– Dígame, señora Ralston, ¿qué le gusta hacer además de leer y de satisfacer su debilidad por las obras de arte?
Simon lo preguntó en cuanto se sentaron en el banco, y lo hizo para escapar de una situación francamente problemática. Había sugerido que se sentaran porque la conversación que mantenían era tan sensual que se había excitado en demasía; bastó que imaginara a Genevieve Ralston atada de pies y manos a la cama de su dormitorio, para que sufriera una erección. Y ya llevaba demasiadas a su costa.
Parte de su problema consistía en el hecho de que no se había acostado con una mujer en varios meses, lo cual le incomodaba especialmente porque no había sido por falta de oportunidades. A pesar de la belleza y de la buena disposición de las candidatas, ninguna había despertado el deseo suficiente en él. Era como si ya no disfrutara de las relaciones puramente físicas, sin lazos emocionales.
Pero Genevieve Ralston lo había cambiado todo. Desde que la había visto en su habitación con aquella camisa mojada, no pensaba en otra cosa que no fuera una, exactamente, una relación física y sin lazos emocionales.
Movió a la perrita para que estuviera más cómoda y sonrió. En realidad no tenía intención de comprar un cachorro, pero le había parecido una excusa perfecta para que la señora Ralston lo acompañara al festival. De otro modo, tal vez habría rechazado la invitación. Aunque sospechaba que la atracción física era mutua.
– Me gusta pasear por mi jardín -respondió ella.
Simon se sintió aliviado. El jardín. Una conversación carente de peligros.
– Me di cuenta cuando fui a su casa. Está precioso…
– Gracias. Es un lugar muy tranquilo.
– Y bien cuidado. Si tuviera la amabilidad de darme el nombre de su jardinero, se lo podría decir al doctor Oliver. Me temo que las malas hierbas se han extendido desde que se marchó de su propiedad.
– Me temo que yo también necesito un jardinero nuevo. Antes me ayudaba mi querida amiga Catherine, con quien pasaba horas entre las flores; pero se ha casado recientemente y se ha mudado a Londres. Baxter hace lo que puede, desde luego… sin embargo, pisa sin mirar y no distingue una flor de un hierbajo. Ya ha destrozado varias plantas.
Simon asintió.
– La jardinería necesita manos delicadas.
Genevieve se miró las manos con melancolía.
– Sí, es cierto. Antes lo hacía yo misma, pero… en fin, el jardín es demasiado grande y ya no puedo encargarme de él sin ayuda.
Simon siguió la dirección de la mirada de Genevieve. Siempre llevaba guantes; incluso los llevaba puestos cuando pasó a visitarla. Se acordó de su dolor cuando estaba escribiendo en el dormitorio, de la crema que se había untado antes de meterse en la cama y de su mención a las cualidades terapéuticas de las aguas termales. Al parecer, había sufrido algún tipo de accidente.
Sintió la tentación de interesarse al respecto, pero prefirió esperar. Si la presionaba demasiado, podía asustarla y perder la oportunidad de recuperar la carta del conde. Tenía que ganarse su confianza.
En ese momento apareció un niño, de más o menos ocho años, que se quedó mirando a Belleza.
– Es un muy bonito, señor -dijo el pequeño-. ¿Puedo acariciarlo?
– No es perro, sino perra. Y por supuesto que puedes… pero debes saber que, como se despierte, se empeñará en lamerte por todas partes.
El niño sonrió.
– No se preocupe, señor. Me encantan los besos de perro… ¿cómo se llama?
– Belleza.
El chaval sonrió un poco más.
– Y duerme como la princesa de un cuento de hadas… aunque es una perra, no una princesa. Y yo no soy un príncipe.
– Bueno, puede que te conviertas en uno cuando ella te bese… -bromeó Genevieve.
El chico rió.
– Lo dudo. Voy a ser marinero, como mi padre.
Simon asintió con seriedad.
– Excelente. Inglaterra necesita buenos marinos. ¿Cómo te llamas?
– Benjamin Paxton, señor.
El niño le ofreció la mano y Simon la estrechó.
– Yo soy Simon Cooper. Ella es mi amiga, la señora Ralston. Me ha ayudado a elegir a Belleza -explicó.
