Capítulo catorce

Spencer miró severamente a su amigo. Era un hombre alto, rubio y atractivo. Parecía un surfista californiano, pero era inteligente y agudo. Wade sabía que estaba muy ocupado en su bufete pero había tomado el primer avión a Charleston en cuanto se había enterado.

Los dos amigos estaban sentados en el cenador de la casa de Ena bebiendo una cerveza que no conseguía relajarles.

– Será mejor que me cuentes cómo te has metido en este lío -dijo Spencer con una voz sorprendentemente suave-. Y te aseguro que es un lío colosal.

– Dímelo a mí. Pero antes quiero darte las gracias. No soportaba la idea de pasar una noche en la cárcel. Y, ahora que lo pienso, no me has contado cómo has conseguido persuadir a Burt de que me soltara.

Spencer hizo un gesto con la mano como si quisiera indicar que era lo menos que podía hacer.

– No ha sido persuasión exactamente. Yo le llamaría amenaza. Sus evidencias no podían sostenerse ante un jurado y él lo sabía. Le dije que le entablaría un pleito por arresto ilegal si no encontraba a alguien que pudiera fijar una fianza rápidamente. Una hora después estabas libre.

– ¿Pero no limpio? -preguntó sabiendo que Spencer se guardaba algo.

– Puede que tenga algo más que una simple huella. El buen hombre dice que tiene un testigo visual.

– ¡Imposible! ¿Cómo puede tener un testigo de un crimen que no he cometido?

– No es un testigo del crimen. Se trata de alguien que jurará haberte visto con la niña antes de que desapareciera.

– Un momento. ¿Hablas de Sarah Culpepper o de Lisa Farley?

Wade había admitido que había estado ayudando a Sarah con su bicicleta, pero ni siquiera conocía a la otra niña.

– De Lisa Farley. ¿Hay más de una?

Wade asintió. Aquello aclaraba todas sus dudas. Alguien estaba decidido a incriminarle. Meditó un instante sobre cómo contarle a su amigo los acontecimientos que había amortajado su pasado y se decidió por una versión abreviada.

– Sarah fue asesinada hace años cuando todos pensábamos que la habían secuestrado. Me culparon a mí, pero no había pruebas. Al final, me fui de la ciudad. Encontraron su esqueleto hace unos días.

– El estiércol se hace más profundo -dijo Spencer-. Supongo que tampoco tendrás una coartada para ese crimen.

– La verdad es que sí.

No quería desvelar su pasado, pero no era el momento de andarse con rodeos y secretos. Si Spencer tenía que hacer una defensa eficiente, necesitaba todos los datos.

– Su nombre es Leigh Hampton. Estaba con ella la noche en que secuestraron a la primera de las niñas.

– ¡Ah! -exclamó el abogado que había hecho sus propias deducciones-. Supongo que ella será la protagonista central de este misterio.

– Es una manera de decirlo. Hemos estado investigando para tratar de averiguar lo que sucedió hace doce años.

Spencer terminó su cerveza y se levantó. Wade parpadeó para asegurarse de que no alucinaba. Un momento antes, Spencer parecía necesitar un buen descanso. El Spencer que tenía delante se había revitalizado.

– Bien, ¿a qué esperamos?

– ¿A qué te refieres? -preguntó Wade, receloso del repentino cambio de humor de su amigo.

– Quiero saberlo todo sobre esos secuestros y tres cabezas piensan mejor que una. Vamos a visitar a tu amiga Leigh Hampton.

– No es tan sencillo -dijo Wade con los ojos fijos en la mesa.

Cuando vio que Wade no se explicaba, Spencer volvió a sentarse. Puso los codos sobre la mesa y alzó las cejas dispuesto a escuchar.

– ¿Por qué no? ¿Acaso no está de nuestro lado?

– No es eso.

Wade pensó que Leigh había estado de su parte desde que la había visto en el cementerio. Entonces le había ofrecido su compasión. Luego se había ofrecido a sí misma. Y Spencer quería pedirle apoyo.

