Capítulo Nueve

A Daniel se le ocurrieron una docena de posibilidades, todas malas. Había pretendido desobedecer las órdenes de Sharon, pero no así.

Los ojos de ella brillaban, duros como el granito, y apretaba los labios con ira.

El senador Wallace parecía vagamente divertido. Les saludó con la copa y se marchó. Los Wilkinson tuvieron la delicadeza de esfumarse sin más. Sharon, en cambio, avanzó.

– ¿Has perdido la cabeza?

– ¿Es necesario esto? -preguntó Daniel, aún rodeando a Amanda con un brazo. La cifra de siete ceros que había pagado por divorciarse debería haberlo librado de Sharon para siempre.

– Sí, es necesario. ¿Qué te pedí? ¿Qué te dije?

– Creo que yo… -Amanda empezó a soltarse.

– No te vayas -exigió Daniel, apretando su cintura con más fuerza. Ella lo miró, atónita y el suavizó el tono de su voz-. Por favor, espera -se volvió a Sharon-. Regresa a la fiesta.

– Ni en sueños. Seré el hazmerreír de todos.

– Sólo si te comportas como si lo fueras.

– ¿No entiendes que la historia ya habrá circulado por la sala una docena de veces?

– Sólo han pasado tres minutos.

– Tú eres quien ha metido la pata, Daniel -se inclinó hacia él y le clavó el índice en el pecho-. Y tú eres quien va a arreglarlo.

– No seas melodramática.

– Vas a bailar conmigo.

– ¿Qué?

– Lo digo en serio, Daniel. Sal a la pista de baile y deja que todos nos vean hablando y riendo juntos. Eso acallará los rumores.

– Ni en un millón de…

– Me lo debes.

– No te debo nada.

Amanda consiguió soltarse y él no la culpó. No era plato de gusto ver una pelea de divorciados. Seguramente le traía muy malos recuerdos.

Comprendió que si quería avanzar en su relación con Amanda, debía neutralizar a Sharon. Y en ese momento, neutralizarla implicaba bailar con ella.

– De acuerdo -escupió. Se volvió a Amanda-. Será un minuto. ¿Me esperas junto a la estatua?

– Claro -aceptó ella con un gesto de indiferencia y expresión enigmática.

Sharon le agarró del brazo y fueron a la pista. Pero a mitad del baile, Daniel vio a Amanda. Se iba.

Blasfemando entre dientes, abandonó a Sharon y casi corrió hacia la salida.

– Amanda -consiguió alcanzarla en la mitad del vestíbulo-. ¿Qué estás haciendo?

– Será mejor que vuelvas a la fiesta, Daniel -lo miró con fijeza-. La gente podría cotillear.

– Me da igual que la gente cotillee -había abandonado a Sharon en el centro de la pista de baile. Los cotilleos ya debían estar en marcha.

– No es cierto.

– Sólo pretendía librarme de ella.

– ¿Bailando?

– Viste lo que ocurrió.

– Sí. Vi exactamente lo que ocurrió.

– Entonces sabes…

– ¿No acabas de dejarme plantada para salvar las apariencias?

– No ha sido así -a él le daba igual lo que pensara la gente. Sólo quería quitarse a Sharon de encima.

– Ha sido exactamente así -ella movió la cabeza y empezó a andar.

– Amanda -él la siguió.

– Esto ha sido un error, Daniel.

– ¿Qué ha sido un error?

– Tú, yo, nosotros. Pensar que podríamos tener lo mejor de los dos mundos.

– ¿Lo mejor de los dos mundos? -parpadeó él.

– Da igual.

– No. No da igual. Tienes una habitación. Tenemos una habitación.

– Ya. Vamos a subir juntos -rezongó ella, burlona-. ¿Y si te ve el senador? ¿Y si te ven tus padres?

– No me importa.

– Sí te importa.

– Vamos -la agarró del brazo e intentó hacerla girar-. Tú y yo. Arriba. Ahora mismo.

– Vaya, esa debe ser la invitación más romántica que me han hecho nunca -se soltó de un tirón.

Daniel tensó la mandíbula. Un portero de librea le abrió la puerta de cristal a Amanda.

– Buenas noches, Daniel -se despidió Amanda. Él no tuvo otra opción que dejarla marchar.


