Little Longstone (Kent), 1820
«Genevieve. En la caja de alabastro hay una carta… en ella está el nombre del que me ha hecho esto…»
Las últimas palabras del conde de Ridgemoor resonaron en la cabeza de Simon Cooperstone, vizconde de Kilburn, mientras caminaba hacia la casa de campo que se alzaba entre los olmos. Las había pronunciado con su último aliento, en respuesta a la pregunta de Simon:
– ¿Quién le ha disparado?
Con suerte, Simon estaba a punto de descubrir la respuesta y de atrapar al asesino del hombre que, según los rumores, se iba a convertir en primer ministro. Las reformas sociales que el conde propugnaba no eran populares en todos los sectores del país; ya habían atentado contra su vida dos semanas antes, y Simon estaba investigando el suceso en calidad de representante de la Corona. Pero ahora era demasiado tarde. Habían conseguido silenciar a Ridgemoor en el segundo intento; y por si fuera poco, él se había convertido en el sospechoso principal.
No era la primera vez que fracasaba en sus ocho años como espía de la Corona, pero sí la primera que lo creían culpable de un delito. Desgraciadamente, el mayordomo del conde lo había visto junto al cadáver de su señor, pistola en mano. Simon se había acercado a su domicilio tras recibir una nota en la que se afirmaba que Ridgemoor tenía una información importante. Fue entonces cuando lo encontró en el suelo, moribundo. El mayordomo declaró a las autoridades que él era el único que había entrado en la casa y que todas las puertas y ventanas estaban cerradas por dentro.
Cuando Simon notó la mirada de desconfianza de John Waverly, su superior inmediato, supo que se había metido en un buen lío. Waverly no dudó de su versión de los hechos, pero era evidente que no las tenía todas consigo y eso le dolía más de lo que estaba dispuesto a admitir. Hasta ocho años antes, Simon no sabía nada de la profesión de espía; se limitaba a disfrutar de la riqueza y de los privilegios que le ofrecían su título y el apellido de la familia. Pero necesitaba un cambio; necesitaba hacer algo útil. John Waverly le enseñó todos los trucos del juego del espionaje y se convirtió en su mentor y en su amigo; un hombre al que admiraba y respetaba.
Por si la desconfianza de Waverly fuera poco dolorosa, Simon también se había enfrentado a la de William Miller y Marc Albury, sus colegas más cercanos, dos hombres con los que mantenía una relación casi fraternal. A veces sentía más apego por ellos que por su propio hermano, lo cual no tenía nada de particular; a fin de cuentas, sus actividades como espía no eran algo que pudiera compartir con la familia o los amigos.
Simon se dijo que si Miller, Albury o el propio Waverly se hubieran visto envueltos en una situación tan difícil como aquélla, él les habría concedido el beneficio de la duda por muchas pruebas que tuvieran en su contra. Pero no estaba totalmente seguro. Tal vez habría dudado de ellos como ellos dudaban de él.
Con el rey y el primer ministro exigiendo una pronta captura del asesino de Ridgemoor, Simon temía que la precipitación se impusiera a la exactitud y que terminaran por ahorcar al hombre equivocado, que sería él mismo porque no había más sospechosos.
Además, el servicio de espionaje había sufrido tantos fracasos a lo largo de un año que Miller, Albury, Waverly, el propio Simon y otros muchos colegas estaban convencidos de que entre ellos había un traidor. Y tras lo sucedido con el conde, él también era el sospechoso principal en tal sentido.
Como no sabía en quién podía confiar, se había visto obligado a mentir cuando le preguntaron si Ridgemoor le había pasado alguna información. Pero Miller, Albury y Waverly olían una mentira a veinte pasos y eso sólo había servido para aumentar su desconfianza. Aunque todavía no habían presentado cargos contra él, sabía que sólo era cuestión de tiempo. Por eso necesitaba la caja de alabastro. Y la necesitaba ya, inmediatamente. Era la única forma de descubrir la identidad del verdadero culpable.
