Capítulo Nueve

Sus palabras expulsaron el oxígeno de los pulmones de Genevieve, que lo miró con asombro mientras él movía los brazos en el agua, sin apartar la vista de sus ojos, y la hechizaba con las flexiones de sus músculos. Sabía que debía decir algo, exigir que se detuviera, pero de su boca sólo habrían salido halagos; tanto era así, que tuvo que hacer un esfuerzo por apretar los labios y seguir callada.

– Tiene razón -dijo él con una voz ronca que la estremeció-. El agua está muy buena.

Genevieve se apretó contra la pared del estanque, dividida en una combinación de sorpresa, miedo y deseo. Pero logró reaccionar, salir de su estupor y alzar la barbilla antes de decir:

– Sólo era la constatación de un hecho, señor Cooper. No una invitación.

Simon avanzó lentamente hacia ella.

– ¿Ah, no? A mí me ha parecido que sí. Porque entre nosotros hay algo; algo que he sentido desde que la vi por primera vez… un deseo tan fuerte que no me deja pensar con claridad.

Simon se detuvo justo delante de ella y apoyó las manos en la orilla del estanque, atrapándola entre sus brazos. Apenas los separaban unos centímetros, una distancia que resultaba demasiado cercana e intolerablemente lejana a la vez.

Genevieve dio gracias a la oscuridad de la noche y a las sombras. Estaba haciendo todo lo posible por mantener la compostura, pero si hubiera habido más luz, su expresión la habría traicionado y Simon habría sabido que lo deseaba.

– ¿Es capaz de mirarme a los ojos y afirmar que el sentimiento no es recíproco? -preguntó él, observándola con intensidad.

Ella no dijo nada. No podía negar lo evidente, pero tampoco podía decir la verdad. Si admitía que se sentía atraída por él, provocaría una situación que no estaba dispuesta a afrontar.

Antes de que pudiera hablar, Simon inclinó la cabeza y se acercó tanto que sus labios casi se rozaban. Su aroma, una mezcla deliciosa de olor a jabón y a piel caliente, con un fondo de sándalo, la rodeó.

– ¿Puede sentirlo? -preguntó él-. Por Dios, diga algo… dígame que no soy el único que lo siente.

Genevieve se sintió dominada por el deseo.

– No, no es el único -susurró.

– Menos mal…

Al instante siguiente, Simon la tomó entre sus brazos y la besó. Genevieve entreabrió los labios y dio la bienvenida a la invasión de su lengua. Estaba completamente perdida. Sus sentidos cobraron vida con emociones que creía olvidadas. Simon era fuerte, duro, sólido, y sabía a menta y a brandy.

Al sentir la presión de su erección contra el estómago, Genevieve gimió. Luego, pasó los brazos a su alrededor e introdujo los dedos entre su pelo para atraerlo hacia ella.

Simon interrumpió el beso para besarle el cuello, mientras le acariciaba la espalda.

– Sabe tan bien…

Genevieve le habría devuelto el cumplido de buena gana, pero las manos de Simon se cerraron sobre sus senos y le robaron la capacidad de hablar. Después, empezó a acariciarle los pezones y se apartó el tiempo suficiente para bajarle la camisa hasta la cintura, de tal manera que la prenda flotó en la superficie del agua.

Ella se arqueó en un ruego silencioso y suspiró cuando él sé introdujo uno de los pezones en su boca. Genevieve cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y cerró los puños sobre su cabello, urgiéndolo a tomar más, a perderse en el placer de tocar y ser tocado.

– Son preciosos. Maravillosamente bellos -murmuró contra su piel.

Simon siguió jugueteando con su pezón y acariciándole el otro seno mientras llevaba la mano libre al trasero desnudo de Genevieve.

Incapaz de permanecer inmóvil, ella alzó una pierna y la cerró sobre sus caderas en una invitación flagrante a que la poseyera sin más. Cuando Simon la acarició entre los muslos, Genevieve echó la cabeza hacia atrás y soltó un largo grito de deleite que se fundió con las oleadas de placer que recorrían su cuerpo. Él introdujo un dedo y luego dos en su sexo y logró que ella volviera a gemir. Estaba desesperada, fuera de sí; sólo deseaba una cosa.

Alzó la otra pierna y la erección de Simon se apretó directamente contra su clítoris. Ya no podía soportarlo más. Los últimos vestigios de su razón habían desaparecido.

– Más -exigió con una voz que ni ella misma reconoció-. Más, quiero más. Por favor… Ahora…

Simon introdujo un tercer dedo en ella y la besó tan apasionadamente que la combinación de caricias bastó para llevarla al orgasmo. Genevieve gritó y se apretó contra él, satisfecha, completamente saturada de placer.

Cuando los espasmos se convirtieron en estremecimientos leves, se sentía tan débil que se habría hundido en el agua si él no la hubiera sostenido con sus brazos.