– Entonces, ¿qué es? -insistió Spencer.

Wade se preguntaba cómo decirle a su amigo que no se quiere a una mujer que se mantiene a tu lado por un sentimiento de culpabilidad. Le echó un vistazo a su reloj y vio que eran casi las seis de la tarde.

– Nada. Trabaja cerca de aquí. Vamos.


Leigh estaba nerviosa. La gente de Kinley sabía que tenía que cerrar a las seis, pero no hacían demasiado caso y se demoraban hasta, última hora. Ya eran las seis y cuarto y habían sonado las campanillas anunciando la llegada de otro cliente.

– Hemos cerrado.

Alzó la vista y se encontró a Wade en compañía de otro hombre. Estaba segura de que debía ser Spencer Cunningham.

– ¿Te importa si te esperamos? -preguntó Wade.

En la caja registradora había tres personas mayores. Los tres miraron con expresión de desagrado a Wade.

– Hola -dijo Leigh, ignorándolos.

Todos los clientes se habían callado, pero las sospechas llenaban el aire. Leigh les dirigió un gesto de disculpa cuando despachó al último cliente.

– Dime que no te has fugado -bromeó ella.

Wade intentó sonreír sin conseguirlo. Parecía que la estancia en la celda le había dejado exhausto.

– Nada de eso. Se lo debo al mejor abogado de Nueva York. Leigh, quiero que conozcas a Spencer Cunningham.

Leigh le habría reconocido sin la presentación. Se veía a las claras que no era de Kinley y llevaba la determinación y la inteligencia escritas en el rostro.

– Creía que eras abogado, no que hacías milagros. ¿Cómo has convencido a Burt para que lo soltara?

– Digamos que utilicé un poco de persuasión legal -bromeó Spencer mientras le estrechaba la mano.

– ¿Ha terminado todo?

Spencer hizo un gesto negativo. Leigh se sintió tan frustrada que dio un zapatazo contra el suelo.

– Es como para volverse loca. No pudo creer que Burt haya presentado cargos con una evidencia tan débil. La huella de unos pies semanas después del suceso. ¿Es legal?

– Puede que tenga algo más que la huella de un pie -dijo Wade-. Burt afirma que tiene un testigo.

– ¡Imposible! -exclamó Leigh.

– No vamos a resolver nada hablando aquí. Me gustaría que me dierais todos los detalles posibles, pero estoy seguro de que debe haber un sitio más cómodo que la tienda.

– ¡Oh! Lo siento. Podemos ir a mi casa -invitó ella.

– Esperaba que lo dijeras -bromeó Spencer.

Leigh cerró la tienda mientras trataba de combatir la desesperación que amenazaba con dominarla. Unos minutos después, estaban instalados en el salón de Leigh frente a una pizza que ella misma había preparado. Ella deseaba cogerle la mano para confortarle, pero Wade se había instalado lo más lejos posible.

– Empezad cuando queráis -dijo Spencer.

Comenzaron la historia con la fatídica noche en que Sarah había desaparecido y la acabaron con la detención de Wade. Debido a que Spencer necesitaba toda la información que pudiera recopilar para preparar la defensa sólo omitieron los detalles más personales. Cuando terminaron, habían transcurrido varias horas.

– ¿Eso es todo? -preguntó el abogado.

– Sólo falta añadir que soy una detective pésima. Nos engañamos a nosotros mismos al pensar que podíamos encontrar la pista de algo sucedido hace tanto tiempo. Lo único nuevo que hemos averiguado es que Sarah llevaba una manta roja a todas partes y que Abe Hooper estaba empeñado en que había sido testigo de su secuestro. Pero ha muerto y, de todas maneras, su palabra no gozaba de credibilidad.

– No seas tan dura contigo misma. Lo sucedido no es culpa tuya.

– Yo no estoy tan segura. No fue tu futuro el que eché a perder -dijo ella, mirando a Wade.

– No fue culpa tuya -afirmó él, sorprendido al ver que creía en lo que decía.

