Capítulo Tres

Londres es intenso y apasionante, y el matrimonio es maravilloso. Sólo te echo de menos a ti, mi querida amiga. Ojalá pudieras venir a visitarme…


Las palabras de la carta se difuminaron entre las lágrimas de Genevieve Ralston, pero se secó rápidamente los ojos cuando oyó pasos en el corredor. Baxter, su mayordomo gigante, entró poco después en el dormitorio.

– Discúlpame. Sólo quiero informarte de que…

El criado se detuvo de repente y frunció el ceño.

– ¿Qué te ocurre? -añadió.

Antes de que Genevieve pudiera responder, Baxter bajó la mirada y observó la carta que aún sostenía en las manos.

– Comprendo. Echas de menos a tu amiga, lady Catherine.

Genevieve sacó fuerzas de flaqueza y sonrió débilmente.

– Sí, un poco -dijo.

El hombre la miró como si ella fuera de cristal y no pudiera ocultarle ningún secreto.

– Más que un poco. No has sido la misma desde que se casó y se mudó a Londres. Pero ya han pasado seis meses -le recordó-. Me disgusta verte tan triste.

– No estoy triste.

Genevieve se acercó al escritorio y guardó la carta.

Era cierto. Se sentía sola. Antes de que Catherine se mudara a Londres, apenas pasaba un día sin que se vieran.

Su ausencia le había afectado poderosamente porque las horas que antes estaban llenas de risas, conversaciones y confidencias, ahora lo estaban de silencio, soledad y exceso de introspección; tenía demasiado tiempo libre y lo dedicaba a pensar en Richard y en el dolor de haber sido apartada de él después de diez años. Además, la llegada de la caja de alabastro sólo había servido para empeorar las cosas; al igual que la nota críptica que contenía:


Sois la única en quien puedo confiar. Guardad esto bien e iré a buscarlo tan pronto como pueda.


La breve misiva del conde la había dejado perpleja y enfadada; fue como si le hubiera dado un bofetón. No entendió que le enviara la caja a ella en lugar de a su nueva y más joven amante. Todavía recordaba su mirada de disgusto cuando le vio las manos en su último encuentro y se negó a tocarla; dos días más tarde, Richard puso fin a su relación sin el valor ni la decencia suficientes para decírselo en persona: se limitó a enviarle una nota y una suma importante de dinero, como si el dinero pudiera borrar el dolor y la humillación.

Incluso ahora, cuando ya había pasado un año, Genevieve seguía sin poder creer que fuera un hombre tan insensible. El conde le había dicho que la amaba; y ella le correspondía, aunque había tardado algún tiempo. Al principio, su relación fue una simple aventura que Genevieve agradecía porque la había sacado de una situación desesperada. No es que tuviera intención de ser la amante de nadie; pero a falta de otras opciones, la propuesta de Richard fue casi un milagro.

Cuando la aceptó, sólo sabía de él que era rico, atractivo y que la deseaba. No tardó en descubrir que también era atento, generoso e inteligente, lo cual agradeció; un hombre adelantado a su tiempo que se preocupaba por los sufrimientos de los menos afortunados y que quería cambiar las leyes para ayudar a los pobres.

Genevieve se enamoró rápidamente de su encanto, pero su forma fría y despiadada de librarse de ella le mostró un aspecto de su personalidad que nunca había visto. Se sintió tan despreciada que no volvería a tener ningún amante; especialmente, si era noble y rico. Si otro aristócrata volvía a mirarla con deseo, ordenaría a Baxter que se encargara de él.

En su enfado, Genevieve había sacado la carta que encontró en la caja con la intención de quedársela si Richard no iba a buscarla en persona. La había leído, y no alcanzaba a entender que unas palabras tan inocuas pudieran ser de importancia; tal vez incluyeran algún tipo de código, pero ni podía descifrarlo ni le interesaba en absoluto. Richard tendría que ir a su casa si pretendía recuperarla. Tendría que enfrentarse a ella y hablarle cara a cara. Era lo mínimo que debía hacer tras diez años de amor.

