Capítulo Diez

Con el sol de la mañana calentándole la espalda y el agua cristalina del mar resplandeciendo bajo el sol, Lexie estaba en el muelle del complejo, esperando a que llegara el siguiente grupo de submarinismo. Después de comprobar que todo estaba listo, aspiró hondo y soltó un suspiro de satisfacción.

Los tres días que habían trascurrido desde que le había hecho las galletas quemadas habían pasado como un tornado de felicidad. Cada mañana, gracias al buen tiempo, daban su clase de vela antes de que ella empezara su turno. Era un alumno sobresaliente, algo que no la sorprendió en absoluto. Se lo imaginaba destacándose fácilmente en cualquier cosa que se propusiera.

Durante el día, mientras ella trabajaba, Josh pasaba el tiempo nadando o conduciendo en busca de un velero. A veces lo veía por la tarde en la piscina, haciendo carreras con otros huéspedes o entreteniendo a algún niño. Lexie sabía que en unas horas estaría otra vez con él.

Pasaban juntos cada velada. Dos veces salieron a cenar fuera y otras dos lo hicieron en casa de Lexie. Él le enseñó los secretos de la cocina de los cowboys y ella lo instruyó en algunos usos muy interesante del chocolate fundido.

Y las noches… Las noches era mágicas, apasionadas, entre los brazos de Josh. Le encantaba estar con Josh, le encantaba verlo sonreír y cuando sus ojos la miraban con ardor. Le encantaba ver cómo charlaba con los fans; en realidad, le gustaba todo de él.

Lo amaba.

Ese pensamiento la golpeó como si se hubiera tirado en plancha al agua. Aquello no era solo una atracción física o una obsesión. Estaba enamorada de él.

Sin duda la idea debería aterrorizarla, o al menos preocuparla o inquietarla. Pero solo le hizo sentir una dicha inmensa.

Sacudió la cabeza. Debía de estar volviéndose loca. No debería sentirse tan feliz. Se suponía que no podía enamorarse de una aventura, del hombre que había elegido para pasar el rato. Josh era algo temporal, un amante del riesgo, y encima vivía a miles de kilómetros.

Pero su corazón apartó de un plumazo todas esos razonamientos. Lexie se imaginó la apacible cala que ansiaba poseer, y a la puerta de su casa a Josh esperándola con los brazos abiertos, muy sonriente. Quería que estuviera con ella, compartiendo su vida.

Cerró los ojos y dejó que el sentimiento de amor la inundara. Lo amaba. Completamente. Pero ¿qué iba a hacer al respecto? El tiempo pasaba rápidamente, ¿cómo permitir que su relación terminara sin más en unos pocos días? No podía. Claro que no solo importaba lo que ella quería, sino también lo que quería Josh.

Solo había un modo de averiguarlo. Se lo preguntaría. Le preguntaría qué sentía él y si quería intentar encontrar el modo de hacer que aquello funcionara.

Tal vez fuera de eso de lo que quería hablar con ella. Había salido del complejo a las diez de la mañana para encontrarse en Miami con su manager y unos patrocinadores. Ella lo había acompañado al coche y antes de irse él le había sugerido que cenaran en casa de ella esa noche para poder hablar.

Pues bien, estaba lista para hablar. Lista para poner las cartas sobre la mesa y decirle lo que sentía. Lista para encontrar el modo de poder estar juntos.

Solo le quedaba rezar para que él quisiera lo mismo.

Lexie observó a Josh durante toda la cena y, a medida que comían, le quedó claro que algo lo preocupaba. Comía con desgana y, cosa rara en él, estaba bastante callado. Sabía que tenía planeado hablarle de algo, y esperaba que al menos fueran buenas noticias. Buenas noticias acerca de su futuro. Pero su silencio y el modo en que evitaba mirarla a los ojos le hicieron perder las esperanzas lentamente. Sintió que se le formaba un nudo en el estómago hasta el punto en que ya no fue capaz de continuar tragando. Dejó el tenedor sobre el plato y lo miró.

– ¿Josh, qué pasa?

Él la miró con expresión atribulada, cosa que solo consiguió aumentar su desasosiego.

