Capítulo dos

El teléfono sonaba cuando Leigh abrió la puerta de su casa. Una casa de estilo colonial con una columnata blanca por porche. Su familia había insistido en que era demasiado grande para una sola persona cuando la había comprado. Mientras se apresuraba a llegar a su habitación, tuvo que reconocer que tenían razón. Sin embargo, por mucho esfuerzo que le costara mantenerla, se sentía encantada con su amplitud y elegancia.

– ¡Por Dios, Leigh! -dijo su hermana Ashley-. ¿Cómo has tardado tanto en contestar al teléfono? Ya iba a colgar. En serio, deberías instalar varios supletorios en esa casona.

– ¿Qué quieres Ashley? -dijo Leigh, quitándose los zapatos y dejándose caer en una de las sillas.

– Vaya una manera de saludar a tu única hermana.

Ashley tenía un acento sureño muy pronunciado, algo que Leigh nunca había podido explicarse puesto que su hermano y ella lo tenía mucho más suave.

– Si has tenido un mal día en el almacén no deberías pagarlo conmigo.

– No ha sido malo sino largo -suspiró Leigh, tratando de ser paciente-. ¿Llamas por alguna, razón en especial, Ashley?

– Pues sí, la verdad. Me encontré con Drew hoy y mencionó por casualidad que piensas ir a cenar con Wade. ¿Crees que será prudente?

Leigh intentó dominarse. La absoluta falta de tacto con que Ashley se metía en la vida de los demás había sido uno de los motivos por el que las dos hermanas nunca habían estado demasiado unidas. No obstante, no era la única razón de ese distanciamiento.

– Hace tiempo que no necesito que me lleves de la mano.

Prudente no era la palabra que ella hubiera utilizado para describir su acuerdo con Wade, pero por nada del mundo estaba dispuesta a admitirlo ante su hermana.

– Me tienes muy preocupada. Wade Conner ha estado fuera mucho tiempo, pero eso no cambia nada. La gente todavía piensa que la pequeña Sarah Culpepper estaría viva de no ser por él.

Por lo menos, pensó Leigh, lo bueno de su hermana era que siempre iba directa al grano.

– Pues yo no lo pienso. Y, si no recuerdo mal, tú tampoco veías nada malo en Wade.

Leigh se arrepintió al instante de sus palabras. Ashley estaba casada con el jefe de policía de la ciudad, pero había sido una adolescente que creía que sus cabellos rubios y sus ojos azules podían conquistar a cualquier hombre. Sin embargo, sus encantos le fallaron con Wade y era obvio que todavía estaba resentida.

– No hacía falta que lo dijeras. Sólo que me parece que no debías andar con él. Tú no le conoces.

Pero Leigh conocía la manera que tenía de mirarla con el corazón en los ojos, recordaba la sonrisa eterna de sus labios.

– No te preocupes, Ashley. Voy a cenar con él porque Ena me ha dejado algunas cosas. No se me ha ocurrido tener una aventura con Wade.

– ¿La tuviste? Siempre sospeché algo pero nunca tuve la seguridad.

– ¡No me digas! Siempre he creído que sabías todo lo que ocurría en Kinley.

– Está claro que no estás de humor para confidencias, pero quiero que sepas que iré a verte más tarde por si necesitas hablar con alguien.

– No te he invitado, Ashley -replicó Leigh, conteniéndose a duras penas-. Ya soy mayorcita para manejarme a mí misma y a Wade Conner.

– De todas formas, será mejor que no bajes la guardia. Sospecho que tiene el diablo metido en el cuerpo.

– Yo creo que eso nos pasa a todos un poco -dijo Leigh antes de colgar.

Subió a su dormitorio. Los muebles de color cereza contrastaban con el rosa de la alfombra y las paredes. Sin embargo, no le animó como de costumbre. Abrió un armario y rebuscó entre las ropas colgadas y las cajas de zapatos. Aunque Leigh mantenía el orden en la tienda nunca había sido muy meticulosa con los detalles menores. Su armario reflejaba aquel rasgo de su personalidad.

Encontró lo que buscaba en la repisa superior. Tuvo que encaramarse a un taburete para alcanzar una caja pesada que llevó a la cama. A los pocos momentos pasaba las páginas del álbum del instituto. Al fin dio con las fotos de su clase.

Wade se le apareció tal como ella lo recordaba, un muchacho con ojos chispeantes y sonrisa contagiosa. Le sorprendió un poco que su foto apareciera en el álbum. Wade había abandonado las clases a mediados de aquel curso. No estaba segura si había sido para embarcarse en un barco de pesca o para viajar en su moto.

Se tumbó en la cama contemplando la foto de Wade. Había sido un muchacho temerario y despreocupado en abierto contraste con ella que siempre había sido muy consciente de sus responsabilidades y de las consecuencias de sus acciones hasta que empezó a escaparse por las noches para reunirse con él.

