Capítulo Diecisiete

Las dos primeras semanas tras la marcha de Simon pasaron para Genevieve entre accesos de tristeza y paseos por los alrededores de la casa. Hasta temía acercarse al manantial; le recordaba su encuentro amoroso con Simon y no habría vuelto a él de no haber sido estrictamente necesario por motivos de salud.

Intentaba mostrarse animada delante de Baxter, pero sabía que su amigo no se dejaba engañar con tanta facilidad; de hecho, había amenazado literalmente con hacer picadillo al vizconde. Y ella lo había defendido. Simon se había portado de forma honrada con ella; hasta le había ofrecido que continuaran la relación. Pero no podía ser. En tales circunstancias, no se sentía con fuerzas de afrontar los deseos, las esperanzas y los sueños que Simon le inspiraba.

Quince días después de su marcha, alguien llamó a la puerta. Genevieve tuvo la absurda esperanza de que fuera él, pero resultaron ser Baxter y un caballero de edad avanzada que se presentó como abogado londinense.

– Tengo una carta para usted, señora Ralston -dijo el desconocido, que se apellidaba Evans-. He representado los intereses de lord Ridgemoor durante mucho tiempo. Hace un año, me pidió que guardara esta carta y que se la entregara en persona si él fallecía. Si tiene alguna pregunta al respecto y desea hablar conmigo, me alojaré en la posada del pueblo. Mañana a primera hora debo volver a Londres.

Desconcertada, Genevieve miró al caballo mientras este subía a su carruaje y se alejaba y, acto seguido, se dirigió a su dormitorio.

Una vez allí, se sentó frente al fuego y rompió el sello con manos temblorosas. La carta decía así:


Mi querida Genevieve:

Desde el día en que rompí nuestra relación, no he deseado otra cosa que volver a verte y pronunciar estas palabras en persona. Siento que te lleguen así; pero teniendo en cuenta las circunstancias, no habría otra forma.

Toda mi vida me he enorgullecido de decir la verdad; por eso me costó tanto mentirte. Porque eso fue exactamente lo que hice, mentirte, cuando te dije que ya no te deseaba. Genevieve, te he querido desde el día en que te conocí, desde que vi a la joven autora de aquellos cuadros que me llegaron al alma. Te he amado desde que te toqué por primera vez, con un amor que jamás he sentido por nadie más. Sé que te hice daño cuando te rechacé, y sólo puedo decir en mi defensa que aquello estuvo a punto de matarme de dolor.

Pero debía hacerlo. Había recibido amenazas de muerte y sabía que, si permanecía a tu lado, tú también estarías en peligro. Habrías sido el objetivo perfecto para mis enemigos; ellos sabían que habría hecho cualquier cosa por ti, que habría dado incluso mi vida de ser necesario, y no habrían desaprovechado esa oportunidad.

De haber sido posible, me habría separado de ti de otra manera; sin embargo, era consciente de que la ruptura debía ser brusca y lo suficientemente injusta como para que no intentaras seguirme. Fue lo más duro que he hecho en mi vida, y si no hubiera recibido más amenazas de muerte, es probable que me hubiera rendido y que hubiera aparecido en tu casa de Little Longstone para rogarte que me perdonaras. Sólo quiero que sepas que no ha pasado ni un día, no, ni un simple momento sin que no te extrañara, no te deseara y no te amara con todo mi ser.

Ya no estoy aquí para poder asegurar tu bienestar físico, pero al menos puedo garantizarte el financiero. He abierto una cuenta a tu nombre en el Banco de Inglaterra; los detalles los tiene mi abogado, el señor Evans, que te ayudará con ello y con cualquier otra cosa que necesites.

Me gustaría poder hacer más. Y sobre todo, me gustaría estar contigo ahora y siempre.

Gracias por amarme, mi querida Genevieve, y por permitir que te amara. Fuiste la alegría de mi vida, y sólo te deseo lo mejor. Espero que puedas perdonarme.

Tuyo,

Richard.


Genevieve miró la carta con ojos llenos de lágrimas. Richard la amaba. Siempre la había amado. Sólo se había marchado porque temía por su vida.

