Capítulo Dieciséis

– Deprisa, Baxter.

Genevieve corrió por el camino. Su casa de campo estaba ya muy cerca, y su tensión crecía con cada paso que daba. El sol había salido media hora antes y Simon todavía no había regresado. Tenía un mal presentimiento.

– Seguramente no se ha dado cuenta de la hora -dijo Baxter-. Aunque también cabe la posibilidad de que se haya marchado, Gen. No sería el primer canalla que huye de una mujer tras conseguir lo que quiere de ella.

Genevieve sacudió la cabeza.

– No, no creo que se haya marchado. Él no es así.

Genevieve lo sabía en el fondo de su corazón. Ningún hombre la había tocado, acariciado y hecho el amor como él. Incluso había aceptado la imperfección de sus manos sin dudarlo un segundo. Simon no sería capaz de haberse marchado sin despedirse siquiera.

– Maldita sea, Gen, todos los hombres son así.

– No es verdad. Tú no lo eres.

– No lo soy porque no pretendo acostarme contigo. Pero te prometo una cosa: aunque crea que estás mejor sin él, si ese cerdo se ha atrevido a marcharse, lo buscaré, lo encontraré y haré que se arrepienta.

– Baxter, no quiero que…

Genevieve no terminó la frase. En ese momento sonó un disparo. Baxter la tomó rápidamente del brazo y la obligó a ocultarse al abrigo de un árbol.

– Ha sonado en la casa -dijo él.

Ella se humedeció los labios.

– Sí. Pero Simon no tiene pistola…

– Quédate aquí. Iré a mirar.

– No, no. Yo voy contigo.

Baxter murmuró algo sobre las mujeres obstinadas, pero permitió que lo acompañara y avanzaron hacia la casa. En cuanto abrieron la puerta, vieron a dos hombres en el suelo del vestíbulo; uno de ellos era Simon.

– Dios mío…

Genevieve se arrodilló junto a su amante y comprobó la herida que tenía en la sien. Estaba aterrorizada, pero sacó fuerzas de flaqueza y se dijo que no era momento para dejarse llevar por el miedo.

Se arrancó un trozo de tela del vestido y le limpió la herida. Después, llevó una mano al cuello de Simon y le tomó el pulso.

– Este tipo está muerto -le informó Baxter-. ¿Qué tal está Cooper?

Genevieve suspiró y dijo:

– Vivo. Trae agua, paños y vendas. Y por favor, date prisa…

Baxter salió corriendo en dirección a la cocina.

– Simon, ¿puedes oírme? Soy Genevieve… Por favor, Simon, despierta…

La sangre de Simon había empapado el trozo de tela, así que tuvo que arrancarse otra tira.

– Te lo ruego, Simon. Mi querido Simon… vuelve en ti. Si lo haces, te prometo que Baxter te preparará una bandeja entera de sus famosos bollitos. O una tarta. Sé que tienes debilidad por los dulces…

Él no se movió. No hizo el menor sonido.

Genevieve apretó la tela contra su herida, muy preocupada por la cantidad de sangre que estaba perdiendo, y se sintió terriblemente culpable.

Aquello era culpa suya. Nunca habría pasado si Richard no le hubiera enviado aquella caja. Obviamente, el hombre que yacía muerto en el vestíbulo había intentado encontrar la carta y había disparado a Simon, que ahora se encontraba entre la vida y la muerte.

– No me dejes, por favor -rogó-, no me dejes. Acabamos de conocernos. No puedo perderte, no puedo perder al hombre que amo…

El descubrimiento repentino de que lo amaba, la llenó de rabia y de desesperación. Nunca habría imaginado que volvería a enamorarse, ni mucho menos tan intensamente y tan deprisa. No podía perderlo ahora. No sin confesarle su amor. No lo podía permitir. Apretó los labios contra su oído y murmuró:

– Te amo, Simon. Por favor, vuelve en ti para que pueda decírtelo. Por favor…

Baxter volvió en ese momento y entre los dos le limpiaron la herida y lo vendaron. Genevieve no sabía cuántos minutos habían pasado desde que entraron en la casa y lo descubrieron en el suelo; seguramente, sólo cinco o seis; pero a ella le parecía una eternidad.