Siempre había sabido quién era Wade. En una ciudad tan pequeña como Kinley, todo el mundo se conocía. Sabía que había aparecido en la ciudad a los doce años en compañía de su madre a la que todo el mundo presumía viuda. Uno de los antepasados de Leigh había sido fundador en Charleston en 1670, su familia había vivido en Kinley hacía más de cien años por lo que su «pedigree» nunca había sido puesto en duda. Aquello la había molestado desde siempre, no sólo por lo concerniente a Wade, sino por que le fastidiaba vivir en una sociedad tan rígida.

Wade tenía tres años más que ella y había ido tres cursos por delante en el instituto. Sus caminos raramente se habían cruzado, sin embargo, cada vez que él la miraba, Leigh sentía un escalofrío de delicia recorrerle el cuerpo.

Wade Conner no se parecía a los demás muchachos de la ciudad y eso la fastidiaba. Había oído rumores de que por sus venas corría sangre india lo que explicaba el color oscuro de su piel. También sabía que no le gustaban las clases y que hacía novillos cada vez que tenía ocasión.

Seguramente, Ena no había podido inculcarle disciplina, rendida ante el encanto de su hijo. La había convencido de que le dejara comprar una moto a los dieciséis años. Cuatro años más tarde, había convencido a la propia Leigh para dar un paseo en ella. Leigh suspiró y cerró el álbum mientras que sus pensamientos retrocedían en el tiempo.


Una Leigh de diecisiete años apresuró el paso tratando de recuperar el tiempo que había perdido al quedarse dormida. Un esfuerzo inútil. Una brisa fuerte sopló entre los robles que flaqueaban la senda que llevaba al instituto y Leigh intentó sujetar sus libros demasiado tarde. Sus deberes salieron volando en la misma dirección por la que había venido.

– ¡No me lo puedo creer!

Echó a correr en pos de su tarea atrapando las hojas sueltas en el aire. Leigh no tenía unas piernas muy largas, pero eran ágiles y veloces. Pronto alcanzó los papeles fugitivos y los atrapó. Pero la sonrisa de triunfo se le borró de los labios al mirar a su presa. Los deberes estaban arrugados y sucios.

El rugido de una moto llenó la bóveda mohoso de los árboles. Leigh se volvió a tiempo para ver que Wade Conner se acercaba. Aunque hubiera llevado un casco, habría sabido quién era porque nadie en Kinley tenía una moto como la suya. Cuando se detuvo a su lado, Leigh lo miró sorprendida. No podía imaginarse qué motivo impulsaba a un chico de mundo que había viajado y que era mayor que ella a pararse junto a una chica del instituto.

– Te llamas Leigh Hampton, ¿verdad? Soy Wade Conner.

Era una presentación innecesaria. Leigh ya se había encargado de averiguarlo todo sobre él desde el mismo momento en que había aparecido en la ciudad. Además, la mayoría de las chicas estaban fascinadas con él, aunque no era elegante admitirlo. Wade era un pillo que no obedecía las reglas de una ciudad educada por lo que estaba descartado de la lista de los jóvenes «de la buena sociedad». Desde luego, no era una compañía recomendable para la hija del alcalde. Sin embargo, Leigh se moría de curiosidad.

Se quedaron mirándose un largo rato. Wade llevaba una cazadora de cuerpo para protegerse de la brisa fresca de octubre, tenía un aspecto peligroso y emocionante. A Leigh se le aceleró el pulso mientras la comisura de los labios de Wade se curvó en una sonrisa.

– ¿Te apetece dar una vuelta?

La respuesta lógica habría sido responderle que se dirigía a clase y negarse con educación.

La realidad era otra, llegaba tarde y en su mano aún estaba las hojas arrugadas y sucias de sus deberes. Se echó a temblar. Podría haber sido miedo, pero a ella le pareció que era una emoción desatada.

– Claro -se oyó decir a sí misma.

Le pasó sus libros y él los depositó en una alforja lateral. Leigh se sentó detrás y se abrazó a su cintura. El calor de su cuerpo traspasaba la cazadora. Nunca había sido tan consciente del cuerpo de un hombre. Se vio asaltada por la urgencia de acariciarle los duros músculos del vientre. Pero no pudo pensar mucho, Wade arrancó la moto y pronto cortaron el viento en la dirección opuesta al instituto. La velocidad enardeció a Leigh en vez de asustarla. Wade tenía una reputación de temerario, pero conducía como un experto. En ningún momento se le ocurrió que podía cometer una imprudencia, tenía la impresión de que jamás permitiría que le sucediera algo malo. De pronto, confió plenamente en él.

Wade salió de la carretera y tomó por un camino polvoriento. Ella se aferró a él con fuerza pero sin temor. Aquel día era especial, como el trozo de chocolate que alguien sometido a dieta hurta cuando nadie le ve. Leigh no tenía la intención de echarlo a perder con remordimientos o miedos. El camino se estrechó hasta convertirse en un sendero. Wade se adaptó reduciendo la velocidad. Leigh se vio sorprendida por una masa de arbustos que señalaba el fin del sendero pero él frenó con facilidad como si conociera de sobra el camino.