El alivio de descubrir hasta qué punto se había equivocado con él, se mezcló con el dolor por su muerte y la tristeza. Dejó la carta a un lado, hundió la cara entre las manos y siguió llorando. No supo cuánto tiempo estuvo así, pero al final, cuando las lágrimas se secaron en sus ojos, la amargura y la tensión del último año habían desaparecido y sólo quedaba un sentimiento de paz y de gratitud hacia Richard.

Ahora podía seguir con su vida. O casi, porque se había enamorado otra vez. Y de un hombre al que no podía amar.

Las dos semanas siguientes no pasaron ni más rápida ni más fácilmente que las dos anteriores. Pero las miradas de preocupación de Baxter se volvieron más excepcionales, así que llegó a la conclusión de que estaba mejorando sus dotes de actriz.

Exactamente un mes y dos días después de la marcha de Simon, decidió que su congoja ya había durado el tiempo suficiente. El día había amanecido fresco y soleado, y se dijo que era un buen día para volver a reír. Iría al manantial y luego escribiría un buen rato. Pero antes, releería la Guía para damas. Había llegado el momento de que se aplicara sus propios consejos.

Tras un desayuno delicioso a base de huevos, jamón y bollitos de Baxter, dio un beso entusiasta a su amigo y se dirigió al vestíbulo.

– Me alegra que sonrías otra vez, Gen.

– Y yo también, Baxter. Estaré fuera alrededor de una hora. ¿Por qué no te acercas al pueblo? Si no recuerdo mal, la señorita Winslow suele pasar por la carnicería a estas horas…

Baxter se ruborizó.

– No lo sé. Aunque ahora que lo dices, nos vendría bien un poco de panceta.

– Una idea excelente.

Satisfecha, salió de la casa. No dejaba de sonreír y de repetirse que aquel día iba a ser feliz, y ya se había convencido cuando llegó a las rocas que rodeaban el estanque de aguas termales y vio que su santuario estaba ocupado.

Su sonrisa desapareció al instante.

Simon estaba junto al agua, vestido con una capa azul oscuro bajo la que se atisbaba una chaqueta del mismo color, una camisa blanca como la nieve, un pañuelo y unos pantalones de montar. Sus botas negras brillaban, aunque la izquierda mostraba señales inconfundibles de mordeduras de perro. En una mano sostenía a Belleza, lo cual no debía de resultar fácil porque el animal se puso a ladrar y a agitarse en cuanto la vio; en la otra, un ramo enorme de rosas.

Sus miradas se encontraron enseguida, y todos los sentimientos que Genevieve había enterrado durante el mes anterior salieron a la superficie y la dominaron de nuevo: la nostalgia, el deseo, el amor.

Simon soltó a la perrita, que corrió hacia ella y se comportó como si la adorara. Genevieve se inclinó y la acarició con alegría.

– Te ha echado de menos.

Ella alzó la mirada. Simon se había acercado a menos de dos metros y la miraba con una expresión indescifrable.

– Yo también a ella. No puedo creer cuánto ha crecido…

– Pues créelo. Se come todo lo que encuentra en mi casa, incluidas mis botas. Vamos, Belleza, siéntate…

Belleza se sentó inmediatamente.

– Como ves, he progresado algo con ella -añadió.

– Estoy impresionada. Es todo un triunfo.

Simon carraspeó y le acercó las flores.

– Son para ti. Espero que todavía sean tus favoritas.

Genevieve aceptó el ramo e intentó controlar el escalofrío de placer que sintió cuando sus dedos se rozaron.

– Por supuesto que sí. Son muy bonitas… gracias.

– De nada. Me recuerdan a ti.

Ella no dijo nada. Esperaba que Simon hablara, pero al ver que se mantenía en silencio, preguntó:

– ¿Qué estás haciendo aquí, Simon?

– Quería hablar contigo y me pareció que sería mejor que viniera a buscarte al manantial. Temía que, si llamaba a la casa, Baxter se lanzara a mi cuello antes de que pudiera abrir la boca.

Genevieve pensó que estaba en lo cierto.

– ¿Y de qué quieres que hablemos?

