Capítulo Uno

Josh Maynard observó desaparecer el taxi que acababa de dejarlo en su destino. La correa de lona de la bolsa se le clavaba en el hombro. Se echó un poco hacia atrás su sombrero texano favorito y miró a su alrededor con atención.

Vaya. Desde luego ya no estaba en Montana. No había ni una montaña ni un árbol a la vista. Ante sus ojos se extendía una llanura verde y un sinfín de palmeras que se perdían en un cielo azul sin nubes. Y Dios, qué calor hacía. Y qué humedad. El aire húmedo y cargante de Florida lo rodeó como una manta mojada.

Se volvió hacia el hotel que sería su hogar durante las tres semanas siguientes. Complejo Turístico Whispering Palms, rezaban unas letras azul turquesa sobre un fondo blanco de estuco. A los lados de la entrada flores moradas y anaranjadas adornaban los enrejados de madera, y cientos de flores y arbustos salpicaban el césped de aquellos terrenos tan bien cuidados.

Pero aquel complejo era algo más que un lugar bonito; y por eso lo había escogido. Según lo que había encontrado en Internet y lo que le habían contado en la agencia de viajes, el Complejo Whispering Palms presumía de tener el programa de actividades acuáticas más amplio de la región. Y el personal era profesional, con impresionantes credenciales.

Le gustaba además que el complejo estuviera algo apartado; lo suficientemente cercano a Miami para resultar conveniente y al mismo tiempo lo bastante alejado de todo el barullo. También le había llamado la atención que fuera un lugar más pequeño; no había querido uno de esos hoteles grandes con miles de habitaciones.

Aspiró hondo y se le abrieron las aletas de la nariz al percibir los olores diferentes. Ni un rastro a caballo, al cuero de las monturas o a la arena de los rodeos por ninguna parte. Aquel aire tenía un olor… tropical; un aroma afrutado y dulce, que se mezclaba con el olor penetrante del océano. Volvió a mirar de un lado a otro. No. Aquel lugar no se parecía en nada a casa. Pero eso era lo que importaba, precisamente.

Observó a los huéspedes mínimamente vestidos que salían y entraban del complejo. Tendría que dejar en la maleta su camisa vaquera de manga larga y los Wranglers. Solo llevaba allí tres minutos y ya tenía la espalda empapada en sudor.

Se miró los pies y suspiró. Tendría que dejar también sus amadas Tony Lamas. Las botas no eran demasiado prácticas en la playa. Gracias a Dios que se había llevado un par de zapatillas Nike, aunque normalmente no las usara mucho.

Llevaba mucho tiempo esperando para iniciar aquella aventura, y no iba a permitir que algo tan trivial como la ropa se interpusiera en su camino. Los objetivos que se había impuesto eran difíciles, pero él había llegado más alto. Había ganado varias medallas de oro de la Asociación Profesional de Cowboys de Rodeo, y para demostrarlo tenía las cicatrices. Excepto en la última competición, por supuesto. Maldita fuera, el entrar en segundo lugar después de Wes Handly aún lo fastidiaba. Si al menos…

Josh cortó de raíz aquel molesto pensamiento antes de volver a empezar a darle vueltas. Aquella parte de su vida había terminado. Había colgado sus espuelas y era el momento de conquistar nuevos mundos. Como aquel lugar de palmeras, sol, playa, flores y llanuras.

Josh se ajustó el sombrero, aspiró hondo, se colocó mejor la bolsa en el hombro y avanzó hacia la entrada del complejo dispuesto a saborear de una vez todos los sonidos, las vistas y los olores nuevos.