Se bajaron y Wade la miró con una intensidad que la hizo emocionarse. Le pareció que todos sus sentidos se agudizaban y oyó el burbujeo del agua que corría cercana. Se introdujo entre los arbustos. Sorprendida, se halló ante lo que consideró uno de los tesoros ocultos de la naturaleza. Se trataba de un remanso por el que discurría una corriente azulverdosa que lamía la hierba de la orilla bajo los robles mohosos.

– ¡Es precioso!

Dejó que sus ojos fueran de la hermosura del escenario a la hermosura del hombre que se encontraba a su lado. La sonrisa de Wade le hizo entender las implicaciones de que la hubiera llevado allí. Era su lugar secreto, pero había querido compartirlo con ella.

Leigh se alisó la falda y se sentó con las piernas recogidas sobre la hierba mientras absorbía toda la belleza del paraje. Una gaceta blanca pasó cerca de ellos provocando su sonrisa. Leigh se sentía feliz. Wade se sentó junto a ella. Leigh oía su respiración pero él se mantuvo a una distancia respetuosa. Maldijo aquella distancia, ella quería tocarle.

– Cuéntame, ¿qué haces por ahí en vez de estar en clase? -preguntó él recostándose, mientras la miraba con una indulgencia perezosa.

– ¿Y cómo es que tú no estás embarcado? -replicó ella con un revoloteo de pestañas.

Sabía que estaba coqueteando, pero no podía evitarlo. Wade tenía el pelo revuelto y ella sentía la necesidad de alisárselo.

Cuando se echó a reír, las carcajadas surgieron de él como un súbito estallido de alegría. De cerca, incluso era más atractivo que de lejos. Había oído que era una oveja negra y un pendenciero. Pero al contemplar el tono de su piel, el pelo negro, la risa brotaba de sus ojos grises lo dejó todo a un lado. Por alguna razón que no alcanzaba a explicarse confiaba en él.

– El barco está en puerto. He pasado más de una semana en el mar, ¿no crees que me merezco un descanso? Vamos, dime por qué no estabas en el instituto.

– No lo sé, nunca había hecho novillos. He tenido una mañana terrible. Primero se me pegaron las sábanas, no he desayunado y he echado a perder mis deberes. Cuando me has preguntado si quería dar una vuelta no se me ha ocurrido ninguna buena razón para rehusar.

– Yo pensé que lo harías. Bueno, la verdad es que estaba completamente seguro de que dirías que no.

– ¿Por qué?

– Venga, Leigh. Las chicas como tú no dan paseos con chicos como yo, lo sabes perfectamente. ¿O no te has enterado? Soy el que ha dejado los estudios, un pendenciero que siempre se mete en líos y tú eres la hija del alcalde.

– ¿Intentas asustarme?

– Diablos, no. Si supieras lo mucho que he deseado poder sentarme a hablar contigo no dirías eso.

– ¿Mucho? ¿Cuánto?

– Desde que estabas en séptimo curso, aunque no sé por qué lo confieso.

Wade tiró un guijarro al agua. Volvió a reír y le guiñó un ojo.

– Leigh, si supieras la cara que pones. Parece que no puedes decidir si miento o no. Te aseguro que es cierto.

– ¿Por qué me lo cuentas?

Se sentía cautivada por su sinceridad. Estaba segura de que hablaba en serio. Parecía que Wade tenía la capacidad de hablar con el corazón en la mano.

– Porque quiero besarte -dijo él sin sonreír.

Leigh lo miró y reconoció las emociones que bullían en su interior. Había pasión, pero también un humor amargo y una burla de sí mismo.

– Entonces hazlo -murmuró ella.

Wade abrió mucho los ojos, pero la sonrisa retornó a sus labios. Se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros con precaución antes de besarla en la boca. El contacto fue dulce, suave y acabó nada más empezar. Wade se retiró, le cogió el rostro entre las manos y le sonrió.

– Wade Conner, estoy segura de que sabes besar mucho mejor -le desafió ella sin detenerse a preguntarse de dónde sacaba el valor.

Leigh tenía diecisiete años, pero su experiencia con el sexo opuesto era muy limitada. Había besado a varios chicos y había descubierto que la experiencia, aún siendo placentera, distaba mucho de ser arrebatadora. Sin embargo, de alguna manera sabía que Wade no iba a ser como los demás.

Wade volvió a besarla. Leigh se quedó sin aliento cuando él le introdujo la lengua en la boca y rodeó su lengua en una serie de caricias eróticas. Se abrazó a él dejándose llevar por las nuevas sensaciones que nacían en sus entrañas. Leigh dibujó el contorno de sus labios con la lengua y él gimió. Atrapó aquella lengua con los dientes para luego soltarla y profundizar el beso.

Leigh sintió que el mundo giraba a su alrededor, no quería detenerse pero fue Wade quien interrumpió el abrazo. Se miraron sonriéndose con los ojos como si algo increíble y especial acabara de suceder.