En el fondo, aún albergaba la esperanza de que se arrepintiera y volviera con ella; pero por otra parte, sabía que esa época de su vida había concluido. Gracias al apoyo financiero del conde, ahora tenía la casa de campo y un santuario para ella y para Baxter.

– Maldita sea -murmuró Baxter, sacudiendo la cabeza-. Te conozco mejor que nadie. Sé de tu tristeza y no puedo hacer nada por ayudarte. De buena gana me encargaría de que ese canalla del conde se llevara su merecido; así es como los ricos y poderosos tratan a los demás, sin respeto y sin más preocupación que sus propias necesidades.

Genevieve se sintió culpable por haber permitido que la viera tan deprimida. Baxter era el mejor de sus amigos y la cuidaba como si fuera una de las joyas de la Corona. Se conocían desde la adolescencia y se querían como hermanos; él le estaba muy agradecido porque le había salvado la vida a los quince años, cuando lo arrojaron a un callejón, dándolo por muerto, y ella cuidó de él y lo alimentó hasta que recobró la salud.

– Estoy bien, Baxter. Admito que me siento un poco sola, pero me acostumbraré. No te preocupes por ello -afirmó.

– Las lágrimas de tus ojos dicen otra cosa.

La voz de Baxter sonó tan seca que cualquier otra persona se habría asustado. Nadie salvo ella podía imaginar que aquel hombre calvo y enorme, de muslos anchos como troncos y puños como jamones, fuera dulce como un gatito y cocinara los mejores bollos de todo el reino; pero ciertamente, también sabía romper el cuello a un hombre si se presentaba la necesidad.

Genevieve se sentía protegida con él. Una mujer sola debía andarse con cuidado; sobre todo, si estaba en posesión de secretos tan peligrosos como los suyos.

– Son lágrimas de felicidad… por Catherine; se nota que en Londres es feliz. Pero dejemos ese asunto de una vez; ¿de qué querías hablarme?

Baxter la miró como si no estuviera dispuesto a cambiar de conversación. Sin embargo, comprendió que Genevieve había cerrado esa puerta y contestó:

– Ese hombre está aquí. Ha preguntado si te encuentras en casa.

– ¿Hombre? ¿Qué hombre?

– El que alquiló la casa del doctor Oliver.

Genevieve se acordó enseguida. Baxter siempre estaba al tanto de lo que sucedía en Little Longstone, que no era mucho, y le había mencionado que el médico se había marchado del pueblo tras recibir una herencia y que había puesto su casa en alquiler.

Baxter le dio vina tarjeta y ella la leyó. Pertenecía a un tal Simon Cooper, cuya dirección, impresa bajo el nombre, se encontraba en un barrio de Londres perfectamente respetable, aunque no rico.

Aunque no había nada fuera de lo común en ello, sospechó de inmediato. En muy poco tiempo habían llegado dos desconocidos a la zona; primero el señor Blackwell, un artista, y ahora, Simon Cooper. La posibilidad de que aquel hombre sospechara algo, de que hubiera descubierto sus actividades, la preocupó tanto que Baxter lo notó.

– ¿Crees que ha venido por lo de Charles Brightmore?

Genevieve se estremeció al oír el nombre de su nom de plume, de su seudónimo.

– ¿Y tú?

Baxter se rascó la calva.

– No me parece probable. Ya nos ocupamos de ese asunto hace meses, cuando se publicaron aquellos artículos en la prensa. Todo el mundo sabe que Charles Brightmore se ha marchado de Inglaterra y nadie vendría a buscarlo aquí. Pero si ese individuo mete las narices donde no le llaman, puedes estar segura de que se las partiré. No permitiré que te hagan daño, Gen.

Genevieve se sintió más aliviada.

– Lo sé, lo sé. Y estás en lo cierto… todos creen que Brightmore ha salido de Inglaterra y que no tiene intenciones de volver.

Su criado asintió.

– No obstante, debemos ser cuidadosos. Aunque añado que ese hombre no tiene aspecto de investigador; se comporta más bien como un pretendiente. Ha dicho que quiere presentarte sus respetos porque será nuestro vecino durante dos semanas -explicó, flexionando sus dedos gigantescos-. He sentido la tentación de darle una buena patada y echarlo de la casa; pero dado que estás un poco sola, me ha parecido que su compañía te podría animar.

