Capítulo Ocho

Genevieve cruzó el dormitorio y se detuvo en la ventana para mirar al jardín. La luz de la luna bañaba los caminos de grava que serpenteaban entre los setos y los macizos de flores. Normalmente era una visión que la tranquilizaba, pero aquella noche no tuvo ningún efecto en ella. Sus pensamientos eran un maremágnum desde su paseo matinal con el señor Cooper; no dejaba de pensar en la conversación que habían mantenido, en las risas y en el coqueteo.

Pero sobre todo, en su contacto.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el cristal frío, recordando la sensación de sus dedos en el hombro. Parecía mentira que algo tan insignificante pudiera despertar tal deseo en ella. Sabía que tendría que haberse marchado entonces, en ese preciso momento, pero disfrutaba de su compañía y de la admiración y la atracción de sus ojos.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había sentido deseada; mucho tiempo desde la última vez que había experimentado la tensión de la necesidad sexual. Así que, en lugar de atender la voz de su sentido común, se quedó en el banco y se dedicó a deleitarse con sus atenciones.

Todo cambió cuando la tomó de la mano. No esperaba que lo hiciera, ni estaba preparada para una emoción tan intensa. El miedo la paralizó durante unos momentos. Temió que notara la deformidad de sus dedos bajo los guantes, que conociera su fealdad, la desfiguración por la que Richard la había abandonado.

El calor de su mano penetró la suave piel y se fundió con su miedo en un fuego que amenazaba con dominarla y abocarla a la necesidad irresistible de responder a sus caricias con caricias. Pero conocía muy bien ese camino; sabía que terminaba en el dolor y en el rechazo. No podía volver a pasar por eso.

A pesar de ello, se imaginó desnuda en su cama. Se imaginó besándolo, tocándolo, explorándolo con unas manos perfectas que ya no eran las suyas.

Apretó los muslos con fuerza para intentar contener las ansias de su cuerpo, pero la fricción sólo sirvió para frustrarla un poco más. Sólo había una cosa que pudiera calmarla en esas circunstancias: un baño en el manantial. Era tarde, más de las doce, pero no importaba; tenía la costumbre de visitar las aguas termales a cualquier hora del día o de la noche, cuando le dolían las manos, y aquel dolor no era tan distinto en el fondo.

Se quitó las zapatillas, se puso unas botas y alcanzó la pistola que tenía oculta en el armario. Aunque nunca se había sentido amenazada por personas o animales salvajes durante sus paseos por los alrededores, prefería ser cauta.

Bajó por la escalera y se puso una de las capas que estaban junto a la entrada principal. Después, se guardó la pistola en un bolsillo y salió de la casa sin hacer ruido, aunque sabía que no era necesario; Baxter se alojaba en la esquina más alejada del edificio y siempre dormía como un tronco. Sin embargo, no quería arriesgarse a que la oyera y se opusiera a que saliera sola a esas horas. Lo que no supiera, no le preocuparía.

La luna brillaba con todo su esplendor, pero habría encontrado el camino hasta en la oscuridad. En cuanto sintió el aire fresco de la noche, se sintió mejor. Cinco minutos después, se encontró en el estanque de aguas termales; era pequeño, de apenas dos metros y medio de anchura, y se encontraba entre unas rocas que lo ocultaban casi por completo.

Genevieve se quitó los guantes, la capa, el vestido y las botas, quedando sin más prenda que la camisa interior. Después, dejó la pistola sobre el montón de ropa, para tenerla a mano en su caso, y se introdujo en el agua.

Se sentó en una roca lisa y soltó un suspiro largo y satisfecho al sentir el calor. El dolor de sus manos cedió poco a poco, y la tensión de sus músculos se disipó del mismo modo. Cerró los ojos e intentó borrar de su mente cualquier pensamiento. Por desgracia, no tardó en recrear las mismas imágenes de las que había huido con desesperación; imágenes en las que Simon Cooper era el personaje principal.

Gimió, separó las piernas y se levantó la camisa hasta la cintura. El agua burbujeante acarició su sexo expuesto y excitado, pero no bastó para aliviarla. Genevieve introdujo una mano entre sus muslos y empezó a acariciarse mientras llevaba la otra mano a uno de sus senos. Imaginó que era él quien la frotaba, la pellizcaba, la acariciaba; que estaba con ella en el estanque y la devoraba con los ojos.

Volvió a gemir, intentando alcanzar el alivio a su tensión. Y estaba a punto de llegar al clímax cuando oyó un crujido entre los árboles y una catarata de improperios pronunciados por una voz ronca, de hombre.

