Capítulo Once

Genevieve deshizo el equipaje en uno de los dormitorios de la casa de campo de Simon. Era una habitación pequeña pero agradable, con una cama de colcha verde que a primera vista parecía bastante cómoda. Baxter se había alojado en una estancia cercana y se había quedado dormido en cuanto se tumbó. En cuanto a la gata, reaccionó mal a la mudanza y despreció soberanamente a Belleza, aunque ahora descansaba tranquilamente junto al fuego de la chimenea.

Bien pensado, no tenía motivos para seguir despierta; podía echarse en la cama y dormir. Pero los pensamientos se agolpaban en su mente con insistencia y casi todos tenían el mismo protagonista, Simon Cooper.

Llevaba dos horas caminando por la habitación. Al principio, había pensado que el allanamiento de su casa estaría relacionado con Charles Brightmore y el escándalo provocado por el libro, pero descartó la idea en cuanto vio que la caja de alabastro ya no estaba en el cajón del tocador. El intruso buscaba la carta de Richard, y era dudoso que hubiera sido el propio Richard o un hombre enviado por él porque sabía que el conde no habría querido que atacaran a Baxter.

Ciertamente, también cabía la posibilidad de que no hubiera reconocido al mayordomo y lo hubiera atacado por evitarse problemas; además, no le constaba que hubiera otras personas que conocieran el paradero de esa carta. Pero conocía a Richard y sabía que no era capaz de cometer un acto tan inexcusable como allanar el hogar de una mujer.

Lo único cierto de aquel asunto era que la carta tenía más importancia de lo que había imaginado. Sin embargo, eso tampoco tenía sentido. Richard era un hombre poderoso, con influencia política. ¿Por qué le habría envidado la carta a ella?

Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que el conde no había tenido nada que ver; lo cual significaba que probablemente se enfrentaba a alguno de sus enemigos, a alguien capaz de entrar en una casa sin permiso y de atacar a un hombre con tal de conseguir lo que buscaba.

Genevieve se estremeció al pensar que habían violado su santuario y herido a Baxter. Casi lamentó que no hubieran encontrado la carta, porque ella habría seguido con su vida y no se vería envuelta en un asunto tan turbio.

Aquello la llevó de nuevo a Simon Cooper.

Detuvo su paseo y se quedó mirando las llamas. Simon le gustaba tanto que no lograba apagar el deseo que la consumía. Una y otra vez se recordaba todas las razones que tenía para alejarse de él y rechazar la posibilidad de mantener una relación.

A fin de cuentas, se acababan de conocer. Simon seguía siendo, en el fondo, un extraño. Pero un extraño encantador, generoso, valiente y atrevido. Un extraño que se ganaba la vida con el sudor de su frente, no con riquezas heredadas, como los aristócratas. Un extraño que no le había pedido nada, salvo su cuerpo. Un extraño que se había comportado con honradez al recordarle que sólo iba a estar dos semanas en Little Longstone y darle tiempo para que tomara una decisión.

En la Guía para damas, Genevieve aconsejaba a la mujer moderna que la mejor forma de olvidar a un hombre era buscarse otro. Y era cierto, no se podía negar; desde que conoció a Simon Cooper, sólo había pensado en Richard por lo de la carta.

El encuentro en las aguas termales había abierto una puerta que permanecía cerrada a cal y canto desde que Richard la abandonó. Genevieve no tenía intención de abrirla de nuevo, pero tampoco había considerado la posibilidad de que la ocasión se presentara. Podía seguir adelante o mantener las distancias. Eso era todo, porque no le preocupaba que su aventura desencadenara algún tipo de escándalo en Little Longstone, como Simon le había advertido, ni mucho menos que se quedara embarazada; Genevieve conocía varios métodos para impedir el embarazo.

Se miró los guantes y pensó que había tenido suerte. Simon no había tenido ocasión de verle las manos; pero si se convertían en amantes y empezaban a dormir juntos, no podría ocultar su deformidad por mucho tiempo. Sólo había una solución: amarlo en la oscuridad. Aprovecharía la ventaja de las sombras y disfrutaría del tiempo que les quedaba. Aquel hombre le atraía demasiado; no era capaz de resistir la tentación.

Resuelta, salió del dormitorio, avanzó por el pasillo y se detuvo delante de la habitación de Simon. Tal vez estuviera dormido; o quizá, al igual que ella, demasiado excitado como para caer en brazos de Morfeo.

Fuera como fuera, entrar era la única forma de salir de dudas.