– En primer lugar, quiero que sepas que la carta de Ridgemoor no sólo acusaba a Waverly; también incluía pruebas irrefutables de su culpabilidad en los delitos de robo y traición a la Corona.

– ¿Había más personas involucradas?

– No, actuaba solo. De hecho, Ridgemoor hizo un gran servicio al país al incluir las pruebas en esa carta. El conde murió como lo que era, un héroe.

Genevieve asintió.

– Gracias por decírmelo, Simon. Pero no era necesario que vinieras a Little Longstone para eso. Podrías haberme enviado una nota.

– No, porque hay algo que quería darte. O más bien devolverte, porque es tuyo.

Simon se metió una mano en el bolsillo y sacó una hoja de papel, que le entregó.

– ¿Qué es esto? -preguntó, perpleja.

– Ábrelo.

Genevieve lo hizo y se llevó una buena sorpresa al descubrir una de sus notas para la entrega siguiente de la Guía para damas.

– Ese papel me salvó la vida -explicó él.

– ¿Cómo dices?

– Lo encontré en la papelera aquella noche y me lo guardé, no sé por qué. Cuando Waverly me pidió la carta, saqué la hoja y la dejé caer al suelo; él se distrajo un momento y me dio la ocasión para atacarle.

– Vaya… no sé qué decir. Pero me alegra que te fuera de ayuda…

– Y a mí, Genevieve. ¿O debería llamarte Charles Brightmore?

– ¿Serviría de algo que lo negara?

Simon sonrió.

– No. Pero no tienes por qué; eres una escritora de gran talento.

Genevieve no esperaba un halago.

– Gracias…

– De talento, e inteligencia. Espero que el segundo libro tenga tanto éxito como el primero. Puedes estar segura de que adquiriré un ejemplar.

– ¿No te… incomodó?

– No. Me siento muy orgulloso de ti. Y no te preocupes por la identidad real de nuestro querido Brightmore; puedes estar segura de que tu secreto seguirá a salvo conmigo.

– No sé qué decir… Gracias, supongo.

– Es un placer. Pero quería hablar contigo de un asunto bien diferente. He pensado mucho desde que me marché de Little Longstone. Fundamentalmente, en ti; en los días que estuvimos juntos. Y en algo que, me dijiste.

– ¿Qué te dije?

– Que esperabas que llevara una vida larga y feliz -respondió-. ¿Lo decías en serio?

Ella asintió.

– Sí, claro.

Simon sonrió.

– Excelente. Me alegro que lo dijeras en serio, porque he decido que efectivamente quiero una vida larga y feliz y que sólo puedo tenerla contigo, Genevieve. Tú eres lo que necesito para alcanzar la felicidad.

Genevieve se quedó helada. Simon quería que retomaran su relación.

Intentó recordarse todo lo que se había repetido a sí misma durante un mes; intentó convencerse de que no podía ser su amante. Pero todo ello se derrumbó ante sus pies como un castillo de naipes ante la posibilidad de volver a su lado; y ya estaba a punto de decírselo cuando él se le adelantó.

– Este ha sido el mes más triste y solitario de mi vida. Espero que también lo haya sido para ti.

Ella parpadeó.

– ¿Cómo?

– Lo que has oído. Espero que haya sido desolador, desesperante, terrible, solitario y angustioso. Igual que el mío.

– ¿Tan mal te sentías?

Simon rió sin humor.

– Tan mal, y peor. Desde que te dejé en la sala de estar de tu casa -confesó-. Pero todavía no has contestado a mi pregunta.

– Bueno, no puedo negar que he estado triste; ni que te he echado de menos.

– Magnífico.

– Simon… en cuanto a la posibilidad de ser tu amante…

– No quiero que seas mi amante.

Genevieve lo miró con confusión.

– Oh, lo siento. Pensaba que…

– Quiero que seas mi esposa -la interrumpió.

Genevieve se quedó sin habla.

– ¿Qué has dicho?

Simon carraspeó y repitió:

– Que quiero que seas mi esposa.

– Simon, los hombres de tu posición no se pueden casar con plebeyas…

– ¿Por qué no?

– Porque el escándalo te arruinaría y mancharía el buen nombre de tu familia.