Leigh lo miró como si estuvieran a solas. Llevaba años esperando oír esas palabras de sus labios. Pero ya no podía aceptarlas.

– Si hubiera hablado entonces, nada de esto habría sucedido. Quizá Sarah no hubiera muerto, ni Lisa habría desaparecido, ni tú habrías sido acusado.

– No pienses eso -dijo Wade volviendo a sorprenderse-. Creo en el destino. No importa lo que hubieras hecho, esto habría pasado igualmente.

– ¿Lo dices de verdad? -preguntó ella sin atreverse a creerle.

Spencer carraspeó para llamar su atención.

– Siento interrumpir, pero la libertad de Wade depende de lo que me contéis. Ahora pensad. ¿Conocéis a alguien que haya actuado de una forma extraña desde el regreso de Wade? O quizá no sea extraña la palabra adecuada, digamos que con nerviosismo.

– Nadie excepto el viejo Hooper. Debía estar loco. Si no, no consigo imaginarme por qué me advirtió que me mantuviera lejos de Wade. Pero eso fue lo que dijo.

– ¿Te pidió que te mantuvieras alejada de Wade?

Leigh meditó un momento. Había dicho algo muy parecido pero aquellas palabras no eran las palabras exactas. «Andas en compañía de un tipo muy peligroso». ¡Eso era! No había nombrado a Wade. Ella sólo lo había deducido.

– ¡Leigh! ¿Qué te ocurre? -preguntó Spencer, preocupado.

– No estoy segura de que sea importante. Abe me dijo que andaba en compañía de un tipo muy peligroso. No mencionó el nombre de Wade, pero tampoco podía referirse a nadie más.

– Estoy seguro de que no soy el único hombre con el que has andado en estos doce años.

– No, pero es ocioso sospechar de Drew. Burt puede ser un cabezota y lo que tú quieras, pero no es un asesino. Y Everett… Bueno, Everett, es Everett. Abe debía estar loco. No podía referirse a nadie más que a ti.

– ¿Y Gary Foster?

– La única vez que he estado con Gary fue cuando compró pilas en la tienda. Es inútil. Empiezo a pensar que deberíamos concentrarnos en limpiar el nombre de Wade. Parece que estamos ante un caso sin solución.

– Ni siquiera tú crees lo que dices.

– Claro que no. Creo que hay que castigar a los criminales, pero también creo que todos debemos pagar por nuestros pecados.

Spencer se quedó mirándola absorto en sus propios pensamientos.

– Has dicho algo sobre una manta roja, Leigh. Quizá pueda significar algo.

Leigh negó con la cabeza. Eran casi las doce y no habían llegado a ninguna conclusión.

– Creo que lo mejor será dejarlo hasta mañana.

– No me parece mala idea -dijo Spencer, reprimiendo un bostezo.

Sin embargo, Wade estaba rígido. Se levantó mirando a Leigh mientras que los pensamientos se arremolinaban en su cerebro. La manta roja de Sarah, la manta roja en la pintura de Leigh. Wade cerró los ojos y lo vio todo rojo.

– ¿Qué te ocurre, Wade? -preguntó Leigh, alarmada.

– ¡Tu cuadro! La vista que pintaste de la calle Calhoun al día siguiente de la desaparición de Sarah. Ése que tiene una mancha roja.

Leigh abrió mucho los ojos. ¿Y si la pincelada roja señalaba al asesino?

– ¡Oh, no! -exclamó ella, poniéndose pálida.

– ¿De qué habláis? -preguntó Spencer sin comprender-. ¿Se os ha ocurrido algo?

Leigh sentía que era el pensamiento más desagradable que jamás le había pasado por la cabeza. No podía decirlo en voz alta hasta estar segura de que era verdad. Echó a correr escaleras arriba hacia el trastero. Wade y Spencer la siguieron.

Leigh se decía que no era posible. Él no podía haberlo hecho. «Andas en compañía de un tipo muy peligroso». No, no podía ser verdad.

