Una hora más tarde, Genevieve y el señor Cooper paseaban tranquilamente entre la multitud. Él llevaba una perrita entre los brazos, una criatura minúscula y de ojos brillantes cuya lengua rosa parecía empeñada en lamerlo todo.
– Lo suyo ha sido el enamoramiento más rápido que he visto en mi vida -comentó.
Él sonrió y Genevieve pensó que su sonrisa era deslumbrante.
– Bueno, es que me ha demostrado tanto afecto que me ha conquistado a primera vista…
Genevieve arqueó una ceja.
– Sí, pero ha sido usted quien se ha enamorado de ella. Ha caído a sus patas como un ladrillo lanzado a las aguas del Támesis.
– Es evidente que siento debilidad por las bellezas rubias -murmuró, mirando Genevieve mientras acariciaba a su mascota.
Genevieve tomó aire e intentó mantener la calma. Las sensaciones que aquel hombre despertaba en ella amenazaban con florecer en cualquier momento. Bastaba una mirada suya, un roce de su hombro o un par de palabras para que sintiera un calor en la parte inferior del vientre que sólo tenía un nombre: deseo.
Intentó hacer caso omiso, pero fracasó estrepitosamente. Aunque su sentido común le decía que aquello era absurdo e indecoroso, no podía hacer nada por evitarlo.
Por fin, carraspeó y dijo:
– También siente debilidad por los perros bravucones. Seguro que se ha fijado en que era el animal más travieso de toda la carnada.
– Sí, me he dado cuenta. Me gustan así.
Genevieve sintió otra oleada de calor.
– Tal vez debería llamarla así. Traviesa.
– Es un nombre mucho más bonito que el que le habían puesto… Seguro que no te gustaba que te llamaran Narcisa, ¿verdad, pequeña?
La perrita ladró como si estuviera de acuerdo y le lamió la mano.
– No, claro que no te gustaba -añadió.
Él la apretó contra su pecho y la perrita se quedó muy quieta durante un segundo; pero después, alzó la cabeza y le lamió la cara.
Genevieve rió.
– Parece decidida a besarlo…
– Menos mal que me encanta que me besen.
Genevieve se estremeció otra vez, pero reaccionó enseguida.
– Quizá debería llamarla Besucona.
– Quizá. A fin de cuentas, hay pocas cosas más interesantes que un beso bien dado -declaró-. No obstante, y en agradecimiento a la ayuda que usted me ha prestado, creo que le pondré su nombre.
– ¿Va a llamar Genevieve a una perra?
– No, no. Genevieve es un nombre precioso, pero ya está ocupado. Voy a llamarla… Belleza -respondió.
Genevieve parpadeó, encantada por el halago y tan emocionada que se maldijo por ceder tan fácilmente a sus galanteos.
El señor Cooper había logrado que volviera a desear a un hombre, pero también había conseguido que se sintiera atractiva y deseable. Tras la marcha de Richard, Genevieve había hecho todo lo que estaba en su mano por contener sus necesidades físicas y olvidar el amor; ahora, Simon Cooper la arrastraba hacia él tan deprisa que sentía vértigo.
Intentó recordarse que apenas se conocían y que no debía confiar en él. No había olvidado que uno de los libros que había tomado prestados de la biblioteca era nada más y nada menos que su guía para damas. Tal vez fuera una coincidencia, un detalle sin importancia; pero cabía la posibilidad de que no estuviera en Little Longstone de vacaciones, sino para encontrar a Charles Brightmore.
Fuera como fuera, tenía que descubrir la verdad. Si quería coquetear con ella, le seguiría el juego. Era una forma excelente de descubrir sus verdaderos motivos.
– Belleza es un nombre precioso -dijo-, pero creo que Diablesa sería más oportuno.
– Es posible, pero me gustan los desafíos.
Genevieve lo miró con intensidad.
– ¿Por eso se llevó una copia de la Guía para damas? ¿Porque pensó que la lectura de un libro de tales características sería un desafío para usted?
