– Llévate a los terneros y a sus madres a los pastos de la orilla -le indicó Justice a su capataz tres días después. -De momento, deja a los toros jóvenes en los cañones. Procura que no se acerquen a las vaquillas.
– Sí, jefe -contestó Phil dándole vueltas a su sombrero de vaquero.
Estaba de pie delante de la imponente mesa del despacho de Justice. Tenía cincuenta y tantos años y era alto y delgado, aunque muy fuerte. Se trataba de un hombre que sabía hacer bien su trabajo y que no necesitaba que nadie le diera instrucciones. Le gustaba lo que hacía y amaba aquel rancho casi tanto como su jefe. Tenía la cara curtida como el cuero a causa de la cantidad de años que llevaba trabajando al aire libre. En la frente se veía una raya que separaba el moreno de lo blanco, consecuencia de llevar el sombrero siempre bien calado.
Phil se movió incómodo cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro, como si estuviera deseoso de volver a salir y subirse a lomos de su caballo.
– La mayor parte del rebaño ya está en los pastos nuevos -comentó. -Se ha roto una valla en el norte, pero tengo a dos de los chicos arreglándola.
– Muy bien -contestó Justice tamborileando con un lápiz sobre la mesa e intentando que el exceso de energía no lo desbordara.
Aquello de estar todo el día sentado lo estaba poniendo de mal humor. Si las cosas fueran como deberían ir, en aquellos momentos estaría él también a caballo, trabajando con el ganado, asegurándose de que las cosas se hacían como él quería. A Justice no le gustaba dar órdenes y esperar sentado a que se cumplieran. Prefería hacer las cosas personalmente.
Phil Hawkins era un buen capataz, pero no era el jefe.
Lo cierto era que su mal humor no procedía de no confiar en su gente. No era cierto. Estaba así porque ya no podía más. Estaba harto de verse recluido en casa.
Llevaba días sintiéndose atrapado. Maggie lo perseguía de un lado para otro, insistiéndole para hacer rehabilitación o para que nadara en la piscina climatizada o molestándolo para que utilizara el maldito bastón que tanto odiaba. ¡Pero si hasta había tenido que darle esquinazo para poder recibir a Phil a solas en su despacho y ocuparse de las cuestiones del rancho con él!
Tenía la sensación de que, fuera donde fuera, allí estaba Maggie. En otros tiempos, le habría encantado. Antes se buscaban y se fundían en abrazos y besos allí donde se encontraran, pero las cosas habían cambiado. Actualmente, Maggie lo miraba romo si fuera un paciente más, alguien que se encontraba mal y a quien compadecía y quería ayudar y cuidar.
Y él no quería que lo cuidara y, aunque hubiera querido, no lo habría admitido. No le gustaba la idea de que Maggie estuviera recibiendo un sueldo a cambio de estar allí. No quería ser su paciente, no quería que lo tocara con indiferencia.
Aquel desagradable pensamiento cruzó su mente en el mismo momento en el que un punzante dolor le atravesaba la pierna como un relámpago. Le dolía tanto la pierna que apenas la podía utilizar. Llevaba tres días soportando las torturas de Maggie y no se encontraba más cerca que antes de recuperarse y de hacer vida normal.
Parecía que Maggie se estaba instalando, decidida a quedarse en el que otrora fuera su hogar. Se estaba incorporando al ritmo de la vida del rancho como si nunca se hubiera ido. Se despertaba al alba lodos los días y Justice tenía la sensación de que se colocaba bien cerca para que la oyera hablar con su hijo todas las mañanas. Justice oía los gorgoritos sin sentido del niño, oía los ruiditos de aquel mundo al que él no pertenecía.
Maggie estaba en todas partes. Ella o el niño. O los dos. Justice la oía reírse con la señora Carey, olía su perfume en todas las habitaciones y la veía jugar con el bebé.
El niño y ella se habían adueñado de su casa.
Prueba de ello era que había juguetes por todas partes, un andador con campanitas, un aparato que silbaba y cantaba canciones infantiles, un pollo chillón, un perro gritón y un osito de peluche que soltaba cancioncitas sobre amor y compartir y cursilerías por el estilo.
