Capítulo Cinco

A la mañana siguiente, tras asegurarse de que nadie lo había visto, Simon salió de la casa de la señora Ralston y se dirigió rápidamente hacia el pueblo. Sacó el reloj de bolsillo y miró la hora; faltaba poco para la una y ya llegaba casi una hora tarde a la cita.

Simon se había escondido en el jardín y había esperado a que Genevieve y Baxter se marcharan al pueblo, pero la segunda expedición a la casa había resultado tan improductiva como la primera y no podía correr el riesgo de que sus ocupantes volvieran y lo descubrieran allí.

La carta no estaba en ninguna parte.

Si los gatos hablaran, su trabajo habría resultado más fácil. Sofía lo había seguido de habitación en habitación, frotándose contra él y ronroneando. Cuando por fin se inclinó para acariciarla, se apretó contra su mano y ronroneó más fuerte. Era evidente que se había ganado su confianza; por desgracia, los gatos no sabían hablar.

Tras registrar todo a conciencia, se dirigió al dormitorio de Genevieve. Si no tenía éxito, tendría que volver a Londres, seguir con su investigación e intentar convencer de su inocencia a Waverly, Miller y Albury. Estaba seguro de que, en el fondo, su jefe y sus compañeros de trabajo sabían que él no había asesinado al conde. Aunque no encontrara la carta, descubriría al verdadero asesino. Alguien, en alguna parte, conocía la verdad.

Mientras registraba el dormitorio, se maldijo a sí mismo por tocar sus prendas y sus frascos de perfume con más interés que el puramente profesional. Jamás se había sentido tan atraído por una mujer, y mucho menos por una que podía ser culpable de la muerte de un hombre. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por recobrar el sentido y concentrarse en la tarea de encontrar aquella carta maldita, la carta que podía salvarle la vida.

No tuvo éxito, pero descubrió algo inesperado. Se acordó de que Genevieve había estado escribiendo una carta cuando él la vigilaba desde las sombras y se acercó al escritorio para saciar su curiosidad. En uno de los cajones, encontró varias hojas que lo dejaron perplejo:


La mujer moderna no debe dudar a la hora de seducir a un hombre… La mujer moderna debe conocer el arte de desnudarse y de desnudar a su amante… La mujer moderna obtendrá gran beneficio de frotarse discretamente contra su amante cuando estén bailando, y de acariciar accidentalmente la parte delantera de sus pantalones…


Todo estaba lleno de frases parecidas, y el estilo literario era tan parecido al de la guía que Simon había leído la noche anterior, que no podía ser una simple coincidencia. Sólo cabían dos posibilidades: o Genevieve Ralston mantenía una relación verdaderamente estrecha con Charles Brightmore, el autor del libro, o Charles Brightmore no era ni más ni menos que un nom de plume de la propia Genevieve Ralston, en cuyo caso, aquellas hojas podían ser apuntes para un segundo libro.

El instinto le dijo que Genevieve era la autora. Al pensar en ello, se acordó de que meses antes se había publicado un libro de temática similar que había causado un gran revuelo en la sociedad londinense. Simon no había prestado atención al asunto, pero recordaba que el autor había recibido amenazas y que, supuestamente, se había marchado de Inglaterra para huir del revuelo.

Obviamente, debía de ser el mismo libro. Y habría apostado cualquier cosa a que el autor no se había marchado del país. Si Charles Brightmore no aparecía por ninguna parte, era simplemente porque no era un hombre, sino una mujer.

Un asunto muy interesante. Casi tan interesante como el propio libro.

Simon nunca había leído nada parecido. Bajo el aspecto de una inocente guía de etiqueta para mujeres, Genevieve Ralston ofrecía a sus lectores un arsenal de información detallada sobre relaciones sexuales que sólo podía conocer una mujer muy experimentada en ese campo. Su lectura le había resultado fascinante, estimulante y condenadamente excitante; sobre todo ahora, cuando sospechaba que su misteriosa vecina era la autora del texto.