Así comenzó todo. Durante una temporada fue increíblemente especial. Leigh tenía una educación demasiado rígida como para hacer novillos otra vez, pero los dos se las arreglaban para robar unas pocas horas y verse todas las tardes. Empleaban aquel tiempo besándose, riendo y conversando.

– ¿Qué piensas hacer cuando acabes el instituto? -preguntó Wade una tarde, después de arrancar una margarita y ofrecérsela.

– Tienes que prometerme que no vas a reírte.

Wade se lo prometió solemnemente mientras ella olía la flor.

– Quiero ser artista. Ya sé que suena tonto. Sólo soy una chica de pueblo que no sabe qué es el arte verdadero. Pero guardo montones de apuntes y de cuadros en mi habitación. Lo que más deseo es poder ir a la escuela superior de arte.

– No me parece que sea ninguna tontería.

A Leigh se le ocurrió que Wade parecía ofendido. Pensó por un momento si no sería debido a que no lo había incluido en sus planes.

– Me gustaría ver tus trabajos alguna vez.

Wade sonrió y la sombra de ofensa que ella había creído ver desapareció. Se echó en sus brazos impulsivamente, sin pensar en contenerse.

– Nunca se lo había contado a nadie -confesó ella-. ¿Qué haría yo sin ti?

Al día siguiente le llevó varios bocetos y se sonrojó cuando él alabó su talento. Wade se lanzaba con entusiasmo a la vida y ella era una parte muy importante. Sus besos se hicieron más ardientes cuando se conocieron mejor, pero Wade nunca la presionó para que hicieran el amor. Para Leigh, cada día con él era un tesoro que guardaba en sus recuerdos para luego volver a vivirlo. Se negaba obstinadamente a pensar en nada que pudiera ensombrecer su relación incipiente, pero le mortificaba el hecho de que Wade sólo parecía vivir el presente.

– No puedes pasarte la vida pescando gambas -se aventuró a decir una tarde mientras contemplaban la puesta del sol.

– Nunca he dicho que sea mi intención.

– Pero es que nunca dices nada sobre el futuro -insistió ella, sabiendo que Wade deseaba evitar el tema.

– Si lo hiciera, te asustarías.

Wade acababa de ponerle fin a la conversación tocando un punto para el que ella no estaba preparada. Aludía a su futuro juntos y Leigh no deseaba pensar más allá de aquel instante. Siempre había evitado pensar en la razón por la que no podían tener un futuro, la misma por la que se veían en secreto, lejos de los ojos de la gente. Aun así, Leigh no podía engañarse a sí misma. Los comadreos podrían fin a sus relaciones clandestinas si su padre, el tercero de una dinastía de Drew Michael Hampton, se enteraba de que existían.

Su familia había sido una de las primeras en establecerse en Kinley tras la Guerra Civil y su padre pensaba que estaban en el escalafón más elevado de la escala social. Leigh le quería, pero también sabía que la idea de que su hija saliera con un desarrapado como Wade le haría perder los estribos. Con el tiempo, fue eso lo que pasó exactamente.

– Leigh -le dijo su padre una tarde que ella estaba estudiando-. ¿Por qué desapareces todas las tardes? ¿Dónde te metes?

– ¿A qué te refieres, papá? -preguntó ella, tratando de ocultar su aprensión.

Su intuición, sin embargo, le decía que era demasiado tarde. En el fondo de su corazón supo que su padre les había descubierto.

– Antes pasabas por la tienda cuando salías de la escuela. Tu madre dice que tampoco vienes directamente a casa.

Drew Hampton Tercero permanecía frente a ella con los brazos cruzados sobre el pecho. Un hombre alto, prematuramente encanecido y con una voz rebosante que conminaba al respecto y a la obediencia.

– Voy a dar un paseo junto al arroyo -dijo ella sin atreverse a mentirle a su padre.

– He oído que vas a pasear con el chico de Ena Conner -sentenció él con una voz fría como el hielo.

Leigh se echó a temblar ante sus palabras. Cuando era pequeña la castigaba con palmetazos en las manos antes de mandarla a su cuarto. Las palmas empezaron a escocerle con el recuerdo.

– ¿Dónde lo has oído?

– Eso no te importa, lo que importa es si es cierto.

Leigh tragó saliva. Sabía que la habían descubierto y se animó a ser valiente. Alzó la barbilla, un gesto que le había visto hacer a su padre cuando estaba en dificultades.

– Sí -admitió.

Había esperado un estallido de furia y su padre no la desengañó. Lanzó un juramento que nunca antes había oído en sus labios.

– ¡Por Dios! Hija, ¿es que no tienes sentido común para andar por ahí con un perdedor sin remedio? Eres una Hampton, la hija del alcalde. Espero de ti mucho más que un don nadie.

– ¡Wade no es un don nadie! -exclamó ella, venciendo el miedo-. Y no tienes por qué preocuparte. Dije que salía con él no que me acostara con él.

Hampton avanzó unos pasos hacia ella y se detuvo como luchando consigo mismo para recuperar el control de sus actos. Tenía hinchadas las venas del cuello y sus sienes pulsaban.