Una enorme jaula dominaba el centro del vestíbulo de suelo de parqué. En el centro, sobre un columpio de madera, Josh vio el loro más grande que había visto en su vida, con plumas de bellos colores y una cola que llegaba casi hasta el fondo de la jaula. De urnas de porcelana pintadas con flamencos y peces multicolores brotaban grandes plantas. Las paredes en tono salmón brillaban tras la mesa de recepción de mármol verde. Josh estiró la cabeza para ver qué había más allá de la zona de recepción, y vio un trozo de piscina brillante, una franja de arena blanca y el mar azul más allá. Una brisa agradable soplaba por el vestíbulo, refrescándolo del calor.

Dios, cuánto le habría gustado a papá aquel lugar. Los colores vivos, el aire salado, los gritos de las gaviotas. Un agudo sentimiento de pesar se apoderó de Josh. ¿Dejaría alguna vez de sentir aquel dolor que aparecía de repente? Seguramente no. Aunque tal vez después de conseguir lo que había ido allí a hacer el dolor menguara un poco.

Miraría la arena blanca y el mar azul y tragaría saliva. Sí, papá había pasado toda su vida deseando ir a un sitio como aquel, pero jamás había tenido la oportunidad de ver el océano. La cara risueña y arrugada de su padre se le apareció en la mente con tanta claridad que parecía como si Bill Maynard estuviera allí con él. Tantas veces había dicho que cuando se jubilara en el rancho iba a aprender a navegar y a hacerlo por el Mediterráneo.

Su padre había planeado aprender, y que Josh lo hiciera con él. A menudo el hombre se había imaginado navegando en las aguas cristalinas junto a su hijo, cocinando la pesca del día en la parrilla.

El grito del loro sacó a Josh de su ensimismamiento, y lo invitó a dejar a un lado sus recuerdos. Era hora de registrarse, de deshacer la bolsa, de ponerse algo para ir a la playa y de empezar a hacer realidad el sueño que su padre había planeado hacía tres décadas.

Conquistaría los siete mares con lo mismo que había conquistado la arena de los rodeos: con determinación, perseverancia y corazón. Le había prometido a su padre que vería todos esos sitios que el viejo había deseado ver, todos esos sitios de los que habían hablado.

Sin embargo, a pesar de todo lo que había leído sobre navegación, tendría que empezar por lo básico. Pero no debería de ser demasiado difícil. Allí había los mejores profesionales y él era un hombre inteligente y dispuesto. Tenía un título universitario que lo demostraba. Y era un atleta a nivel mundial. Tenía todas esas hebillas de oro que lo demostraban.

Miró hacia la piscina y al mar más allá y un escalofrío de inquietud le recorrió la espalda; pero Josh lo ignoró con firmeza. No tenía nada por qué preocuparse. Las aguas allí eran tan tranquilas como se decía en la propaganda. ¿Además… tanto le iba a costar aprender a nadar?

Lexie sonrió mientras se despedía del grupo de niños de su clase de natación. La más pequeña de todos, Amy, que solo tenía cuatro años, se volvió y le tiró un beso.

– Hasta mañana -gritó Lexie.

Echaría de menos a la adorable Amy cuando su familia abandonara Whispering Palms al final de la semana.

Salió de la piscina y agarró la toalla para secarse, mientras paseaba la mirada por la playa y el océano que tanto amaba. Docenas de personas jugueteaban en la orilla, mientras un grupo de jóvenes construía un enorme castillo en la arena. Padres con niños pequeños, parejas de luna de miel, personas solas, jóvenes, cada uno disfrutaba de sus vacaciones a su manera.

Como directora de actividades deportivas del complejo, Lexie se enorgullecía de la amplia variedad de ocupaciones que Whispering Palms ofrecía a sus huéspedes. Los deportes de agua iban del buceo hasta deportes más de aventura como la vela, el esquí acuático, el kayak o el submarinismo, entre otras muchas cosas. Y si lo que a uno le gustaba era el ejercicio, cada día podría hacer aerobic, bicicleta estática o voleibol en la playa o en el agua, por nombrar algunas.