– Cuánto lamento que esté tan oscuro -le confesó él-. Quiero verla…

Las palabras de Simon la sacaron del estupor lánguido en el que se había sumido y le recordaron que de no haber sido por esa misma oscuridad, no se habría dejado llevar por el deseo y no habría pasado nada.

Cerró los ojos, sin poder creer lo que había pasado. Se había entregado a él sin inhibiciones y sin dudas, pero también sin control y sin capacidad alguna para resistirse. Los diez años que había estado con Richard le habían servido para aprender a seducir, pero la seducida, esta vez, era ella.

Simon la había conquistado con la más inocente de las frases: «Dígame que no soy el único que lo siente». Y ella había hecho el amor con un hombre al que apenas conocía, con un hombre al que había usado para su placer sin dar nada a cambio. Algo completamente nuevo en su vida. Algo que una buena amante no debía hacer.

Avergonzada y algo aturdida, Genevieve tomó aliento y lo miró. Simon parecía devorarla con los ojos.

– Lo siento, señor Cooper… Yo…

Él le acarició los labios y la dejó sin habla.

– Llámame Simon, te lo ruego. Creo que ya podemos tutearnos… Genevieve.

Ella se estremeció al oír su nombre.

– Como quieras, Simon… Sólo quería decir que lo lamento. Me he dejado llevar y no he hecho nada salvo…

– ¿Qué no has hecho nada? Qué cosas dices -declaró con pasión-. Eres… exquisita. Encantadora. Arrebatadora. Una mujer increíble y absolutamente deliciosa.

Simon le mordió el lóbulo. Genevieve suspiró.

– No me arrepiento de lo que ha pasado entre nosotros…

– Me alegro, porque yo tampoco. Ha sido un placer.

– Esa es precisamente la cuestión, el placer. Porque sólo lo he sentido yo.

– Te equivocas. El placer ha sido mutuo.

Genevieve le acarició la espalda.

– ¿En serio?

Ella bajó la mirada hasta la entrepierna de Simon. Había estado tan concentrada en sí misma que no había notado nada más; pero efectivamente, la erección de su amante había bajado de forma considerable.

– En serio. Oír, contemplar y sentir tu orgasmo ha sido una experiencia tan asombrosa que no he podido resistirme a la tentación -le confesó él.

Genevieve se sintió extrañamente satisfecha.

– Así que has decidido imitarme…

Simon soltó una carcajada.

– No he podido evitarlo. Eres tan… potente -dijo, tomando su cara entre las manos-. Además, mis pantalones ya estaban mojados.

Simon se puso serio de repente.

– Por mucho que me apeteciera estar en tu interior, me alegro de haberme contenido. Sé que mis actos indican otra cosa, pero suelo ser un hombre cauto. No permito que las pasiones me gobiernen; controlo mis emociones de forma mucho más…

– ¿Estricta?

– Sí.

– Entonces, sólo diré que me alegra que te no hayas quedado con las manos vacías. Y me halaga que aliviaras tu deseo.

Él la miró y frunció el ceño.

– Sí, eso es exactamente lo que has conseguido; y sin esfuerzo alguno… Me asusta pensar en lo que podría haber pasado si hubieras utilizado conmigo tus tácticas femeninas.

– No te habría asustado, te lo aseguro. Te habría parecido fascinante.

Genevieve frotó los senos contra su pecho y sonrió de forma maliciosa.

– Estoy convencido de ello -murmuró-. Sobre todo ahora, cuando mi ardor ha pasado… la próxima vez, duraré más.

– ¿La próxima vez? Eso suena algo…

– ¿Presuntuoso? -la interrumpió-. Sí, lo sé; pero te he deseado desde que te vi por primera vez. No te engañes, Genevieve, quiero hacerte el amor. Sin embargo, sólo te puedo ofrecer los quince días que permaneceré en Little Longstone; es un detalle importante, que deberías tomar en consideración.

Simon se detuvo un momento, la miró a los ojos y siguió hablando.

– Esta noche nos hemos dejado llevar por la pasión del momento -continuó-. Adoro la espontaneidad, pero no hago nada sin valorar las consecuencias de mis actos. Todas las aventuras tienen repercusiones; aunque se lleven con cuidado, pueden dar pie a un escándalo. Yo me marcharé, pero tú seguirás aquí y podrías sufrir la censura publica si se llegara a saber. Incluso podrías quedarte embarazada…

– Simon…

– Te deseó, Genevieve, pero no quiero que tomes una decisión de la que más tarde te arrepientas. Piénsalo con detenimiento: Si mantenemos una relación, será porque los dos lo queramos.

Ella no supo qué decir; la deseaba y, sin embargo, contenía su deseo y le pedía que reflexionara y que tomara una decisión en frío. Hasta se había preocupado por la posibilidad de que se quedara embarazada y de que su posición en Little Longstone se viera comprometida. Y por si eso fuera poco, era tan sincero como para recordarle que sólo permanecería dos semanas en el condado.