Genevieve observó su reacción con detenimiento, esperando encontrar alguna señal de culpabilidad, pero sólo encontró un fondo leve de vergüenza en su expresión.
Y acto seguido, le dedicó una de esas sonrisas que la desarmaban.
– Supongo que la elección le habrá resultado chocante. El título del libro me pareció tan interesante que no pude resistirme.
– ¿Por qué? ¿Suele leer literatura para mujeres?
Simon rió.
– No. Espero que no le haya molestado…
– En absoluto. Sólo sentía curiosidad.
– Cuando lo vi, me acordé de que el libro y el autor se vieron envueltos en algún tipo de escándalo hace unos meses. Era demasiado intrigante para pasarlo por alto… y no me arrepiento de haberlo leído -le confesó.
Genevieve arqueó las cejas.
– ¿Ya lo ha leído?
Él asintió.
– Sí, lo leí anoche.
Como no dijo nada más, ella preguntó:
– ¿Y qué le ha parecido? ¿Le ha gustado?
– Teniendo en cuenta los asuntos que trata, no me extraña que se viera envuelto en un escándalo. El señor Charles Brightmore sabe más de la naturaleza femenina que ninguno de los hombres que conozco. Supongo que tuvo que investigar mucho y muy a fondo para llegar a esas conclusiones. Es un hombre afortunado.
– Y un exiliado -observó ella, atenta a sus reacciones-. Recibió amenazas de muerte y no tuvo más remedio que marcharse de Inglaterra.
Él frunció el ceño y asintió.
– Sí, creo recordar que oí algo al respecto. Una verdadera lástima. Por mi parte, opino que merece un premio por ese libro.
– ¿En serio? ¿Por qué lo dice?
– Porque ofrece información que no se puede encontrar en ninguna otra parte. Y desde mi punto de vista, la información es poder -contestó.
Genevieve no pudo ocultar su sorpresa.
– Los que se pusieron en su contra no estarían de acuerdo con usted. No quieren que las mujeres tengan acceso a esa clase de información y ni a ninguna otra que pueda concederles un poder excesivo sobre sus vidas y sobre sus cuerpos.
Simon la miró con intensidad.
– Porque son gentes ignorantes. Personalmente, prefiero a las mujeres inteligentes y bien informadas. Son una de mis mayores debilidades.
– Parece que no anda escaso de ellas…
Simon no dijo nada durante unos segundos. La miró con una expresión extraña, que Genevieve no supo interpretar y que avivó aún más su fuego interno.
Después, carraspeó y dijo:
– Sí, eso parece.
Ella se humedeció los labios. Él llevó la mirada a su boca.
– Entonces… ¿no está en contra de que las mujeres accedan a esa información? ¿Aunque contribuya a cambiar su papel tradicional en la sociedad?
– Conocimiento, experiencia, poder… yo diría que son cualidades muy atractivas en el sexo femenino. Tremendamente atractivas, de hecho.
– ¿No teme sentirse… sometido?
– No lo sé. Supongo que eso depende quién someta.
La seguridad de que el comentario de Simon escondía una insinuación, desató una ráfaga de placer secreto entre los muslos de Genevieve. Había llevado la conversación por aguas peligrosas para determinar si intentaba sonsacarla sobre su relación con Charles Brightmore; pero, a menos que fuera un actor consumado, no parecía especialmente interesado en el asunto.
Por lo visto, Simon Cooper era lo que decía ser, un administrador que había decidido pasar unas vacaciones cortas en el campo. Aunque no fuera exactamente un amigo, tampoco era un enemigo. No había nada de malo en dejarse llevar por su galantería y coquetear un poco; por mucho que la excitara y que la alarmara con ello, estaban entre cientos de personas y la situación no se le podía escapar de las manos.
– No imagino cómo podría abrumar nadie a un hombre como usted, señor Cooper.
– ¿A un hombre como yo?
– Sí. Un hombre fuerte, capaz.