Todo lo que cualquier turista necesitado de descanso pudiera desear lo podía encontrar en el Whispering Palms. Y Lexie estaba orgullosa de haber contribuido en gran medida a montar e implementar el programa de actividades. Por supuesto, toda vez que la temporada turística tocaba a su fin, la cosa estaría más floja hasta Acción de Gracias, cuando volvía a remontar un poco. Echaría de menos el paso agotador de los joviales grupos, y desde luego echaría en falta el dinero extra que ganaba durante el verano trabajando por la tarde-noche y por la mañana temprano en el Club del Campamento Infantil del complejo o dando clases particulares de natación o de buceo. Guardaba cada dólar que podía, esperando a que su pedazo de cielo se pusiera en venta.

En la mente apareció una imagen de la cala con palmeras de la que se había enamorado. Era un lugar privado, apacible, perfecto. Y cuando finalmente saliera a la venta, sería caro. Y según Darla, se lo quitarían de las manos al propietario. Lexie necesitaría todo el dinero posible para actuar con rapidez.

Y hablando de actuar con rapidez… Lexie echó una mirada a su Timex resistente al agua. Tenía que acompañar a un grupo de submarinismo en menos de media hora. No había tiempo de soñar despierta si tenía la intención de tomar un almuerzo muy necesitado en el Patio Marino. Cuando se había quitado el traje de neopreno y estaba a punto de hacer lo mismo con los calcetines, le llamó la atención un hombre que había en el vestíbulo. Estaba claro que acababa de registrarse, pues tenía en la mano el colorido folleto con las actividades del complejo y que contenía también la tarjeta con la que accedería a su habitación. Vestido con sombrero texano, camisa vaquera de manga larga, pantalones ajustados, un cinturón con la hebilla más grande que Lexie había visto en su vida y botas texanas, su indumentaria no era la más adecuada para la playa. Pero a Lexie no le importó; incluso desde donde estaba ella le quedó muy claro lo bien que rellenaba los vaqueros.

Entrecerró los ojos para verlo mejor, pero el ala de su sombrero le impidió verle bien la cara. El huésped nuevo se dio la vuelta y fue hacia los ascensores del vestíbulo que conducían a las habitaciones. Por detrás los vaqueros le quedaban tan bien como por delante. Sin embargo, Lexie esperaba que con el calor que hacía el vaquero decidiera cambiarse antes de salir.

De camino al Patio Marino, no pudo evitar preguntarse cómo estaría sin esos vaqueros.

Veinte minutos más tarde tuvo la oportunidad de comprobar lo bien que estaba. Lo vio cruzar las puertas del vestíbulo que daban a la piscina. Aunque llevaba una camiseta blanca y un bañador azul marino, no había duda de que se trataba del mismo hombre. Aquel modo de andar rítmico y confiado no le dejaron ninguna duda. Lo mismo que su apuesto físico.

Parecía estar buscando algo o a alguien mientras rodeaba la piscina, abriéndose paso entre los que tomaban el sol en las hamacas.

Lexie removió su refresco con una paja mientras lo observaba. El vaquero se había detenido y miraba a su alrededor con las brazos en jarras. Sin darse cuenta, Lexie lo miró de arriba abajo y admiró su espléndida figura. Sin duda se podía decir que aquel hombre era un monumento. Era alto, fuerte y ancho de hombros, y poseía un rostro atractivo de facciones duras como las de aquellas caras que se veían en las postales o en los folletos turísticos de Wyoming o Colorado.

Echó de nuevo a caminar con ese andar lento y mesurado que le había llamado la atención. Su mirada, que de repente parecía haber desarrollado una mente por su cuenta, se fijó en la zona justo debajo de donde había visto antes aquella enorme hebilla del cinturón. Lexie apretó los labios y tragó saliva. Sí, definitivamente el señor vaquero estaba bien armado. En realidad, no recordaba la última vez que había visto un bañador tan bien… rellenado. En realidad, no recordaba la última vez que había visto un bañador que quedara tan… perfecto. Tal vez debería haberse dejado los vaqueros puestos. Así, quién sabía el caos que podría crear.