– Buenos días -dijo Cullen, entrando al despacho de su padre-. He oído que tuviste una cita con mamá durante el fin de semana.

– ¿Dónde lo has oído? -gruñó Daniel. Llevaba las últimas treinta y seis horas intentando que Amanda se pusiera al teléfono.

– La tía Karen se lo dijo a Scarlett, y Scarlett a Misty.

– Las noticias viajan rápido en esta familia.

– ¿Cómo fue? -Cullen se sentó en una silla.

Daniel lo miró airado. Estaba enfadado con Sharon y también un poco con Amanda.

Él las había tratado bien. Pero Sharon era puro veneno y no la necesitaban interfiriendo en sus vidas.

– ¿Qué? -Cullen escrutó su expresión-. No necesito detalles íntimos ni nada de eso. Aunque si mamá se los cuenta a Karen, los oiré antes o después.

– ¿Dónde están las cifras de ventas semanales?

– ¿Quieres hablar de trabajo?

– Estamos en la oficina, ¿no?

– Pero…

– ¿Y qué ha pasado con el tema de Guy Lundin? El asunto del robo de tiempo a la empresa le había estado rondando la cabeza una semana. No pretendía adoptar el estilo de Amanda en sus negocios, en absoluto. Sólo quería entender qué había ocurrido y cómo evitarlo en el futuro.

– ¿Lo del robo de tiempo a la empresa? -Cullen entrecerró los ojos-. ¿Estás diciéndome que preguntar por mamá en horas de trabajo es lo mismo que declararse enfermo sin estarlo?

– Depende de cuánto tiempo hables de ella. ¿Lo hemos despedido?

– Tengo una reunión con personal esta tarde.

– ¿Qué te dice tu instinto?

– ¿Mi instinto? -Cullen lo miró confuso.

– Sí. Tu instinto.

– Ya tienes todos los datos verificables.

Aunque fuera así, Daniel no dejaba de oír la voz de Amanda preguntándole hasta qué punto conocía a sus empleados.

– ¿Y los no verificables?

– No son relevantes.

– ¿Hay alguno?

– Guy Lundin alega que tenía que llevar a su madre a la clínica oncológica.

– ¿Lo hemos comprobado?

– No había razón para hacerlo -contestó Cullen.

– ¿Por qué no?

– No hay establecidas horas para llevar a familiares al médico.

– ¿Y qué hace la gente? -Daniel había llevado a Amanda a tomar una copa en horas de trabajo. Había encargado flores para ella en horas de trabajo. Si estuviera enferma, no dudaría en llevarla al médico en horas de trabajo.

– ¿Sobre qué?

– Citas médicas de la familia. Emergencias. Crisis.

– No lo sé -Cullen levantó las manos.

– Pues tal vez deberíamos pensar en eso. ¿Crees que la madre de Guy está enferma de verdad?

– No suele tomarse bajas por enfermedad. Sólo faltó un día el año pasado. Dos el anterior.

– Vamos a dejarlo -dijo Daniel. Levantó el bolígrafo y firmó una carta que tenía delante.

– Pero mi reunión…

– Cancela la reunión de personal. Dale un respiro al tipo.

– ¿Y qué me dices de los demás empleados?

– ¿Qué pasa con ellos?

– ¿Qué ocurrirá la próxima vez que enferme un familiar de alguien?

– Buena pregunta.

– Gracias.

– ¿Nancy? -Daniel pulsó el botón del interfono.

– ¿Sí?

– ¿Tenemos una copia del manual del trabajador?

– Sí. ¿Quiere que se la lleve?

– Aún no.

– De acuerdo.

– ¿Qué vas a hacer? -Cullen se inclinó hacia delante.

– Contestar a tu pregunta -Daniel lo despidió con un gesto de la mano-. No te preocupes por eso.

– ¿Quieres revisar el informe de ventas ahora?

– No. Hazlo tú -Daniel se puso en pie y estiró los hombros-. Dime si hay algo que deba preocuparnos.

– ¿Estás seguro? -Cullen se levantó también.

– Eres un buen director de ventas. ¿Te lo había dicho alguna vez?

– ¿Papá?

– No -Daniel rodeó el escritorio y dio una palmada en el hombro de su hijo-. Eres un director de ventas excelente.

– ¿Estás bien?

– En realidad no -empujó a Cullen hacia la puerta-. Pero estoy trabajando en ello.