– Procura no dar patadas a nadie, salvo que sea absolutamente necesario -dijo ella con seriedad-. ¿Ha traído algún regalo?

– Un ramo de flores -contestó, sonriendo-. Ese tipejo debería saber que una mujer como tú merece bastante más. Diamantes, por ejemplo.

Genevieve rió.

– Y por supuesto, tú nunca sospecharíais de un hombre que se presentara en mi casa por primera vez con unos diamantes como regalo.

Baxter asintió con timidez.

– Sí, supongo que tienes razón, pero no debes confiar en nadie. Habrá oído que una mujer preciosa vive sola en esta casa y lo primero que ha pensado es llevarle unas flores y cortejarla.

– Dudo que debamos preocuparnos por eso.

Genevieve bajó la vista y se miró las manos. Los médicos le habían dicho que la enfermedad que la afligía se llamaba artritis; ella no la consideraba una enfermedad sino una maldición, porque le había robado al hombre que amaba, el hombre que no había soportado la visión de aquel defecto. En cualquier caso, carecía de importancia. Aunque otros hombres la encontraran atractiva, no volvería a permitir que le rompieran el corazón.

– ¿Qué aspecto tiene el señor Cooper? -preguntó.

Baxter la miró a los ojos y frunció el ceño.

– Aspecto de cretino que merece que lo echen a patadas.

– Ya veo. ¿Y qué flores ha traído?

– Rosas.

Genevieve se alegró mucho. Eran sus flores preferidas, aunque el señor Cooper no podía saberlo.

En circunstancias normales, le habría pedido a Baxter que le dijera que no se encontraba en casa. Llevaba una vida tranquila y, excepción hecha de sus visitas ocasionales al pueblo o de la aparición de alguno de sus amigos, prefería mantenerse al margen de la sociedad. Sin embargo, Catherine se había marchado y las circunstancias habían dejado de ser normales. Un vecino con un ramo de rosas no era exactamente la visita más apetecible del mundo, pero al menos contribuiría a romper el tedio, el vacío y la monotonía de su existencia actual.

– Que pase -ordenó.

Baxter salió del dormitorio y ella se levantó y caminó hasta la ventana, desde donde contempló las hojas doradas que el viento arrastraba a su paso. Si Catherine no se hubiera marchado, estarían juntas en los jardines y se dedicarían a charlar sobre las flores que se debían podar en aquella época y las que podían plantar a la primavera siguiente. Además, faltaba poco para que Little Longstone celebrara su festival de otoño.

Suspiró y su aliento empañó el cristal. Limpió la condensación y se obligó a contener la envidia que sintió durante un instante. Se alegraba sinceramente de la felicidad de Catherine. Ya se acostumbraría a la soledad. Tenía a Baxter y a Sofía. Y hoy, también al señor Cooper. Sería mejor que se contentara con ello y no esperara demasiado.

Supuso que su visita sería un anciano decrépito de los que se retiraban a Little Longstone para disfrutar de los beneficios de las aguas termales, también presentes en la antigua propiedad del doctor Oliven. Sin embargo, eso era mejor que nada. Su gata sabía escuchar, pero no era buena conversadora. Al menos tendría con quien hablar.

Un segundo después oyó la voz de Baxter. Como siempre que se encontraban en público, se abstuvo de tutearla:

– El señor Cooper viene a verla.

Genevieve se giró y se llevó una sorpresa mayúscula al comprobar que, lejos de ser un viejo chocho, el señor Simon Cooper era un joven que aparentaba treinta años o quizá menos. No era mujer que se quedara fácilmente sin habla, pero eso fue exactamente lo que pasó; y por lo visto, a él le ocurrió lo mismo: se quedó mirándola con sus intensos ojos verdes, de tal forma que durante unos momentos no fue capaz de pensar ni de respirar siquiera.

Fue como si ya la conociera. Pero eso era absurdo; nunca se habían visto hasta entonces. De eso estaba segura, porque no lo habría olvidado.