Aquella misma mañana había estado a punto de matarse al bajar las escaleras cuando su bastón había tropezado con un balón con cara de payaso.
Y había cuentos de tela y de papel y pañales por todas partes. Por lo que pudiera suceder porque aquel bebé necesitaba mil pañales al día. ¿Y para qué tantos cuentos? ¡Pero si el mocoso no sabía leer!
– Eh, jefe…
– ¿Sí? -contestó Justice saliendo de sus pensamientos. -Perdón, estaba pensando en otra cosa.
– Dime.
Lo que faltaba. Ahora resultaba que estaba pensando en aquella maldita mujer y en su hijo y no podía concentrarse en las cuestiones del rancho.
Phil sabía perfectamente en lo que estaba pensando su jefe, pero fue lo suficientemente inteligente como para no decir nada.
– Los pastos del sector este están muy bien. Todo ha salido bien, como usted dijo.
– Buenas noticias -contestó Justice en tono ausente.
Habían replantado aquellos pastos utilizando una especie de hierba más fuerte. Si todo iba bien, el rebaño podría dar buena cuenta de esa zona en unos meses.
Tener un rancho ecológico era más trabajo, pero Justice estaba convencido de que merecía la pena. Los vaqueros que trabajaban para él pasaban buena parte de la jornada cambiando a los animales de pastos, cuidando la hierba y al ganado. Sus reses no estaban confinadas en pequeños espacios como celdas sin poder moverse y comiendo pienso a la fuerza.
El ganado King vivía al aire libre, como debía ser.
Las terneras no estaban hechas para comer maíz, por Dios. Eran animales destinados a ramonear los pastos, a disfrutar del aire y del sol. Era muy importante que los animales se movieran y se ejercitaran. Así su carne estaba más tierna y sabrosa y se podía vender a un precio más alto.
Justice tenía casi veinticinco mil hectáreas de pastos de primera junto a la costa y otras quince mil junto al rancho de su primo Adam en el centro de California.
Había realizado el cambio hacia la ganadería ecológica hacía diez años, en cuanto se había encargado de la dirección del rancho King. A su padre no le había interesado mucho la diferencia, pero Justice había tenido claro desde el principio que quería hacerlo así.
Estaba seguro de que, con el tiempo, podría expandir el negocio, adquirir más tierra y abrir su propio negocio cárnico.
Ojalá su padre hubiera vivido para ver lo que había logrado, pero sus padres habían muerto en el mismo accidente que a él lo había dejado incapacitado para formar una familia, así que tenía que contentarse con saber que había añadido mucho a lo que había recibido como herencia y que su padre se habría sentido orgulloso.
– Ah, y nos han hecho otra oferta por Caleb -comentó Phil.
– ¿De cuánto?
– Treinta y cinco mil.
– No. Caleb es un semental muy bueno. No vale eso. Si la persona interesada en comprarlo quiere adquirir crías suyas, adelante, pero no le vamos a vender a nuestro mejor semental.
– Eso le dije -sonrió Phil.
Algunos rancheros de la competencia creían que la carne de Phil era mejor porque sus toros eran mejores y se pasaban el día intentando comprarle a los machos. Eran perezosos y estúpidos y no querían darse cuenta de que por tener unas cuantas terneras nuevas no iban a cambiar nada. Si querían obtener los resultados que Justice obtenía, iban a tener que hacer el mismo esfuerzo que él e iban a tener que reconvertir sus propiedades ganaderas extensivas en ranchos ecológicos.
En aquel momento, llamaron suavemente a la puerta, que se abrió casi inmediatamente. Ambos hombres se giraron y miraron a Maggie, que llevaba unos vaqueros desgastados y una camiseta del Rancho King en azul marino que hacía que le brillaran los ojos como zafiros.
– ¿Habéis terminado? -les preguntó mirando a Phil.
– Sí, señora -contestó el capataz.
– No -contestó Justice.
– ¿En qué quedamos? -insistió Maggie mirando a su marido.