– Es posible, pero no me importa. No puedo vivir sin ti. Quiero estar contigo siempre, todas las noches, hasta que la muerte nos separe.

Simon la tomó entre sus brazos y añadió:

– Genevieve, no he sido el mismo desde que te vi por primera vez, cuando me escondí detrás de tu estatua; fue como si un rayo me hubiera golpeado. Desde que te dejé, no he dejado de repetirme que conseguiría superarlo, olvidarte, pero me engañaba a mí mismo. Estoy profunda, rematada e apasionadamente enamorado de ti. Habría venido antes, pero quería solventar mis compromisos en Londres antes de presentarme en tu puerta.

El corazón de Genevieve latía tan deprisa que pensó que Simon podría oírlo.

– ¿Me amas?

– Tanto que me duele. Tanto, que no podría pasar otro día, otro minuto u otro segundo sin ti.

– Pero tu vida está en Londres…

– Eso no importa. Mi corazón está aquí, en Little Longstone.

– ¿Y qué vas a hacer con tu trabajo?

Él la miró con toda la seriedad de sus ojos verdes.

– Estoy oficialmente retirado del servicio. En cuanto a mi vida en Londres, mantendré la casa en la ciudad pero pasaré casi todo el tiempo aquí, contigo. He visto que al oeste del pueblo se vende una propiedad de unas veinticinco hectáreas, con árboles preciosos, un lago, un pozo y, lo que es mejor, cuatro manantiales de aguas termales. Un lugar perfecto para construir una casa.

– Estás hablando en serio…

– No he hablado más en serio en toda mi vida. Cuando llegué a Little Longstone me faltaba algo, aunque no sabía qué. Luego te conocí y supe que eras tú quien me faltaba. Ahora sólo queda una pregunta… ¿Sientes lo mismo que yo? Y si es así, ¿quieres pasar el resto de tu vida conmigo?

Genevieve palideció.

– Dios mío…

– ¿Te ocurre algo, Genevieve? Te has quedado muy pálida. Eso no puede ser bueno.

Ella no dijo nada.

– Pero si estás llorando… no, eso no puede ser bueno.

Genevieve rió.

– Sí, estoy llorando, pero de felicidad; porque siento y quiero exactamente lo mismo que tú. Te amo tanto que casi no puedo respirar. Quiero pasar el resto de mi vida contigo.

Simon la abrazó con fuerza y le dio un beso lleno de esperanza, amor y pasión. Cuando por fin levantó la cabeza, dijo:

– Pensaba que me rechazarías.

– ¿Qué habrías hecho en ese caso?

– Bueno, llevo otras seis docenas de rosas en el carruaje, además de todas las obras de arte que he podido encontrar… pensaba usarlas para convencerte.

Genevieve se sintió muy emocionada. El gesto de Simon había sido tan extravagante como romántico.

– Qué… encantador. Sospecho que te habrías salido con la tuya -bromeó.

– Como no las tenía todas conmigo, he traído otra cosa. El zafiro de los Kilburn.

– ¿El zafiro de los Kilburn? -repitió con debilidad.

Simon asintió.

– Una piedra ridículamente grande de cinco quilates, pero impresionante a pesar de su vulgaridad. También hay un diamante de los Kilburn, que sólo tiene tres quilates… sin embargo, dijiste que los diamantes te parecen fríos y pensé que el zafiro sería más adecuado como anillo de compromiso.

Genevieve soltó una risa nerviosa.

– No era necesario. Sólo tenías que besarme y decirme que me amabas.

– ¿Y me lo dices ahora? Si llego a saber que eres tan fácil de satisfacer…

– Al contrario. Soy muy exigente; sobre todo en la cama, como toda mujer moderna que se precie.

Simon le quitó los guantes y le cubrió las manos de besos.

– Ésa es la mejor noticia que he oído en mi vida. Pero, por favor, no me digas que quieres un noviazgo largo…

– Bueno, todavía quedan dos semanas para que termine noviembre. ¿Te parece bien que nos casemos antes de final de mes?

Simon sonrió de oreja a oreja.

– Mi querida Genevieve, resulta que, al igual que me ocurre con todo lo relacionado contigo, siento verdadera debilidad por las bodas en noviembre.

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