar qué tal te fue en la cena con Wade Conner? -preguntó Ashley.

Grace se sobresaltó y Leigh lanzó a su hermana una mirada asesina. Ashley no podía haber elegido un momento más inoportuno. Toda la familia se reunía los domingos para cenar en casa de Grace y comentar los acontecimientos de la semana. El marido de Ashley y sus dos hijos, Drew y su novia, ella y Grace mantenían conversaciones animadas y simultáneas en la mesa. Los momentos de silencio eran raros, pero Ashley había arrojado su bomba en el más adecuado. Todos miraron a Leigh que no podía quitar los ojos de su madre.

– ¿Has cenado con Wade Conner? -preguntó Grace con la cara lívida.

Grace Hampton siempre había tenido la habilidad de hacerla sentir culpable con una sola mirada. A menudo servía para que Leigh se pusiera a la defensiva, como ocurrió en aquella ocasión.

– Sí, madre -contestó Leigh, nerviosa-. Ena me dejó un tapete de encaje que a mí me gustaba mucho. Wade me invitó a cenar para dármelo.

– Eso no significa que tuvieras que aceptar.

La voz de su madre rezumaba toda la soberbia y el esnobismo que había caracterizado a Drew Hampton Tercero cuando hablaba de Wade. Grace siempre había vivido a la sombra de su marido, pero se había transformado en una mujer fuerte tras su muerte.

– Me invitó y no hubiera sido de buen tono rehusar. Además tienes razón, no significa nada. Ni siquiera le he visto después de la cena.

– Tu madre tiene razón, Leigh. No deberías haber cenado con un hombre como Wade Conner -apuntó el marido de Ashley.

Burt Tucker, el jefe de policía de Kinley, tenía dos metros de altura y pesaba bastante más de lo necesario gracias a la cocina de Ashley. No carecía de atractivo a pesar de que el pelo había comenzado a caérsele. Pero a Leigh no le habían gustado nunca los hombres tan corpulentos.

– Vamos, Leigh. Cuéntanos.

La voz de Ashley era melosa, pero a Leigh le hubiera gustado estrangularla allí mismo. Se preguntó cómo haría Burt para soportarla.

– ¿Pretendes que nos creamos que cenar con el atractivo y famoso Wade Conner no es nada? ¿De verdad no tienes nada que contarnos?

– Sí, como dónde enterró el cuerpo -preguntó Michael.

Leigh cerró los ojos. Su sobrino Michael tenía diez años y su hermana July doce. Le costaba trabajo creer que sus padres no le reprendieran por tratar de esa manera a un hombre del que no se había probado ningún crimen. Sin embargo, July intervino.

– Sabes que no debes repetir rumores. Papá siempre dice que no hay que creer todo lo que se oye.

– ¿Y qué has oído tú, July? -preguntó Leigh sin poder contenerse.

– Solo que Conner raptó a una niña y luego la enterró -se apresuró a contestar Michael.

Leigh miró a Ashley y luego a Burt esperando que alguno de los dos corrigiera a su hijo. Ninguno habló. Cuando se dio cuenta de que nadie pensaba hacerlo, se aventuró a negar ella misma el rumor.

– Cariño, tu hermana tiene razón. No puedes creer todo lo que oyes. Es cierto que raptaron a una niña, pero no sabemos si la mataron porque nunca pudimos encontrarla. Y en cuanto al señor Conner… el jefe de policía, el que había antes que vuestro padre, nunca presentó cargos contra él. Cuando seáis mayores comprenderéis que todo el mundo es inocente hasta que no se demuestre lo contrario, aunque haya sido arrestado. Así funcionan las leyes en nuestro país, ¿No es cierto, Burt? -preguntó Leigh, mirándolo con dureza.

– Por supuesto. Pero también aprenderéis que los buenos no siempre atrapan al culpable.

Los dos niños se quedaron perplejos, como si se enfrentaran a un complicado rompecabezas. Grace miró a su hija sin disimular su desaprobación.

– No os preocupéis, pequeños -le dijo a sus nietos-. Ese hombre sólo ha venido a los funerales de su madre y se irá pronto de la ciudad.

– Me parece que no va a marcharse pronto -dijo Leigh que sabía que tarde o temprano la noticia recorrería todo Kinley-. Ha decidido quedarse indefinidamente.

– ¿Qué? -dijeron al unísono Ashley y su madre.