Justo cuando pensaba que no soportaría más tiempo aquel silencio, Baxter habló.

– La hemorragia se ha detenido. Tiene un buen chichón en la cabeza, pero nada grave… la bala le ha pasado rozando.

Segundos después de que Baxter terminara de hablar, Simon gimió y abrió los ojos muy despacio, con dificultad.

Genevieve lo tomó de la mano y preguntó:

– ¿Puedes oírme?

Simon la miró a los ojos y se humedeció los labios.

– ¿Te encuentras bien?-dijo él.

Ella hizo un ruido a medio camino de la carcajada y el sollozo.

– Sí, sí, me encuentro bien. Baxter, por favor, ve a buscar al doctor Bailey y al juez. Yo me quedaré aquí, con Simon…

Baxter asintió.

– Primero echaré un vistazo a la casa. Parece que no hay nadie más, pero quiero asegurarme.

– Genevieve… -susurró Simon.

– Sí, cariño, estoy contigo.

Simon frunció el ceño e hizo un gesto de dolor.

– La cabeza me duele mucho. ¿Qué ha pasado?

– Te han disparado.

Él parpadeó e intentó levantarse, pero el dolor era tan intenso que tuvo que cerrar los ojos otra vez y se quedó muy quieto.

Al cabo de unos segundos, preguntó:

– ¿Waverly?

– Supongo que te refieres al otro hombre…

Él se puso en tensión.

– Sí, sí…

– Está muerto, Simon.

La noticia pareció aliviarle mucho.

– Menos mal.

Baxter reapareció entonces y declaró:

– La casa está vacía. Me voy; volveré con el médico y con el juez.

Guando el mayordomo se marchó, Simon miró a Genevieve y volvió a hablar.

– ¿Cómo me habéis encontrado?

– Ya había amanecido y no volvías, así que empezamos a preocuparnos. Al llegar, te hemos visto en el suelo. El otro hombre ya estaba muerto. Tiene un cuchillo clavado en el pecho -le informó.

– Comprendo…

– ¿Qué ha ocurrido, Simon?

Simon se empeñó en sentarse. Le costó mucho y fue un proceso lento y doloroso, pero lo consiguió con ayuda de Genevieve. Unos minutos después, cuando ya se encontraba algo mejor, miró los preciosos ojos azules de su amante y se sintió culpable por todo lo que había sucedido.

Genevieve se preocupaba por un hombre de quien desconocía su nombre real y hasta su profesión; por un hombre que se había aprovechado de ella.

Apretó los labios y la miró.

– Anoche me confesaste que no habías sido totalmente sincera conmigo, que tus circunstancias no eran las que yo pensaba. Pues bien, hoy me encuentro en la misma tesitura que tú. No trabajo para el señor Jonas Smythe; a decir verdad, esa persona no existe. Trabajo para la Corona.

Genevieve parecía confusa.

– ¿Eres administrador de la Corona?

– No, no. Me dedico a obtener información y a capturar a individuos que supongan un peligro para el país -respondió.

Ella parpadeó.

– ¿Eres un espía?

– Sí.

– Un espía… -repitió-. ¿Desde cuándo?

– Desde hace ocho años.

– ¿Y cómo te convertiste en espía?

– Me presenté voluntario. Mi familia es rica y nunca había necesitado nada… hasta entonces. Me dedicaba a disfrutar de mis privilegios y de mi dinero y no hacía nada más, nada de valor. Pero una noche, unos amigos y yo entramos en una taberna de una zona de Londres que nunca visitábamos. Me enfrasqué en una conversación con el posadero, que se llamaba Billy. En realidad, sólo pretendía reírme a su costa. Pero curiosamente, aquel hombre me cambió la vida.