Suspiró de envidia al pensar en la mujer a la que estaría buscando aquel cachas. Sin duda una tipo Pamela Anderson. Intentó imaginarse a sí misma con aquel aspecto y tuvo que ahogar una risotada. Imposible.

Tan ensimismada estaba con aquella estúpida ensoñación que le llevó unos segundos darse cuenta de que el vaquero había dejado de caminar, y que en ese momento estaba justo delante de ella; y de que ella le estaba mirando directamente la entrepierna.

Muerta de vergüenza, Lexie alzó la barbilla rápidamente mientras daba las gracias para sus adentros al que hubiera inventado las gafas de sol. Al mirarlo se reafirmó en su idea de que aquel hombre era muy guapo. No poseía una belleza clásica; sus facciones eran demasiado duras. Pero sin lugar a dudas sus ojos marrones, sus pómulos altos, sus labios firmes y carnosos y su mandíbula cuadrada combinaban para crear un rostro tremendamente atractivo. Además era grande y alto, musculoso y firme. Lexie no pudo evitar darse cuenta enseguida de que no era inmune a su patente virilidad.

Él le miró un momento la gorra y después continuó paseando la mirada por el resto de ella. De pronto Lexie se sintió tremendamente consciente de su aspecto, de que tenía el pelo todavía húmedo y de la gorra vieja que llevaba. Por no mencionar el hecho de que de repente se le habían puesto duros los pezones.

Antes de que pudiera cruzarse de brazos, él se tocó el ala del sombrero y se dirigió a ella:

– Usted debe de ser Lexie Webster -dijo con una voz profunda y sexy.

Antes de que pudiera contestar, el vaquero continuó.

– Tim, el recepcionista, me dijo que buscara a una chica junto a la piscina con una camiseta que dijera «Directora de Actividades y Deportes» -bajó la vista de nuevo, fijándose en las palabras que llevaba en la camiseta, y seguidamente volvió a mirarla a la cara-. Creo que es usted.

Lexie se obligó a no mirarle el hoyuelo que le había salido en una mejilla, del cual solo podría decirse que era de lo más sexy.

– Sí, soy Lexie Webster -le dijo, sonriéndole-. ¿En qué puedo ayudarlo, señor…?

Instantáneamente le tendió la mano. -Maynard. Josh Maynard. Me gustaría apuntarme a sus clases.

Un cosquilleo le recorrió el brazo cuando le estrechó la mano grande y callosa. Tenía un modo de dar la mano muy agradable. Ni flojo ni fuerte.

– ¿Es usted un huésped del complejo, señor Maynard? -le preguntó, como si acabara de verlo, como si no llevara mirándolo un buen rato.

– Sí señorita. Acabo de registrarme y estoy deseoso de empezar. Y, por favor, llámeme Josh.

No recordaba la última vez que alguien de más de doce años la había llamado «señorita». -¿Qué clases te interesan dar, Josh? -Todas.

– ¿Todas? Ofrecemos casi dos docenas -le sonrió-. Eso no te dejará demasiado tiempo para disfrutar de tus vacaciones y relajarte.

– No estoy aquí para relajarme. Estoy aquí para aprender.

– Entiendo -frunció los labios-. En ese caso me aseguraré de que te apunto también en las clases de cestería con hojas de palma.

Frunció el ceño y colocó los brazos en jarras. Lexie bajó la vista sin poderlo remediar. Sus dedos largos se extendían sobre sus caderas, apuntando hacia su entrepierna. Se aclaró la voz y alzó instantáneamente la cabeza. Santo Cielo, se estaba convirtiendo en una pervertida. Cualquiera pensaría que era un ninfómana hambrienta de sexo que jamás había visto un vaquero macizo y atractivo con un hoyuelo precioso en la mejilla.