Giró el pomo de la puerta, pasó al interior y cerró a sus espaldas. El fuego de la chimenea estaba apagado y las cortinas, echadas. No podía ver casi nada, pero le llegó el aroma limpio y especiado de su amante.

Espero a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y lo distinguió por fin, sentado en una silla. Simon se levantó y caminó hacia ella. No pudo ver sus rasgos hasta que se encontró a pocos centímetros; entonces, notó el ardor en su mirada y el calor de su piel.

– Esperaba que vinieras -declaró-. ¿Estás segura de lo que vas a hacer?

– No estaría aquí en caso contrario. Pero tengo dos peticiones.

Simon llevaba dos horas en la oscuridad, sentado en aquella silla, mirando el fuego hasta que se extinguió. Deseaba tanto a Genevieve que el cuerpo le dolía. Y ahora estaba allí. Había respondido a sus ruegos y se había presentado. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no abrazarla y arrastrarla al suelo.

– Haré lo que pueda por acatarlas. Dime, ¿qué quieres?

– En primer lugar, oscuridad.

Simon se sintió decepcionado. Quería verla a plena luz, desnuda. Pero respondió:

– De acuerdo, aunque me gustaría verte mejor.

– Gracias.

– ¿Cuál es tu segunda petición?

– Ésta noche me has dado placer. Si recuerdas tus lecturas de la Guía para damas, sabrás que la mujer moderna debe responder al placer con el placer. En consecuencia, he de devolverte el favor que me has hecho.

Genevieve se llevó las manos al vientre y él suspiró.

– Dudo que te resulte una tarea difícil.

– Quizás no, pero ¿me lo permitirás?

– Mi querida Genevieve, tienes mi permiso para tomarte todas las libertades que desees con mi cuerpo. Jamás me atrevería a contradecir los deseos de la mujer moderna -ironizó-. Especialmente, cuando se parece tanto a mí.

– ¿Cualquier tipo de libertades?

– Por supuesto.

– Excelente. En tal caso, quédate quieto y disfruta.

– Disfrutar tampoco va a suponer ningún problema, pero en cuanto a lo de estarme quieto… no sé si podré. Será un desafío.

– ¿No decías que sientes debilidad por los desafíos?

– Y es verdad. Pero hay desafíos y desafíos. Por mucho que…

Simon dejó de hablar cuando Genevieve empezó a acariciarle el costado.

– ¿Qué decías?

– Qué…

Él se estremeció.

– ¿Sí?

– No tengo ni idea. ¿Qué me has preguntado?

Genevieve le acarició la piel por encima del cinturón.

– Te distraes con facilidad, Simon…

– No, en absoluto. Bueno, no en circunstancias normales…

– Ya lo veo -bromeó.

Genevieve metió los dedos por debajo del pantalón y le acarició.

– El problema es que me tú me distraes mucho…

– Qué decepción. No imaginaba que fueras capaz de culpar a los demás de tus carencias -declaró ella, coqueta.

– Acepto mi responsabilidad, no lo dudes. Pero no es culpa mía que te las arregles tan increíblemente bien para…

Simon se estremeció de nuevo cuando ella le acarició los pezones.

– ¿Para qué?

– Para distraerme.

Genevieve rió con suavidad y sacó las manos de debajo de la camisa. A Simon no le hizo ninguna gracia, pero al menos permitió que recobrara parte de su concentración.

– Levanta los brazos -le ordenó.

– Está visto que la mujer moderna es una mandona…

– Por supuesto que sí. Pero los que obedecen, se llevan su recompensa.

– ¿Y los que no?

Ella le mordió el lóbulo de la oreja.

– Los que no, se enfrentan a consecuencias desagradables.

– Si intentabas amenazarme con eso, no ha funcionado. Lo has dicho de un modo tan seductor que ha sido muy excitante.

– Me alegro. Quiero que te excites.

– Ya lo estoy, créeme.

Genevieve frotó la pelvis contra su erección.

– Sí, ya lo veo…

– Me temo que es culpa tuya. Sufro de erección casi permanente desde que te conocí. Se está convirtiendo en todo un problema.

– Es interesante que, donde tú ves un problema, yo vea una… oportunidad. No te preocupes, Simon. Estoy más que dispuesta a aliviarte.

– Es la mejor noticia que he oído en toda mi vida.

– Levanta los brazos… -repitió.

Simon obedeció. Con cierta ayuda, Genevieve consiguió quitarle la camisa por encima de la cabeza y empezó a acariciarle el pecho.

– Ahora, pon las manos a la espalda.

Simon volvió a obedecer. Unos segundos más tarde, notó el contacto de unas tiras suaves en las muñecas. Fue tan inesperado que soltó un gemido.