– Da gracias de que así sea. No es lo bastante bueno para ninguna hija mía. Es un bastardo, Leigh. Tiene sangre india y jamás permitiré que una hija mía se case con un maldito indio.

– Nunca hemos hablado de boda -replicó ella enfadada-. Sólo tengo diecisiete años.

– Exacto -gritó él-. Tienes diecisiete años y vives bajo mi techo. Y seguirás viviendo aquí hasta que yo te lo diga. Te prohíbo que vuelvas a verlo.

Giró sobre sus talones y salió de la habitación. Drew Hampton Tercero había hablado. A todos sus hijos les habían inculcado desde pequeños que su palabra era la ley por muy irracional y arbitraria que pudiera ser. Con un puñetazo sobre su mesa, Leigh Hampton, la hija modelo, la estudiante sobresaliente, decidió desafiar la voluntad de su padre.

Durante las semanas que siguieron, Leigh se escapó de casa un poco antes de la medianoche para poder ver a Wade. Todos los días la esperaba en un seto que había junto a su casa con un ramillete de flores. Se abrazaban y besaban y luego iban cogidos de la mano hasta unas cuantas manzanas más allá, donde él dejaba aparcada la moto.

Lo tardío de la hora y la oscuridad de la noche añadía a sus encuentros la intimidad de la que habían carecido hasta entonces. Leigh y Wade se hundieron en un abismo de pasión. Sólo los actos de suprema fuerza de voluntad evitaron que Leigh le revelara sus más íntimos secretos. Después, Leigh volvía a hurtadillas a su casa, llena de amor y de miedo a ser descubierta.

Sabía que sus encuentros clandestinos no podían durar siempre. Sin embargo, nunca imaginó que tendrían un fin tan abrupto y amargo.

Los padres de Leigh habían ido a pasar unos días a Charleston y ellos habían quedado en encontrarse justo después de anochecer. Ella no albergaba temores de ser descubierta porque Drew jamás la delataría y su hermana se había casado y se había marchado de la casa. Aquella noche fría, Wade la llevó al remanso donde se habían conocido.

– ¿Alguna vez te he dicho que te quiero, Wade Conner?

Era la primera vez que lo decía, su voz rebosaba emoción. Apoyó la cabeza en su hombro y se sorprendió al notar la tensión que irradiaba de Wade. Leigh se apartó de él y le miró a la cara para averiguar la causa de su incomodidad.

– Sólo he dicho que te quiero, Wade. ¿Qué tiene de malo?

– Nada en absoluto. Lo que pasa es que no te creo. Si de verdad me amaras, no te importaría que toda la ciudad nos viera juntos, no tendríamos que escondernos.

Leigh suspiró. No quería estropear aquella noche, pero sabía que él tenía razón y no podían evitar la discusión por más tiempo.

– ¡Oh, Wade! Ya conoces mis sentimientos. No me avergüenzo de ti, pero tampoco quiero enfadar a mi padre.

– Ya. No quieres molestar al pomposo y viejo Drew Hampton Tercero, pero te importa un bledo molestarme a mí.

– No tienes que referirte a mi padre con esos calificativos.

– ¿Y qué me dices de los que él usa conmigo? ¿No sabes que fue a buscarme ayer por la tarde para amenazarme con hacer que me despidieran si no te dejaba en paz?

El enfado de Leigh se disolvió en asombro. Abrió mucho los ojos, pero Wade continuó hablando.

– Me llamó cosas como inútil bastardo indio. Si no llega a ser tu padre le habría pegado.

– No tenía derecho a…

– ¡Por supuesto que no tenía derecho! No me importan las genealogías. Me da igual que seas una Hampton o la hija del alcalde. No me importaría que tu familia viviera en una choza. De eso se trata el amor. No se trata de esconderse como delincuentes porque no quieres que nadie nos vea.

Leigh abrió la boca para replicar, pero no pudo. La verdad que había en las palabras de Wade era irrebatible. Al fondo croaban las ranas. El dolor que sentía en el pecho se reflejaba en su rostro.

– Tienes que tomar un par de decisiones, Leigh. Vas a tener que escoger entre él o yo.

– Pero sólo tengo diecisiete años, Wade -protestó-. No puedo cortar de golpe y porrazo con todos los lazos que me unen a mi padre. Quiero ir a la escuela superior y llegar a ser una artista. No quiero tomar esta decisión.

Wade se acarició la barbilla mientras contemplaba el agua.

– Lo sé. Y también sé que no debería presionarte pero, Leigh, por una vez, me gustaría tener una cita de verdad contigo. Ir al cine o a Charleston para cenar en algún restaurante. Estoy enfermo de tanto ocultarme.

Leigh oyó la frustración que había en su voz y se acercó a él hasta que sus cuerpos se tocaron. Levantó una mano para acariciarle y Wade la cogió y la apretó contra su mejilla.

– Nunca esperé que esto sucediera pero te quiero. No te pido que te cases conmigo ahora porque no tengo nada que ofrecerte. Antes quiero demostrar que puedo tener éxito, que no tengo nada de lo que avergonzarme.