Pero una voz en su interior le dijo que sin duda estaba ávida de sexo, y que jamás había visto un hombre tan impresionante como Josh Maynard. -Creo que esa es una de las que me podré saltar

– dijo él, devolviéndola a la conversación-. Lo que necesito es aprender a navegar.

Lexie notó que había dicho «necesito» en lugar de «quiero».

– En el complejo ofrecemos clases de nivel principiante -dijo-. Y puedo recomendarte algunas escuelas de vela excelentes en la zona, si quieres clases de nivel más avanzado. ¿Tienes experiencia con la vela?

– No, señorita. Pero aprendo rápidamente, y he leído mucho sobre el tema. Lo que necesito es instrucción práctica.

El vaquero miró a su alrededor, como si quisiera ver si alguien los estaba observando, y entonces dio un paso adelante y se inclinó hacia ella. Un calor que nada tenía que ver con el sol la rodeó, además del olor de su cuerpo; una combinación de ropa recién lavada y otro aroma a madera y especias que despertó sus hormonas con alegría. ¡Dios! Con solo echarle una mirada a aquel tipo… cómo se había puesto. Seguramente estaría casado y con tres hijos. O estaría prometido. Le miró la mano. No llevaba anillo. Pero eso no demostraba nada.

– El problema es, señorita Webster…

– Lexie.

– Sí, señorita…, que antes de empezar con la vela, necesito una instrucción… -miró a su alrededor de nuevo- más básica -susurró.

– ¿Qué tipo de instrucción?

– Yo, bueno, me da corte decirlo, pero no soy muy buen nadador.

Inmediatamente Lexie sintió comprensión hacia aquel hombre. ¿Habría sufrido algún trauma en su infancia relacionado con el agua?

– Entiendo. Bueno, eso no es un problema, Josh, ni tampoco debes sentirte avergonzado. He enseñado a nadar a muchos adultos. Tenemos clases dos veces por semana…

– Necesito más de dos por semana y, para ser sincero, preferiría no tomar las clases con otras personas; al menos hasta que no desarrolle cierta habilidad.

– ¿Entonces quieres clases particulares?

– Sí, señorita. No creo que me hagan falta muchas. Soy fuerte y coordino bien. Lo que no tengo es experiencia -se plantó la mano en el corazón y agachó la barbilla, mirándola con ojos de perrillo perdido-. Por favor no me digas que no estás disponible para ayudarme. Serías la respuesta a mis oraciones.

Caramba. ¿Habría una mujer sobre la Tierra que pudiera resistirse a aquella mirada? Si así era, bendita fuera.

Rápidamente Lexie reflexionó sobre su oferta, y con la misma rapidez decidió aceptar. Con aquel dinero extra que podría ganar dándole clases al vaquero, toda vez que la temporada turística decaía, él también podría ser la respuesta a sus oraciones.

Lo informó de su tarifa por hora y él aceptó sin pestañear.

– ¿Cuándo empezamos? -le preguntó, echando una mirada a la piscina llena de gente.

– La piscina permanece abierta las veinticuatro horas del día, pero normalmente al anochecer o un poco antes es cuando no hay gente. ¿Por qué no quedamos hoy aquí a las nueve?

– A las nueve me parece estupendo. Gracias.

– De nada -Lexie miró su reloj y vio que el rato del almuerzo se había pasado ya-. Ahora tengo una clase de buceo, pero te veré esta noche.

Él se tocó el sombrero y añadió:

– Estoy deseando que llegue el momento, señorita.

Josh la observó mientras avanzaba entre las mesas a toda prisa de camino a la playa. Paseó la mirada por su espalda, notando los músculos suaves de sus muslos y piernas de un tono dorado. Era menuda y compacta, pero muy bien hecha. Entre las gafas de sol oscura y la gorra de béisbol, no había podido verle bien la cara, pero sin duda era bonita y tenía una sonrisa agradable. Y unos labios maravillosos.