El tiempo apremiaba, así que le pidió a Waverly que lo dejara marchar para poder limpiar su buen nombre. Su jefe lo miró durante un momento, asintió y dijo:
– Creo que me ha mentido, y espero que tenga buenos motivos para ello; pero no creo que haya matado a Ridgemoor. Sin embargo, las pruebas en su contra son demasiado concluyentes; si presentan cargos, no podremos hacer nada. Le concedo quince días, Kilburn. Diré que se está recuperando de unas fiebres contagiosas… eso los mantendrá temporalmente alejados de su camino. Haga lo que tenga que hacer para limpiar su nombre, pero sea rápido. Por mi parte, intentaré ayudar en lo posible.
Simon no perdió el tiempo. Ya habían pasado dos días desde el asesinato del conde, y sus pesquisas lo habían llevado a aquel lugar, a la residencia de la señora Genevieve Ralston, la mujer que hasta el año anterior había sido la amante de Ridgemoor. ¿Significarían las últimas palabras del conde que la señora Ralston estaba involucrada en la conspiración para asesinarlo? ¿Habría querido insinuar que ella era la asesina? Era bastante posible.
Para entonces ya sabía que Ridgemoor había roto bruscamente su relación con la señora Ralston, con quien había estado una década. Tal vez fuera un caso típico de venganza. Pero sus motivos también podían ser puramente políticos, los de alguien que había conspirado para librarse de él antes de que asumiera el cargo de primer ministro de la Corona.
Según sus fuentes, la señora Ralston salía muy pocas veces de su casa de campo en Little Longstone, y el conde había sido asesinado en Londres. Sin embargo, la capital sólo se encontraba a tres horas en carruaje. ¿Qué mejor estrategia que tener fama de ermitaña para escabullirse y cometer un asesinato?
Por ejemplo, Simon llevaba un rato vigilando, la casa y la había visto salir de su domicilio cinco minutos antes; como sólo tenía un criado, un hombre enorme llamado Baxter, que en ese momento se estaba tomando una pinta de cerveza en la taberna del pueblo, la señora Ralston podía volver a su domicilio antes que él y nadie llegaría a saber que había salido. Nadie, excepto la persona o personas a quienes hubiera visitado. Y el propio Simon, por supuesto.
Escondido entre las sombras de los altos árboles, Simon la había visto alejarse por el camino que llevaba al manantial de su propiedad y a las casas de un par de vecinos. Había averiguado que una de esas casas estaba vacía y que la otra pertenecía a un artista, el señor Blackwell, desde hacía varios meses. Simon no podía saber si la mujer había ido a visitar a Blackwell o si se dirigía al manantial o a algún otro lugar. Podría haberla seguido, desde luego, pero la casa se había quedado vacía y era la oportunidad que necesitaba para entrar y encontrar la caja de alabastro con la carta.
Corrió hacia el edificio con sumo cuidado e introdujo un alambre entre las dos hojas de uno de los balcones. La suerte quiso que las nubes ocultaran momentáneamente la luna, así que pudo tomarse su tiempo y abrir el balcón con la seguridad de que nadie lo vería.
Al entrar en la casa, se encontró en un salón muy elegante. Mientras buscaba la caja, asegurándose de dejar todo en su sitio, notó que la señora Ralston poseía un gusto excelente en materia de muebles y una debilidad no menos obvia por el arte. Las paredes estaban llenas de cuadros y otros objetos, desde paisajes hasta retratos en miniatura, pasando por poemas enmarcados.
Por lo que había podido averiguar durante los dos días anteriores, la señora Ralston no nadaba en la abundancia; sin embargo, sus posesiones eran las de una mujer rica. Simon se preguntó de dónde se las habría sacado. Ciertamente, podían ser regalos de un benefactor muy generoso; pero también el pago de un asesinato.
En ese momento oyó un maullido. Un gato blanco y negro, de gran tamaño, lo miró y movió la cola.
– ¿Eres amigo? ¿O enemigo? -murmuró.
El gato se frotó contra sus botas y le pasó entre los pies.
– Amigo, según veo…
Simon se agachó para acariciarle las orejas y obtuvo la recompensa del ronroneo más intenso que había oído en su vida.
– Te gusta, ¿eh? -sonrió-. Debes de ser una gata… eres demasiado bonita para ser macho.
El animal sacudió la cola, se alejó de él, volvió la cabeza y lo miró como si quisiera decir: «Si quieres seguir acariciándome, tendrás que seguirme».
Simon rió. Efectivamente, era hembra.