– No pasa nada -dijo, dejando a un lado su servilleta-. Pero desde luego tenemos que hablar.

«Desde luego». Eso la puso aún más nerviosa, pero se hizo un nudo en el corazón para no desanimarse aún más.

– Te escucho -le dijo con la mayor naturalidad posible.

– Hemos más o menos evitado el tema, pero ambos sabemos que mi viaje va a terminar pronto. Y… tengo que marcharme.

El estómago volvió a encogérsele.

– De vuelta a Manhattan.

– No exactamente. Aunque tendré que ir allí -estiró el brazo y le tomó la mano.

Lexie intentó no apartar la mirada de la suya. Sabía que lo que él le iba a decir no le gustaría en absoluto. Sabía que no le iba a decir que iban a estar juntos.

– He aceptado una invitación para tomar parte en un rodeo el próximo mes.

Lexie tragó saliva para poder hablar.

– Vas a volver a la arena -dijo rotundamente.

– Sí, lo voy a hacer.

Y al segundo siguiente, y para haber estado callado durante toda la noche, Josh empezó a hablar atropelladamente y con emoción del evento internacional que iba a tener lugar en Mónaco, y de cómo era su mejor oportunidad para mejorar al hombre que lo había obligado a quedar en segundo lugar en su última competición.

Lexie solo lo escuchaba a medias, asimilando los detalles suficientes para enterarse, pero muy poco interesada más allá del hecho de que iba a volver al rodeo. Al peligro. A un estilo de vida en el que él era una celebridad y a todas las cosas que acompañaban ese estilo de vida. ¡Y parecía tan feliz! Le brillaron los ojos cuando le habló de poder derrotar a aquel tal Wes Handly.

– Y lo mejor de todo, es que este evento va a tener lugar en el Mediterráneo -dijo Josh, apretándole la mano-. Cada vez que estaré allí, podré navegar.

– ¿Lo mejor de todo? -repitió Lexie cuando le salió la voz-. ¿En qué sentido es lo mejor? ¿Porque tal vez te ahogarás en lugar de ser aplastado por un toro? -un miedo atroz sustituyó al aturdimiento que había sentido-. Josh, no estás en absoluto listo para navegar por el Mediterráneo.

– Tienes razón -antes de que ella pudiera suspirar de alivio, Josh continuó-. De modo que ven conmigo. Ayúdame con la navegación y disfruta del rodeo. Piensa en lo bien que nos lo pasaríamos juntos. Serían como unas vacaciones.

Lexie se quedó helada. Durante unos segundos no pudo respirar. Pero entonces la invadió una calma fría. Le soltó la mano y lo miró fijamente a los ojos.

– ¿Vacaciones? ¿Pasárnoslo bien? ¿Qué parte sería exactamente la que sería estupenda? ¿El viaje? Como bien sabes no tengo deseo alguno de viajar. Y sabes que no quiero ver cómo arriesgas la vida en el rodeo. Solo de pensarlo me siento enferma. ¿Y crees que no estaríamos arriesgándonos la vida en el mar? Sé navegar, pero no soy tan experta como para pensar en llevar a cabo una empresa tal, sobre todo con un compañero inexperto. -Lexie, yo…

– Lo sabía -dijo mientras sacudía la cabeza-. Ha sido una locura por mi parte salir contigo. ¿Cómo he podido ser tan estúpida de pensar ni por un momento que te retirarías? ¿Que no anhelarías constantemente los peligros y las emociones? -lo miró con los ojos entrecerrados-. ¿Cuándo has tomado exactamente esta decisión tan estúpida?

– No es estúpida… -dijo con fastidio. -¿Cuándo? Él bajó la vista. -Hace tres días.

Tres días. No sabía si reírse o llorar. O si ponerse a gritar.

– Y ahora me lo cuentas -soltó una risotada amarga-. ¿Por qué te has molestado? ¡Espera, déjame adivinar! Sabías que me disgustaría, y no querías hacer nada que cortara nuestras noches de pasión antes de lo estrictamente necesario. Me pregunto por qué no has esperado unos días más.