Justice frunció el ceño y miró a su capataz con cara de pocos amigos. Phil se encogió de hombros sintiéndose culpable.
– Hemos terminado de momento -admitió Justice a regañadientes.
– Bien. Entonces, vamos a hacer los ejercicios -anunció Maggie dirigiéndose a su escritorio.
– Entonces, me vuelvo al trabajo -se despidió Phil avanzando hacia la puerta. -Me alegro de volver a verte, Maggie.
– Lo mismo digo, Phil -contestó Maggie dedicándole una de aquellas sonrisas radiantes que a Justice no le dedicaba hacía tiempo. -No ha cambiado nada -comentó una vez a solas con Justice.
– Es que tampoco has estado fuera tanto tiempo.
– A mí se me ha hecho una vida entera.
– Ya…
A Justice no le hacía ninguna gracia que Maggie entrara en su despacho. Aquél era su santuario, su lugar privado, la única habitación de la casa que no había quedado impregnada por su olor.
Demasiado tarde.
Mientras Maggie se paseaba lentamente acariciando el lomo de piel de los libros, Justice pensaba que, a partir de aquel momento, la vería allí, la olería cuando estuviera allí sentado, sentiría su presencia. Cerraría los ojos y se la imaginaría con él, oiría su voz, vería el vaivén de sus caderas y los rayos del sol entrando por la ventana y arrancando destellos de fuego de sus cabellos rojizos.
Justice se arrebujó incómodo en su butaca.
– Si no te importa, tengo muchas cosas que hacer. No quiero que se me amontone el trabajo, así que hoy no voy a hacer los ejercicios.
Maggie lo miró como habría mirado a un chiquillo que intenta saltarse las clases.
– De eso nada, pero si estás harto de la rutina podemos cambiar la rehabilitación. En lugar de hacer media hora en la cinta de correr, iremos a dar un paseo por el rancho.
A Justice le pareció un cambio maravilloso, pues odiaba aquella maldita máquina de correr. ¿Para qué demonios servía cuando fuera había un mundo entero para recorrer? ¿Por qué conformarse con quedarse dentro de casa corriendo sobre una cinta cuando se podía salir al aire libre y disfrutar de un buen paseo? Además de la cinta de correr, Maggie le hacía apoyarse en la pared y hacer ejercicios respiratorios y de equilibrio, pero siempre dentro. Justice se sentía como una rata de laboratorio que pasaba de una prueba a otra y no avanzaba en absoluto.
La idea de salir le parecía fantástica. Para empezar, porque una vez fuera el perfume de Maggie se disiparía en el aire, se lo llevaría el viento.
– Muy bien -contestó poniéndose en pie y rodeando la mesa.
Maggie se acercó y le pasó el bastón. Justice lo aceptó. Al hacerlo, sus dedos se rozaron y Justice sintió un incendio en sus entrañas, se apresuró a retirar la mano y a agarrar la empuñadura del bastón con fuerza para ir hacia la puerta.
– Andas mejor-comentó Maggie.
Justice sintió que la irritación se apoderaba de él. No hacía mucho tiempo Maggie solía mirarlo cuando se daba la vuelta, pero por razones muy diferentes.
– Sí, me sigue doliendo mucho, pero voy un poco mejor.
– Vaya, gracias por la parte que me toca.
– Sí, hablando de eso, como me encuentro mejor quizás podamos reducir la terapia -comentó Justice girándose hacia ella.
– Buen intento -contestó Maggie pasando a su lado y saliendo al pasillo.
Ahora le tocaba a Justice mirarla por detrás y, desde luego, él no se iba a fijar en si andaba mejor o peor sino, directamente, en su trasero. De repente, se dio cuenta de que no llevaba al niño en la cadera como de costumbre.
– ¿Y no tienes que cuidar de…?
– ¿Jonas?
– Sí.
– Se lo he dejado a la señora Carey. Le encanta estar con él -contestó Maggie avanzando por el pasillo de suelo de madera. -Dice que le recuerda tanto a ti que no se lo puede creer.