Benjamin miró a Genevieve y asintió a modo de saludo.
– Ha hecho un gran trabajo. Es de la carnada del herrero, ¿verdad? Vi que estaba vendiendo cachorrillos…
– Sí. ¿Vas a comprar uno?
Benjamin sacudió la cabeza.
– No podemos tener perros. Mi hermana pequeña se pone a toser y a estornudar cuando hay un perro cerca -contestó mientras acariciaba a Belleza-. Yo no toso ni estornudo.
– Puede que no, pero un hermano tiene el deber de cuidar de su hermana -observó Simon-, y estoy seguro de que cumples con ese deber.
El niño asintió.
– En efecto, señor. Ruful Templeton dijo cosas malas de Annabelle y yo le pegué en la nariz.
– Bien hecho. Yo también he golpeado unas cuantas narices por defender el honor de mi hermana pequeña -confesó.
– Es lo que los hombres debemos hacer -afirmó el niño.
Belleza se despertó en ese momento e inmediatamente se puso a lamer al niño.
– ¿Quieres sostenerla? -preguntó Simon.
Benjamin lo miró con asombro.
– Sí, claro, señor…
Simon le dio la perrita a Benjamin, que estaba encantado.
– Tiene mucha energía… -continuó el pequeño.
– Sí. Le vendría bien un paseo, pero estoy demasiado cansado. ¿Por qué no se lo das tú?
– Con mucho gusto, señor… No se preocupe por nada. Cuidaré de ella.
– No lo dudo en absoluto. Llévatela entonces y vuelve dentro de un cuarto de hora.
– Así lo haré, señor Cooper. ¡Y gracias, señor!
Benjamin se alejó corriendo, con Belleza pisándole los talones.
– Me había equivocado -dijo Genevieve.
Simon la miró.
– ¿A qué se refiere?
– Dije que su amor por Belleza ha sido el flechazo más rápido que había visto, pero Benjamin le gana. Pedir a ese chico que cuide de ella es como si yo le pidiera a Sofía que cuidara de un pez.
– Sospecho que a Sofía le gustan los peces…
– Son su comida favorita. No hay nada que le guste más.
– No, seguro que usted le gusta más.
– Sólo porque soy la encargada de darle peces. Desde su punto de vista, la casa es suya y yo sólo puedo quedarme mientras le sea de utilidad.
– Comprendo. ¿Y si no lo fuera?
Genevieve suspiró.
– Me echaría a patadas.
Antes de que se diera cuenta de lo que hacía, Simon se rindió a la tentación y pasó un brazo por encima del respaldo del banco, de manera que sus dedos rozaron el hombro de Genevieve.
Sólo era un roce, un contacto leve, pero se estremeció.
– Permítame que lo dude. Nadie sería capaz de despreciarla a usted de ese modo.
Simon supo que había cometido un error cuando vio su mirada de angustia. Alguien la había despreciado y la había herido profundamente, y ese alguien no podía ser otro que Ridgemoor. Por enésima vez, se preguntó cómo era posible que el conde hubiera rechazado a una mujer tan exquisita, tan inteligente y de tanto carácter.
– A estas alturas de mi vida sé que todo es posible, señor Cooper.
– Por favor, llámeme Simon. Ya no somos unos perfectos desconocidos.
Ella lo miró y Simon notó por primera vez los destellos dorados de sus ojos azules.
– ¿Nos considera amigos?
– Me gustaría que lo fuéramos; aunque por mi parte, ya la considero amiga mía. A fin de cuentas me ha ayudado a elegir perro.
– Se han elegido entre los dos, sin que yo hiciera nada.
– Eso es cierto, pero no la habría encontrado sin usted. Además, es la única persona que conozco en Little Longstone…
Simon bajó la cabeza y la miró con expresión de niño triste.
Genevieve sonrió.
– Por Dios, es la cara más compungida que he visto en toda mi vida. Dígame, ¿es que la practica delante del espejo?
– Ahora que lo menciona, sí. ¿Ha surtido efecto?
– Ni mucho menos. Soy demasiado dura para enternecerme por…
– ¿La cara más compungida que ha visto en toda su vida?