Abrió los ojos, miró a su alrededor y alcanzó la pistola.

– Maldita sea, ven aquí…

Genevieve no podía ver a nadie, pero estaba cerca.

Un segundo después, Belleza apareció en lo alto de las rocas. Su amo la seguía tan de cerca que faltó poco para que cayera al agua.

– ¿Qué demonios…?

Era evidente que había visto la pistola, porque levantó las manos.

– ¿Señor Cooper?

El alivio que sintió al reconocerlo fue poco en comparación con la vergüenza que la inundó. Había estado pensando en él mientras se tocaba, buscando el orgasmo. Y ahora estaba allí, tal alto, fuerte y masculino como de costumbre.

Al escuchar su nombre, Simon parpadeó.

– ¿Señora Ralston? ¿Qué está haciendo aquí?

Genevieve arqueó las cejas.

– Soy yo quien debería formular esa pregunta. A fin de cuentas, se encuentra en mi propiedad.

– Y yo estaré encantado de responderla si tiene la amabilidad de bajar la pistola. A no ser, por supuesto, que pretenda disparar…

– Tiene suerte de que no lo haya hecho.

Ésta vez fue él quien arqueó las cejas.

– ¿Sabe usarla?

Ella sonrió con dulzura.

– Perfectamente. ¿Necesita que se lo demuestre?

– No, no, acepto su palabra. Pero si no tiene inconveniente…

– Parece algo incómodo, señor Cooper.

– ¿En serio? Es que me ha dado una buena sorpresa. No esperaba que me apuntaran con una pistola en pleno campo. Ni encontrarme con una mujer desnuda y mojada.

Genevieve se ruborizó.

– No estoy desnuda.

– Qué… desafortunado -acertó a decir-. Pero en fin, le aseguro que no necesitará esa pistola conmigo.

Ella bajó el arma, muy a su pesar. Aunque sabía que Simon no suponía ninguna amenaza, el frío metal había servido para que se sintiera menos insegura y expuesta. Sobre todo teniendo en cuenta que sólo llevaba la camisa y que estaba metida en el agua hasta los hombros.

– Me ha dado un susto de muerte. ¿Qué hace aquí? -preguntó ella, entrecerrando los ojos-. ¿Es que me estaba espiando?

La mirada de Simon se clavó en la parte superior de los senos de Genevieve, visibles bajo el agua, antes de volver a sus ojos.

– No, en absoluto. Aunque de haber sabido que realizaría un descubrimiento tan fascinante, no habría podido resistirme a la tentación de…

– ¿Espiarme?

– No, de llegar antes.

Genevieve sintió un escalofrío. Si hubiera llegado unos segundos antes y ella no hubiera notado su presencia, la habría visto mientras se acariciaba.

Al pensar en ello, sus pezones se endurecieron.

– Todavía no me ha explicado el motivo de su presencia en mi propiedad, señor Cooper.

Belleza… ha sido por su culpa.

Genevieve miró a la perrita, que ladró junto al montón de ropa.

– Me ha traído corriendo desde Little Longstone -continuó él-. Y luego se ha escapado y me ha obligado a seguirla hasta aquí.

– Comprendo.

Belleza se tumbó sobre la ropa y cerró los ojos.

Simon la miró con una mezcla de humor y enojo.

– Mírela. Hace que cruce medio condado y ahora se tumba y se echa una siesta. ¿Por qué no te has dormido unos cuantos kilómetros antes, pequeño monstruo?

Genevieve apretó los labios para no reír.

– El ejercicio es bueno para el cuerpo y para el espíritu, señor Cooper.

– Sí, por la mañana o por la tarde, no en mitad de la noche. A estas horas es una desgracia… ¿seguro que no quiere una perra?

Ella rió.

– No, gracias. Si la llevara a casa, Sofía se lo tomaría a mal.

– ¿Y si se la cambio por su gata?

– Estoy tentada de aceptar el ofrecimiento, porque sé que no lo dice en serio. Adora a esa perrita… no me lo niegue.

– Sí, es verdad. Cuando está dormida, es un ángel.

– ¿Qué ha pasado con el hombre que disfrutaba con los retos?

– Sigue aquí, pero se ha quedado sin aliento después de la caminata y de mirarla a usted -contestó, mientras se sentaba-. Una visión maravillosa, por cierto. Pero ahora es su turno… ¿Qué está haciendo aquí?

– Yo diría que es obvio. Tomando las aguas.