El se puso de pie y plantó las palmas de las manos sobre la mesa; en sus ojos brillaba la rabia y la frustración.

– Maldita sea, Lexie, eso no es justo. No te lo he dicho porque nada era del todo seguro hasta la reunión de hoy. No quería preocuparte hasta que no firmara el contrato y fuera ya un hecho.

Ella lo miró. ¿Sería posible sentir cómo se partía el corazón?

– Tienes toda la razón. No había razón alguna para discutir conmigo tus planes de futuro.

– Te equivocas. No quería que algo que tal vez no fuera a ocurrir se interpusiera entre nosotros…

– Antes de lo estrictamente necesario -terminó de decir por él.

Josh se puso derecho y se pasó la mano por la cabeza.

– Sí. Pero cuando lo dices así suena deshonesto, y yo no he sido deshonesto.

– Claro que no. Solo estabas ocultándome la verdad para protegerme. Para que no sufriera y para que no me preocupara.

Él la miró con recelo.

– Intentaba ser honorable.

– Y por supuesto, no querías que nuestra aventura terminara antes de lo estrictamente necesario.

Josh la agarró de los brazos y la puso de pie.

– Esto no es una aventura -dijo apretando los dientes.

– Ya no -le concedió-. Esta aventura ha terminado oficialmente -aspiró hondo, sin saber cuánto tiempo más podría aguantar el tipo sin derrumbarse como una torre de naipes en una tormenta de viento-. Mira, Josh, hemos pasado buenos ratos, pero ambos sabíamos que esto era algo temporal, que cualquier otra cosa era imposible.

– No es imposible. Podemos…

– No. No podemos. Nada ha cambiado. Vivimos a miles de kilómetros el uno del otro. Tú tienes responsabilidades en Montana, y mi vida está aquí. E incluso aunque, gracias a un milagro, pudiéramos salvar nuestros problemas geográficos, yo no podría vivir con esta decisión que has tomado. Siempre habrá otro rodeo, otra razón por la que volver al ruedo y arriesgarte la vida. O si no es un toro bravo entonces buscarás otra empresa peligrosa.

Sus ojos oscuros la miraban con una seriedad tremenda, llenos de enojo.

– No niego que el rodeo es peligroso, pero tu trabajo tampoco está exactamente exento de peligro -antes de que ella pudiera decir ni palabra, él continuó-. Las personas tienen accidentes practicando el esquí acuático. E incluso un nadador experimentado podría ahogarse si el mar está picado o si lo arrastra la marea. ¿Y qué hay del submarinismo? Podrías quedarte sin oxígeno, o que te atacara algunas de esas criaturas tan peligrosas que hay en el mar, como los tiburones.

Ella se resistió a alzar la vista al cielo.

– Estamos en Florida. Pues claro que hay criaturas en el mar, incluidos los tiburones.

– Exactamente. Y como los toros brahmans, los tiburones son peligrosos. No los puedes controlar, ni anticipar su presencia o movimientos. Tal vez a ti no te parezcan tan malos porque estás hecha a ellos. Pero para un vaquero de Montana, un tiburón es un animal muy peligroso. Sí, un toro puede romperte una pierna, pero no te la arranca de un mordisco.

Ella sacudió la cabeza.

– No es lo mismo.

– Sí que lo es -le apretó los hombros con suavidad-. Cada vez que te veo montándote en esa barca para ir a hacer submarinismo siento un nudo en la garganta. Pero no te pediría que no lo hicieras.

– Y yo no te he pedido que no participes en ese rodeo o que te hagas a la mar. Tú has tomado la decisión que necesitabas tomar. Lo entiendo. Me has pedido que te acompañe y que sea parte de esa decisión. Pero yo no puedo.

– Tienes miedo -su tono delicado estuvo a punto de terminar con su resolución.

– Josh. Sería tan fácil que sufrieras algún daño… Podrías matarte. ¿Y todo para qué? Lo único que sé es que el último hombre que amé no dejaba de buscar emociones más fuertes, y su éxito lo cambió. Perdí al hombre dulce del que me enamoré y me encontré con un estilo de vida de viajes, peligros, sanguijuelas y groupies. ¿Me preguntas si tengo miedo? No. Estoy horrorizada. De lo que puede pasar después de tu vuelta. De lo que pasar por eso me haría a mí.