– Exacto. Además, no soy la única persona a la que conoce. ¿Qué me dice de Baxter?
– Ah, sí, Baxter. Si fuera por él, me habría asesinado en el vestíbulo de su casa antes de que tuviera ocasión de conocerla -declaró.
– También está Benjamin…
– Muy cierto -dijo, arqueando una ceja-. Y estoy seguro de que si yo lo invitara a llamarme Simon, aceptaría.
Genevieve lo imitó y arqueó una ceja a su vez.
– Como propietario de Belleza, podría pedirle que lo llamara Penélope y el pobre chico se sentiría obligado a hacerlo -observó.
Simon rió.
– No podría estar más en lo cierto. Y se divertiría mucho a mi costa. He notado un brillo de malicia en sus ojos… me recuerda a mi sobrino, Harry.
– ¿Cuántos años tiene su sobrino?
– Ocho. Aunque a veces parece que tiene veinte más.
– Antes ha mencionado a una hermana; ¿Harry es su hijo?
– Sí, Marjorie. También tiene una niña, Lily; es de tres años y me parece la criatura más hermosa de todo el Reino. Cuando crezca, su padre tendrá que contratar a una docena de criados para que mantengan a raya a sus pretendientes.
– Y naturalmente, no hay parcialidad alguna en su opinión… -ironizó.
– Por supuesto que no.
– ¿Tiene más hermanos, además de Marjorie?
– Un hermano, Robert. Es más joven que yo, y su esposa está esperando su primer hijo.
– Creo haber notado cierta… nostalgia en su voz.
Simon pensó que estaba en lo cierto. Robert y Beatrice se habían casado hacía diez meses; estaban muy enamorados y él se alegraba sinceramente por ellos, pero en el fondo de su corazón, los envidiaba. Aunque llevaba una buena vida y le gustaba trabajar para la Corona, distaba de sentirse satisfecho. Tal vez fuera el motivo de su descontento actual.
– Sí, es posible. Mis hermanos son felices con sus matrimonios, y debo reconocer que siento cierta envidia -confesó.
– Entonces, debería casarse.
– Buena idea. Salvo por el hecho de que para una boda se necesita no solamente un novio, sino también una novia.
Simon fue el primer sorprendido por su declaración. Nunca se había planteado la posibilidad de contraer matrimonio; pero se había cansado de ir de amante en amante y de no tener una vida normal. Su trabajo era secreto y ni siquiera podía hablar de él con sus familiares y amigos. Se pasaba la vida viajando, atento a los peligros que lo acechaban. Y ahora, hasta tenía que demostrar a sus superiores que era inocente del asesinato de Ridgemoor.
Le faltaba algo, no lo podía negar. Por mucho que le agradara su trabajo, no le llenaba.
– ¿Se ha molestado acaso en buscar novia?
Simon sacudió la cabeza.
– Me temo que no he encontrado a la persona adecuada.
– Vamos, señor Cooper… no puedo creer que no arrastre una estela de corazones rotos.
Simon estuvo a punto de romper a reír. Sus amantes nunca se habían arriesgado tanto como para poner en peligro sus corazones. Ni él.
– No que yo sepa. ¿Qué le hace pensar lo contrario?
Genevieve arqueó las cejas.
– Sin entrar en cuestiones más profundas, su aspecto debería bastar para captar la atención de las mujeres -respondió.
– Podría decir lo mismo de usted…
– Pero yo no busco nada.
– ¿Y cree que yo sí?
– Claro, como todos los hombres.
Simon rió.
– Entonces, ¿me considera atractivo?
Ella también rió.
– Nunca he conocido a nadie que pescara halagos con tan poca sutileza.
– Sólo intentaba asegurarme de que la he entendido bien.
– Me ha entendido perfectamente.
– En ese caso, gracias. Y permítame que le devuelva el cumplido. Usted es…
Simon pasó la mirada por encima de su cuerpo y la clavo finalmente en sus ojos antes de terminar la frase:
– Exquisita.
Las palabras de Simon, o quizás el deseo que escondían, o tal vez las dos cosas al mismo tiempo, despertaron el rubor en las mejillas de Genevieve.