Cullen lo miró con extrañeza, pero permitió que lo acompañara a la zona de recepción. Cuando se fue, Daniel se detuvo junto al escritorio de Nancy.

– ¿Podrías investigar algo por mí?

– Por supuesto -ella preparó papel y bolígrafo.

– Encuentra algunas empresas grandes y averigua si alguna tiene permisos por motivos familiares.

– ¿Por motivos familiares?

– Sí, hijos enfermos y esas cosas.

Nancy lo miró sin comprender.

– Tiempo libre. Cuando los niños están malos, o hay que llevar a un anciano al médico.

– ¿Esto tiene que ver con lo de Guy Lundin?

– Sí -sonrió Daniel-. No hay duda de que te contraté por tu inteligencia.

– Empezaré ahora mismo -dijo ella.

Daniel se dio la vuelta y luego volvió a mirarla.

– ¿Cómo está tu familia?

– Muy bien -contestó ella tras un leve titubeo.

– Tus hijos tienen…

– Sarah tiene nueve y Adam siete.

– Bien. ¿Les gusta el colegio?

– Sí -Nancy parpadeó.

– Me alegro -Daniel dio un golpecito con los nudillos en su escritorio y volvió al despacho.

Sarah y Adam. Tendría que tomar nota de eso.

Se sentó y levantó el teléfono. Ya se sabía el número de Amanda de memoria, así que marcó.

– Oficina de Amanda Elliott -dijo Julie.

– Hola, Julie. Soy Daniel.

– Se supone que no debo pasarte.

– Ya, lo suponía.

– ¿Quieres chantajearme?

Daniel soltó una risa, Julie le caía cada vez mejor.

– ¿Qué haría falta?

– Unos cuantos bombones de esos envueltos en papel dorado que trajo Amanda el otro día.

– Estarán en tu escritorio en una hora.

– Amanda puede hablar contigo ahora mismo -se oyó un chasquido en la línea y un silencio.

– Amanda Elliott.

– Soy yo.

Silencio de nuevo.

– Hoy he seguido tu consejo -esperó.

– ¿Qué consejo?

Bingo. Ya había supuesto él que eso funcionaría.

– He ordenado que investiguen los permisos por razones familiares para el manual laboral.

– ¿Ordenado?

– Bueno. He pedido a mi secretaria que lo haga. Por cierto, sus hijos se llaman Sarah y Adam.

– De acuerdo. Tendré que felicitarte por eso -admitió Amanda, con una sonrisa en la voz.

– Sal conmigo otra vez, Amanda -Daniel saltó a aprovechar la oportunidad.

– Daniel…

– Donde y como tú quieras. Tú eliges.

– Eso no va a funcionar.

– No puedes saberlo -dijo él con un atisbo de pánico-. Ni siquiera sabes qué vamos a hacer ni dónde. Si no sabes lo que es «eso», no puedes decir que no funcionará.

– ¿Alguna vez has pensado en hacerte abogado?

– ¿Qué te dice tu instinto, Amanda?

– ¿Mi instinto?

– Sí, tu instinto. Tú eres quien habla tanto de espontaneidad e improvisación. Olvida la lógica…

– ¿Que olvide la lógica?

– Déjate llevar por el sentimiento esta vez, Amanda -pidió él-. Si yo puedo seguir tu consejo, seguro que tú también puedes hacerlo.

– Eso no es justo, Daniel -su voz sonó suave.

– ¿Quién está hablando de justicia? -preguntó él con tono aterciopelado.

– ¿Dónde yo quiera? -suspiró ella.

– Sí.

– Un picnic. En la playa.

– El domingo a las cinco.

– De acuerdo -aceptó ella unos segundos después.

– Iré a recogerte.

– Nada de limusinas.

– Te lo prometo.


En justicia, Amanda sólo había especificado que no utilizara la limusina. No se le había ocurrido prohibir también los helicópteros.

El helicóptero los depositó en el helipuerto de la finca de los Carmichael, en Nantucket. Los Carmichael estaban en Londres pero le habían dado a Daniel permiso para utilizar su playa privada. Y por lo visto también le habían ofrecido a sus empleados, o Daniel había contratado a un grupo para la ocasión.

Era en la playa. Y había comida. Pero ahí acababa todo parecido con un picnic.