– ¿Cómo?

– Hablándome de la suya. Me dijo que había servido en la Marina y que había estado a punto de morir en una batalla. Sobrevivió, pero perdió una pierna y tuvo que buscar desesperadamente un trabajo para sacar adelante a su esposa y a su hijo. Hablaba con tanta pasión de ellos, que de repente pensé en mi propia vida y me di cuenta de que la estaba desperdiciando por completo.

– Entiendo…

– Supe que, mientras otros hombres se dedicaban a servir a su país, yo no hacía otra cosa que ir de fiesta en fiesta, de taberna en taberna y de placer en placer. Me disgustó tanto que decidí cambiar, hacer algo importante, algo digno. Algo de lo que me pudiera sentir orgulloso -confesó.

Ella asintió lentamente.

– Si nos hubiéramos conocido hace ocho años, no me habrías gustado…

– Casi seguro que no. Difícilmente podría gustarte yo cuando ni yo mismo me gustaba.

– ¿Y ahora? ¿Te gustas más?

– En este momento preciso… no. Te he mentido. Pero en general, sí. Me enorgullezco del trabajo que he hecho y de la gente a quien he ayudado. Por desgracia, mi trabajo implica secreto y el secreto implica mentiras. Durante ocho años he mentido a mis amigos y a mi familia; ninguno de ellos sabe lo que tú sabes ahora. Pero créeme, Genevieve, no te habría mentido de no haber sido necesario.

Ella volvió a asentir.

– Eso significa que no viniste a Little Longstone de vacaciones…

– No, en absoluto. Vine para encontrarte. Para recuperar la carta que lord Ridgemoor te envió.

Genevieve palideció y soltó su mano. Simon habría dado cualquier cosa por recuperar el contacto con ella, pero prefirió no presionarla.

– ¿Cómo lo sabías?

Simon contestó a su pregunta y le contó todo lo demás, desde el plan de Waverly para asesinar al conde y culparlo a él de su muerte, hasta las últimas palabras del hombre que había sido su superior en el servicio de espionaje.

No se guardó nada. Fue completamente sincero con ella. Y cuando terminó, Genevieve permaneció en silencio durante un minuto antes de hablar.

– Entonces, Richard está muerto.

– Sí, lo siento. Sé cuánto lo apreciabas.

– Siempre supiste que no era viuda, que había sido su amante.

– Sí.

– Te ganaste mi amistad, coqueteaste conmigo, me sedujiste… y todo, porque querías esa maldita carta -afirmó.

– No, yo…

Genevieve alzó una mano para que la dejara hablar.

– No mientas de nuevo, Simon.

– No miento. Admito que vine con intención de recuperar la carta a cualquier precio. Pero cuando te vi… no eras lo que yo esperaba. Genevieve, lo que hemos compartido es absolutamente real, verdadero.

Genevieve soltó una risa de incredulidad.

– ¿Real? ¡Pero si se basa en una mentira! Si tanto querías esa carta, ¿por qué no me la pediste?

Simon tardaba tanto en responder que Genevieve lo adivinó antes.

– Dios mío… No me la pediste, porque pensabas que estaba involucrada en la muerte de Richard.

– Era una posibilidad, sí.

– De manera que no solamente me sedujiste para conseguir tu objetivo, sino que además lo hiciste creyéndome directa o indirectamente responsable de un asesinato. ¿Y dices que te sientes orgulloso de tu trabajo?

Sin pensarlo, Simon extendió un brazo para tocarla. Pero ella se apartó como si su contacto le quemara.

– Al principio no podía ser sincero contigo. Lo único que sabía de ti era lo que me dijo un hombre moribundo, Ridgemoor; y más que exonerarte, sus palabras te incriminaban. Sólo diré, en mi defensa, que supe que eras inocente en cuanto pasé unos minutos contigo.

– Y no obstante, te guardaste la verdad.

– Pensaba contártelo todo y pedirte la carta hoy mismo, cuando volviera a la casa.