Leigh retiró la mano y lo abrazó forzándolo a tumbarse sobre la hierba.

– No me avergüenzo de ti -susurró ella-. Yo también te amo.

La tierra estaba húmeda de rocío pero estaban tan perdidos en sí mismos que no repararon en la humedad. El beso fue diferente a todos los que se habían dado hasta aquel momento, una mezcla de apasionamiento, desesperación y dulzura. Leigh le acariciaba los cabellos mientras se apretaba contra él sintiendo la evidente intensidad de su deseo.

– Wade, Wade -susurró ella, mientras Wade la besaba en el cuello.

Con dedos temblorosos le desabotonó la blusa, ebrio de poder sentir al fin su piel desnuda. Le lamió los pechos mientras el placer de Leigh le sacudía todo el cuerpo concentrándose en su más secreta intimidad. Nunca había experimentado esa sensación, pero quería explorar cada rincón del paraíso que podían ofrecerse.

Wade comenzó a tirar de los vaqueros y Leigh se arqueó para facilitarle la tarea. La ropa interior vino a continuación. Wade se quedó inmóvil, contemplando la desnudez de su cuerpo antes de estrecharla contra su pecho. No interrumpió la lluvia de besos sino para desnudarse él mismo y volver a abrazarla llenándola de una pasión tan desconocida como insatisfecha.

– ¡Ay, pequeña! -suspiró mientras la cubría con su propio cuerpo y le separaba las piernas con las rodillas.

Leigh no tuvo la oportunidad de cambiar el curso de los acontecimientos aunque hubiera querido porque Wade entró en su cuerpo al instante siguiente. Ella dejó escapar un grito de dolor y Wade se inmovilizó. Se alzó un momento para mirarla con una cara que hablaba de pasión y de arrepentimiento antes de sucumbir a un impulso más fuerte que ellos que le conminaba a moverse.

Por instinto, Leigh alzó las piernas rodeando sus nalgas mientras se adaptaba al ritmo que Wade marcaba y olvidaba el dolor momentáneo. Sus bocas se encontraron mientras sus cuerpos llenaban el vacío del otro. Una bola de fuego creció hasta que Leigh pensó que le arrasaba las entrañas y se abrazó a él con todas sus fuerzas.

Se dio cuenta de una forma vaga que los gemidos que escuchaba provenían de su propia garganta mientras que subían cada vez más alto hasta alcanzar el cielo. Se abrazó a Wade para caer juntos a la tierra. Durante mucho tiempo, se quedaron quietos y abrazados hasta que Wade rodó a un lado.

Acurrucada a su lado, Leigh aguardó a que se presentaran los remordimientos, la vergüenza. Su madre siempre le había advertido que tenía que reservarse para el matrimonio. Nunca se le había ocurrido que perdería su virginidad a los diecisiete años en el silencio de la noche, sobre la tierra desnuda y húmeda. Pero Wade la miraba como si acabara de recibir de ella un don precioso y de pronto no hubo lugar en su corazón para la vergüenza.

Sin embargo, temblaba por el frío nocturno, sentía una laxitud placentera, pero temblaba. Alargó un brazo para coger sus ropas. Wade la detuvo e hizo que regresara junto a él. Apenas podía ver su cuerpo magnífico a la débil luz de la luna.

– Leigh, no te avergüences. No quería que sucediera esto, todavía no. Sin embargo, me alegra que haya sido tu primera vez.

Leigh le sonrió y le acarició la mejilla. Se daba cuenta de que él había atribuido su retirada a los remordimientos en vez de al frío.

– Yo también me alegro. Pero una mujer no puede sobrevivir sólo con amor. Me voy a congelar si no me visto.

Los dos se vistieron. Leigh pudo ver que a Wade se le iluminaba el rostro con su respuesta.

La atrajo hacia sí y ella alzó la cara esperando un beso. Se sorprendió al darse cuenta de que él fruncía el ceño.

– Ha sido maravilloso Leigh, pero no es suficiente. No hemos arreglado nada. Quiero algo más de ti que sexo.

– ¿Qué quieres exactamente?

– Ya te lo he dicho -contestó él sin rastro de la felicidad que había habido al acabar de hacer el amor-. Quiero una relación. Quiero pasear por la calle principal de Kinley contigo y saber que no te avergüenzas de mí.

– ¡Wade! ¿No te das cuenta de que todavía no es posible?

– ¿No has dicho que me amas? En mi diccionario eso no es amor.

Leigh sintió que le daba un vuelco el corazón al notar el dolor que había en su voz. Sus ojos se llenaron de lágrimas que resbalaron por las mejillas. En unos minutos había pasado del éxtasis a la desesperación.

– No es tan sencillo, Wade. El amor no es suficiente, no cambia el hecho de que yo tenga diecisiete años y que mi padre te mataría si llegara a saber lo que ha ocurrido.

– Quizá no debí permitir que sucediera, pero tú lo deseabas tanto como yo -repuso Wade a la defensiva.