– Que va a quedarse. Me lo dijo esa noche.

– Eso es una solemne tontería. Nadie en Kinley quiere que se quede -sentenció su madre sin dejar de mirarla-. Espero que esto no tenga nada que ver contigo, Leigh.

– ¿Y por qué tendría que ver conmigo?

– ¿Y por qué no dejamos el tema de Wade Conner? -intervino Drew-. Será mejor que quitemos la mesa entre todos. ¿No os habéis fijado el trabajo que dan ocho personas?

Leigh sintió ganas de besarle por haber acudido a su rescate. La novia de Drew, Amy, una rubia que había asistido a la conversación con incomodidad evidente, se apresuró a levantarse y ponerse a ayudarle. Leigh se les unió.

– El último en retirar su plato friega todo -anunció Drew, provocando que los niños se apresuraran con sus cubiertos.


– Sabes de sobra que no podrás evitar el tema siempre -le sermoneó su hermana cuando acabaron de fregar los platos.

La familia se había dispersado. Leigh se hallaba contemplando los rosales de su madre mientras meditaba sobre lo injusto del tratamiento que su familia deparaba a Wade.

– Y tú sabes de sobra que sacar el tema ha sido un golpe bajo -replicó ella, apartando la mirada.

Todavía hervía de furia. No quería que su hermana se diera cuenta de sus sentimientos.

– Pero, cariño, sólo ha sido una pregunta inocente. ¿Cómo va a ser un golpe bajo?

– No te molestes en fingir, Ashley. Querías molestarme delante de todos.

– ¡Vamos! Sólo quería averiguar si había noticias sobre Conner.

– ¿Por qué no quieres creer que no hubo nada? Cenamos. Me dio el tapete de Ena y me acompañó a casa. Punto. Ni siquiera me ha llamado desde entonces.

– ¿No intentó propasarse contigo?-preguntó Ashley en un susurro.

– Quizá fuera yo la que intentó propasarse con él.

Ashley se quedó visiblemente sorprendida. Leigh le dio la espalda y echó a andar hacia la casa. En aquella casa había pasado su infancia. Ellos eran su familia. Sin embargo, en aquel momento sólo quería escapar a su presencia asfixiante.


Mientras Leigh corría, una pátina de sudor se formó sobre su frente y sus cabellos, recogidos en una coleta, se soltaron. Pero a Leigh no le importaba su aspecto. Corría como si una bestia peligrosa la persiguiera y, en esa ocasión, no se trataba del pasado. El presente se había convertido en una amenaza. Aquella misma mañana había oído que otra pequeña había sido secuestrada. Jadeaba cuando llegó ante la puerta de Wade. Llamó con fuerza.

– Abre la puerta, Wade -gritó volviendo a llamar.

Unas manzanas calle abajo se había formado un grupo de gente que la observaba con la hostilidad reflejada en los rostros. Ya habían encontrado un culpable. Leigh tenía que avisar a Wade antes de que fuera demasiado tarde. Alzó el puño para llamar otra vez pero en ese instante se abrió la puerta.

– ¡Pero qué…!

Wade apareció en el quicio de la entrada. Se quedó sorprendido. Pero Leigh estaba demasiado alterada para fijarse en los pantalones de gimnasia que llevaba o en el vello rizado que le cubría el pecho musculoso. Si no hubiera estado tan nerviosa se habría dado cuenta de que Wade tenía el pelo revuelto y los ojos somnolientos de quien acaba de levantarse.

Entró en la casa sin esperar a que la invitara y cerró la puerta detrás de ella. Era una actitud inusual en una mujer que había sido educada en las buenas maneras y en los modales refinados del sur.

– ¿Pero qué ocurre? Son las nueve de la mañana, Leigh. No todos nos levantamos a la misma hora que tú -dijo él, intentando despertarse del todo.

No la había llamado desde la noche de la cena, pero eso no quería decir que no hubiera pensado en ella, casi no le había dejado dormir. Era en la quietud de la noche cuando la rabia que sentía no le impedía ver su rostro adorable y su cuerpo delicioso. Y era entonces cuando se imaginaba que hacía el amor con ella como una noche hacía mucho tiempo. Por la mañana, se despertaba odiándose a sí mismo pero odiando a Leigh todavía más. Se sintió irritado nada más verla. Pero al momento, leyó en su cara las huellas del miedo y la desesperación y se alarmó. Sus manos subieron automáticamente a los hombros de Leigh para reconfortarla.