Genevieve era una mujer de mundo y sabía que muy pocas personas se habrían comportado así en esas circunstancias. Habrían tomado lo que se les ofrecía, sin pensar en las consecuencias; mínimas seguramente para él, pero costosas para ella.

Por otra parte, su deseo estaba fuera de duda; Simon se había excitado de nuevo y ella podía sentir su erección contra el cuerpo. Esa era, con gran diferencia, la mejor demostración de su honradez; quería tomarla, pero se controlaba y le ofrecía algo que Richard no le había ofrecido nunca: la posibilidad de elegir. Genevieve no se había convertido en amante del conde por voluntad propia, sino empujada por la necesidad y la desesperación. Sencillamente, no había podido elegir.

Apartó las manos de Simon y retrocedió. Tenía mucho en lo que pensar. Sobre todo, porque estaba segura de que su deseo moriría en cuanto le viera las manos. Y no estaba preparada para sufrir otro rechazo.

– Agradezco tu preocupación, Simon, así como tu paciencia. Pensaré en ello, créeme. Pero ahora, será mejor que vuelva a casa.

Ella le dio la espalda y se volvió a poner la camisa. Después, se la ajustó, se apoyó en unas rocas y salió del agua.

La carne se le puso de gallina al sentir el aire fresco de la noche. Alcanzó la ropa sin molestar a Belleza, que seguía dormida, y se vistió. Quedaba la pistola, que se guardó en uno de los bolsillos.

Ahora, sintiéndose mucho menos vulnerable que antes, se giró hacia el agua. Simon también había salido; se estaba poniendo la chaqueta y la miró a los ojos.

Durante unos segundos no hicieron otra cosa que mirarse. Genevieve volvió a sentir el mismo deseo, aunque mezclado con algo más, algo que no había experimentado nunca. Querría arrojarse a sus brazos y apretarlo con fuerza. Quería inhalar su aroma, sentir su fuerza, aferrarse a él y no volver a soltarlo. La idea le pareció tan extraña que sacudió la cabeza e intentó recobrar su buen juicio.

– ¿Tienes frío? -preguntó él, acercándose.

– No.

Él se detuvo y la observó como si Genevieve fuera un enigma que se sentía incapaz de resolver. Sus ojos brillaban de deseo, pero en lugar de besarla, se inclinó y recogió a la perrita. Belleza abrió un ojo, bostezó y se apretó contra el pecho de su amo.

– Hace un rato, cuando la perseguía por los bosques, estuve tentado de cambiarle el nombre y llamarla Diablesa lametona, Corredora incansable o Desgracia monumental. Pero ahora la llamaría Hada, porque gracias a ella he vivido algo mágico -declaró Simon-. Se ha ganado el hueso más grande de Inglaterra.

– Y tú que pensabas que sólo te daba problemas…

– Y me los da, pero es evidente que siento debilidad por los problemas. Y por otras cosas -añadió, recorriendo su cuerpo con la mirada-. En fin, será mejor que nos marchemos. Si seguimos aquí, se nos hará de día. ¿Vamos?

Simon le ofreció el brazo. Genevieve lo aceptó y caminaron hacia la casa.

Durante unos minutos, el único sonido que se oyó fue el de sus pasos sobre las hojas secas. Pero luego, por motivos que ni ella misma alcanzaba a comprender, declaró:

– Hacía tiempo que no paseaba por el campo con un hombre.

Simon se giró hacia ella.

– Será porque querías pasear sola. De haber deseado un acompañante, sólo habrías tenido que chasquear los dedos y tu casa se habría llenado de pretendientes.

Genevieve sonrió.

– Sobrestimas mis encantos, Simon.

– En absoluto. Eres tú quien los sobrestima. ¿Es que no tienes espejos?

– Sí, y no mienten.

– Entonces, necesitas gafas.

Genevieve estaba a punto de discutírselo cuando Simon se detuvo en seco y la arrastró hacia la oscuridad, como si no quisiera que los vieran.

– La puerta de tu casa está abierta -explicó.

Él se inclinó, se sacó un cuchillo de la bota y añadió:

– Dame tu pistola.

Genevieve se estremeció y se llevó la mano al bolsillo donde la había guardado.

– No será necesario. No la llevo como adorno… soy buena tiradora.

– Estoy seguro de ello, pero ¿serías capaz de disparar a un ser humano?

– Sí fuera preciso…

Simon la miró y asintió.

– Bueno, esperemos que no lo sea. Quédate detrás de mí y prepárate para salir corriendo si las cosas se complican. Ah, y no me dispares a mí…

Simon salió del follaje y caminó hacia la casa con cautela, vigilando los alrededores. Genevieve lo siguió, nerviosa. ¿Sería posible que Richard hubiera ido a recoger la carta? De ser así, no quería que Simon lo tomara por un intruso y lo atacara.

Llegaron al camino de piedra y entraron en el vestíbulo. Baxter yacía en el suelo, con una mancha oscura en la cara que sólo podía ser una cosa: sangre.

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