Sobre la arena, entre las olas y el acantilado, había una mesa redonda con flores, candelabros, vajilla de porcelana y cristalería fina. El mantel blanco se movía suavemente con la brisa. Un maître, que parecía llevar en la cabeza un equipo de escucha del servicio secreto, esperaba en postura de firmes.

Daniel apartó una de las sillas acolchadas e hizo un gesto para que se sentara.

– Les pedí que sirvieran con la puesta de sol.

– ¿Esto es un picnic? -en cuanto tocó el asiento, el maître se puso en acción. Murmuró algo en el micrófono y colocó una servilleta sobre su regazo.

– Empezaremos bebiendo margaritas -dijo Daniel, sentándose frente a ella.

– ¿Margaritas?

– Espero que te gusten. Si no, puedo pedir…

– Me gustan, sí. Pero, Daniel…

– ¿Sí?

– Esto no es un picnic.

– ¿Qué quieres decir? -él miró a su alrededor.

– En un picnic hay pollo frito y tarta de chocolate, que se comen sobre una manta, molestas hormigas…

– Creo que podemos saltarnos las hormigas.

– …vino barato en vaso de papel.

– Ahora estás exagerando. La gente bebe margaritas en las playas de todo el mundo.

– En complejos vacacionales. Y no llevan una batidora a un picnic. ¿Dónde iban a enchufarla?

– ¿Quién ha traído una batidora?

– Así se mezclan las margaritas.

– El encargado del bar está haciéndolas en la casa. Ahora, relájate.

En ese momento, apareció el camarero con dos copas de margarita helada en la mano. Amanda supuso que era el camarero, aunque Daniel era capaz de haber contratado a un experto en cócteles.

Daniel dio las gracias al hombre y él volvió a subir las escaleras de madera que llevaban a la casa.

Amanda tomó un sorbo del cóctel. Estaba delicioso. Pero no tenía nada de rústico.

– Empezaremos con unas gambas a la criolla -dijo Daniel.

– Deja de intentar impresionarme -no había ido allí para ver el dinero de Daniel en funcionamiento. Había ido para ver a Daniel.

– Esto es una cita. ¿Por qué no iba a intentar impresionarte?

Ella pensó que tal vez había llegado el momento de confesarle que no hacía falta, porque ella era cosa hecha. Sonrió para sí. Antes de que acabara la noche, iba a derrumbar barreras hasta llegar al auténtico Daniel, y después le haría el amor.

– ¿Qué? -preguntó él al ver su sonrisa.

– Pensaba en el manual laboral de tu empresa.

– Nancy hizo un trabajo de investigación magnífico. Vamos a presentarle una propuesta a papá.

– ¿Vais a ofrecer permisos por causas familiares?

– Vamos a proponer que se ofrezcan.

– ¿Qué te hizo cambiar de opinión? -Amanda tomó otro sorbo de la refrescante y acida margarita.

– ¿En cuanto a ver a mis empleados como personas?

Ella asintió.

– Tú, por supuesto.

– Gracias -dijo ella, sintiendo que la envolvía un halo cálido y resplandeciente.

– No. Gracias a ti. Empujas, pinchas, insistes…

– Vaya, haces que suene muy atractiva.

– Eres inagotable -sonrió él.

– Y tú también.

– Eh, yo me rendí.

Ella se quedó inmóvil. Era cierto. Daniel se había esforzado por entender su perspectiva, ella en cambio no había cedido ni un milímetro.

El ritmo de las olas se incrementó y un grupo de gaviotas empezó a chillar. Amanda se apartó el pelo de los ojos.

– ¿Qué piensas? -preguntó él.

– Nada -ella sacudió la cabeza y volvió a sonreír-. Háblame de la competencia para el puesto de director ejecutivo.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Vas a ganar?

– Estamos avanzando mucho con las suscripciones por Internet -Daniel encogió los hombros.

– Quedan cuatro meses.

– Pero Charisma siempre tiene un mes de diciembre muy bueno.

Amanda asintió y jugueteó con el tallo helado de la copa.

– ¿Te decepcionaría no ganar?

– Claro -la miró directamente a los ojos-. Juego para ganar.

– Lo sé. Pero dejando tu ego a un lado…

– Yo no tengo ego.

– Oh, Daniel -Amanda se rió.