– Me alegra que no seas un perro grande y ladrador, pero me temo que no tengo tiempo para más caricias -dijo.
Era cierto. Tenía prisa y la caja de alabastro no estaba en aquella sala.
Comprobó el comedor, la biblioteca y la salita de estar con la gata pisándole los talones y metiéndose entre sus piernas a la primera oportunidad que tenía. Todo estaba lleno de obras de arte y de muebles con mucho estilo, pero seguía sin encontrar lo que buscaba. Frustrado, subió por la escalera y se dirigió al dormitorio de la propietaria de la casa. Tras cerrar la puerta a sus espaldas para cerrar el paso al curioso felino, echó un vistazo a su alrededor y observó que aquélla era la habitación más lujosa del edificio, con gran diferencia. La luz de la luna entraba por las ventanas e iluminaba una cama con dosel, una colcha de color verde pálido y varios cojines. Frente a la cama se veía un tocador y un espejo de forma oval, En una de las dos paredes más alejadas había un armario grande, finamente tallado, y un biombo; en la otra, un escritorio y una silla con almohadillado de cretona.
Las paredes, de color gris claro, estaban tan llenas de objetos artísticos como el resto de la casa; pero lo más impactante de la habitación era la estatua de una mujer desnuda, de tamaño natural, que sonreía. Estaba en una de las esquinas, junto al escritorio, y el mármol blanco brillaba bajo la luz de la luna. Una de sus finas manos se extendía hacia delante como en una invitación; Simon casi pudo oír que le susurraba, juguetona, «Tócame». En la otra mano sostenía un ramo de flores que apretaba contra el cuerpo y cuyos pétalos le acariciaban un pezón. Parecía tan real, tan viva, que sintió la tentación de tocarla de verdad.
Apartó la mirada de la estatua y caminó hasta el armario. Un examen de su contenido le reveló que la señora Ralston sentía inclinación por los camisones y batas de telas exquisitas y que poseía más sombreros y zapatos de los que ninguna mujer podía necesitar. Sus cejas se arquearon cuando descubrió una pistola pequeña, de cachetes de nácar, en el interior de una bota. Aquello le extrañó bastante. La mujer vivía en un pueblo pequeño, apartado y sumamente tranquilo. No tendría un arma si no quisiera protegerse. Pero de quién o de qué, no lo sabía.
Aunque seguía sin encontrar la caja, ya tenía tal cantidad de preguntas sobre la señora Ralston que estaba convencido de que sus respuestas lo llevarían a resolver el asesinato de Ridgemoor y a demostrar su inocencia.
Se acercó al tocador. En el cepillo había cabellos rubios que debían de ser de ella. Alcanzó un frasquito de perfume y se lo llevó a la nariz; olía a rosas. Por todas partes se veían tarros de porcelana llenos de cremas y ungüentos.
Los dos primeros cajones del mueble revelaron varias docenas de pares de guantes, de todos los estilos, materiales y colores; por lo visto, su debilidad por los zapatos y por los sombreros era una nadería en comparación. En el resto, había camisas, medias y ropa interior extraordinariamente cara. Era obvio que sus finanzas eran boyantes; tal vez, porque se dedicaba a comerciar con secretos de Estado y asesinatos políticos que afectaban a la seguridad del país.
Introdujo las manos entre las prendas y se detuvo en seco cuando sus dedos chocaron con algo duro. Animado por el descubrimiento, agarró el objeto y lo sacó.
La caja de alabastro.
Se acercó a una de las ventanas para verla mejor y descubrió que tenía el tamaño de un libro y que no era una caja normal sino más bien, un rompecabezas. Simon maldijo su suerte. Sabía abrir cualquier cosa; en función de la dificultad, podía tardar unos minutos o varias horas en descubrir la combinación correcta. Pero aquélla parecía tan complicada que cruzó los dedos.
Se armó de la paciencia que tan bien le había servido a lo largo de los años y pasó los dedos por encima de la superficie lisa y fría para ver si encontraba algún resorte. Todas las cajas que había abierto hasta entonces eran de madera y tenían diseños intrincados que facilitaban la búsqueda; sin embargo, aquélla parecía una pieza maciza de alabastro y no tenía más marcas que las vetas naturales del mineral.