Justice frunció el ceño. Maggie solía hacer uno o dos comentarios como aquél al día. No se había dado por vencida. Intentaba hacerle ver lo que en realidad no existía, una conexión entre su hijo y él.
Mientras se ponía el sombrero que tenía colgado junto a la puerta principal, Justice pensó en que debería decírselo de una vez y acabar con todo aquello.
Sí, debería decirle que era estéril.
Entonces, Maggie no tendría más remedio que dejar de jugar al jueguecito que se traía entre manos y él no tendría que seguir aguantando aquella situación, pero, entonces, Maggie lo sabría todo, sabría por qué la había dejado marchar, por qué le había mentido, por qué no se sentía un hombre completo, por qué no había podido darle lo que ella más ansiaba en la vida.
No, imposible. Si le contara la verdad, Maggie se apiadaría de él y Justice no podría soportarlo.
Prefería que pensara que era un canalla.
Maggie se quedó escuchando los pasos inciertos de su marido, que avanzaba por el pasillo detrás de ella, y lo esperó en el porche. Se tomó aquellos instantes para admirar la belleza de las tierras que tenía ante sí. Había echado mucho de menos aquel lugar, casi tanto como había echado de menos a su propietario. El jardín estaba impecable, los lechos de flores bullían de color y los mugidos de las vacas cercanas se le antojaron una preciosa sinfonía.
Durante un par de segundos, sus pensamientos y sus preocupaciones se esfumaron, desaparecieron como si jamás hubieran existido. Maggie tomó aire profundamente y sonrió a dos de los perros, un chucho y un labrador, que estaban jugando a perseguirse por el jardín. Luego, al sentir que Justice llegaba, la tensión volvió a apoderarse de ella y la sintió asentarse en la boca del estómago.
Siempre que Justice estaba cerca de ella lo sentía en lo más profundo de su ser. Aquel hombre tocaba algo en su interior que ningún otro ser humano podía tocar y, cuando estaban separados, notaba su ausencia, pero sentirse unida y conectada a un hombre que evidentemente no sentía lo mismo por ella era la receta perfecta para sufrir.
– Qué bonito está todo -murmuró Maggie.
– Sí.
La voz grave y profunda de Justice recorrió la columna vertebral de Maggie, haciendo que su sistema nervioso se pusiera alerta. ¿Por qué tenía que tener la mala suerte de que fuera aquel hombre el que la hiciera sentirse así?
Al girarse para mirarlo, Maggie comprobó que Justice no estaba mirando el rancho, sino que la estaba mirando a ella. Al instante, sintió que las rodillas se le convertían en algodón y tuvo que hacer un gran esfuerzo para que no se le doblaran.
Tendría que ser ilegal que aquel hombre pudiera mirarla así. Y menos mal que no le sonreía a menudo, porque su sonrisa era completamente mortal.
– Te encantaba vivir aquí -comentó Justice observando también a los perros, que seguían jugando.
– Sí -admitió Maggie tomando aire.
Desde el primer momento, desde la primera vez que había pisado aquel rancho, se había sentido como en casa. Era como si aquel lugar la hubiera estado esperando. A Maggie siempre le había encantado la sensación de mirar hacia el campo desde el porche, sintiéndose completamente conectada con la naturaleza y sabiendo que le bastaba recorrer unos kilómetros por la autopista para llegar a la ciudad.
En el rancho el tiempo no se había parado, pero todo iba más lento y Maggie siempre había pensado que sería el lugar perfecto para criar a sus hijos.
Siempre había imaginado a cuatro o cinco chiquillos corriendo y riéndose por el jardín, corriendo hacia Justice y hacia ella en busca de besos y abrazos y creciendo aprendiendo a amar aquel rancho tanto como su padre.
Pero aquellos sueños se habían evaporado la noche en la que se había ido del rancho hacía unos meses.
Ahora no era más que una visita apenas tolerada y Jonas jamás sabría lo que era crecer entre los recuerdos de su padre.
Ni siquiera crecería con su amor.