– ¿Me estás atando?

– Has dicho que puedo tomarme todas las libertades que quiera, Simon. Me ha parecido que, dado que mencionaste esa parte en particular de la Guía para damas, te gustaría. ¿Ya te estás arrepintiendo?

– De ningún modo.

– Bien.

Genevieve terminó de atarlo y dio un tirón a las cintas para comprobar que estaban bien atadas, pero no excesivamente tensas. Sin embargo, Simon tenía experiencia con cuerdas y podría haberse soltado. De haber querido.

– Para ser alguien que se pasa la vida delante de una mesa y de unos libros de contabilidad, estás sorprendentemente en forma -comentó ella.

Simon abrió la boca para decir algo, pero sus palabras se convirtieron en suspiro cuando ella apretó los labios contra el centro de su pecho y los arrastró hacia uno de sus pezones, que succionó.

– ¿A qué debo atribuir una forma tan excelente? -preguntó.

– A los caballos -mintió él-. Me gusta montar a caballo.

Ella le lamió.

– Así que te gusta montar…

– Sí. De hecho, era una de mis ocupaciones preferidas hasta que… ah… hasta que he sentido tu lengua en mi piel -le confesó.

– ¿Te gusta mi lengua?

– El verbo gustar no lo describe con exactitud suficiente.

– Magnífico, porque a mí me gusta la tuya.

– En tal caso, debes saber que mi lengua estará a tu disposición en cuanto quieras.

– Bueno es saberlo, aunque también obvio.

Simon soltó un gemido que se le ahogó en la garganta al notar que le abría los pantalones. Genevieve tiró suavemente de ellos y de su ropa interior, bajándoselos, y Simon se sintió eternamente agradecido cuando le quitó las botas y los calcetines para desnudarlo con más facilidad.

Ahora estaba desnudo, sin otra tela encima que la de las cintas que le ataban las muñecas y más excitado que en toda su vida.

Sus músculos se tensaron por el sentimiento de anticipación.

– Oh, Dios mío -dijo ella-. Es ciertamente un problema. Uno muy grande.

El primer movimiento de las manos de Genevieve sobre su erección bastó para borrar cualquier pensamiento de su mente y para hacerlo suspirar de placer. Ella cerró los dedos con suavidad y él apretó los dientes.

– Ni te imaginas lo que siento…

– Al contrario. Gracias al modo en que me has tocado en el manantial, imagino perfectamente lo que sientes.

Genevieve lo masturbó despacio, con calma. La sensación era tan abrumadora que Simon no pudo evitarlo y se apretó contra ella.

Ella se puso de puntillas y le mordió un labio.

– Se supone que debes permanecer quieto.

Simon quiso prometerle que lo haría, pero sus movimientos volvieron a robarle el habla. Las manos de aquella mujer eran magia pura; conjuraban sensaciones que amenazaban con debilitarlo hasta el extremo de tener que arrodillarse. Pero justo cuando iba a llegar al orgasmo, Genevieve apartó las manos y le acarició el abdomen.

– Estoy a punto -le confesó.

Genevieve acarició su sexo.

– Eso no parece una queja…

– Porque no lo es. Es una promesa… de retribución.

– ¿Ojo por ojo, entonces?

– No. Caricia por caricia. Beso por Beso.

– ¿Piensas darme tanto placer como recibas?

– En cuanto me desates y me liberes del compromiso de permanecer quieto.

– ¿Por qué? Estás resultando muy obediente…

Genevieve empezó a masturbarlo otra vez.

– Ah… pero el esfuerzo me está costando demasiado, créeme. No estoy seguro de que pueda soportarlo mucho más.

– Veámoslo.

Genevieve se inclinó, le besó el torso y descendió poco a poco hasta su entrepierna, acariciándolo en todas partes menos donde él lo deseaba. Cuando se arrodilló ante él, la respiración de Simon se había convertido en un jadeo.

Ella le acarició el glande y comentó:

– Estás mojado.

Él carraspeó para intentar recobrar la voz.

– Es un milagro que no lo esté más…

En ese momento, Genevieve le dio un largo y lento lametón. Simon apretó los dientes con todas sus fuerzas, pero ella siguió lamiendo su sexo, esta vez con movimientos circulares.

– Me estás volviendo… loco…

– En el buen sentido, espero.

– En un sentido mucho mejor que bueno.

– ¿Increíble, tal vez?

Simon cerró los ojos e imaginó los labios de Genevieve cerrados sobre su erección mientras lo lamía y lamía una y otra vez, acompañando los movimientos de su lengua con acometidas, hacia dentro y hacia afuera, de su boca.