Desde luego, aquella información podía resultarle útil. Él sólo quería encontrar la carta para volver a Londres, limpiar su buen nombre y recobrar la confianza de Waverly, Miller y Albury. Y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguirlo, incluso extorsionar a Genevieve Ralston.

Pero había otra forma de conseguirlo. Dado que Genevieve era una mujer muy experimentada en las artes del amor, sería mucho más civilizado y placentero que la sedujera para conseguir lo que buscaba.

Era un plan excelente. Seducirla y conseguir que le diera el paradero de la carta. Empezaría a cortejarla de inmediato y se acostaría con ella tan pronto como fuera posible.

A fin de cuentas, era lo que había estado deseando desde que leyó aquellos fragmentos del libro en su dormitorio y la vio desnuda y mojada. No dejaba de imaginar su cuerpo, una y otra vez, ni de fantasear con la ilusión de que su lengua explorara todos los rincones a los que sus manos no pudieran llegar.

Se excitó tanto con la perspectiva que tropezó y se detuvo en mitad del camino. Cada vez que pensaba en aquella mujer, se excitaba. Su cuerpo la deseaba demasiado; no parecía dispuesto a esperar a que la sedujera.

Era una situación muy desconcertante. Ni la posibilidad de encontrar la carta del conde y de librarse de una muerte segura servía para mitigar su ardor.

Se maldijo a sí mismo y se abrochó el abrigo para ocultar el bulto de su erección bajo los pantalones; era una suerte que hiciera frío, porque el abrigo era perfecto para tal fin. Minutos después, llegó a las afueras del pueblo y caminó hacia la feria. La música, las risas, las voces de los adultos, los gritos de los niños y el aroma a comida se hicieron más intensos a medida que se acercaba.

Se detuvo junto a un edificio de ladrillo y contempló la escena. Había multitud de puestos y cientos de personas, muchas más de las que esperaba. Su mirada pasó sobre ellas hasta que encontró a la señora Ralston. Estaba en la plaza, al sol, sonriendo a su mayordomo gigantesco. Llevaba un abrigo verde y un sombrero a juego, y estaba tan preciosa que volvió a excitarse sin poder evitarlo.

Genevieve Ralston era una mujer exquisita. De piel de porcelana, grandes ojos azules, rasgos delicados, labios carnosos y cabello dorado. Comprendía perfectamente que Ridgemoor la hubiera tomado por amante, pero seguía sin entender que el conde hubiera despreciado a una mujer tan bella; especialmente, porque ahora sabía que era la autora de aquel libro y que debía de ser un verdadero tesoro en la cama.

Sin embargo, Simon se conocía lo suficiente como para sospechar que en la atracción que sentía había algo más que deseo, algo que lo desequilibraba y que apelaba a emociones más profundas. Tal vez fuera el fondo de vulnerabilidad e incluso de timidez que había descubierto en ella, un detalle sorprendente en una mujer de tanta experiencia. Unos cuantos halagos habían bastado para incomodarla, lo cual no tenía ningún sentido; las mujeres de su clase estaban tan acostumbradas a las atenciones masculinas que no se incomodaban así como así.

Cruzó la plaza y caminó hacia ellos. Ya estaba a punto de llegar a su altura cuando Baxter lo vio y le lanzó una mirada de desprecio.

– Ah, está aquí, señora Ralston… -dijo Simon con una sonrisa-. Le ruego que me perdone por la tardanza. Me han abordado una docena de comerciantes y luego no podía encontrarla entre la multitud. No me figuraba que en Little Longstone residiera tanta gente…

– El festival atrae a gentes de todo el condado -explicó ella-. Tardaba tanto, que he llegado a pensar que ya no vendría.

– Ni mucho menos…

Simon la miró a los ojos y volvió a sentir la misma excitación primaria. Genevieve era un bocado verdaderamente suculento, y olía tan bien que no pudo resistirse a la tentación de acercarse un poco más a ella.

– Estaba deseando volver a verla -añadió.