El hechizo se rompió cuando caminó hacia ella con la facilidad de quien no tiene el menor impedimento físico. Era alto, atractivo, de hombros anchos; el hombre más sano que había visto en mucho tiempo, lo cual contribuyó a aumentar sus sospechas anteriores. ¿Qué estaría haciendo en un lugar tan remoto y oscuro como Little Longstone en lugar de vivir en Brighton o en Bath, mucho más animados?

Se detuvo frente a ella e hizo una reverencia.

– Permítame que me presente. Soy Simon Cooper, su nuevo vecino… al menos durante la próxima quincena. Encantado de conocerla, señora Ralston.

Genevieve se descubrió admirando aquellos ojos verdes con un destello inexplicable que encendió su cuerpo y llevó calor a zonas que no lo conocían desde hacía tiempo. Sin embargo, intentó convencerse de que no se sentía atraída por él y se miró las manos. No volvería a mantener una relación amorosa.

– El placer es mutuo, señor Cooper.

El hombre le ofreció el ramo de rosas que llevaba.

– Son para usted.

Simon sonrió y Genevieve pensó que tenía una boca preciosa. El tipo de boca que parecía firme y suave, seria y sensual al mismo tiempo. Además, sus labios bien formados parecían saber besar. Extremadamente bien.

Tras una duda breve, alcanzó las rosas con mucho cuidado de evitar el contacto físico, como de costumbre. Sin embargo, él movió la mano y se rozaron un momento. Genevieve se estremeció y retrocedió varios pasos.

– Muchas gracias -murmuró-. Tengo debilidad por las rosas.

Cruzó por la alfombra persa y tiró del cordón para llamar a Baxter. Su criado apareció inmediatamente y ella introdujo la nariz entre las flores para ocultar su sonrisa; era obvio que Baxter se había quedado en el corredor, escuchando, por si tenía que intervenir y sacar al señor Cooper por la fuerza.

Le dio las flores y dijo:

– Será mejor que las pongamos en un jarrón. Señor Cooper, ¿le apetece un té?

– Sí, por favor.

Genevieve lanzó una mirada de advertencia a Baxter, que salió de la habitación a regañadientes.

Cuando se volvió hacia su visitante, lo encontró mirando la puerta con humor.

– Parece que a su mayordomo le gustaría incinerarme con la mirada.

– Es muy protector.

– No lo había notado -ironizó.

El hecho de que el señor Cooper encontrara a Baxter más divertido que amenazador le picó la curiosidad. Se acercó a las sillas que estaban frente a la chimenea, donde ardía un fuego, y lo invitó a acomodarse antes de sentarse en su mecedora favorita.

– Siéntese, se lo ruego.

– Gracias.

Ella lo observó mientras él se sentaba y notó sus piernas largas y musculosas bajo los pantalones y la forma en que su chaqueta azul acentuaba la anchura de sus hombros. Era un caballero extremadamente bien formado.

Cuando alzó la vista, vio con la miraba con más intensidad de la que ninguna mujer habría podido soportar. Si hubiera sido capaz de ruborizarse, lo habría hecho. Como no lo era, respondió a su escrutinio del mismo modo. Un hombre que miraba como él, estaría acostumbrado a la atención femenina.

– ¿Qué le trae a Little Longstone, señor Cooper?

– Unas vacaciones cortas. Mi patrón ha contraído matrimonio recientemente y se ha marchado de luna de miel al continente -contestó con una sonrisa de humor-. No alcanzo a comprender por qué no ha querido que lo acompañara, pero así son las cosas. Decidí aprovechar la ocasión para descansar un poco.

Genevieve sabía que estaba bromeando, pero supuso que su patrón no querría que aquel hombre se acercara demasiado a su flamante esposa.

– ¿Y por qué ha elegido nuestro pueblo?

– El doctor Oliver es un viejo conocido mío y tuvo la amabilidad de ofrecerme su casa de campo. Ardo en deseos de disfrutar del aire libre.