– No puedo más. No puedo…

Con un esfuerzo, logró soltarse las cintas que le inmovilizaban las muñecas. Estaba a punto de llegar al clímax y quería estar dentro de ella, sentir su cuerpo a su alrededor.

Tras maldecir a la oscuridad que le impedía verla, pasó las manos sobre el cuerpo de Genevieve y descubrió que se había desnudado y que no llevaba nada. Después, se arrodilló, todavía sorprendido, y la llevó a la cama.

– Todavía no había terminado contigo -murmuró ella.

– Si hubieras terminado conmigo, no podría hacer lo que pienso hacer. Ahora me toca a mí.

La tumbó en la cama, le separó las piernas y la acarició. Estaba muy húmeda.

– Parece que lo de la humedad es un problema común -bromeó.

– Desde el momento en que te vi por primera vez -le confesó ella-. Y como mujer moderna, debo insistir en que hagas algo al respecto. De inmediato.

Simon introdujo los dedos en su cuerpo.

– Eres extraordinariamente exigente…

Ella se retorció contra su mano y gimió.

– Sí, lo soy. ¿Piensas quejarte?

– De ninguna manera. Por lo que a mí respecta, desnuda, húmeda y exigente es la combinación perfecta. Larga vida a la mujer moderna. Y a la retribución del placer.

Sin dejar de mover los dedos, Simon se situó frente a ella y lamió su sexo sin descanso, arrancándole gemidos y estremecimientos, decidido a darle tanto placer como ella le había dado unos segundos antes. Cuando por fin llegó al orgasmo, Genevieve se arqueó y gritó su nombre.

Él se levantó entonces, se tumbó encima y la penetró. Sus húmedas paredes se apartaron con la suavidad del terciopelo, pero Simon se detuvo un momento para disfrutar del simple y puro placer de estar así, en su interior.

– Húmeda, suave, caliente… eres maravillosa.

Ella gimió de nuevo y cerró las piernas alrededor de su cintura.

– Más… -susurró-. Quiero más…

La impaciente y ronca demanda acabó con la paciencia de Simon y provocó que se empezara a mover. No tardó en acelerar el ritmo y la fuerza de las acometidas. Una y otra vez se hundía en ella y se retiraba, tan concentrado en la tarea que el resto del mundo había dejado de existir. Y no cejó en el empeño hasta que Genevieve alcanzó otro orgasmo. Sólo entonces, se dejó llevar y se permitió su propio alivio.

Se sentía nuevo, como si acabara de nacer. Simon había conocido el amor con muchas mujeres, pero aquélla lo satisfacía más y con más plenitud que ninguna.

Al cabo de un par de minutos, cuando se levantó y se tumbó a su lado, ella dijo:

– No te alejes. Quiero sentirte contra mí.

Simon le acarició la cara y se llevó una sorpresa.

– ¿Estás llorando? ¿Es que te he hecho daño?

Ella sacudió la cabeza.

– No, no. Es que me siento… abrumada. Nunca había sentido tanto placer. Incluso llegué a pensar que no volvería a sentirlo de ninguna manera -le confesó-. Gracias, Simon. Gracias. De todo corazón.

– Genevieve, soy yo quien te debería estar agradecido.

Ella tardó unos segundos en hablar. Cuando lo hizo, sonreía.

– Debo decir que tu concepto de la retribución del placer da un significado enteramente nuevo a ese viejo dicho de que la venganza es dulce.

– Desde luego. Y me encanta que te guste, porque aún no he terminado con la retribución.

– Oh, vaya… Sin embargo, has de tener presente que te pagaré con la misma moneda.

– Lo tengo muy presente. Aceptaré cualquier retribución que elijas.

– Si no recuerdo mal, tu método consistía en un beso por beso, caricia por caricia…

– Sí, así es.

– ¿Y lametón por lametón?

– También. Pero aún queda el asunto de las cintas y de las manos atadas.

Ella suspiró con dramatismo fingido.

– ¿Y si me niego a ceder a tales exigencias?

– Encontraré la forma de convencerte -respondió él.

– Hum… sospecho que no te costaría. Tengo debilidad por los besos.

Él le lamió los labios.

– ¿Y por las lenguas?

– Oh, sí, claro que sí.

– En tal caso, lo asumiré como un hombre e intentaré no quejarme.

Cuando la besó, Simon supo que la mayor de sus debilidades estaba junto a él. Era una mujer, y se llamaba Genevieve Ralston.

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