– ¿A esta hora de la noche? -preguntó, mirando a su alrededor-. ¿Sola?

– Lo hago con frecuencia. Me ayuda a dormir. Y estaba completamente sola hasta que Belleza y usted se han presentado en el claro.

Simon extendió un brazo y jugueteó con el agua.

– ¿Baxter no está en las cercanías?

– No.

– En tal caso, no debe de saber que ha salido. Es muy protector y no sé lo permitiría.

– No, no lo sabe. Pero no es asunto suyo; ni de usted, por cierto. Como ha tenido ocasión de comprobar, voy armada… Aunque esto no es Londres; aquí no hay delincuentes que acechen en las sombras. De hecho, usted es la primera persona con quien me encuentro durante mis escapadas nocturnas.

– ¿Y dice que viene con frecuencia? ¿A medianoche?

Genevieve apartó la vista de la imagen extrañamente excitante de los dedos de Simon, que seguía jugueteando con el agua.

– A decir verdad, sí.

– Y ha venido esta noche porque no podía dormir.

El comentario de Simon, pronunciado con voz ronca, no fue tanto una pregunta como una afirmación.

– Sí.

– ¿Y por qué no podía dormir?

Genevieve pensó que no podía porque no dejaba de pensar en él, de imaginar que la tocaba, la besaba y le hacía el amor. Porque el deseo que sentía era tan abrumador que no lograba concentrarse en nada más.

– Por nada en particular -respondió.

– A mí me pasa lo mismo; tampoco podía dormir. Por eso salí con Belleza a dar un paseo… para cansarnos.

Ella miró a la perrita.

– Con ella ha funcionado bien.

– Pero no conmigo.

Los dos quedaron en silencio. Los ojos dé Simon brillaron mientras trazaba círculos lentos e hipnóticos en la superficie del agua. Genevieve tuvo que esforzarse por mantener una respiración tranquila y regular bajo el escrutinio de su mirada; quería pedirle que se marchara inmediatamente, antes de que fuera demasiado tarde, pero no conseguía pronunciar las palabras. Y se preguntó si él estaría sintiendo la misma tensión y la misma atracción insoportables qué ella.

– El agua está caliente. Apetecible.

Ella asintió.

– Sí.

Simon la miró a los ojos.

– ¿No va a preguntarme por qué no podía dormir?

Genevieve tragó saliva y habló en un murmullo.

– ¿Por qué no podía dormir?

– Por usted. Porque no podía dejar de pensar en usted.

Simon se quitó una bota, retiró el calcetín y repitió la operación con la siguiente. Genevieve miró sus pies desnudos con asombro, boquiabierta.

– ¿Qué…? ¿Qué está haciendo?

– Explicarle por qué no podía dormir. Cada vez que cerraba los párpados, veía su cara, su sonrisa, sus ojos. ¿Tiene idea de lo extraordinarios que son sus ojos?

– No…

– Son del tono azul más bello que he visto nunca, como un cielo despejado en un día de verano. Y esas motas doradas… son deslumbrantes, y muy expresivos. Pero no siempre; a veces no logro interpretar su expresión y me siento tan frustrado que…

– No, no, preguntaba qué estaba haciendo con sus botas…

– Ah, eso. Quitármelas.

– Sí, ya lo he visto. Pero, ¿por qué?

– Porque son mis botas viejas preferidas y no quiero que se estropeen con el agua.

Simon se levantó, se quitó la chaqueta y empezó a quitarse el pañuelo.

– ¿Y qué está haciendo ahora?

– Quitarme el pañuelo.

– ¿Por qué?

– Porque no puedo quitarme la camisa si no me quito antes el pañuelo. Ha dicho que el agua está bien…

– Sí, es cierto, pero…

Las palabras se le ahogaron en la garganta cuando se quitó la camisa por encima de la cabeza.

Era impresionante. Aunque a Simon Cooper no le gustara hacer ejercicio a medianoche, su cuerpo demostraba que lo ejercitaba con frecuencia en horas menos intempestivas. La mirada estupefacta de Genevieve recorrió su pecho ancho, de músculos bien definidos y una sombra de vello negro que descendía por su estómago y desaparecía por debajo de sus pantalones, hacia el abultamiento clamoroso de su parte delantera. Al parecer, ella no era la única persona que estaba excitada.

Antes de que pudiera tomar aire, Simon se acercó al borde del estanque.

– ¿Qué está…? ¿Qué está haciendo ahora?

Simon entró en agua.

– Unirme a usted.

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