Pasó un buen rato antes de que lograra encontrar el resorte. Por desgracia, sólo abría un panel minúsculo y tuvo que seguir con la búsqueda. Durante los quince minutos siguientes, el único ruido que se oyó en el dormitorio fue el del reloj de la repisa mientras él daba vueltas y más vueltas al objeto. Por fin, consiguió su objetivo. Estaba a punto en encontrar la carta y resolver el misterio. La caja se abrió, Simon suspiró y miró dentro.
Estaba completamente vacía.
Frunció el ceño, metió los dedos en su interior e hizo una mueca de disgusto; obviamente, la señora Ralston había sacado la carta de la caja.
Tras comprobarla de nuevo para asegurarse de que no había pasado por alto ningún compartimento secreto, la cerró y la devolvió a su sitio mientras se preguntaba dónde la habría metido y por qué la habría sacado de allí. Cada vez sospechaba más de aquella mujer, pero seguía sin saber qué papel desempeñaba en el círculo mortal que se cerraba implacablemente sobre él.
Miró a su alrededor y caminó hacia la mesita de noche. Sostenía un jarrón de cristal con unas cuantas flores, una lámpara de aceite y un libro, de un autor llamado Charles Brightmore, cuyo título leyó: Guía para las damas sobre la obtención de la felicidad personal y de la satisfacción íntima.
Le pareció un descubrimiento interesante porque, durante su búsqueda por la biblioteca de la casa, había visto otro ejemplar idéntico. Simon recordaba vagamente que la obra había causado gran revuelo en su momento, y le extrañó que la señora Ralston poseyera dos ejemplares.
Alcanzó el libro y lo abrió con la esperanza de que la carta estuviera en su interior, pero fue en vano. Y ya estaba a punto de cerrarlo cuando leyó una frase que le llamó la atención: Cómo atar a un hombre.
Se giró hacia la ventana para tener más luz y se rindió a su curiosidad.
La mujer moderna no dudará en insistir para obtener lo que desea, tanto en la sala de estar como en el dormitorio. Aunque ello implique atar a su hombre. De hecho, atarlo en el dormitorio tendrá casi inevitablemente unos resultados fascinantes que…
Simon arqueó una ceja. Se había equivocado al suponer que aquella guía sólo contendría información sobre moda y etiqueta.
– No me extraña que se organizara un escándalo con el libro -murmuró.
Una imagen conquistó su mente en ese momento. Se vio atado a los postes del cabecero de la cama con cintas de seda. No podía distinguir el rostro de su captor, pero su voz sonó rasgada y sensual, llena de promesas, cuando susurró: «Vas a darme todo lo que quiero».
Simon parpadeó y la imagen se desvaneció enseguida, dejándolo perplejo y más que ligeramente excitado.
Incapaz de contenerse, pasó página y siguió leyendo.
La mujer moderna debe comprender la importancia de la moda en su búsqueda de la satisfacción íntima. Hay momentos para llevar un vestido elegante, momentos para ponerse un negligé y momentos para no llevar nada en absoluto.
Simon se detuvo. Otra imagen se materializó en su imaginación. Era la misma mujer que lo había atado a la cama; y aunque su cara continuaba oculta en la oscuridad, se bajó las tiras de su negligé y dejó que la prenda de satén cayera al suelo, mostrándose totalmente desnuda. Con los pezones endurecidos y un destello de luna en el vello pálido de su pubis, caminó lentamente hacia él, moviendo las caderas. «¿Dónde has estado?», murmuró. «Te he estado esperando».
Simon sacudió la cabeza para borrar la imagen.
No le extrañó demasiado que el libro tuviera tal efecto en él. Nunca había leído nada tan atrevido, aunque desde luego era la primera vez que leía una guía para damas.
Mientras intentaba recobrar su buen juicio para dejar el libro donde lo había encontrado y seguir con su búsqueda, se encontró pasando otra página. Pero justo entonces, oyó el sonido inconfundible de una puerta que se abría y se cerraba a continuación. Acababa de meterse en un buen lío.
– Hola, dulce Sofía. ¿Me has echado de menos?
La voz que sonó era femenina y muy suave. Sofía, que resultó ser el nombre de la gata, ronroneó.
– Yo también te he echado de menos. Pero tendremos que dejar los juegos para mañana; estoy agotada y necesito dormir.
Ciertamente, Simon tenía un buen problema.