– ¿Qué va mal? Cálmate y cuéntamelo.

Leigh se mordió los labios y lo miró a los ojos. Wade no exhibía la menor traza de la desconfianza y el desafío que había mostrado en su último encuentro. Tenía un aspecto preocupado, como si deseara ayudarla. Pero era él el que necesitaba ayuda.

– ¡Wade! Ha desaparecido una niña pequeña.

Wade se puso pálido y tragó saliva. Si Leigh hubiera albergado alguna duda respecto a él, aquella reacción habría bastado para convencerla de su inocencia.

– ¿Quién es?

– Se llama Lisa Farley y tiene ocho años. Sucedió anoche alrededor de las diez. Tenía que haber pasado la noche en casa de una amiga pero, por lo visto, las niñas se pelearon y Lisa decidió volver a su casa andando. No llegó.

Wade la soltó. Sólo entonces se dio cuenta Leigh que la había agarrado tan fuerte que le dejaría marcas. Pero estaba demasiado preocupada pensando en cómo enfrentarse a las acusaciones que inevitablemente le iban a hacer a Wade como para darles importancia. Sin embargo, los pensamientos de Wade iban en otra dirección.

Era increíble que en una ciudad tan apacible como Kinley hubiera dos desapariciones aunque entre ellas mediaran once años. Lo más probable era que Lisa hubiera ido a su casa la noche anterior y al encontrar la puerta cerrada, hubiera pasado la noche en casa de algún vecino. El mal no podía golpear dos veces en una ciudad sureña que rezumaba el encanto de las magnolias. Pero sabía que Leigh tenía razón, debía hacer todo lo que estuviera en su mano para ayudar. Dio media vuelta y se dirigió a la puerta pero las palabras de Leigh le detuvieron.

– ¿Adónde vas?

Wade la miró preguntándose cómo era posible que no entendiera sus motivos. ¿Acaso creía que iba a quedarse con los brazos cruzados en una situación en la que cada minuto contaba?

– Deben de estar organizando partidas de búsqueda. Quiero unirme a ellos.

– No puedes -dijo ella reteniéndolo-. ¿No lo comprendes, Wade? La mitad de la ciudad cree que tú lo hiciste.

– ¿Yo? -preguntó él sin poder ocultar su sorpresa y entonces la máscara que Leigh tanto odiaba veló su cara.

De repente lo veía todo claro. El sentimiento de culpa por haberle dejado en la estancada hacía once años la había llevado a su casa aquella mañana. Retiró sus manos de las de ella como si quemaran, en sus labios apareció una mueca de amargura. Durante un momento había olvidado dónde se encontraba y lo que pensaba de él. Incluso había olvidado que Leigh había sido quien había hecho posible que toda la ciudad lo considerara un criminal. Se daba cuenta de que había ido a avisarle para hacer las paces, pero ya no se dejaría engañar. Deseó no haber regresado a Kinley nunca.

– ¿Por qué no lo he pensado? ¡Dios! Hay cosas que nunca cambian. He sido un estúpido al pensar que podía volver sin tener que enfrentarme al pasado.

– Dejemos el pasado, Wade -dijo ella, sabiendo que era imperioso que la escuchara-. Los Farley vinieron a vivir aquí después de que tú te fueras. Viven en esta misma calle, a cinco casas de ti.

– Una niña desaparece y la gente piensa que yo la he secuestrado en vez de tratar de averiguar lo que ha sucedido. Lo peor de todo es que ni siquiera puedo ayudar a buscarla.

– He oído que el jefe de policía va a venir a hablar contigo -le informó ella, haciendo un esfuerzo para soportar la amargura y el rechazo.

– Es un consuelo. Por lo menos le gusto al jefe Cooper.

– El jefe Cooper murió de un infarto hace un par de años. Ahora es el jefe Tucker.

– ¿Burt Tucker?

Wade se arrepintió de no haber querido saber nada de Kinley durante tantos años, aunque saber que Tucker era el jefe de la policía no hubiera cambiado la animosidad que existía entre ellos. Ya en el instituto había mostrado unos celos irracionales hacia Wade por causa de Ashley. Aunque a él no le había interesado, ella había dejado bien claro que aceptaría cualquier intento de aproximación de Wade.

– Si es el mismo Tucker que yo recuerdo, estoy seguro de que se mostrará dispuesto a creer lo peor de mí.