Algunos amigos suyos preferían las piernas de las mujeres, otros los pechos, otros el trasero. Él, aunque sin duda apreciaba todos esos atributos femeninos, podría definirse a sí mismo como un «hombre de labios». Y Lexie Webster tenía una boca de labios bien dibujados, carnosos y suaves; una de esas bocas que lo hacían temblar…

Y, maldita fuera, lo demás también lo tenía muy bien puesto. Y olía como una de esas refrescantes y largas bebidas tropicales. De esas que te entraban ganas de darles una buena chupada…

Y sobre todo le encantaba el hecho de que no tuviera ni idea de quién era él. Sí, le había echado una mirada de arriba abajo, pero estaba claro que ni su nombre ni su cara le sonaban, por lo cual él estaba encantado. Muchas de las mujeres que seguían el circuito de rodeo lo habían halagado continuamente con sus atenciones. Y aunque al principio eso le había agradado, con el tiempo no había podido diferenciar si una mujer lo quería por sí mismo o por sus títulos de campeón. Detestaba el cinismo, pero no podía negar que, cuantas más competiciones ganaba, más atractivo se había vuelto a ojos de las mujeres.

Y el hecho de que la señorita Lexie no lo conociera le pareció perfecto. Debía centrarse en lo que tenía entre manos. Primero debía aprender a nadar, después a navegar, y después, a navegar un velero y ver algo de mundo mientras tanto. Por sí mismo y por su padre. Después no sabía lo que le depararía el futuro, pero de momento no buscaba nada más que dominar aquellas actividades.

Mientras regresaba al vestíbulo se preguntaba si habría sido sabio contratar a una mujer bella para que le enseñara. Recordó el sinfín de imágenes que le habían surgido en la imaginación cuando ella le había preguntado si deseaba clases particulares; imágenes que nada tenía que ver ni con la natación ni con la vela. Pero se obligó a dejar de preocuparse. Sería capaz de hacer cualquier cosa que se propusiera. Solo haría como si Lexie fuera uno de sus compañeros de trabajo.

¿Después de todo, qué distracción podría suponerle una sola mujer?

A las ocho cuarenta y cinco de esa tarde, Josh iba por uno de los caminos de piedra que conducían a la piscina; un camino rodeado de vegetación exuberante y perfumada. Las altas palmeras se mecían a la suave brisa tropical y una luna grande y blanca proyectaba brillos plateados sobre la superficie del océano en calma.

Se cruzó con una pareja que paseaba de la mano; entonces cruzó un puente de madera y vio a otra pareja besándose sobre la arena, sus siluetas recortadas a la luz de la luna. Se dio cuenta de cómo aquel entorno, con la potente combinación del océano, el aire salado, las palmeras y la necesidad de utilizar tan poca ropa, podría conseguir fácilmente que cualquiera pensara en el romance.

Pero él no. No señor. En su agenda no había hueco para hacer manilas. En realidad, ese tipo de cosas era en lo que menos estaba pensando. En ese momento estaba completamente concentrado en la piscina y la clase que estaba a punto de dar.

Durante el paseo que había dado después de la cena, había descubierto que era la primera vez que veía una piscina como la del complejo. Se trataba más de una serie de piscinas que arrancaban de la piscina principal, y todas ellas comunicadas por túneles. Uno podía flotar o nadar de una piscina a otra por los túneles, o refrescarse en una de las cascadas que caían desde las formaciones rocosas. En uno de los extremos había un bar al que se llegaba nadando, y detrás de una enorme formación rocosa había tres bañeras de hidromasaje de donde emergía una nube de vapor. Y él que siempre había creído que había piscinas rectangulares y ovaladas nada más…

Miró a su alrededor y vio que la piscina estaba desierta. Menos mal. No le apetecía tener público, y menos en su primera lección.