– Lexie, no soy tan inexperto. Y te juro por mi honor que esta será la última vez que abandonaré mi retiro. No haré…

Ella le puso la mano en la boca para silenciarlo.

– Por favor no hagas promesas que no vayas a cumplir. No te estoy pidiendo nada. No quiero promesas. Ya he pasado por esto con Tony. No puedo, no voy a pasar por ello de nuevo.

– Yo no soy Tony.

– La situación es la misma. No pienso quedarme esperando una llamada del hospital. O algo aún peor.

– Lexie, podría atropellarme un coche al cruzar la calle.

– Cierto, pero las posibilidades de sufrir un daño aumentan cuando hay un toro bravo por medio.

– Me estás pidiendo que elija.

– No, estoy abandonando.

Él la miró atribulado.

– Lexie, esto del rodeo y lo del barco son cosas que tengo que hacer a la fuerza. Para estar tranquilo. Terminará dentro de un par de semanas. Tú y yo tendremos después todo el tiempo del mundo.

– No, no lo tendremos. Se terminó nuestro tiempo.

Dio la vuelta a la mesa. La cena a medio metido terminar se les había quedado fría. Se estremeció. ¿Solo hacía una hora que se habían sentado a cenar?

– Entiendo tu preocupación -dijo Josh en voz baja-, ¿pero por qué no puedes confiar en mí? Estoy haciendo lo correcto.

– Sí. Para ti. Y me parece bien. Solo es que no quiero verme implicada de ninguna manera.

– Podemos arreglarlo, Lexie. Quiero estar contigo más que nada -la alcanzó en dos pasos y la agarró de los hombros.

Lexie lo miró. Él quería estar con ella igual que quería participar en el rodeo. Sacudió la cabeza y pestañeó para no echarse a llorar.

– No digas eso.

– ¿Por qué no? Es verdad -le buscó la mirada-. La cuestión es ¿quieres tú estar conmigo?

Lexie se quedó helada.

– No importa -respondió por fin-. Lo nuestro no tiene futuro.

– Podría si…

– Si pudiera aceptar tus decisiones, lo cual no voy a hacer.

– Tienes miedo, lo entiendo, pero…

– Tengo más que miedo. No volveré, no puedo hacerlo. Nunca más.

Él se puso pálido. Lentamente le soltó los hombros y su mirada se nubló de angustia. Antes de poder decir algo que pudiera poner en peligro su resolución, Lexie alzó la barbilla y lo miró.

– Quiero que te marches.

Se hizo el silencio más ensordecedor que jamás había oído. Su mirada parecía abrasarle el alma mientras ella intentaba memorizar las facciones que ya estaban permanentemente marcadas en su memoria.

Después de lo que le pareció una eternidad, se lo repitió.

– Quiero que te marches, Josh. Ahora. ¿Entiendes?

Él la miró con enojo.

– Me lo has dejado bien claro -se pasó las manos por la cara y sacudió la cabeza-. No sé cómo decirte adiós.

– Entonces no lo hagas. Solo márchate, por favor -dijo en tono quebrado.

El la miró unos segundos más antes de darse la vuelta rápidamente y salir de la cocina del mismo modo. Segundos después, Lexie oyó la puerta de entrada cerrándose.

Se había marchado. Totalmente. Para siempre.

Le temblaron las piernas y se dejó caer en una silla. Nada. No sentía nada. Tenía el corazón anestesiado. La verdad era que toda ella se sentía anestesiada.

Entonces notó algo húmedo que le caía en el brazo y, como en trance, bajó la vista. Una gota de agua. Mientras la miraba, cayó otra. Y luego otra. Estaba llorando.

Sin darse cuenta empezó a sollozar mientras experimentaba un dolor en el corazón que se acercaba más al dolor físico que a otra cosa. Entonces deseó su aturdimiento previo. Porque él se había marchado. Y nada le había dolido como aquello.

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