– Claro, pero únicamente porque la habrás buscado por todas partes y no la has encontrado. Supongo que has registrado nuevamente mis pertenencias…

Simon carraspeó.

– Sí, es cierto. Pero te equivocas si crees que te seduje para conseguir la carta. Eso no ha tenido nada que ver. De hecho, hace tiempo que sólo me importas tú.

– ¿Que sólo te importo yo? -dijo con amargura-. Sí, por supuesto. Cómo es posible que no me haya dado cuenta.

– Genevieve, intentaba atrapar a un asesino, a un hombre que no sólo era una amenaza par ti y para mí, sino para Inglaterra. Pensaba decírtelo en cuanto me fuera posible. No pretendía hacerte daño.

Genevieve sabía que no la había herido a propósito, pero eso no cambiaba las cosas.

Se levantó, dio la espalda a Simon y caminó hacia la escalera.

– ¿Adónde vas?

– A buscar la carta. Al fin y al cabo, es lo que querías.

Cuando ya se había marchado, Simon vio la hoja que le había dado a Waverly, la que le había salvado la vida. Se levantó con cuidado, se apoyó en la pared y se la guardó. Ella volvió poco después.

– Richard me envió una nota además de la caja; una nota que destruí a petición suya y que decía que pasaría a recogerla. Estaba muy enfadada con él. Me había abandonado sin decírmelo a la cara, se había marchado con una mujer más joven y meses después me envía una nota para que le guarde un objeto.

Genevieve se detuvo y apretó los labios antes de continuar.

– Sabía que la caja era importante para él y decidí que si quería recogerla, tendría que venir en persona. Tardé varias horas en descubrir cómo se abría, pero pensé que Richard rompería su palabra y que no vendría personalmente a recogerla, así que saqué la carta y la escondí en la parte de atrás de un retrato viejo que está mi dormitorio. Aquí la tienes.

– Fuiste muy inteligente. No se me ocurrió mirar allí…

Simon leyó la carta y añadió:

– Está cifrada, como suponía; pero según las últimas palabras de Ridgemoor, esta carta demostrará la culpabilidad de Waverly y mi inocencia. Gracias, Genevieve. Por esto y por haberme cuidado al verme herido.

– De nada. Me disgusta terriblemente que me hayas mentido, pero quién soy yo para criticarte por ello. He mentido tanto que no estoy en posición de juzgar a nadie. Comprendo que actuaste de ese modo porque te pareció lo mejor.

Simon la miró.

– ¿Lo dices de verdad? Me gustaría que siguiéramos juntos. Te doy mi palabra de que no estaba abusando de tu confianza. Me acerqué a ti para conseguir la carta, pero luego… las cosas cambiaron y se convirtieron en otra cosa.

– Bueno, ya tienes lo que quieres.

– Sin embargo, hay algo que todavía no sabes. Algo sin importancia.

– ¿Qué es?

– No me apellido Cooper, sino Cooperstone.

– En tus circunstancias, es lógico que te cambiaras el apellido. Cualquiera habría reconocido el de tu familia.

– En efecto. Soy Simon Cooperstone, vizconde de Kilburn. A tu servicio.

– Eres vizconde…

Genevieve lo dijo como si el título nobiliario le pareciera una enfermedad infecciosa.

– Sí, lo soy. Pero a la mayoría de la gente le parecería una buena noticia…

– Yo no soy como la mayoría de la gente.

Antes de que Simon pudiera hablar, la puerta se abrió y Baxter apareció en compañía de un caballero alto con aspecto de funcionario del Estado y un hombre de pelo gris que llevaba un maletín negro.

– ¿Vizconde? -preguntó el mayordomo-. ¿Es vizconde?

– Me temo que sí.

Baxter lo miró como si deseara arrancarle las tripas allí mismo, pero se contuvo.