En lugar de agradecer el cumplido, declaró:
– Por lo que sé de usted, debo llegar a la conclusión de que el único motivo por el que no ha encontrado todavía a la mujer adecuada es porque no la quiere.
Genevieve había acertado, pero no del todo.
– Por eso, o porque nadie ha conquistado mi amor.
Ella lo observó con detenimiento.
– ¿No se ha enamorado nunca?
– No. ¿Y usted?
La expresión de Genevieve se volvió fría.
– ¿Se lo pregunta a una mujer que ha estado casada?
– Discúlpeme, no pretendía ofenderla. Pero debe admitir que no todos los matrimonios se basan en el amor -alegó.
– No, supongo que no.
– ¿Cómo se llamaba su marido?
Ella dudó antes de responder.
– Richard.
Genevieve había contestado exactamente lo que Simon esperaba. Richard era el nombre de lord Ridgemoor, el hombre que la había rechazado. Empezaba a pensar que el señor Ralston era una invención de Genevieve.
Justo entonces, se preguntó si sabría que el conde había fallecido. La respuesta sería indudablemente afirmativa si ella había participado de algún modo en el asesinato; pero no necesariamente en otro caso.
– Tal como pronuncia su nombre, se nota que lo amaba.
Genevieve apartó la mirada, pero no antes de que Simon notara las lágrimas en sus ojos.
– Sí -susurró ella-. Lo amaba.
Sus palabras sonaron tan sinceras que Simon la tomó de la mano.
– Lo siento mucho.
Ella permaneció en silencio, muy quieta, durante unos segundos. Después, se estremeció, le apartó la mano y se levantó.
– Debo marcharme -dijo, alterada.
Simon también se levantó.
– ¿Se encuentra bien?
– Sí, estoy perfectamente. Acabo de recordar que tenía una cita y que ya llego tarde. Gracias por el paseo, señor Cooper. Buenos días.
Acto seguido, Genevieve dio media vuelta y se marchó.
Aunque Simon sintió la tentación de seguirla, se contuvo. Sabía que no tenía ninguna cita, que aquello sólo había sido una excusa para marcharse; pero desconocía si había reaccionado así por la mención de su difunto esposo, en el caso de que realmente hubiera existido, o porque el contacto de su mano la había incomodado en exceso.
Suspiró y se sentó en el banco para esperar a Benjamin y a la perrita. Genevieve Ralston era una fuente interminable de preguntas sin respuesta. Además, no estaba siendo sincera con él. Comprendía que no quisiera confesar que había sido amante de un noble durante diez años, pero había mentido sobre su pasado. Y también había mentido, por omisión, al no reconocerse autora del libro más escandaloso de la década.
En cualquier caso, él no era quién para juzgarla. La había engañado sobre sus motivos para permanecer en Little Longstone y sobre su verdadera identidad.
Suspiró otra vez. Debía recobrar su buen juicio, concentrarse en la búsqueda de esa maldita carta, llevarla a Londres, entregársela a Waverly y aclarar las cosas. Era lo único importante. Y sin embargo, deseó que su vida fuera distinta y que las circunstancias no lo obligaran a mentir constantemente. Decir la verdad debía de ser un sentimiento increíblemente liberador.
Todavía estaba dándole vueltas al asunto cuando sintió un escalofrío que reconoció de inmediato. La experiencia de ocho años como espía había agudizado su instinto.
Alguien lo estaba observando.
Miró hacia la multitud, pero nadie se estaba fijando en él. Se levantó tranquilamente, para no levantar sospechas, y echó un vistazo a su alrededor. Entre las docenas y docenas de personas que asistían a la feria no había una sola que lo estuviera mirando; sin embargo, sabía que lo vigilaban y notaba el peligro.
Él único que conocía su paradero era Ramsey, su mayordomo, y le había jurado que lo mantendría en secreto. Volvió a mirar a su alrededor y la sensación desapareció de repente, como si el causante ya no se encontrara en las cercanías.
Simon supo instintivamente que aquello estaba relacionado con la carta. Tenía que encontrarla. Deprisa. Antes de que cayera en otras manos.