Leigh pensó que era probable que ella lo hubiera deseado mucho más, pero no dijo nada. Los músculos de Wade la habían fascinado desde el primer momento en que se había subido a la moto. Lo deseaba, lo amaba. Pero no estaba preparada para decírselo al mundo y enfrentarse a su padre.

– No voy a negarlo -dijo ella, esforzándose por contener las lágrimas-. Pero no estoy preparada. No conoces bien a mi padre. Es un hombre poderoso que sabe muy bien cómo conseguir lo que quiere.

– No le tengo miedo.

– Pero yo sí. Si averigua lo nuestro no me dejará ir a la escuela superior de arte. Conseguirá que te despidan. Nunca le he desobedecido antes, Wade. No quiero saber lo malas que serán las consecuencias de mis actos, pero tampoco quiero perder lo que tenemos.

– Pues rebélate, enfréntate a él.

– ¿Y si no puedo?

Leigh fue incapaz de continuar y las lágrimas corrieron libremente ahogando las palabras en su garganta. ¿Por qué Wade no quería entender lo importante que era para ella dejar Kinley y llegar a ser alguien? ¿No sabía lo mucho que quería convertirse en una artista?

– ¿Estás diciendo que no quieres volver a verme? -dijo entre sollozos-. ¿Hemos llegado al final?

Wade avanzó un paso y la rodeó con sus brazos para calmar las convulsiones de su cuerpo. Leigh se dejó mecer en su abrazo cálido mientras él le besaba los cabellos.

– Calma, cariño. No quiero forzarte a que tomes una decisión ahora mismo. Nadie tiene que saber lo nuestro por ahora. Ya es bastante que nos haya sucedido esto.

– Momentos robados, siempre escondiéndonos. ¿Hasta dónde podremos continuar?

– No lo sé -contestó Wade-. Lo único que sé es que quiero verte mañana por la noche. Y pasado mañana. No tenemos por qué hacer el amor, ni siquiera besarnos, si tú no quieres. Sólo dime que nos veremos.

Leigh alzó los ojos y vio la sinceridad reflejada en la cara de Wade. Besó la mano que la acariciaba y luego los labios que la consolaban.

– Te veré mañana por la noche -le prometió.

El día siguiente era domingo y Leigh se levantó tarde. Se duchó y vistió con parsimonia antes de mirarse al espejo. Una amiga le había contado que las chicas se convierten en mujeres sólo después de su primera experiencia sexual. No obstante, Leigh no pudo apreciar diferencia alguna. Tenía el mismo aspecto de siempre, el de una chica de cabellos resplandecientes y unos sorprendentes ojos violeta.

Sus padres debían volver aquel mismo día. Leigh tembló de pensar en lo que haría Drew Hampton Tercero si llegaba a imaginarse lo que había sucedido. Aunque, después de todo, era una tontería pensar que su padre pudiera saberlo con sólo mirarla. Además, tampoco necesitaba a su padre para sentirse culpable. Había sido sincera al decirle a Wade que no bastaba con el amor. Con la luz del día supo que no debía haber sucumbido a la pasión y haber conservado su virginidad un poco más.

Leigh se echó un último vistazo en el espejo antes de bajar las escaleras. La puerta se abrió de golpe antes de que hubiera llegado al piso de abajo y Drew entró jadeando.

– ¡Leigh! ¡Anoche ocurrió algo horrible! Alguien secuestró a Sarah Culpepper.

– ¿Qué estás diciendo, Drew?

Su hermano debía haber entendido mal. No secuestran a la gente en ciudades tan pequeñas como Kinley y sobre todo a las niñitas de siete años y pelo dorado. Esas cosas no podían ocurrir.

– El jefe Cooper cree que debió suceder sobre las nueve de la noche. La señora Culpepper dice que Sarah salió al porche porque quería arreglar un pinchazo de su bici. Fue la última vez que la vio. Esta mañana la bici seguía allí, pero Sarah había desaparecido. Su madre no se dio cuenta de que no estaba hasta casi medianoche. ¿Te acuerdas de que su hermana vive en la casa de al lado? Pues pensó que Sarah habría ido allí y se había quedado dormida en el sofá. Pero…

– ¡Un momento! ¿Estás diciéndome que alguien ha secuestrado a Sarah?

– Exactamente, fíe pasado toda la mañana buscándola con el resto de los voluntarios. No hemos hallado ni rastro de ella.

Leigh se sintió horrorizada. Sarah era su imagen de una niña perfecta con sus rizos rubios y sus ojos profundos y azules. Un prodigio de educación que siempre daba las gracias y respondía con «sí señora» y «sí señor».

– ¡Oh, no!

– Pues eso no es todo, Leigh. Hay un sospechoso. Una media hora antes de su desaparición, Everett Kelly mito por su ventana y la vio hablando con alguien.

– ¿Con quién?

– Con Wade Conner. El jefe le está interrogando en este momento.

Leigh no daba crédito a sus oídos. Wade era el principal sospechoso de un secuestro que no podía haber cometido porque a esa misma hora se encontraba con ella.