– Ha sido muy generoso por su parte. Espero que le vaya bien…

– Sí, desde luego. Su esposa espera su primer hijo para la próxima primavera.

Genevieve sonrió.

– Qué encantador. Le escribiré para felicitarlo. Pero dígame, ¿a qué se dedica en Londres, en la capital?

– Soy administrador del señor Jonas Smythe. Tal vez haya oído hablar de él… Es de los Jonas Smythe de Lancashire.

Genevieve sacudió la cabeza. Cuando estaba con Richard, sólo prestaba atención a los nombres y a las cosas de la élite londinense, pero nada más.

– Me temo que no. No he estado nunca en Lancashire y hace varios años que no viajo a Londres -le confesó.

– ¿Creció en Little Longstone?

Ella pensó que si hubiera crecido allí, su vida habría sido muy diferente.

– No, ni mucho menos. Llegué hace unos cuantos años.

– ¿Y qué la hizo elegir este sitio?

Genevieve decidió decir la verdad.

– La proximidad a las aguas termales. Son muy terapéuticas. Además, me enamoré enseguida de los bosques y de la tranquilidad del pueblo.

– ¿Y el señor Ralston? ¿También disfruta de los manantiales?

Ella dudó. Era una pregunta perfectamente normal, pero había algo en la intensidad de su mirada, o tal vez en el tono de su voz, que le hizo desconfiar. Parecía como si no le interesara por simple curiosidad y por darle conversación; como si tuviera un interés personal en el asunto; como si la encontrara atractiva.

Decidió que no podía ser y pensó que se habría equivocado. Llevaba tanto tiempo sin disfrutar de la compañía de un hombre joven que quizá empezaba a malinterpretar los códigos de los caballeros.

– Lamentablemente, el señor Ralston no está con nosotros.

Genevieve contestó lo que siempre contestaba cuando formulaban esa pregunta. No era la verdad; pero en cierto modo, tampoco era mentira: el señor Ralston no estaba con ellos porque nunca había existido.

Ella sólo se había enamorado una vez en su vida, de Richard; y él no le había ofrecido el matrimonio. Por supuesto, siempre había sabido que los hombres de su categoría no se casaban con sus amantes; podían entregarles su corazón, pero sólo podían dar su apellido a mujeres de su misma clase social. Genevieve había inventado lo del marido muerto porque sabía que nadie sospecharía de una viuda que vivía sola en el campo.

– ¿No está con nosotros? -preguntó él-. ¿Quiere decir que ha salido?

Ella sacudió la cabeza.

– No. Falleció.

La expresión de Simon se volvió solemne.

– La acompaño en el sentimiento.

– Gracias. Ha pasado mucho tiempo desde entonces.

– ¿Mucho tiempo? -preguntó, devorándola con la mirada-. En tal caso, se debió de casar cuando sólo era una niña…

Genevieve supo esta vez que estaba coqueteando con ella. Aunque no lo practicara desde hacía años, no había olvidado ese juego.

Aquello, naturalmente, alimentó aún más su curiosidad. Richard había sido el último hombre que se había interesado por ella. Pero al bajar la mirada y ver los guantes de sus manos, recordó lo sucedido con su amante y se dijo que había aprendido la lección. Aunque el señor Cooper se sintiera atraído por ella, su deseo se extinguiría rápidamente si llegaba a contemplar la imperfección de sus manos.

– Murió poco después de casarnos -mintió-. ¿Y usted, señor Cooper? ¿Está casado?

– No, El trabajo con el señor Jonas Smythe me obliga a viajar con frecuencia y no me permite establecer relaciones duraderas… Por lo visto, estoy condenado a no poder disfrutar de los favores femeninos -bromeó.

Genevieve ahogó una carcajada en la garganta. Estaba segura de que Simon Cooper gozaba del favor de muchas mujeres y de que podía elegir a quien quisiera. Indudablemente, habría roto unos cuantos corazones.

Cuando las damas solteras de Little Longstone le echaran el ojo, revolotearían sobre él como abejas alrededor de una flor. Incluso se preguntó cuál de todas conseguiría su objetivo. Pero fuera cual fuera, sabía una cosa: que no sería ella.

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