Justice no solamente le daba la espalda a ella todo lo que podía, sino que hacía todo lo que estaba en su mano por alejarse del niño que habían creado entre los dos y eso era algo que Maggie no podía perdonarle. Ni siquiera lo entendía. Justice siempre había sido un hombre duro, pero también un hombre entregado a la familia, a sus hermanos y al rancho que había heredado de sus padres.
Entonces, ¿por qué le daba la espalda a su propio hijo?
Durante los tres días que llevaban allí, había hecho lo imposible para no estar en la misma habitación que el niño. Maggie sentía que se le rompía el corazón, pero no quería obligarlo. Podría haberlo hecho, pero no quería hacerlo. No quería obligarlo a hacerse cargo de Jonas porque, entonces, no lo haría por voluntad propia y no significaría nada.
Por eso había decidido comportarse como una fisioterapeuta y esconder sus sentimientos aunque se estuviera muriendo.
– Aunque te encantaba este sitio, te fuiste -comentó Justice.
– Sí -contestó Maggie. -No podía ser de otra manera.
Justice negó con la cabeza y frunció el ceño.
– Elegiste irte. Podrías haberte quedado.
– No pienso volver a tener la misma discusión de siempre, Justice.
– Yo tampoco -contestó él encogiéndose de hombros. -Sólo te lo estoy recordando.
Maggie tomó aire lenta y profundamente y se dijo que debía controlarse, que no debía permitir que Justice la molestara. No era fácil, pues su marido sabía exactamente cómo sacarla de quicio. Aunque le habría encantado dejar salir su rabia y su furia diciendo lo que estaba pensando, sabía que no le serviría de nada.
– Vamos a andar.
Dicho aquello, se giró hacia Justice para ofrecerle el brazo y que pudiera bajar los escalones, pero Justice la ignoró.
– No soy un inválido, Maggie. No me hace falta apoyarme en ti para andar. Te recuerdo que eres la mitad que yo.
– Y yo te recuerdo que tengo experiencia y formación en tratar pacientes que no pueden valerse por sí mismos. Soy mucho más fuerte de lo que parezco. No debes olvidarlo.
– No soy uno de tus pacientes -protestó Justice mirándola iracundo.
– Lo cierto es que sí lo eres -contestó Maggie notando que estaba empezando a perder la paciencia.
– Pues no lo quiero ser… ¿es que no lo entiendes?
Aunque la estaba mirando con una frialdad terrible, Maggie estaba acostumbrada a aquel tipo de actitudes.
– Sí, Justice, lo entiendo perfectamente. No te has molestado mucho en ocultar la poca gracia que te hace que esté aquí, así que lo entiendo perfectamente.
Justice sonrió satisfecho.
– Y, aun así, no te vas a ir, ¿verdad?
– No, no me voy a ir. No me pienso ir hasta que estés bien.
– Ya estoy mejor.
– Pero no completamente recuperado, y lo sabes, así que cállate y vamos allá.
– Eres la mujer más testaruda que he conocido en mi vida -murmuró Justice apoyándose en el bastón y bajando los escalones.
En cuanto lo vieron, los dos perros alzaron las orejas y corrieron hacia él.
Maggie se asustó por si lo tiraban y se apresuró a acercarse, pero no fue necesario.
– Ángel, Spike -les dijo Justice chasqueando los dedos.
Al instante, los dos perros se tumbaron y se quedaron mirándolo.
Maggie sonrió, se arrodilló a su lado y los acarició.
– Se me había olvidado lo bien que se te dan los perros -comentó. -Siempre te obedecen.
– Es una pena que este don que tengo con los animales contigo no me sirviera de nada.
Maggie se irguió y lo miró a los ojos.
– Ya sabes que yo no obedezco a nadie, ni a ti ni a ningún otro hombre.
– Te aseguro que no te habría obligado a hacer cabriolas.
– ¿Ah, no? ¿Y qué orden habrías utilizado conmigo si hubieras podido?
Justice se quedó pensativo y apartó la mirada, que se dirigió hacia el horizonte.
– Quieta… Espera… Quédate…