– ¿Leigh? ¿Estás bien? Te has puesto pálida.

La voz preocupada de su hermano le llegó a través de la niebla de sus sentidos. Volvió a la realidad y tragó para aliviar el nudo que se le había formado en la garganta.

– Wade Conner no ha secuestrado a Sarah -dijo firmemente.

Pero su hermano confundió su pánico, su seguridad absoluta, con la preocupación por la pequeña.

– Claro, todavía no hay pruebas definitivas. Ya sé que es difícil de creer pero, ¿quién puede saber lo que pasa por la cabeza de otra persona?

Leigh sí lo sabía, o al menos sabía que Wade nunca cometería un acto tan vil, aunque no hubiera estado con ella la noche anterior. ¿Y el resto de la ciudad? Wade no había nacido en el seno de una buena familia como ella. Eso había sido un dato que había jugado en su contra desde que su madre le había llevado a Kinley. Tampoco él había puesto demasiado de su parte al dejarse el pelo largo y rebelarse en contra de la autoridad y las costumbres. A toda la ciudad le resultaba muy fácil hacerle cargar con las culpas.

Leigh se conminó a enfrentarse al destino. Ella era su única coartada, pero si le defendía todos sabrían lo que había sucedido la noche anterior. Una cosa era compartir una noche de amor en la oscuridad y otra muy diferente era dejar que todo el mundo supiera que Leigh Hampton no era tan inocente como aparentaba.

Nadie entendería lo que era tener diecisiete años y enamorarse por primera vez, su padre el que menos.

– Ya sabes lo que la gente dice de Conner, Leigh. Tiene algo de salvaje, nunca puedes estar seguro de lo que puede hacer.

– Pero él no lo hizo -musitó ella.

Drew la miró, tenía la cara desencajada y pálida.

– ¿Acaso sabes algo?

Leigh sabía que su deber era confesar, pero sus labios se negaban a pronunciar su propia sentencia. A pesar de que amaba a Wade no le parecía justo arriesgar sus amigos, su familia y su futuro por salvarle de algo improbable. Al fin y al cabo, Sarah ni siquiera llevaba veinticuatro horas desaparecida. Todavía podían encontrarla.

– No Drew, no sé nada -mintió sin apenas reconocer su propia voz.

Drew no podía saber lo comprensivo, amable y apasionado que era Wade. El sólo recuerdo de la noche anterior la hizo estremecer. Le dolía pensar que habían secuestrado a Sarah mientras ellos hacían el amor.

– Esto no tiene sentido.

Tampoco abundó el sentido común durante los días siguientes. Una ciudad apenada por la desaparición de la niña buscaba con avidez alguien a quien poder culpar y encontrar alivio aunque fuera miserable. No todos creían que Wade fuera culpable, pero en aquel pequeño grupo no se incluía su padre.

– Ya te dije que era un indeseable. No quiero verte a menos de cien metros de ese individuo.

Asustada y confusa, Leigh faltó a su promesa de acudir a la cita que había concertado con Wade la misma noche de la desaparición de la niña. Pero Kinley era una ciudad tan pequeña que resultaba materialmente imposible pasar varios días sin tropezar con la persona que se trataba de evitar. Leigh se encontró con Wade cuando se dirigía a la tienda de su padre a la mañana siguiente de haberle dejado plantado. Él la miró a los ojos hasta que Leigh tuvo que bajarlos.

– Te eché de menos anoche -dijo él sin intentar ocultar la acusación implícita en su voz.

– No pude ir -se excusó ella.

¿Por qué tenía que ser tan duro? Leigh contempló su cuerpo recordando cómo la había hecho sentirse sobre la hierba húmeda. Lo amaba y deseaba volver a sentir su cuerpo pero no estaba dispuesta a afrontar la ira de su padre ni las burlas de la ciudad.

– Ya sabes que dicen que soy responsable de la desaparición de Sarah.

Leigh alzó la mirada. A pesar de la pose altanera de Wade, intuyó lo ofendido que se sentía, el dolor que anidaba en él.

– El jefe de policía todavía no te ha acusado de nada.

– No será gracias a ti.

Leigh abrió la boca para decirle que saldría en su defensa si el jefe Cooper lo metía en el calabozo, pero en aquel momento vio que su padre salía de la tienda.

– Lo siento pero tengo que irme -dijo nerviosa.

Wade siguió la dirección de su mirada. Cuando divisó a Drew Hampton Tercero, la luz del entendimiento iluminó sus ojos.

– Me has estado mintiendo desde el principio, ¿no? -dijo amargamente-. Nunca me has querido. Sólo he sido alguien a quien has usado y tirado a la basura como el periódico del día anterior.

– No lo comprendes -protesto ella-. Yo…

– Te equivocas -le interrumpió Wade-. Lo comprendo perfectamente.

Wade dio media vuelta y se alejó y, aunque su corazón estaba destrozado, Leigh no lo llamó. No podía hacer nada para variar aquella situación. Se quedó de pie en mitad de la calle, llorando a la luz de la mañana.

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