Simon le contó al juez lo sucedido y el médico certificó la muerte de Waverly. Después, retiraron el cadáver y se dirigieron a la sala de estar, donde el doctor le examinó las heridas y lo interrogó para saber si tenía náuseas o se sentía mareado.

– ¿Cuándo podré viajar, doctor?

– La herida es leve y no ha perdido demasiada sangre, milord. En mi opinión, podría marcharse de Little Longstone hoy mismo, en cuanto lo estime oportuno. Pero recomiendo que viaje en coche y no a caballo.

– ¿Hay algún lugar donde pueda conseguir un carruaje?

– Sí, cerca de mi casa. ¿Quiere que le envíe uno?

– Se lo agradecería. Tengo que volver a Londres en cuanto pueda.

Durante su conversación, Genevieve se había mantenido junto a la ventana. Simon la miró mientras el médico le cambiaba las vendas y la encontró tan solitaria que deseo abrazarla; pero supuso que se resistiría.

Tenía que marcharse, no había otra solución. Y ella se quedaría allí.

Sin embargo, sabía que no podría olvidarla.


Genevieve miró por la ventana de la sala de estar mientras Simon le decía al doctor Bailey que debía volver a Londres enseguida. Y hasta lo encontró irónico, porque el hombre que había hablado ya no era Simon Cooper, sino Simon Cooperstone, vizconde de Kilburn.

Cerró los ojos con fuerza. Un vizconde. El destino se estaba burlando de ella. Primero, por hacerle creer que estaba a punto de morir; después, por demostrarle que se había enamorado de él; y finalmente, por robarle toda esperanza de permanecer a su lado. Todos sus sueños se habían evaporado de repente. Sabía que intentaba atrapar a un asesino y que tenía buenos motivos para comportarse de ese modo, pero eso carecía de importancia en ese momento.

Lo importante, lo verdaderamente importante, era que él era un aristócrata y ella una escritora que escribía con seudónimo. Pertenecían a mundos tan distintos que su relación resultaba imposible.

Unos segundos después, oyó su voz.

– El médico ha dicho que puedo viajar. Me marcharé a Londres en cuanto arregle el asunto de mi transporte.

– Lo comprendo.

– Tengo que irme, Genevieve. Es mi deber. Debo informar a las autoridades, entregar la carta a nuestros servicios de codificación y…

– No necesita explicarse, milord. Lo entiendo perfectamente.

Simon frunció el ceño y se acercó. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no retroceder. Deseaba que aquel día no hubiera llegado nunca, que él siguiera siendo un simple administrador y ella una mujer enamorada.

– Soy Simon, el mismo de siempre. No me llames milord. Quiero que sepas que nunca podré olvidar el tiempo que ha pasado contigo.

Genevieve sonrió con debilidad.

– Yo tampoco lo olvidaré… Simon.

– Genevieve, quiero volver a verte. No quiero que esto sea una despedida.

Ella sintió un pinchazo en el estómago.

– Me temo que lo es. Ya he sido amante de un noble y no voy a repetir la experiencia.

– Pero…

– Seguir con nuestra relación no serviría de nada. No duraría mucho. Yo vivo en Little Longstone y tú tienes tu vida y tu trabajo en Londres. Al final, tendrás que casarte con una mujer de tu clase para que te dé un heredero; y no estoy dispuesta a ser tu amante entre bastidores. Tenemos que despedirnos, Simon.

– Genevieve…

– Siempre te recordaré con cariño, y espero que tú me recuerdes del mismo modo. Sólo deseo que tengas una vida larga y feliz.

Durante unos segundos, Simon se limitó a mirarla sin decir nada.

– Sí, siempre te recordaré con cariño -dijo al fin-, y espero que tengas una vida mágica. Mi querida Genevieve… hazme un favor: no vuelvas a pensar nunca, bajo ningún concepto, que eres menos que perfecta.

Dicho esto, la tomó de la mano, se la besó y salió de la habitación.

La puerta se acababa de cerrar cuando ella dejó escapar las lágrimas que había contenido desde que lo vio herido en el suelo.

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