Estaba a punto de dejar la toalla sobre una hamaca cuando un chapoteo le llamó la atención. Al volverse en dirección al ruido, se quedó petrificado. Una figura femenina emergía de la piscina, lentamente, del lado por donde menos cubría. Surgió de aquel agua color azul cristalino como una resplandeciente ninfa acuática, y de pronto supo lo que debía de haber sentido Ulises cuando había divisado a esas sirenas.

Ella salvó el último escalón de la escalerilla y se quedó de perfil a él, en el borde de la piscina. Por su piel descendían lentamente las gotas de agua, que Josh siguió con la mirada hasta que estuvo a punto de marearse. Tenía más curvas que una carretera de montaña. Curvas que quedaron más de relieve cuando estiró los brazos por encima de la cabeza para alisarse la melena corta.

Sacudió la cabeza para disipar la neblina de deseo que le obnubilaba el cerebro y resopló con enfado. ¿Qué demonios le ocurría? Solo era una chica en traje de baño. Ni siquiera llevaba bikini. Había visto docenas de mujeres con mucho menos encima…

– ¿Eres tú, Josh? -dijo una voz familiar de mujer.

Josh pegó un respingo. Aquella voz salía exactamente de donde estaba la ninfa acuática. Y eso solo podía significar una cosa. Su instructora de natación, la señorita Lexie Webster, no era otra que la escultural diosa de la piscina.

Se obligó a abrir los ojos y la observó mientras se acercaba a él. Se movía con la misma gracia y fluidez en la que había reparado esa tarde, solo que resultaba más fácil ver aquella gracia en todo su esplendor en ese momento que no llevaba puestos los pantalones cortos y la camiseta.

A pesar de decirse a sí mismo que debía avanzar, parecía que se había quedado pegado al suelo.

Cuando ella llegó donde estaba él, lo saludó con una sonrisa amigable.

– ¿Listo para tu lección?

Seguramente asentiría, pero no estaba seguro. Esa tarde le había parecido atractiva, pero en ese momento, sin la gorra de béisbol y las gafas de sol, solo se le ocurría una palabra: «¡Caramba!». Como había poca luz no sabía de qué color tenía los ojos, pero sin duda solo podían ser azul pálido o verde pálido. Pero fueran de uno o de otro color, lo que estaba claro era que tenía unos ojos muy grandes y expresivos, y unas pestañas largas y húmedas. Se fijó en su bonita nariz, cubierta de unas pocas pecas, y por último le miró la boca.

El mismo diablo debía de haber diseñado aquella boca que era el pecado personificado. Y esos dos hoyuelos que se formaban a los lados de aquellos labios debían de estar prohibidos. Se plantó delante de él, húmeda y brillante, casi desnuda… y él tragó saliva en un esfuerzo de humedecer su garganta seca.

– ¿Estás bien, Josh?

Él asintió temblorosamente.

– ¿Sigues con idea de dar la clase?

Clase. Sí, claro, la clase. Carraspeó antes de contestar.

– Sí, señorita.

– No tienes por qué estar nervioso. Yo voy a estar a tu lado todo el tiempo.

Le puso la mano en el brazo y Josh pensó que sería para tranquilizarlo. Pero en lugar de eso sintió como si le quemara la piel. ¿Cómo había podido pensar que aquella mujer sería como uno de sus compañeros?

Se suponía que aquello era estrictamente formal, pero supo que no tardaría mucho en ceder a la tentación. No podría resistirse a coquetear con ella. Sobre todo cuando se sentía de pronto tan inquieto.

– Te prometo que estarás a salvo -le dijo ella con una sonrisa de ánimo.

La miró a los ojos y el estómago pareció descenderle a los tobillos. De algún modo sospechaba que sería difícil estar «a salvo» con esa mujer.

Ella le tomó de la mano y tiró de él con suavidad hacia la piscina.

– Vamos. Empezaremos despacio por el lado que no cubre. En poco tiempo estarás nadando.

Aún no había introducido el pie en el agua y ya tenía la sospecha de que estaba bien metido en todo aquello.

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