Genevieve lo habría definido como delicioso, bello y físicamente perfecto, pero no podía ser tan directa.
– Como ya he dicho, depende de la otra persona. ¿Se refiere a alguien en concreto? ¿Tal vez a usted misma…?
La sangre de Genevieve se aceleró en sus venas.
– ¿Y si así fuera? ¿Qué arma debería llevar? ¿Sable? ¿O pistola?
Ella miró con humor.
– ¿Tiene armas en casa?
– Naturalmente. Una mujer sola necesita protección.
– Pensaba que Baxter ya se encargaba de eso.
– Sí, es verdad que mantiene a raya a los intrusos.
– Cuando no está preparando bollitos…
Genevieve rió.
– En efecto.
– Bueno, en su caso no serían necesarios ni el sable ni la pistola. Durante siglos, las mujeres bellas no han necesitado de otra cosa para abrumar a los hombres que un simple contacto.
Genevieve cerró los dedos dentro de los guantes. Un simple contacto. No podía negar que era verdad; en otra época, se había sentido capaz de hechizar a cualquier hombre con un roce. Pero su artritis había empeorado con el tiempo, y aunque las aguas termales le sentaban bien, ya no era la mujer que había sido.
Decidida a llevar la conversación a aguas más tranquilas, Genevieve abrió la boca. Sin embargo, Simon se le adelantó.
– Por supuesto, hay otras formas además del contacto.
– ¿En serio? ¿Cuáles?
– Me sorprende que lo pregunte. La creía familiarizada con la Guía para damas de Brightmore -contestó.
Ella contuvo la respiración.
– Tenga en cuenta que la leí hace varios meses. Mi memoria no está tan fresca como la suya…
– Ah, comprendo. Entonces, permítame que se lo recuerde… En opinión de Brightmore, la mujer moderna debe insistir para conseguir lo que quiere, tanto si está en un salón como si lo está en el dormitorio. Aunque se vea obligada a atar a un hombre para conseguirlo.
El corazón de Genevieve se aceleró. Nunca pensó que llegaría el día en que un hombre le citara su propio libro con tanta exactitud. Era evidente que aquel fragmento lo había impresionado.
– ¿Cree que una mujer puede someter a un hombre con cuerdas?
– No, salvo que él lo quiera así. En cuanto a las cuerdas… considero que se debería usar algo más agradable, como cintas de satén. Algo más… placentero.
Genevieve intentó llevarle la contraria. Estaban en un lugar público y aquella conversación era indecorosa desde cualquier punto de vista; además, alguien podía darse cuenta de que Simon Cooper la miraba como si se la quisiera comer. Pero no fue capaz de hablar. Ni de apartar la vista de sus ojos.
– Pero si la dama en cuestión actuara con lentitud -continuó él-, correría el peligro de ser sometida por su amante en lugar de someterlo.
Genevieve se imaginó atada en la cama, a merced de aquel hombre.
El deseo recorrió su cuerpo, le endureció los pezones, aumentó la tensión entre sus muslos y le humedeció la ropa interior. Se ruborizó a su pesar, y supo que debía sentarse rápidamente si no quería que sus piernas la traicionaran.
Como si hubiera leído su pensamiento, él señaló un bosquecillo y dijo:
– Veo que allí hay un banco. ¿Le apetece que nos sentemos?
Genevieve asintió y aceleró el paso, resuelta a permanecer sentada lo justo para recobrar la compostura; después, diría que sufría de jaqueca y se marcharía.
Ahora ya estaba segura de que la presencia de Simon Cooper en Little Longstone no guardaba ninguna relación con Charles Brightmore. Había descubierto lo que quería y ya no tenía motivos para permanecer a su lado; volvería a su casa, retomaría su rutina de visitar el manantial para aliviar el dolor de sus manos y lo olvidaría para siempre.
Desgraciadamente, una voz interior le susurró que olvidar al hombre que había despertado sus necesidades y sus deseos, largamente enterrados, iba a ser todo un desafío.