Ni siquiera supo por qué lo dijo. Las palabras salieron sin más de su boca, y se quedó allí, mirándola, como si estuviera hechizado. El ruido, la multitud y la música parecieron desaparecer de repente. Genevieve entreabrió los labios un poco, derivando hacia su boca la atención de Simon, y él se imaginó inclinándose hacia delante, tomándola entre sus brazos y besándola apasionadamente.

Pero la voz de Baxter rompió el hechizo. Miró a Simon con su dureza habitual y dijo:

– He visto a unas cuantas personas que venden cachorros, pero ha tardado tanto en llegar que es posible que ya no quede ninguno. Por cierto, me extraña no haberlo visto antes; no he notado que estuviera hablando con ninguno de los comerciantes.

– Yo tampoco lo he visto a usted -replicó Simon con naturalidad-. Ni he visto que vendan perros… ¿dónde están?

Baxter señaló un punto por encima del hombro de Simon.

– Allí. Se lo enseñaré.

Baxter consiguió que ese «se lo enseñaré» sonara como «voy a destrozarle los huesos y a arrojarlo al Támesis». Pero la señora Ralston intervino antes de que Simon pudiera responder.

– Yo enseñaré los cachorros al señor Cooper, Baxter.

El mayordomo abrió la boca para protestar. Ella se dio cuenta y solucionó el problema con una excusa.

– La señorita Mary Winslow viene hacia aquí… Tengo la impresión de que necesita un acompañante.

Baxter giró el cuello tan deprisa que Simon creyó oír un crujido. Se volvió para mirar y vio a una joven de cabello rojo oscuro y ojos marrones.

– Buenos días, Baxter… -dijo la joven, sonriendo.

Para sorpresa de Simon, Baxter se ruborizó.

– Buenos días, señorita Winslow…

– Un día precioso, ¿verdad, señora Ralston?

– Ciertamente -respondió con un poco de humor-. ¿Ha tenido ocasión de conocer al señor Cooper? Va a alojarse en la casa del doctor Oliver durante dos semanas.

Simon inclinó la cabeza y se alegró de que Genevieve le hubiera ahorrado las presentaciones. Estaba tan asombrado con la reacción de Baxter al ver a la joven, que podría haberse olvidado de que en Little Longstone era Simon Cooper, no Simon Cooperstone, vizconde de Kilburn.

– Encantado de conocerla, señorita Winslow.

– Igualmente, señor Cooper. Bienvenido a Little Longstone. Últimamente recibimos muchas visitas… primero ese artista, el señor Blackwell, y ahora usted. Espero que disfrute de su estancia en nuestro pueblo.

– No lo dudo en absoluto.

La señorita Winslow dirigió su atención a Baxter. El mayordomo permanecía tan rígido y clavado en el sitio que Simon tuvo que morderse las mejillas por dentro para no reír.

– Puede que a la señorita le apetezca un pastel, Baxter -sugirió Genevieve.

– Oh, sí, me encantaría…

Baxter tragó saliva.

– Yo… sí, claro, un pastel. Perfecto…

Baxter reaccionó al fin, lanzó a Simon otra mirada fulminante y se dirigió a Genevieve.

– Estaré cerca, por si me necesita.

Cuando la pareja ya se había marchado, Simon dijo:

– Baxter parece una mole de granito por fuera, pero por dentro…

– Es blando como unas gachas, lo sé. Pero no se le ocurra comentarlo delante de él…

– Su secreto está a salvo conmigo. Aunque es la primera vez que veo a un hombre tan ruborizado y tan pálido al mismo tiempo -bromeó.

La señora Ralston soltó una carcajada.

– Sí, es verdad.

– Parece que Cupido le ha acertado con toda una aljaba de flechas.

– Sin duda. Conozco a Baxter desde siempre y nunca lo había visto tan fuera de lugar -declaró, sonriente-. Pero en fin, puede que usted se reblandezca tanto como él cuando vea los cachorritos que venden en la feria.

Simon la miró a los ojos y su corazón se aceleró al instante. Si pretendía seducirla, tendría que andarse con cuidado. Los encantos de aquella mujer eran demasiado intensos; corría el riesgo de convertirse en otra de sus víctimas.

– Quién sabe. ¿Qué le parece si vamos a verlo?

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