– ¿Qué? -él la miró, sinceramente confuso.

– ¿Pretendes decirme que conseguir el trabajo es más importante que ganar el juego?

– No entiendo qué quieres decir. Es la misma cosa.

– Son dos cosas completamente distintas -ella sacudió la cabeza y su cabello se movió con la brisa.

– ¿En qué sentido?

Otro camarero uniformado llegó con el aperitivo.

– ¿En qué sentido? -repitió Daniel, cuando se fue.

Amanda inspiró profundamente, buscando una forma de expresar lo que quería decir.

– Quítate la chaqueta -ordenó.

– ¿Qué?

– Ya me has oído.

Como no se movió, ella se puso en pie y fue hasta su silla. Tenía las manos en sus solapas cuando empezaron a oírse truenos de tormenta en la distancia.

– ¿Qué estás haciendo? -él se echó hacia atrás.

– Estoy pelando las capas -dijo ella, tirando de la chaqueta y retirándosela de los hombros.

– ¿Las capas?

– Para llegar a tu yo verdadero.

– Eso es una metáfora. Y yo soy mi yo verdadero.

– ¿Cómo lo sabes? -tiró de una manga. Rindiéndose, él se quitó la chaqueta.

– Porque he sido mi yo verdadero toda mi vida.

– ¿Qué es lo que quiere tu yo verdadero? -Amanda empezó a desanudarle la corbata.

– A ti -replicó él, mirándola a los ojos.

Ésa era una buena respuesta. Sin duda.

– Quiero decir profesionalmente.

– Quiero ser director ejecutivo. ¿Por qué te parece tan inconcebible que quiera el puesto más alto en una empresa en la que llevo trabajando toda la vida?

– Porque creo que la gente, tu familia, lleva poniéndote cosas delante durante cuarenta años y diciéndote que se supone que debes desearlas -contestó ella, quitándole la corbata del cuello.

– ¿Como qué?

– Para empezar, a mí -dejó la corbata en la mesa.

– No veo a mi familia por aquí, empujándome -bromeó él mirando a izquierda y a derecha.

– Me refería a después del instituto.

– Eh -la agarró y la sentó sobre su regazo-. La noche de la fiesta estábamos tú y yo solos. Nadie me dijo que te deseara.

– Te dijeron que te casaras conmigo.

– Estabas embarazada.

– Te dijeron que volvieras al negocio familiar.

– Necesitábamos el dinero.

– Te dijeron que te quedaras en este continente.

– Me quedé por ti -Daniel cerró la boca de golpe.

– Te quedaste porque te lo dijeron -ella movió la cabeza-. ¿De quién fue la idea de que te casaras con Sharon?

– Mía -dijo él, pero hizo una mueca.

– ¿De quién fue la idea de que te presentaras al puesto de director ejecutivo?

Daniel la miró fijamente.

– ¿Qué quieres tú, Daniel?

Se oyó un trueno mucho más cercano, y un relámpago destelló en el cielo. Las primeras gotas de agua golpearon la arena.

– Haga que saquen la carpa, Curtis -le dijo Daniel al maître, que estaba a una distancia prudencial.

– ¡No! -Amanda se levantó de su regazo.

– ¿Qué?

– Nada de carpa.

– ¿Por qué no?

– No me coartes, Daniel.

– ¿Estás loca de remate? -la miró desconcertado.

– ¿Puedes decirle a ese hombre que se vaya? -le pidió ella en voz baja.

– ¿Estaré a salvo a solas contigo?

– Es posible.

– Puede volver a la casa, Curtis -dijo él tras un titubeo. Se oyó otro trueno-. Estaremos bien.

Curtis asintió y fue hacia la escalera.

– Así que vamos a quedarnos aquí afuera y mojarnos, ¿no? -preguntó Daniel.

– Sí. La vida es así. Ve acostumbrándote.

– ¿Puedo volver a ponerme la chaqueta?

– No -empezó a llover con fuerza y Amanda abrió los brazos de par en par.

– La cena está arruinada -comentó él.

– Después pediremos una pizza.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

– ¿Ahora? -ella volvió a sentarse en su regazo y rodeó su cuello con los brazos.

Ése era Daniel. Eso era real. Era lo que ella había estado esperando.

– Ahora -dijo-, vamos a hacer el amor.

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