– ¡Señor! ¡Señor, que me equivoque! -rezó mientras buscaba en una pila de cuadros viejos.

Sacó el que buscaba y lo sostuvo ante sí para mirarlo atentamente. Era un día triste y había pintado la calle en colores apagados, como si estuviera plagada de sombras. Pero en la parte superior había una pincelada de rojo, justo donde había temido encontrarla. Sarah debía haber intentado usar la manta como señal para llamar la atención, pero no había funcionado.

Doce años demasiado tarde, había descubierto la pista y entendido su significado. La manta roja en la ventana de la torre de la casa de Everett había cumplido su misión.

Leigh giró la cabeza para mirar a Wade. Tenía el rostro bañado en lágrimas. Wade vio la pincelada roja. La estrechó entre sus brazos y le acarició el pelo dejando que se desahogara. En la puerta, Spencer les miraba sin comprender nada.

– La pista ha estado en el cuadro durante todos estos años -sollozó ella contra el hombro de Wade.

Se limpió las lágrimas e intentó recobrar el control de sí misma.

– Es irónico. No recordaba haber pintado una mancha roja en la habitación de Everett, pero debió de quedar impresionada en mi subconsciente. Un color tan alegre en un día tan aciago.

«Everett», pensó Wade. Everett el sumiso. El que nunca había matado una mosca, había asesinado a una niña. Más aún. Había asesinado a una niña, secuestrado a otra y tratado de arruinar dos vidas.

– Eso era lo que Abe trataba de advertirte -le dijo a Leigh.

De pronto, se le ocurrió que también podía haber matado a Abe. Wade sintió que una rabia incontenible se apoderaba de su cuerpo.

– ¿Pero por qué lo hizo? -preguntó Wade.

Leigh se separó de él. Nunca se había sentido tan mal.

– Tenías razón al decir que siempre había estado enamorado de mí. Yo lo sabía, pero no me imaginaba que pudiera llegar tan lejos. De alguna manera, averiguó lo nuestro y secuestró a Sarah para incriminarte.

– Y ha secuestrado a Lisa porque ya le funcionó la primera vez -concluyó Wade-. Tuve que dejar la ciudad y a ti al mismo tiempo.

– Hemos sido marionetas en sus manos -dijo ella-. Estábamos tan ocupados culpándonos el uno al otro que no nos detuvimos a pensar que había otro culpable, el verdadero.

Leigh se apartó de él. El mismo gesto de doce años antes. ¿Pero cómo podía saber que obedecía al plan retorcido de una persona enferma?

– Hay que llamar a Burt -dijo, pero Wade se dirigió hacia la puerta.

– ¿Dónde vas? -preguntó el abogado.

– A casa de Everett -contestó él sin detenerse-. Ya ha muerto una niña y temo que pueda morir otra si perdemos más tiempo.

– Deja que llame a Burt antes -dijo ella.

– Wade, no creo que sea una buena idea -objetó Spencer.

Leigh asintió, pero no podía ir tras Wade antes de llamar a su cuñado. De repente, Everett representaba un peligro mortal y quería disponer de toda la ayuda que pudiera conseguir.


Wade corrió a la casa de Everett sin hacer caso de la noche perfumada. Everett tenía que haberse vuelto loco sin que nadie lo notara. ¿Quién sino un loco podía matar a una niña indefensa? Sólo esperaba que no fuera demasiado tarde para Lisa.

Sólo había unas pocas luces encendidas en la casa. La ventana de la torre estaba a oscuras.

Aquella noche, con la luna oculta tras las nubes, la casa se alzaba amenazante, como el decorado de una película de terror.

Wade había sabido que iría desde que había visto la mancha roja en el cuadro, pero no había trazado un plan de acción. Sin embargo, estaba más decidido que nervioso. La culminación de doce años de lágrimas, malentendidos y dolor estaba al otro lado de la puerta.