Leigh dio un paso hacia él. Quería decirle que estaba de su lado, que sentía mucho haberlo dejado alguna vez.

– Nadie te ha acusado todavía.

Unos ojos grises se clavaron en ella. Fue un momento que Leigh recordaría hasta el fin de su vida porque toda la situación se redujo a los términos más simples. Eran un hombre y una mujer que habían desconfiado el uno del otro durante mucho tiempo, ahora él quería que fuera sincera.

– ¿Y tú, Leigh? ¿Crees que lo he hecho yo?

Leigh vio en sus ojos la vulnerabilidad y el desafío. Wade jamás admitiría lo importante que para él era su respuesta.

– Por supuesto que no. ¿Piensas que hubiera venido?

– ¿Por qué has venido?

– Quiero ayudarte.

Wade tuvo la vaga sensación de que algo fallaba, había algo en todo aquello que no tenía sentido.

– ¿Y por qué iba a necesitar tu ayuda?

– Si lo piensas un momento te parecerá obvio. Una niña desaparece y a continuación tú te vas de la ciudad. Al cabo de doce años regresas y desaparece otra.

Leigh hizo una pausa. Sentía la pasión que dominaba su voz, la dilatación de sus senos.

– ¿Qué tratas de decirme? -preguntó él, aturdido.

– Está claro. Alguien intenta comprometerte. Debemos averiguar de quién se trata.

Wade se pasó una mano por la cara. Él era un hombre que escribía para ganarse la vida, pero hacía diez minutos que tenía la sensación de vivir la escena de una novela. En la vida real no ocurrían aquellas cosas.

– A mí me parece una locura. Si en Kinley vive un loco de atar, ¿por qué iba a esperar doce años para golpear otra vez? Ya sé que hay mucha gente a la que no le gusto pero, ¿qué ganarían con incriminarme? No le veo el sentido.

– Ya sé que no, pero no hay ninguna otra explicación.

– Quizá sea una coincidencia. Alguien intenta hacerte cargar con las culpas. Lo sé, Wade. Lo presiento.

Las palabras inflamadas de Leigh tocaron una fibra sensible en el corazón de Wade. Dejó a un lado su desconfianza en ella. Sentía el impulso de acariciarla y apartarle de la frente sudorosa los cabellos sueltos. Ella parecía una leona dispuesta a defender sus cachorros. Wade si dio cuenta de que era a él a quien defendía. Deseaba creer que podía contar con ella, pero no podía evitar preguntarse por lo que la motivaba. Quizá no fuera su enemiga, pero no estaba dispuesta a considerarla su amiga. Se había equivocado una vez y no estaba dispuesto a volver a pagar un precio tan alto.

Unos golpes fuertes resonaron en la puerta. El lazo invisible que se había formado entre ellos desapareció.

– Tiene que ser Burt -dijo ella.

Wade erigió de nuevo sus defensas contra ella y contra todo Kinley. Abrió la puerta. Aunque no era un hombre pequeño, Burt le sacaba la cabeza y pesaba veinte kilos más. Había sido el clásico matón de la escuela, pero se había convertido en la ley de la ciudad. Le dirigió a Wade una sonrisa carente de alegría.

– Te daré tres oportunidades de que adivines el motivo de mi visita, Wade. Pero creo que te bastará con una -gruñó como si la situación le pareciera divertida.

– Yo también me alegro de verte, Burt. Pasa.

Era una ironía que en el sur los antagonistas se trataran por el nombre de pila. Había habido animosidad entre ellos desde los tiempos de la escuela. Después, Burt le había retado a una pelea consumido por los celos. Wade se había marchado sin levantar una mano, pero Burt se lo había tomado como un insulto, le había parecido una manera de decir que no merecía la pena pelearse por Ashley.

Burt entró en la casa. Leigh apareció ante él con el gesto desafiante y el pelo revuelto. Burt masculló una maldición.

– ¿Qué demonios haces aquí, Leigh?

– Buenos días, Burt -saludó ella, tratando de ignorar el disgusto de él y su propia irritación.

Burt pensaba que ser el representante de la ley le daba derecho a expresar su opinión sobre los asuntos de todo el mundo incluidos los de ella.

– Le contaba a Wade lo que ha sucedido con Lisa Farley.

Burt sonrió torcidamente, como si sospechara que Wade ya sabía lo que le había sucedido a la pequeña.