No podía llamar porque alertaría a Everett de su presencia. No debía subestimarle. Había sometido a Leigh a una persecución metódica para asustarla. Tanteó el pomo, pero la puerta no se abrió. Alguien con tanto que ocultar como Everett no dejaría nunca la puerta abierta. Pero Wade no había llegado hasta allí para que le detuviera una cerradura. Vio una ventana y supo lo que iba a hacer. Haría mucho ruido, pero no tenía otra alternativa. Buscó una piedra. El ruido sonó como un cañonazo en la quietud de la noche. La ventana estaba a la derecha de la puerta y sólo tuvo que meter la mano y correr el pestillo.

Wade aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad que reinaba en el interior. Los ventiladores estaban parados.

Esperaba que Everett apareciera para averiguar a qué se debía el estrépito, pero se equivocó. Sabía que no tenía tiempo que perder y se lanzó escaleras arriba pensando que conducían a la torre. Sin embargo, se encontró en el segundo piso. Cuando empezaba a pensar que debía bajar, encontró otra escalera que ascendía. Arriba, había una sola puerta. Estaba cerrada. Había una llave colgada de un clavo en la pared. La probó y la cerradura se abrió.

La puerta chirrió, pero Wade no hizo caso. En un rincón, sobre un montón de mantas, había una niña inmóvil. Wade sólo podía distinguir su pelo rubio, como el de Sarah, en la oscuridad. Temió lo peor.

Encontró el interruptor de la luz. Al encenderla, la niña volvió hacia él un rostro en el que eran visibles las huellas de las lágrimas. Instantáneamente, se apretó contra la pared como un animal acorralado.

– ¿Lisa? No tengas miedo. He venido para llevarte a casa.

La niña lloraba cuando la cogió en brazos, todo su cuerpo se sacudía con los sollozos.

– Quiero ver a mi mamá. Quiero irme a mi casa.

– No te preocupes, preciosa. No vamos a quedarnos ni un minuto más -la tranquilizó Wade aunque hervía de rabia por dentro.

– No debiste venir -dijo Everett, desde la puerta.

Lisa lloró aún más fuerte, pero Wade no se sobresaltó. La estrechó contra su pecho para se sintiera protegida. En su interior, la rabia crecía hasta volverse incontrolable.

– Y tú no deberías tener una niña en el ático. ¿Qué clase de monstruo eres?

Everett llevaba los mismos pantalones negros y la camisa de manga corta de siempre. Tenía el pelo revuelto y las gafas le pendían de la punta de la nariz. Pero sus ojos brillaban con un resplandor nuevo y amenazador.

– La cuido bien. Le doy de comer y le consigo libros para que se entretenga. Y todo por tu culpa -dijo Everett en un tono completamente distinto-. Nunca la habría traído de no ser por ti. Lo has echado todo a perder.

Wade reconoció el peligro en los ojos de Everett y decidió que era mejor no contestarle.

– Vamos, Lisa. Te llevaré a casa.

– No vais a ningún sitio.

La voz de Everett temblaba. Se llevó la mano al cinto y sacó una pistola.

– Si sales por esa puerta, firmarás mi sentencia de muerte.

– Tendrías que haberlo pensado antes de secuestrar a Sarah y a Lisa.

Lisa lloraba en silencio, pero se aferraba con todas sus fuerzas al cuello de Wade.

Everett se enfureció. Le apuntó con el arma, pero un ruido en la puerta le distrajo. Allí estaba Leigh, con la boca ligeramente abierta y el corazón saltándole en el pecho. Después de llamar a Burt y decirle a Spencer que se quedara en su casa, había corrido hasta allí. Había rezado por estar equivocada con respecto a Everett, pero sabía que habían descubierto la verdad.

– Everett, ¿cómo has podido?

Everett se puso pálido al verla, pero no bajó la pistola. Al contrario, le indicó que se reuniera con Wade y Lisa. Leigh obedeció asustada. No le tenía miedo a Everett pero aquel no era Everett, sino un loco.

– Tuve que raptarlas, ¿no lo comprendes? Él es como un veneno para ti. Te hubiera arruinado la vida. Sólo intentaba alejarle de ti.

Leigh sintió que se le revolvía el estómago. Doce años atrás, había amado a Wade con toda la pureza de una niña mientras que el mal crecía en el corazón de su mejor amigo. Una niña había pagado con su vida.

– No. No lo comprendo. No entiendo por qué tuviste que matar a Sarah -dijo asqueada.

Everett detectó la repulsión que le causaba. Pareció herirle, pero no bajó el arma.

– Yo no la maté. Le chillé al ver aquella estúpida manta roja en la ventana. Empezó a llorar y me acerqué para decirle que se callara. Ella se cayó de espaldas y se golpeó la nuca contra el alféizar.

Leigh y Wade miraron hacia la ventana. El alféizar era de mármol y tenía la altura de un niño. Sarah debió ponerse de puntillas para poner su manta en la ventana.

– Y en vez de llamar al médico, en vez de pedir ayuda, la llevaste al pantano -le acusó Leigh, llorando.

– ¡No me escuchas! -chilló Everett-. Ya había muerto. No se podía hacer nada por ella. Yo te amaba. Intentaba salvarte la vida.

– ¿Y Abe Hooper? ¿También le mataste tú?

A Everett le temblaba violentamente la mano.

– ¿No lo entiendes? Tenía que morir. Te seguí aquel día y le oí decirte que me había visto coger a Sarah. Tú no lo entendiste, pero yo sabía que sólo era cuestión de tiempo. Tuve que seguirle al arroyo y ahogarle. Todo lo hice por ti.

– ¡Oh, no! -exclamó ella, al darse cuenta de que el Everett que ella había querido se había ido para siempre-. Me has amenazado. Destrozaste mi habitación. Me seguiste hasta darme un susto de muerte.

– No podía soportar que durmieras con él. Lo hice porque te amo.

– ¿A eso le llamas amor? ¿A privarme del único hombre con quien podría haber sido feliz? ¿A apuntarme con una pistola le llamas amor?

– No lo entiendes -gritó él-. Sólo quería que tú me amaras.

Sus hombros empezaron a agitarse y dejó caer la mano que sujetaba la pistola. Wade supo que aquella podía ser su única oportunidad. Con una mirada le hizo señas a Leigh para que fuera hacia la puerta. Sólo se oían los sollozos de Everett y de Lisa. Leigh ya estaba en la puerta cuando Wade empezó a moverse.

– ¡Quedaos donde estáis! -chilló Everett, apuntándoles otra vez-. Al primero que se mueva le pego un tiro.

Wade supo lo que tenía que hacer. Era una fanfarronada, tenían que seguir.

– No te detengas -le susurró a Leigh.

– ¡Alto! -repitió Everett.

Siguieron andando. Wade se preparó para sentir el impacto de una bala en su cuerpo. Pero en vez de dolor se sintió aliviado como nunca en su vida cuando los tres llegaron a la escalera a salvo. Burt subía los escalones con la pistola desenfundada.

– Everett está ahí y tiene una pistola -dijo Wade con voz átona-. Acaba de confesarlo todo.

Burt asintió. Everett había chillado tanto que se le había oído desde la calle.

– Yo también le he oído. ¿Está bien la niña?

– Tan bien como puede esperarse -dijo Wade.

Burt entró en el ático.

– Vámonos de aquí -dijo Leigh.

Cuando llegaron a la calle, se sintió invadida por una profunda tristeza. Lisa seguía llorando, pero Leigh lloraba por dentro. La noche era silenciosa, incluso los grillos se habían callado. La luna asomó un momento para volver a ocultarse tras el manto de nubes.

El sonido de un disparo rompió el silencio. Un momento después, Burt salió de la casa con la cabeza gacha. Miró un momento el trío e hizo un gesto negativo.

Y ya no hubo más silencio porque Leigh se echó a llorar más fuerte que la pequeña Lisa, que se había visto en el centro de un triángulo del que nadie había sospechado hasta aquella noche.

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