– Bien, ahora que se lo has contado quiero que te vayas -ordenó el policía.

Casi todo lo que Burt decía era una orden. Leigh pensó en discutirle porque no era asunto suyo pero miró a Wade.

– ¿Tú también quieres que me vaya?

– Eso depende de ti.

La respuesta no aclaró sus dudas. Sin embargo, ya lo había abandonado en una ocasión y no tenía intención de repetirlo.

– Entonces me quedaré.

Burt se acomodó en una de las sillas del comedor como si se preparara para una larga charla.

– Tengo todo el día, Wade. En este momento es contigo con quien tengo que hablar.

Wade ignoró la acusación implícita en el tono del policía y se dirigió al baño.

– ¿Y qué significa eso, Burt? -preguntó ella en cuanto Wade cerró la puerta-. No tienes todo el día. Una niña ha desaparecido y un lunático anda suelto.

– ¿Y qué hace aquí una chica tan lista como tú? ¿Qué diría tu madre si lo supiera? Tiene razón, Wade Conner no es una buena persona.

Leigh se llevó las manos a las caderas. Había algo en la forma en que Burt llevaba sus asuntos que la había inquietado desde pequeña.

– Ahórrame el sermón. En todo caso sería yo la que debería sermonearte. Si conocieras sólo un poco a Wade no estarías perdiendo el tiempo aquí. Deberías estar averiguando lo que le ha pasado a la niña.

– Estoy tratando de averiguarlo. Creo que Wade puede ayudarme en mis conjeturas. ¿Por qué estás tan segura de que no estoy tras la buena pista? ¿Olvidas lo que le pasó a Sarah Culpepper hace doce años?

– Nunca podré olvidarlo. Sé que Wade no tuvo nada que ver porque estaba conmigo aquella noche. Mis padres se habían ido de la ciudad y yo me escapé para estar con él. Volví a casa entre las tres y las cuatro de la madrugada. No pudo hacerlo.

El velo que había ocultado su secreto durante años había caído al fin. Hubo un largo silencio. Cuando Burt habló, sus palabras rezumaron desconfianza.

– Wade puede cuidarse de sí mismo sin que tú intervengas.

– Es la verdad, Burt -dijo ella sorprendida de que no la creyera-. No me inventaría nunca algo así.

– Los recuerdos se enturbian con el paso de los años -replicó el policía en el mismo momento en que Wade entraba en el comedor.

– ¿Qué se enturbia? -preguntó Wade, mirando a los dos parientes.

Burt hizo un gesto para expresar que lo que había dicho Leigh no merecía la pena de repetirse.

– Leigh se empeña en que estaba contigo la noche en que raptaron a Sarah Culpepper.

Wade le clavó una mirada y vio que estaba desesperada porque Burt no la creía. Quizá la malinterpretaba y estaba desesperada porque necesitaba su perdón. Años atrás, esa confesión hubiera significado todo para él. Habría significado que ella no se avergonzaba de lo que habían compartido. Pero ya no significaba absolutamente nada.

– Creí que querías hablar de Lisa Farley -dijo Wade.

No podía dejar que el pasado volviera. Sabía que Burt quería inculparle por la desaparición de la niña y necesitaba tener la mente clara. Se sentía irritado. ¿Qué derecho tenía Burt a sospechar de él? ¿Qué derecho tenía la gente de Kinley de tratarle como si fuera un criminal?

– Será mejor que acabemos pronto porque se me está agotando la paciencia, Burt. No pienso servir de cabeza de turco otra vez.

Leigh se sentía desengañada. Wade casi no la había mirado desde que había salido del baño. ¿No se daba cuenta de que ella era su coartada y que aquella vez no estaba dispuesta a abandonarle? Ella era su aliada y no tenía dificultad en saber lo que estaba pensando Burt.

– Como ya he dicho antes, será mejor que la chica se vaya -dijo Burt, levantando la ira de Leigh.

– Pienso quedarme -replicó ella, sentándose cerca de Wade.

Para él era obvio que los dos parientes no se llevaban bien. Tenía la sospecha de que una de las razones que ella tenía para quedarse era provocar a Burt. El jefe de policía clavó sus ojos en Wade como solía hacerlo cuando quería intimidar a la gente.

– Hay una niña desaparecida y da la casualidad de que vive en tu misma calle. Quiero saber con exactitud lo que hiciste anoche. A qué hora cenaste, a qué hora te acostaste. Quiero que me cuentes todo.

Wade cruzó los brazos sobre le pecho. Una expresión ofendida y disgustada apareció en su rostro.

– Eso parece una acusación en toda regla, Burt. ¿Por qué quieres saber todo lo que hice anoche?

– Puedes pensar lo que quieras. Soy el jefe de policía de una ciudad tranquila y respetuosa de la ley y de pronto desaparece una niña. La última vez que sucedió lo mismo fue la última vez que tú estabas aquí. Incluso el más estúpido puede imaginar por qué te hago estas preguntas. No creo que tú esas un estúpido.

Los dos hombres se midieron con la mirada por encima de la mesa. Su antagonismo era palpable. Leigh rompió el silencio descargando un palmetazo sobre la mesa y atrayendo su atención.

– Eso es una estupidez, Burt. El jefe Cooper habría arrestado a Wade si hubiera habido la menor prueba en su contra. ¿Nunca has pensado que no fue así porque no tuvo nada que ver con el secuestro de la pequeña Sarah?

– Ahora no hablamos de Sarah sino de Lisa Farley. Si continúas interfiriendo en mi investigación voy a pedirte que te vayas. Y esta vez, no aceptaré un no por repuesta. Ha desaparecido una niña y pretendo averiguar lo que le ha sucedido.

– Pero Wade no ha tenido nada que ver -insistió ella, ignorando el tono autoritario de su cuñado.

– Si es verdad, no tendrá objeción en responder a mis preguntas. Sólo hago mi trabajo.

– Burt tiene razón -intervino Wade.

Se sentía irritado porque ella había adoptado el papel de su defensora doce años tarde. Tenía que colaborar en la investigación por mucho que le molestara. Luego podría olvidarse de la estúpida idea de quedarse en Kinley y marcharse de aquella ciudad dejada de la mano de Dios.

– No tengo nada que ocultar y quiero saber lo que le ha pasado a Lisa, como todo el mundo. ¿Qué quieres saber, Burt?


Una hora más tarde, Wade acompañó a Burt a la puerta. Leigh se quedó en el comedor meditando sobre la discusión que habían mantenido. Lo único que había habido en común era la mutua desconfianza. Burt había aprovechado todas las ocasiones para introducir acusaciones veladas en sus preguntas, Wade las había ignorado metódicamente. Sin embargo, le había prestado toda su colaboración y sus respuestas habían sido inocentes. El problema era que carecía de coartada. Ella estaba segura de que Burt no el había creído que se había pasado toda la noche frente a un ordenador sin escribir una sola palabra.

– Espero que encuentres a tu hombre, Burt -dijo Wade.

Burt entrecerró los ojos y lo miró de arriba abajo.

– No te quepa la menor duda, Wade.

– No te ha creído ni una palabra -dijo Leigh cuando se cerró la puerta.

Wade se apoyó en la puerta y consideró su decisión de cooperar. Quizá debería haber exigido que hubiera un abogado presente durante la discusión. Todo era una locura. No había hecho nada excepto volver a Kinley para el funeral de su madre. No obstante, comenzaba a ver claro que las cosas se podrían muy mal para él si Lisa Farley no aparecía.

Se sentía cansado y furioso. Su corazón le decía que no podía confiar en Leigh a pesar de que ella se mostraba ansiosa de ayudarle. Ella llevaba un vestido azul que resaltaba el violeta de sus ojos y la hacía parecer aún más hermosa. Se mordía el labio en lo que parecía ser un gesto de preocupación ausente. No era momento de pensar en qué aspecto tendría en la cama, con los labios hinchados por sus besos y los dedos enredados en sus cabellos pero la imagen apareció en su mente. Leigh era tan inconsciente de su atractivo que hubiera sido una locura no desearla.

Volvió a pensar en la manera en que se había enfrentado a Burt para proporcionarle la coartada que hubiera necesitado doce años antes, pero no le produjo satisfacción. Comenzó a subir las escaleras. Se detuvo a mitad de camino y la miró haciendo un esfuerzo para que el dolor que veía en su cara no le afectara.

– Vuelve a tu trabajo, Leigh -dijo con dureza-. Hace doce años necesité tu ayuda, ahora no.

Leigh se quedó sola durante varios minutos completamente perpleja antes de poder salir de aquella casa.

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